El árbol de la vida. Años de luz | por Kent Jones

The tree of life | Terrence Malick

«Todo cuanto hay es luz». Por razones que deberían resultar obvias para aquellos que conozcan un poco su obra, Stan Brakhage volvía con frecuencia sobre esta cita del filósofo neoplatonista del siglo IX Juan Escoto Erígena. Brakhage encontró la máxima de Erígena en los Cantares de Ezra Pound, transcrita en el primero de los cantos de Pisa (LXXIV) como «Todas las cosas que son luces», y también en LXXXVIII, el tercer poema incluido en la sección de la excavadora, en el que el original de Erígena «Omnia quae sunt, lumina sunt» recibía una traducción aún más contundente: «Todas las cosas son luces». En aquellos versos, Pound buscaba orientaciones, observaciones y formulaciones cuyo poder descansase en su simplicidad, que fuesen emanaciones de ese «mundo radiante… de energías en movimiento».


Dos siglos después de morir, Erígena fue tildado de hereje a causa de las equivalencias que estableció, respectivamente, entre Dios y la creación y entre la humanidad y la divinidad. Para Erígena, Dios no era el Padre omnipotente, sino un no-ser incognoscible y trascendente que alcanzaba, por vías misteriosas, un proceso de autocreación -en una palabra, la iluminación. Cada ser y cada cosa eran una teofanía, es decir, una manifestación divina, «lámparas que esparcen una divinidad difusa», tal y como apuntó Hugh Kenner. Dios no conocía el Mal pues, en propiedad, nada podía conocer; eso era estrictamente un asunto de la condición humana, cuya naturaleza esencialmente divina había sido cegada por sus fantasías enraizadas en el mundo material. En un sentido metafórico, aquellas eran las personas que se alimentaron del Árbol del Conocimiento, por oposición a esas otras que vivían una vida bendita de «paz eterna en la contemplación de la verdad, lo que suele definirse como deificación». En palabras de Christopher Bramford, se trata de «la manifestación completa del fruto de la Encarnación, la Palabra», es decir, de Jesucristo, aquel que, según Erígena, «es el fruto del Árbol de la Vida».


No estoy sugiriendo que el trabajo de un filósofo irlandés del siglo IX sea la clave para entender el nuevo filme de Terrence Malick. Sin embargo, parece obvio constatar el interés especial de Malick por pensadores como Erígena, Grosseteste, San Agustín o San Pablo, quien escribió, en una carta a los efesios, que «todo lo que se pone de manifiesto es luz». De hecho, el interés que demuestra por los orígenes -de la violencia o del universo mismo- ha hecho de sus tres últimos largometrajes una auténtica anomalía en la moderna cultura cinematográfica. También le ha convertido en una figura reverenciada y criticada a partes iguales. No en vano, las especulaciones acerca del origen de la vida en la tierra y las rectificaciones sobre el curso de la Historia son automáticamente tachadas como pomposas, vestigios de una época pre-marxista en la que las preocupaciones de los hombres se fijaban en el Ideal y en el Fin último, en oposición a lo contingencia del aquí y del ahora -en este sentido, el relato de la vida de Pound ha devenido un cuento con moraleja. Cómo hemos llegado hasta aquí, cómo es posible que en algún momento este mundo no existiera y que tarde o temprano deje de existir -estas son la clase de preguntas cuya formulación, tan inmensa que peca de indecorosa, parece propia de fanáticos religiosos o de profesores de filosofía que creen que no somos más que sombras proyectadas en las paredes de la caverna de Platón.


En muchas de las reacciones hostiles hacia El árbol de la vida se puede detectar una sensación de vergüenza. En un sentido estructural, el filme de Malick es una visión transformadora que le sucede a Jack, un hombre de mediana edad al que interpreta Sean Penn, en lo que dura un parpadeo. Su sintaxis se establece a partir de un ritmo de revelación incesante y se vertebra a través de la consistencia de sus formas (durante la película podemos reconocer los mismos tentáculos alargados en una bola de energía primigenia, en una planta submarina, en las ramas de un árbol mecidas por el viento o en los surcos de manos y dedos) y caminos (los ascensos, en un elevador acristalado o por las escaleras, hacia lo trascendente). La continuidad temporal aparece fragmentada y el protagonista puede ser todo aquel que eventualmente se plante ante la cámara. En otras palabras, Malick está tratando -supuestamente, por decirlo en la jerga suspicaz de los blogs- de contar nuestra historia.


Aquellas películas en las que algo puede o no haber sucedido, en las que lo inmanente o lo trascendente se insinúa o se vislumbra sin definirse completamente, son valoradas de manera rutinaria. Esta reacción escéptica, fundada en un obvio prejuicio, acarrea una inevitable desconfianza hacia esa clase de arte que erige sus parámetros espirituales tan abiertamente como lo hace Malick en su filme. De ahí, en fin, la inevitable queja de que El árbol de la vida sea una película interesante sobre una familia de los años 50 hasta que pierde el norte cuando aparecen los dinosaurios. O, como apunta Richard Schickel, una sarta de burradas que no merecen consideración.


En un nivel bastante más serio y, sobre todo, sutil, J. Hoberman incluyó en su cobertura de Cannes un apunte que invitaba a la reflexión, al describir la película como emocionalmente distante y realizar una interesante referencia al mal uso de la idea de lo cósmico que Malick asocia a la familia. Pienso que esta visión de El árbol de la vida es como mirar por el lado equivocado del telescopio. Pretender que Malick concibió un filme sobre una familia -su familia- para luego decantar la acción hacia un nivel cósmico me parece una manera de negar aquello que precisamente la hace tan espiritual y emocionalmente potente. Tal y como se ha dicho, este es el primer trabajo en el que Malick filma el mundo moderno, que visualiza como una red compuesta por ángulos duros, líneas rectas, cajas de vidrio y medios de transporte verticales, como si la humanidad hubiese perdido la confianza en sí misma y se viese obligada a restringir sus movimientos (estaríamos ante la continuación de aquella primera aparición impactante del fuerte de los colonos en El nuevo mundo). El lenguaje corporal esquivo entre Jack y su mujer, una coreografía de gestos condicionada por el espacio que habitan; la calculada falta de personalidad de su lugar de trabajo, donde los dilemas emocionales se confiesan entre breves susurros; o las geometrías autorrestrictivas de la planificación urbana moderna: todas ellas son manifestaciones del mismo error, de la neurosis resultante de poner el énfasis en lo transitorio, de alimentarse demasiado del árbol equivocado. El árbol de la vida se ha definido como una película religiosa, lo que deduzco que significa cristiana, pero eso implica la adherencia a una doctrina religiosa que simplemente no está ahí. Aunque podría decirse que existe en el cruce de caminos entre la visión de la vida en la tierra de Erígena, específicamente en la parte que le llevó a ser condenado póstumamente por hereje panteísta, y un budismo pre-ortodoxo -como sucedía en La delgada línea roja y El nuevo mundo, esta no es una obra obsesionada con la vida después de la muerte, sino con la gloria de esta vida. Además, Malick es un artista, no un teólogo o un filósofo ni, desde luego, un proselitista. Por lo que hablar en esos términos implica negar la urgencia del filme. El árbol de la vida no es la visualización de una idea o una creencia predigerida, sino la búsqueda que una inquieta inteligencia estética lleva a cabo.


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El filme es un acto de recuperación impulsado por el sentimiento de duelo por el hermano perdido (aunque no somos testigos de su muerte a los 19 años, nos descubrimos preguntándonos por las causas). Una presencia invisible («¿cómo has llegado hasta mí?») convoca a Jack para empujarlo hacia una evocación del origen de la vida -la formación del planeta, los primeros signos de vida prehistórica, la edad del hielo y su nacimiento, que representa el comienzo de la vida humana. Imagino que las quejas cosechadas durante el pase de prensa en Cannes empezaron en algún momento de este apasionante segmento, cuyo grado de abstracción guarda cierta semejanza con la secuencia de la puerta de las estrellas de 2001, pero no por ello deja de ser menos impresionante.


Suele ser habitual traer a colación el nombre de Emerson en cada conversación que gire alrededor de las tres últimas películas de Malick. Tanto Hoberman como el maravillosamente ingenioso Anthony Lane lo citaban en sus reseñas; también yo lo hice cuando escribí sobre El nuevo mundo. Y si bien no basta con leer a Emerson para poder explicar el filme, no cabe duda de que su obra ha tenido una influencia fundacional en Malick. De hecho, cualquiera podría reivindicar la relación entre los círculos de Emerson y los progresivos cambios de escala de la película: «el ojo es el primer círculo, el horizonte que conforma es el segundo; y esta figura principal se repite interminablemente en toda la naturaleza». Esta podría ser una buena definición para describir el enfoque visual, formal y temático del filme. Sin embargo, la palabra que me vino a la cabeza tras el primer visionado de la película fue Historia. «Si toda la Historia se concentra en un hombre, entonces puede explicarse a través de la experiencia individual. Existe una relación entre las horas de nuestra vida y los siglos del tiempo. Así como el aire que respiro procede de los vastos depósitos de la naturaleza, la luz que se refleja en mi libro proviene de una estrella a miles de kilómetros de distancia, y el equilibrio de mi cuerpo depende de la armonía entre la fuerza centrífuga y la fuerza centrípeta, así también las horas deberían ser constituidas por los siglos, y los siglos explicados por las horas. Porque cada hombre es otra encarnación más de esa mente universal».


The tree of life | Terrence Malick

Cuando era joven, todo parecía suceder bajo una apariencia de eternidad. El lento discurrir de las hormigas sobre el asfalto, las hojas que caían de los árboles o las rosas de azafrán que quedaban sepultadas tras cada nevada eran señales de todos los finales e inicios acaecidos desde el principio de los tiempos; ese mismo principio que descubríamos en nuestros libros sobre dinosaurios o en las lecturas del Génesis cuando íbamos a la iglesia. Éramos enormes y también diminutos, nos sentíamos aislados y también conectados con cada piedra y cada sendero, con cada uno de nosotros. ¿A qué distancia se encontraría el sol de la tierra? ¿Cuántos segundos llevábamos vividos? ¿Cuán pesado sería mi sentimiento de culpa por robar un dólar del bolso de una chica? Sentíamos la Historia antes de tener conocimiento de ella, y cada uno de nosotros descubría poco a poco sentimientos como la vergüenza, la timidez, el orgullo o el instinto de protección. Nunca he visto una película que se interne en este territorio y se dedique a trazar su topografía con tanta tenacidad. Lejos de ser un mero apéndice, el segmento de la creación es aquí un aspecto crucial de esta topografía, quizá la bóveda celeste que la recubre. Ataviado con su mejor traje, el joven Jack (Hunter McCracken) observa a su padre (Brad Pitt) tocar el órgano en la iglesia: un padre que no deja de alabar el valor de la práctica y del trabajo duro, pero que en realidad solo busca obtener la admiración de su hijo; un hijo que trata de ahogar todas sus energías para reunir la que imagina es la postura correcta entre la admiración y el silencio respetuoso, obligado a traicionar el genuino asombro mientras su padre se deja llevar por los entresijos de la Tocata y fuga de Bach. Este es solo uno de los numerosos momentos, cuya delicadeza abarca varios niveles (tono, actitud, equilibrio de poder o la relación que se establece entre los personajes y el ambiente), que la cámara hipersensible de Malick captura en un relato más progresivo que (cognitiva, emocional y espiritualmente) narrativo. Un momento marcado por la rotundidad con la que se manifiestan las cosas bajo la mirada infantil. Si El árbol de la vida puede significar lo mismo para alguien que no se haya criado en un hogar cristiano en la América de la posguerra, es un tema abierto al debate. Yo, desde luego, no puedo imaginar una evocación más vívida de aquella época.


The tree of life | Terrence Malick

En El nuevo mundo, Malick pidió a los actores que fuesen genuinos y acabó recogiendo una variada colección de comportamientos («Mi personaje es una jodida águila quebrantahuesos», le dijo Colin Farrell a Christopher Plummer. «Así es como me ve»). En cambio, en El árbol de la vida les pide algo más específico, por lo que el método de trabajo de su director para alcanzar ese objetivo consiste en una paciencia infinita, proporcionarles el tiempo necesario para encontrar sus emociones. Los cinéfilos se han criado con la imagen del padre dominante, la madre sumisa y esos estallidos de ira durante la comida. Sin embargo, las dinámicas emocionales que describen los arranques de furia de esta película son extremadamente sutiles. El padre interpretado por Pitt es una auténtica rareza cinematográfica, una especie de patriarca esteta sureño, con un ligero toque de Van Cliburn, cuya frágil autoestima depende del continuo amor y respeto de su familia. «¿Tú que has hecho hoy, mi pequeño pajarito?», le pregunta, en un clima de correcciones severas y burlas, al silencioso hijo mediano (Tye Sheridan). La falta de reacción que motiva esta réplica, destinada a suavizar el aire de opresión emocional de la escena, es quizá el aspecto más insultante de todo. Así, desde su rincón de la mesa, el hijo pequeño (Laramie Eppler) lanza un espontáneo: «cállate». El estupor de Pitt ante la desarmante honestidad del niño es una de las cantilenas del filme, y su posterior «¿qué has dicho?» es más una señal de aturdimiento que de ira. Cuando el padre desencadena su furia, enviando a su hijo a la habitación, y vuelve a la mesa para terminar de comer avergonzado, lo que observamos no es tanto un gesto de destrucción como de contención.


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The tree of life | Terrence MalickHoberman discrepa con el pasaje en el que, durante una visita al pueblo, Jack y sus hermanos se topan con un grupo de delincuentes, lisiados y convictos. Lane, en cambio, observa una castidad militante en el episodio en el que Jack roba una pieza de lencería de la habitación de una vecina y, antes de que alguien le pueda descubrir, la echa al río para que se la lleve la corriente. Lo cierto es que no entiendo sus quejas. Esta es una película sobre los primeros encuentros y titubeos enmarcada en el tránsito entre la inocencia y la madurez. «¿Podría sucederle a cualquiera?», se pregunta Jack en una conmovedora voz en off mientras contempla junto a sus hermanos al grupo de hombres esposados subiendo al furgón policial. «Nadie habla de todo eso». La película no clasifica como  anormal a ese grupo de alcohólicos, criminales y discapacitados, sino que lo hace la mentalidad de un crío de la década de los 50. En cuanto a la observación de Lane, me alegro de que tuviera una infancia tan plácida. Lo que hace tan potente ese episodio es el cambio drástico de los engranajes mentales que incitan a su protagonista a probar sus límites robando ese objeto prohibido que encuentra en el primer cajón del armario para, acto seguido, sumirle en el terror de sentirse juzgado por ese Dios que todo lo ve -corriendo a la desesperada hacia el río, ocultando las bragas bajo una roca para después lanzarlas al agua y regresar a casa temeroso de leer en el rostro de su madre su culpabilidad. ¿Acaso podría ella no saberlo?


¿Rimbombante? ¿Pomposo? Cuando el filme alcanza su máximo nivel, lo que prácticamente sucede en el 90% de su metraje, se convierte tanto en un febril inventario de maravillas como en una sinfonía de interminable transformación, en la que la curiosidad florece dentro de la destrucción y la -conmovedora- crueldad da paso a la gracia. La película no llega hasta nosotros en planos aislados, sino a través de ráfagas de emoción y energía, y por un momento recordamos instantes que parecen desgajados de nuestra propia memoria: el patio de recreo transmutado, en forma y color, en una visión propia de un cuadro de Brueghel; los chiquillos pedaleando con sus bicicletas a través de un camino de hierbas altas; esa primera incursión en el coqueteo, en el intercambio de miradas entre el interés y el desdén; la casa y el jardín como si fueran el corazón del mundo, y la calle como la línea que delimita aquello que está más allá. Muchos críticos han sacado a colación el nombre de Kubrick en sus comentarios sobre la película. Sin embargo, si hay un artista a la sombra de El árbol de la vida, ese es Mahler, cuya obertura de la 1ª sinfonía se puede escuchar durante el episodio de la creación y en la frenética escena del ahogamiento del niño en la piscina pública («Dejaste morir a un niño», susurra Jack en la voz en off. «¿Por qué debería comportarme bien?»). Ambos artistas trabajan en la creación de una obra que se asiente en el borde del caos, tan abundante y variada en centelleos y senderos en espiral que evoca una vasta memoria. En este sentido, la repetición ocasional de ciertos motivos parece más fruto de un necesario exceso que de un mero defecto.


The tree of life | Terrence Malick

Malick incorpora a lo largo de El árbol de la vida visiones fantásticas, muchas de las cuales (una casa sumergida en el mar, la madre levitando bajo el árbol del jardín o encajonada, como Blancanieves, en un ataúd de cristal en medio del bosque) funcionan como conmovedoras evocaciones poéticas. También regresa puntualmente a esa imagen en la que la versión madura de Jack camina por un paisaje desértico que representa el fin de los tiempos. El objetivo de esa visión es la reunión con su yo adolescente y el resto de su familia tal y como eran durante su infancia, rodeados por ángeles y otras familias que han logrado reconciliarse con sus seres queridos; una escena que culmina con la madre encomendando al hijo perdido hacia la eternidad. En un sentido temático casa perfectamente con el tono de la película. Sin embargo, en comparación con la detallada especificidad de todo lo que hemos experimentado hasta ese momento, es inevitable sentir cierta decepción -ya habíamos visto esa clase de imaginería en películas como Encuentros en la tercera fase o en el olvidado filme francés Les revenants. Encaja, sí, pero no resulta completamente satisfactorio: funciona, como sucedía con el cierre de Deseando amar, pero eso es todo. Pienso que el ansia por recrear ese universo condujo a Malick a desviarse ligeramente de su concepción original. Así, la aceptación tranquila de una pérdida terrible queda ensombrecida por la comprensión de que los caminos de la gracia (la madre) y de la naturaleza (el padre), evocados por la primera voz en off del filme, no se oponen sino que están unidos dialécticamente. Tengo la sensación de que, en algún momento del proyecto, este se convirtió en la película de un hombre que alcanza a entender su padre tal y como es y le perdona sin caer en sentimentalismos. Ese es su secreto. Si el pasaje final es relativamente decepcionante, intentad recordar cuántas películas lo suficiente importantes habéis visto que guarden un secreto de estas características.


El árbol de la vida no avanza, sino que late como un organismo, y tanto su principio como su conclusión comparten la misma imagen: una bola de energía primigenia en mitad de la oscuridad, preparada para generar más teofanías. A diferencia de Brakhage, Malick no se aventura en el universo oculto entre los pliegues de la percepción. Sin embargo, ambos son, como Vermeer, Turner y Godard, descubridores que, fotograma a fotograma, nos recuerdan que todo cuanto hay es luz.



© Traducción de Óscar Brox



Esta es una traducción del artículo original Light Years. Kent Jones on The Tree of Life, publicado en diciembre de 2011 en Film Comment, y cuenta con el consentimiento de su autor y de su editor, a quienes agradecemos su generosidad.


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