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Rayito | Lois Patiño

Rayito (Lois Patiño, 2009)| Por Óscar Brox


El novelista Robert Bloch escribió que un payaso en la noche, bajo el alumbrado de una farola, es la esencia del terror. La sociedad norteamericana desarrolló, a partir de este miedo, toda una iconosfera de dementes ocultos tras un maquillaje convertido en pinturas de guerra: asesinos de niños, merodeadores e, incluso, amenazas extraterrestres proyectaron la incapacidad de ubicar al payaso en un contexto normal, apartándolo siempre del tejido social, como otra figura excluida en los márgenes. Lois Patiño, el director de Rayito, explica su fascinación por aquel personaje singular al que llevaba años contemplando. A diferencia de la imaginería propagada por la literatura y el cine americanos, el payaso sólo guarda parentesco con la dificultad de encontrar un lugar en la sociedad. Podemos encontrarlo día tras día en el trozo de calle que utiliza para llevar a cabo su actuación. Sin embargo, como recuerda Patiño, en algún momento del día esa figura pública, que casi forma parte del decorado urbano, se esfuma sin dejar rastro; cambia de sitio o se dedica a realizar las tareas cotidianas, pero nunca abandona su maquillaje ni su vestuario. Así, ¿cómo definir a Rayito?, ¿hay realmente un hombre tras la pintura facial?


A partir de un seguimiento estrecho de sus movimientos, documentando cada tramo de un día cualquiera de Rayito, Patiño emprende una labor de desactivación: empezar a hacernos ver a la persona donde siempre vemos al payaso; añadir relieve humano a una figura que se nutre de su excepcionalidad para destacar entre la multitud. Para ello, el director construye su película a través de lo que, en otras circunstancias, constituirían las tomas falsas o de relleno: Rayito habla, a pesar de ser mimo; se mueve, aunque en su espectáculo prima la inmovilidad; deambula por diferentes zonas de Madrid, yendo a comprar al supermercado o relacionándose con sus vecinos de la pensión. En otras palabras, cada minuto del filme se consagra a destruir la imagen que podemos tener de Rayito para encontrar esa otra imagen cautiva que late en su interior.


Consciente o no, el retrato que dibuja Patiño nos muestra a un hombre exhausto, consumido en su rutina, que ha hecho del maquillaje una segunda piel y del vestuario chillón el equivalente del traje ejecutivo de chaqueta y pantalón; una fotocopia gris y desamparada de nuestro pasado. Pasado, porque la anécdota del primer encuentro infantil entre cineasta y payaso, donde este último acumulaba todo el misterio que, a ojos de un niño, puede albergar una figura tan extraordinaria, se desvanece a medida que la historia avanza. Quizá porque, a diferencia de la cultura popular norteamericana, seguimos viendo al payaso como una figura triste, que ha perdido el poder y la sonrisa, que se dedica a vagabundear esperando que alguien la reconozca entre la multitud. Por eso, Rayito debería ser la crónica de una mirada inocente que sacrificamos inevitablemente cuando alcanzamos la madurez; una mirada inocente, depositaria de creencias y anhelos, que su director intenta resucitar en la búsqueda de una figura anónima que siempre despertó su curiosidad infantil. Una historia de fantasmas.


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