Lady Gaga. Definiendo el fascismo posmoderno | por Ignasi Mena

Lady Gaga

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Una primera versión de este texto destripaba el modo en que Lady Gaga construye sus discursos, esto es, uniendo imagen, sonido, ideología y consumo, para incidir luego en cómo, una vez inserta en la conciencia del público, la cantante pasaba a defender sus productos -sus creencias- con un tono pseudo-autoritario y moralizador. Eso en principio me servía, por un lado, para analizar los cambios que la imagen de ella y su equipo habían sufrido con el tiempo, al pasar de una frivolidad irónica y juguetona (el álbum The Fame en ambas versiones, la inicial y la Monster) a una mezcla de izquierdismo radical y conservadurismo profundo que no resulta demasiado creíble, a lo sumo confuso; por otro lado, me permitía recuperar el viejo debate sobre la veracidad o la falsedad de lo que aparece en la esfera pública (esto es, los medios de comunicación, las revistas, etc.) para entender a Gaga como un mero producto de su tiempo: si consideramos a Gaga como lo que es, es decir, una criatura de los medios de comunicación que sólo existe en las portadas, en las radios y en el Facebook, y que vive además a años luz (no sé si hacia delante o hacia atrás) de un público al que supuestamente adora, la moraleja de manual de auto-ayuda que nos quiere vender se revela como una estrategia pobre y vulgar que incluso puede llegar a restar valor a lo que ha logrado en tres años de reinado. Ejemplos: la introducción de dos minutos y medio para su videoclip de Born this way, los gritos de "Mostradme vuestras pollas" o "Dios os quiere tal cual" que profirió en su The Monster Ball Tour o lo beligerante que se muestra en su reciente entrevista para la NME nos presentan a una Gaga que ha perdido todo su sentido del humor y que no parece tener contacto alguno con el mundo real. De diva del pop más ligero -y que ella misma, escasos años después, considera gratuito y vacío- ha pasado a erigirse como paladina del respeto y el amor por el prójimo con unas maneras que hablan más de violencia y separación que de integración y unidad. Me refería en este punto a su defensa, metralleta incluida -ver el video para Born this way-  de sus seguidores, los little monsters, criaturas que nos llegan por defecto como víctimas de la inseguridad y el bullying pero que, a modo de compensación, vienen cargados de tal cantidad de amor y solidaridad en sus entrañas que el bien del mundo entero se concentra en ellos. Lady Gaga, con sus performances, nos dictaría cómo tenemos que ser, a qué tenemos que aspirar, a quiénes tenemos que ayudar y cómo. Que conste que no criticaba -ni lo hago ahora- su voluntad de hacer el bien. Sólo me parecía curioso que viese a sus fans casi como un ejército del amor, nacido para más inri de las entrañas de la propia Gaga mitosis mediante, y que aparecieran en el videoclip con sus mismos rasgos, su misma expresión y su mismo peinado. Mi intención era argumentar que el aislamiento en el que la cantante se ve reducida por su posición de estrella mediática la lleva a confundir su éxito o su relevancia social con el bien de los little monsters, mezclando su existencia individual con la de sus millones de seguidores. Con ello Lady Gaga forzaría a sus fans a vivir una realidad tan ficticia como la de sus videos, y que sólo existiría en la mente de la cantante. En otras palabras: el discurso de Lady Gaga se habría vuelto autoritario cuando con él quisiera o pretendiera incidir en la vida de las personas. No discuto su participación en la campaña Viva Glam de MAC  -junto a Cindy Lauper- para concienciar y luchar contra el sida, o su esfuerzo titánico -y al fin recompensado- por lograr la igualdad en el ejército y abolir el Don't Ask Don't Tell. Sólo digo que la intención no justifica las formas, y que Lady Gaga habría llegado a confundir el arte, sea lo que sea, con las acciones humanitarias muy estilizadas -ver su llegada a los MTV Music Awards 2010-, con una relación muy estrecha con sus fans y una total dedicación a su trabajo, o con la creación de un corpus más o menos original - videoclips, canciones, portadas, tweets, fotografías, etc.- con un mensaje muy claro de aceptación personal. Digo yo que el arte debería existir con independencia de esos hechos, o quizás gracias a ellos, pero en cualquier caso en una dimensión distinta.


Me parece muy bien que Gaga quiera "hacernos más libres" con su música y sus conciertos, pero no logro entender qué hace agarrando una ametralladora para protegernos del mal en Born this way. No sabría decir en qué consiste ese mal que nos amenaza. Y en cualquier caso me parece que 1) nadie se lo ha pedido, y 2) que haga lo que haga, o diga lo que diga, la vida de los ciudadanos de a pie no cambiará gran cosa. Lo que quizá sí sea cierto es que se mantendría en el Top10 más tiempo -no digo que no lo haga- si dejara de preocuparse por el bien y se centrara en el arte, es decir, en la forma. Sus últimas dos canciones, Born this way y Judas, han recibido críticas precisamente por su apartado formal, y aunque puedan ser consideradas éxitos de ventas, su repercusión, así a priori, no parece tan grande como otros de sus singles. Hay quien culpa los delirios de grandeza de la Gaga a su catolicismo, a la educación recibida en el colegio o a la poca autocrítica de la que dicen que es capaz. Sólo sé que cuando acaba el día las canciones de la Gaga ya no me divierten tanto como antes, y que la única responsable es ella y la enorme maquinaria que hay detrás.


Después de este análisis pormenorizado, os confieso que no acabé nada satisfecho de ese borrador. Percibí casi de inmediato que intentar reducir a Lady Gaga a una serie de impresiones propias, parciales y subjetivas, y sin poder tener presente, por una mera cuestión de tiempo, sus configuraciones futuras -el video de Judas, por ejemplo, o el álbum Born this way, etc.- comportaba escribir y publicar un artículo ya caducado de antemano que no iluminaría apenas la naturaleza de lo que representa esta estrella... si es que existe tal naturaleza. Porque esa es otra: ¿cómo definir a tal fuente arrolladora de imágenes, gestos y performances, de cotilleos, murmuraciones y críticas, de citas, plagios y homenajes? ¿Cómo saber en qué consisten su realidad y su verdad, aún desconocidas a pesar de que la pobre intente proclamarlas siempre que puede? Esa imposibilidad de definición es fruto de su existencia tan fragmentada, tan abundante, tan dispersa, tan desquiciada y atrevida. Hay quien busca en el ser vivo que existe tras la máscara de Gaga -y no me refiero a Stefani Germanotta- el motivo de su éxito y de su fama, pero no creo que ahí encontremos la solución. No creo que exista tal solución. Cierto es que hay una persona real que vive bajo el peso y la responsabilidad de ser Gaga. Borges ya nos contó en uno de sus cuentos el funcionamiento de la fama y la posteridad, y Britney Spears u Oscar Wilde nos advirtieron con sus ejemplos de las temibles consecuencias que puede acarrear. Pero ese alguien que ya ha desaparecido para siempre porque su figura pública la ha consumido. Gaga ya lo es todo para ella, y así habrá de seguir hasta el fin de sus días.


Permitidme decir, con todo, que la postura de Lady Gaga en estos temas tendría más en común con la de Wilde, o con la de Andy Warhol, que con Spears o con Rihanna: así como estas últimas entienden sus actuaciones y sus estilismos -por no decir sus canciones- como una dimensión separada, ajena a su vida privada -con todas las dificultades que conlleva ser famoso/a, por supuesto-, Lady Gaga concibe su vida -incluida la pre-Gaga- y sus performances como una unidad, como un solo corpus textual. Es desde esta perspectiva que quizás habría que leer sus afirmaciones de que "no soy un producto manufacturado". No hay posibilidad de prefabricación porque todo es real, esto es, todo ha pasado a ser legible. Tal postura no es novedosa: Wilde ya la adoptó. Lo interesante consiste en que es esa misma confusión, o mezcla de realidades, la que sin duda también afecta a Rihanna o Spears, aunque ellas crean tenerlo todo bajo control. Se trata de ese efecto devorador tan característico de la esfera pública de nuestras sociedades capitalistas. Si para Gaga la vida es arte -como todo arte es vida-, quizás puedan justificarse sus mensajes moralizantes de guerra y autoayuda al no ser otra cosa que una manera de influir en la vida desde la ficción, o en la ficción desde la vida. Es decir, que Gaga estaría siendo perfectamente coherente con sus ideales y nuestro disgusto o rechazo de sus últimas obras se basaría únicamente en la estética. Claro que, como recupera Arendt de los textos de Kant, pensar en clave estética es pensar en clave política, con lo que de nuevo volvemos a perdernos en el laberinto textual del que no hay salida.


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Es por todo lo anterior, si tiene algún sentido, que he decidido no centrarme en Gaga para hablar de Gaga, sino que acotaré mi campo de estudio y me fijaré en su público, en la industria y en mis propias nociones de lo artístico para echar algo más de luz sobre el asunto. La decisión quizás pueda sonar arbitraria, o si acaso tan parcial y subjetiva como mi estudio inicial. Espero que las reflexiones y las preguntas con las que me enfrento os hagan cambiar de opinión. Sin más preámbulos, ahí va.


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Jauss escribió que no podría existir una historia completa y global de la literatura sin una historia de la lectura que la acompañase. Del mismo modo, Hanna Arendt nos habló de cómo el hombre gris, padre de familia, y su sumisión al régimen, fueron imprescindibles para la construcción y el funcionamiento de las industrias de la muerte nazis. Por pequeño que sea, todo lector, todo eslabón, participa de la construcción de los discursos globales/sociales/culturales, sean de carácter totalitario o no. Algo parecido ocurre entre las filas de seguidores de la Gaga. No los culpo de los delirios de grandeza de su Mother Monster. Sólo ella es responsable de lo que le pasa por la cabeza. Pero sí son responsables de darle cancha y de apoyarla, de aceptar y adoptar su mensaje sin quizás detenerse a considerar sus recovecos y sus consecuencias. La fe ciega, como fenómeno, ha existido desde siempre y ha fortalecido tanto a religiones y sentimientos nacionalistas como autores, artistas y equipos de fútbol (¿y revistas de crítica de cine?). Pero hasta ahora servidor no había sido consciente de cuán presente está dicha fe ciega en la vida de las personas, incluso en temas a priori tan prescindibles como el pop. No hay más que pasearse por las webs de crítica musical/cultural para asistir a lo que llamaría luchas de gatas entre los fans de una u otra cantante por ver cuál de las dos es mejor, más relevante, más lista o más real. En estas discusiones, histriónicas a más no poder, cualquier dato puede ser utilizado a favor o en contra de tu candidato o del de tu contrincante, en una suerte de relativismo absoluto y todopoderoso que haría las delicias de cualquier derridiano. La lista de elementos a tener en cuenta es interminable: la posición en las listas, el número de ventas, la calidad de los vestidos o incluso las fechas de lanzamiento de los singles. Cuánta fue mi sorpresa al descubrir tertulianos que esgrimían motivos estéticos o incluso filosóficos para apoyar tal o cual artista, a Beyoncé o a Christina Aguilera, por poner un ejemplo. Claro está que el tono utilizado era igual de desquiciado y desquiciante en términos de desprecio, petulancia y ridículo que en los otros casos. Pero la presunta cultura o formación intelectual de quien utilizaba dicho lenguaje hizo que me preguntara acerca de la naturaleza del arte y la necesidad de articular discursos sobre él cuando, quizás, ni siquiera disponemos de un lenguaje unificado -o siquiera útil- para hacerlo. ¿Es el Bad Romance más o menos artístico porque un centenar de millares de personas así lo consideren? Los DJs, ¿se desharán de Poker Face con el tiempo o la consolidarán como el himno que ya es? ¿Para qué sirve el arte si no es para hacernos sentir algo, ni que sea en la pista de baile? ¿Qué significa que no a todos nos afecte por igual? ¿Qué importancia tienen los referentes de la Gaga -aquellos de los que tomaría sus ideas- si la mayoría de su público no los conoce? ¿Importa que me sepa la coreografía?... y así ad infinitum.


En un mundo arbitrario, ateo, laico, sin voluntad, nauseabundo y vacío como el nuestro, el arte es lo que hacemos de él. No existe el arte como tal más que como categoría textual o discursiva. Es cierto que muchos discursos, la industria cultural, nuestras leyes y gran parte de nuestro pensamiento occidental tienen en gran consideración al arte -o lo que se supone que es- y le reservan un cometido particular, una función muy concreta. Pero fuera de la esfera pública - que, como ya hemos visto, deforma y convierte en ficción lo que aparece en ella- sólo existe el individuo y su entorno, y es él o ella quien a la postre decidirá qué quiere que sea el arte para él/ella. Hasta aquí ningún (ehem) problema. Pero queda por resolver la cuestión de por qué se sigue utilizando la palabra arte y tantas otras del mismo campo léxico 1) como maneras de describir, caracterizar, definir e incluso etiquetar objetos y personas, y 2) como modo de justificar e incluso ennoblecer ciertas obras, personas o actitudes. En lo referente al punto 1), tengo poco que decir porque es el propio lenguaje el que permite crear tales ilusiones de realidad y no somos del todo culpables de no tener otra herramienta con la que comunicarnos. Como suele decirse, que no haya un único sentido o razón comunitarios para realizar críticas de arte -como tampoco los hay para el arte en sí- no significa que los motivos que cada uno pueda tener para escribir o leer dejen de existir. Al contrario. Aunque escribir sobre cine, literatura o cultura general no sea de por sí bueno ni malo, pero sí inútil en muchos casos, eso no detiene la máquina arrolladora de creación de textos ni impide que se siga comentando y analizando con una pasión y un desenfreno quizás alarmantes, pero que no me detendré a analizar aquí.


Me interesa mucho más averiguar, yendo al punto 2), por qué Lady Gaga se ve impelida a hablar de su arte, a llamarse a sí misma artista, como si así lograra alguna especie de efecto sobre sus obras, su público o la noción que tiene de su papel. Lamentablemente, no es exclusivo de la Gaga el emplear la palabra artista con tanta libertad, y tanto es así que lo podemos encontrar día tras día en los episodios de El Factor X, Fama ¡A bailar! u Operación Triunfo. No seré yo quien prohíba el uso del vocablo artista para hablar de Lady Gaga. Faltaría más. Pero con todo me veo forzado a no volver a incluir jamás la palabra artista en ningún texto o argumentación mías porque tal palabra ya ha dejado de tener significado. Si el arte es lo que hacemos de él, yo ya no quiero tener nada que ver con él, porque los usos que se le dan no coinciden con lo que querría que fuera. Mi opinión es que habría que encontrar otras palabras, otras ideas, otros conceptos para hablar de lo que una vez fue arte y que a día de hoy ha dejado de existir.


Lady Gaga

Que Lady Gaga utilice la palabra artista para darse aires o importancia -algo que, curiosamente, ni Rihanna o Britney Spears necesitan- es indicador de hasta dónde ha llegado la maldición del conformismo pop de Warhol o, si nos vamos incluso más lejos, del ready-made de Duchamp. No quiero sonar tremendista, catastrofista o, aún peor, nostálgico, pero Duchamp y Warhol lograron que el arte como concepto se revelara vacío e insuficiente por sí mismo. Lady Gaga conoce estos referentes, o se vende como si los conociera, y el bagaje cultural que posee, más o menos evidente, más o menos explícito, ha contribuido a que logre su actual estatus de diva, o transexual, o lo que fuere. Pero el arte, repetimos, no es más que una excusa o una justificación con las que fortalecer su éxito, su repercusión y su misión social. Lo mismo podría decirse, por ejemplo, de sus continuas referencias al dios cristiano, que según ella le inspira las letras, las melodías, su amor por los little monsters y su fortaleza para superar las adversidades día tras día. Si en sus discursos sólo encontráramos una de las dos palabras, o arte o dios, podríamos llegar a imaginar detrás de ella una sombra de contenido, un indicio de verdad, algo a lo que agarrarnos para creérnosla. Pero ambas palabras, con lo cargadas semánticamente que estuvieron en su momento, y con lo importantes que llegaron a ser, pierden aquí todo sentido al aparecer juntas y revueltas. Se anulan mutuamente. Gaga podrá hablar de dios, de arte o del amor por los monstruos, pero en realidad no sabe a lo que se está refiriendo. No hay nada tras su discurso. A lo sumo, si rascáramos, quizás encontraríamos la avaricia y las ansias de poder a las que rechaza abiertamente y que habrían sido cuidadosamente canalizadas, a lo Freud, por vías alternativas de sublimación. La sola idea de que pueda ser verdad me aterra demasiado como para poder considerarla con seriedad. Otras divas, como Ke$ha o Madonna, no tienen reparos en aceptar que lo hacen todo por la juerga o por el dólar. ¿Por qué se verá Gaga empujada a mentir, si ese es el caso? Las respuestas son múltiples: deseo de seguir sintiéndose relevante, ganas de hacer pasar gato por liebre, ganas de epatar, etc. Ninguna es la buena, y todas lo son. Pero, casi como si temiera ver derrumbarse el castillo de naipes que tan (o no tan) cuidadosamente ha construido, ha decidido en sus últimas apariciones llevar sus delirios al siguiente nivel, esto es, querer convencer a las personas de que sus vidas dependen de ella. Como si recuperara de sus años de formación la creencia en el poder transformador del arte, parece querer imponer a los medios y el público la dimensión trascendental de su arte/dios. El gesto se ve reflejado a la perfección en el video para Born this way. El bien, la raza que nace de sus entrañas, bears no prejudice, no judgement, but boundless freedom... Al bien absoluto, encarnado por Gaga, se opone el mal absoluto (también encarnado por Gaga, en su esquizofrenia tan característica) que servirá a lo sumo para proteger a los little monsters. Los monsters son todo lo bueno que hay en el mundo. Los monsters, y Gaga, claro. Por algo llevan su cara.


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Pero, ¿por qué son buenos? ¿Por qué hay que protegerlos? ¿Qué es lo que quiere Gaga exactamente? ¿Por qué insiste tanto en ello? Preguntarlo es inútil. Como todo discurso articulado sobre el vacío, como todo discursillo que quiere imponer antes que convencer, las categorías y los conceptos con los que juega son autorreferenciales e inexplicables. No importan las razones, sólo los hechos. No importan las palabras, sólo las acciones. Lady Gaga utiliza el lenguaje como un arma (de fuego), creyendo en el poder modificador de la palabra o en el poder transformador de la cultura, para llegar a esa utopía personal indefinida que confunde continuamente con el futuro social a construir. Pero habla y habla sin detenerse a pensar, o sin mandarnos señal alguna de que haya reflexionado sobre la cuestión. Ni sobre esta ni sobre cualquier otra. Repetimos: Lady Gaga es una fuente aparentemente inagotable y arrolladora de estímulos múltiples, fragmentarios y fascinantes, equiparable al descontrol y a la abundancia hipertrofiada de información parcial y minúscula en los que vivimos. En el mar de referencias que maneja -o que encontramos en ella-, en la capacidad de superarse a sí misma que ha demostrado de un video a otro y en el modo de reinventarse con más rapidez y osadía que la propia Madonna, se sustenta desde mediados del 2009 la sensación de que tras el pop vistoso de la Gaga hay algo más. O que debe haberlo. Pero quizás al abrir tanto la boca nos esté demostrando que su genio no haya sido otro que el de lograr que nos fijemos en ella, aunque no tenga absolutamente nada que decir. Sorprende sobre todo la violencia estética y la pobreza formal de su mensaje Born this way en relación a la tradición cultural de la que bebe y en la que se mueve con tanta soltura. Quizás Lady Gaga fracase cuando se olvide de que son los otros los que la leen, de que son los otros los que reciben e interpretan sus obras, y que robar al espectador la capacidad de imaginar, discutir y elaborar por sí mismo el sentido sólo va en detrimento de Gaga. Quizás esté subestimando el poder, la sabiduría y la fuerza de sus little monsters al no dejarles ese espacio de libertad necesario ante el hecho estético. Con tanto grito reivindicativo y tanta palabrería, ¿no habrá olvidado quiénes son los verdaderos protagonistas? De tanto hablar de ellos, ¿no les estará robando su autonomía y su libertad? Alguien debería decirle que el mundo ya tuvo su Sartre y su Camus, y que no necesita otro Baumann, porque ya hay uno. Quizás en su mundo ideal los pensadores puedan componer canciones de amor y las divas del pop puedan jugar a ser intelectuales. La posibilidad existe, sin duda. Pero Gaga se está esforzando demasiado sin tener en realidad nada que comunicar, de ahí que se vea obligada a utilizar un tono autoritario. Ese es el último recurso de los perdedores. Y Gaga tiene las de perder fuera de la pista de baile.


Lady Gaga

También es cierto que su discurso unidireccional y monolítico parece casar mucho mejor con su país natal, los Estados Unidos, que no con la vieja Europa, y que en ese encuentro entre mentalidades al parecer muy distintas esté el núcleo del problema. Los Estados Unidos recordarán el año 2010, en parte, por la altísima cifra de suicidios de adolescentes que fueron acosados en el colegio por motivo de su orientación sexual. Ante dicha tragedia, fueron muchas las personalidades del mundo anglosajón que se volcaron a combatir la homofobia. Pero las buenas intenciones no justifican lo anacrónico, bobalicón y trash del discurso de Gaga en la gira The Monster Ball que pasó el año pasado por Barcelona y Madrid. Sin duda, su equipo debió de considerar que gritar "Mostradme vuestras enormes pollas" y "Dios os quiere tal como sois" cada cinco minutos era toda una declaración de intenciones. En el Palau Sant Jordi, oír a Gaga dirigirse a las primeras filas como a "mis queridos gays" e incitarles a desnudarse no tuvo nada de provocativo. A lo sumo la hizo quedar como una ingenua. Quizás sea que en Barcelona y Madrid nos llama más la fiesta que un discurso moralista de aceptación personal, quién sabe. Pero lo cierto es que sorprende la enorme cantidad de críticas que reciben sus videos desde el bando católico si tenemos en cuenta lo tradicional, transparente y buenrollista que es la propuesta de Gaga. La capacidad de sorprender, de impresionar de sus videos no habla tanto del material en sí como de quien los recibe, y la parafernalia de Gaga saca a relucir el anquilosamiento estético e ideológico que domina la escena pop(ular) y sus sociedades. En parte se entiende el éxito de Lady Gaga ante la gran cantidad de productos mucho más convencionales -tales como Rihanna o una Britney Spears en baja forma- que llenan la escena, al prometer -y a veces ofrecer- a la música pop una relevancia que va más allá de lo meramente musical. Y si bien Gaga no esconde su voluntad de dominar, en la medida de lo posible, el mundo de la música comercial, es lo suficientemente inteligente como para ofrecer vestidos nuevos -y nunca mejor dicho- con los que recubrir los cuerpos ya envejecidos de otras estrellas del pop igualmente mediáticas que ya han pasado a mejor vida.


De lo que no hay duda es que Lady Gaga es la estrella del momento, y que si nos fascina es precisamente porque representa a la perfección todo lo que nos gusta y nos asquea, lo que deseamos y lo que nos aterra de nuestra sociedad. Es muy probable que, precisamente por el éxito que ha cosechado, Lady Gaga se quede como icono de una etapa muy concreta de la cultura popular y que sea vista en el futuro como una curiosidad o un monumento más en lugar de una figura artística de relevancia. No soy nadie para predecir nada. Lo que sin duda haré, la próxima vez que vaya a la discoteca y suene una de sus canciones, será obedecer a su grito de put your paws up y agradecerle las horas de diversión que nos ha ofrecido. Porque nos podemos sentir más o menos libres, y nos podemos sentir más o menos cómodos con nosotros mismos. Pero nunca dejaremos de bailar.


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