“Estas cosas nunca sucedieron pero existen siempre”, escribió Salustio refiriéndose a los mitos de la Roma clásica. Esta afirmación se puede aplicar también a esos modernos mitos, los superhéroes, que ocupan un lugar cada vez más predominante en nuestras ficciones: han viajado desde el cómic al cine y a la televisión para pasar de ser el hobby de unos pocos a una forma de entretenimiento masivo y un recurso para que guionistas y directores reflejen en ellos los temas que les preocupan, convirtiéndolos en metáforas de casi cualquier cosa.
Del modo en que los romanos adaptaban a sus propias creencias divinidades provenientes de las más remotas latitudes, los superhéroes han conocido en los últimos tiempos innúmeras versiones, siempre diferentes, siempre iguales en lo que realmente importa. Este eterno retorno de los héroes responde a la táctica hollywoodiense de vendernos el mismo caramelo en distinto envoltorio una y otra vez, que no es tanto la consecuencia de una alarmante falta de imaginación en el cine americano contemporáneo sino la necesidad de explotar, a veces incluso de retener, los derechos de unos personajes que se han revelado como auténticas minas de oro y, a la vez, enormemente maleables, para que el realizador de turno los transforme en un vehículo para sus inquietudes. Las películas de superhéroes de la última década han sido mayormente un trasunto de la América post 11-S pero también una reflexión sobre el movimiento ‘Ocuppy Wall Street’, una llamada a la lucha por los derechos de las minorías, una reivindicación del nerd, etc. Un entretenimiento, con enjundia, pero un entretenimiento en el que los protagonistas son seres imaginarios.
Occidente no puede creer en la existencia de los superhéroes. Estamos por encima de eso, son historias para niños, ciencia ficción. Espera un momento, ¿ciencia ficción? La ciencia ficción se distingue de la fantasía en que se considera un “género especulativo” al tener una base “científica”. Es decir, que si se diesen las circunstancias apropiadas, los superhéroes podrían llegar a existir. Todos sabemos que no existen los orcos, los dragones, los elfos, las escuelas de magia o el Quiddicht pero, ¿quién se atreve a negar categóricamente que existe vida en otros planetas? ¿Que al atravesar un agujero negro llegamos a otra dimensión? ¿Que inventarán algún día una máquina del tiempo? En Londres hay una con forma de cabina telefónica, aunque todavía no ha funcionado. ¿Que si te pica una araña radioactiva obtienes unos asombrosos poderes? ¿Que un bebé alienígena, último superviviente de su especie, aterrizó en Kansas y fue acogido y criado por unos modestos granjeros?
Cabe recordar en este punto que muchos griegos y romanos creían en la existencia de su panteón de dioses y semidioses, creencia que hoy nos parece pueril porque es evidente que todos esos personajes, aunque tengan en muchas ocasiones una base real, como se encargó de desvelarnos Robert Graves (1), fueron confundiéndose con viejas leyendas y enriqueciéndose con metáforas con el paso de los siglos. Un día, alguien escaló el Olimpo y descubrió que ningún dios pudo haber vivido nunca allí. Entonces, ¿no estamos haciendo en cierto modo el recorrido inverso al que hicieron los griegos? Ellos dejaron de creer en sus dioses porque su existencia era insostenible mientras que nosotros no paramos de pensar en la posibilidad de un mundo de criaturas mágicas, que aparecerían instantáneamente si se liberase la adecuada cantidad de radioactividad en nuestra atmósfera.
De la misma forma en que el mundo desterró a los dioses griegos a la categoría de historias fantásticas, en la actualidad, las religiones mayoritarias corren el peligro de ser aplastadas por algo que podríamos denominar la “madurez de la humanidad”, una ola imparable de racionalización del mundo que nos impide seguir creyendo en cosas que parecen bobadas, historias para asustar a tímidos adolescentes. Pero, al mismo tiempo, el vacío resultante nos aterra tanto como los monstruos que habitaban bajo la cama en las habitaciones de nuestra infancia.
No todos se acobardan. Muchos hombres y mujeres, no sé si valientes o temerarios, se declaran abiertamente ateos: no piensan que sea necesario un poder sobrenatural para explicar nuestro origen, desechando la última barrera que nos separa de ese vacío que sustituye a lo sobrenatural. Quizás solamente tengan el olfato muy desarrollado y puedan oler “el hedor de la putrefacción de Dios” (2) algo que muchos otros, con los sentidos todavía embotados por lo sobrenatural, no pueden percibir.
Estas figuras, de momento escasas, se están organizando en torno al ateísmo militante, un movimiento que tiene como objetivo no solamente convertir a los ateos en una fuerza visible de la sociedad, sino también hacer frente a la idea de Dios exponiendo todo lo malo que conllevan las religiones y aquellos que las controlan.
Hasta ahora, los ateos se consideraban una mera anécdota pero el número de personas que declara que no cree en ningún dios ni entidad superior ya casi supone la décima parte de la población mundial y en algunos países, como Francia, este porcentaje supera el 30%. Pero el ateísmo militante, un concepto que nació como forma despectiva de dirigirse a los ateos, va ganando terreno. En nuestro país vecino, el ‘Tratado de ateología’ de Michel Onfray (3) se convirtió en todo un fenómeno sociológico que abrió el siempre cerrado en falso debate sobre la influencia de la religión en todos los aspectos de nuestra vida. En Inglaterra, Richard Dawkins ha propuesto iniciativas, como la Out Campaign, para que el ateísmo sea más visible en la sociedad. Si todavía no ha conseguido del todo su objetivo, por lo menos ha logrado que el término “ateísmo militante” no sea nunca más peyorativo y que los ateos “salgan del armario”, olvidándose de la necesidad de esconderse… Al menos en Occidente, un lugar en el que hemos convertido a la razón y a su consecuencia, la ciencia, en la luz que nos guía hacia el futuro.
La ciencia es la culpable de que las religiones se caigan a pedazos, desmontando uno a uno los axiomas que estas habían construido en torno a sí, derribándola con la misma rapidez y eficacia en la que una moderna excavadora acabaría con un castillo de la Edad Media. La ciencia ataca a la religión como la carcoma a la madera, devora su opaca superficie hasta dejarnos ver su interior. ¿Y qué hay en su interior? Para muchos, cada vez más, la respuesta es obvia: nada.
Sin duda, la reacción mayoritaria ante tamaña revelación es la angustia. En nuestro interior se desarrolla un nuevo e inquietante sentimiento, esa emoción enconada que George Steiner denominó “nostalgia del absoluto” (4) y que nos hace buscar el consuelo perdido que nos proporcionaba la religión en sucedáneos como el psicoanálisis, la concepción materialista de la historia de Marx o los fenómenos paranormales. ¿Por qué no en los superhéroes? Tal es la fuerza de la vehemente pulsión que nos empuja a creer.
Steiner, ya en los años 70, mucho antes del advenimiento de Iker Jiménez, señaló que el hombre dedicaba una atención excesiva a los avistamientos de ovnis, a los fantasmas o a la farsa de las terapias alternativas, frente a las verdades que nos ofrece la ciencia:
“Los avances de la ciencia empírica en lo todavía desconocido, proporcionan respuestas teóricas, cada una de las cuales, a su vez, plantea preguntas en un nivel de complejidad aún más elevado, en un nivel superior de riqueza conceptual y de inteligencia. [...] Por contraste, las explicaciones propuestas por los creyentes en las emanaciones astrales, en las colisiones cósmicas, en las fuerzas ocultas de la quinta dimensión, son completamente previsibles y reaccionarias. Hacen trampas con fichas y fantasmas tan viejos como el miedo humano. Pretenden imponer sobre la inconmensurable complejidad y agudeza de los hechos, cuando aprendemos a descifrarlos, una burda reglamentación.”
O, lo que es lo mismo, un nuevo capítulo de la oscuridad contra la luz, de civilización contra barbarie. Cuando apenas salimos de las tinieblas, el sol de la verdad nos ciega y lo único que deseamos es volver a las sombras.
Hay una secuencia clave en El Hombre de Acero, la enésima revisitación del mito de Superman, esta vez en clave realista en la línea de las últimas cintas de Batman de Christopher Nolan, en la que el héroe mantiene una breve pero reveladora conversación con una de las villanas, que le señala que él posee un elevado sentido de la moral mientras que ella no, lo que le otorga a ella una ventaja evolutiva. “La evolución siempre gana”, afirma, aunque acabe derrotada. Este diálogo parece querer poner de manifiesto la presunta falta de escrúpulos de la ciencia moderna en comparación con la suprema autoridad moral que detenta el Absoluto que encarna el héroe. Porque el Superman que nos ocupa no es otra cosa que un trasunto del moralista por excelencia del cristianismo: Jesucristo.
Esta aseveración es más que evidente. Cualquiera que conozca un poco la iconografía cristiana se dará cuenta: el protagonista tiene 33 años en el momento en el que se desarrolla la historia, es enviado a la tierra por sus padres celestiales para crecer a salvo en nuestro humilde planeta, su padre adoptivo muere antes de que él llegue a la edad adulta, ha de sacrificarse por la humanidad cuando un villano que también procede de las estrellas (una suerte de ángel caído) amenaza con destruirla si él no se revela ante los hombres, su padre celestial le habla desde el más allá… Por si fuera poco, el director, el rimbombante Zack Snyder, se empeña en subrayar visualmente esta idea hasta la extenuación: Superman crucificado en el vacío, Superman recreando la piedad junto a Lois Lane, Superman arengando a las masas como si se tratase de una homilía, Superman aconsejado por un sacerdote…
Por si no fuera suficiente, a esta encarnación del Hombre de Acero se le coloca en el epicentro de dos de los momentos álgidos de la reciente historia americana: el 11-S y la muerte de Osama Bin Laden. Por un lado, todo el cine de acción en general y el superheroico en particular se ha convertido en una eterna recreación del 11 de septiembre, y esta película no es una excepción. Esta vez se sustituye Nueva York por Metrópolis, la ciudad ficticia en la que transcurren las aventuras de Superman, y tenemos la ración habitual de destrucción sin sentido, terror y luminoso heroísmo. Nada nuevo. Por otro lado, y esto sí es más novedoso, Superman-Jesucristo no puede convencer al malvado de turno para que deje de destruir todo lo que le rodea y, por eso, la única opción que tiene para detenerlo es matándolo. ¿Les suena de algo? Nuestro héroe no tiene más remedio que tomar la vida del Bin Laden intergaláctico porque hay villanos que no tienen solución, que no pueden ser juzgados y una instancia superior decide que deben pagar sus crímenes con la muerte. En nombre de la ciencia no se puede matar pero en nombre de la fe está permitido todo. Y no te preocupes, que como eres el hijo de Dios (o de las estrellas, qué más da) ningún tribunal de la Tierra se atreverá a juzgarte.
El hombre de acero es el ejemplo perfecto de lo que en Kinodelirio llaman “blockbuster buenista y evangelizador” (5). Este concepto describe películas de gran presupuesto aparentemente banales que esconden una moralina preocupantemente retrógrada, en la que se apuesta por Dios, la familia y la Patria como método de redención de los desmanes de la humanidad. Podría ser que este mensaje solamente fuese una interpretación, ya que la gran mayoría de espectadores ve estas películas para pasar el rato y no se preocupa lo más mínimo por el fondo mientras haya golpes, efectos especiales y situaciones límite. Podemos aceptar que estas historias no tienen ninguna doblez pero también es comprensible pensar que un ente tan conservador como Hollywood se asuste de la corriente de ateísmo militante que empieza a conformarse, tan lentamente como se forma una nueva galaxia, una galaxia inmisericorde que amenaza con ocupar el lugar de la actual.
No sé si el ateísmo es algo bueno o malo. Para mí, simplemente, es una alternativa al discurso dominante, lo que supone algo así como abrir las ventanas de una casa que llevaba cerrada demasiado tiempo. Otra cosa es que lo que haya fuera de la casa sea todavía peor que lo de dentro. El tiempo lo dirá. El caso es que Hollywood quiere esas ventanas bien cerradas. ¿Que Dios no existe? No te preocupes, nosotros te proponemos una alternativa viable. Lo importante es que pienses que hay ALGO. Lo que sea. Y Superman no es que sea un dios tan bueno como cualquier otro: es un dios excelente.
Superman no solamente es capaz de llenar ese vacío que ocupó Dios, de actuar como un bálsamo reparador que alivia nuestra nostalgia del absoluto, sino que encarna la misma superioridad moral con la que se justifica la mayoría de las religiones: un héroe abnegado y superpoderoso que solamente usa sus poderes para hacer el bien, un ideal al que todos podemos aspirar. Lo que me hace recordar esa interpretación de Clark Kent, el alter ego humano tras el que se esconde Superman, que enunció el director y friki declarado Kevin Smith. Clark Kent es miope, torpe, desmañado, tímido, pusilánime. Según Smith, Clark Kent es la crítica de Superman a los hombres, así es como él nos ve desde su épica atalaya de invulnerabilidad y bondad. Los ateos son el paradigma del hombre: ya ningún poder superior les guía, solamente les queda su razón. Y esa será su perdición. Porque, según Hollywood, hemos de creer que, si no hay Dios, algún ser ultraterreno bajará del espacio para volver a enseñarnos que la fe es más fuerte que el vacío.
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(1) Los mitos griegos. Robert Graves (Alianza, 2004)
(2) Una Investigación Filosófica. Philip Kerr (Anagrama, 2000)
(3) Tratado de ateología. Michel Onfray (Anagrama, 2006)
(4) Nostalgia del absoluto. George Steiner (Siruela, 2001)
(5) Kinodelirio