Una de las características más interesantes de los festivales de cine consiste en poder hacer balance de las tendencias cinematográficas que se dan en ese año y, a largo plazo, poder definir líneas de pensamiento epocales. El problema que encuentro, recopilando también mi experiencia del año pasado, es una cierta previsibilidad de las propuestas presentadas. Si en principio hay algo que pueda definir el cine de autor sería precisamente que cada director intenta realizar una propuesta reconocible, un sello personal que se extiende a lo largo de su filmografía. Dejando un poco de lado la problemática de la originalidad, que en plena era posmoderna no sería importante, encuentro que sí es sintomático cómo la propia etiqueta de autor se ha convertido en un cliché. En concreto intentaré hablar del cliché de lo que no es cliché. Hay determinadas fórmulas que se supone entran en conflicto con el cine mainstream o comercial pero que a base de ser repetidas han perdido todo su sentido. Se trata de un peligroso corsé formal y de contenido que nos hace pensar que la película se haya estructurado pensando en qué requisitos debía tener para ser de autor y no que haya sido considerada como tal por cómo refleja una determinada teoría o ausencia de ella. Para explicar mejor a qué me estoy refiriendo comentaré los filmes que creo que entran más plenamente dentro de esta categoría: Bullhead, Breathing y Bestiaire.
Si hay algo en lo que coinciden las tres es en su extraño carácter moralizante. En el caso de Bestiaire (Denis Côté, 2012) podemos constatarlo por la presencia de algunos planos innecesariamente enfáticos. A partir de una forma documental, el filme plasma la rutina de animales y trabajadores en el Parque Safari de Québec de una manera que restringe la libertad crítica del espectador. Todo está pensado para protestar en contra de la presidiaria forma de vida de estos animales. El problema comienza cuando se pasa de los dilatados (e interesantes y bellos) planos de los animales en sí a los de los trabajadores y visitantes del parque. Si solamente hubiera mostrado la incomodidad de los huéspedes en sus jaulas hubiera sido mucho más efectiva. Pero no solo se muestra sino que se lleva al espectador hacia lo que el director desea, operando por medio de una especie de chantaje emocional o de querer transmitir cierta incomodidad. Es esta mirada dirigida lo que resulta más criticable, pues tiene mucho más valor crear dudas e inquietud que marcar la pauta a seguir.
Tanto Bullhead (Michaël R. Roskam, 2011) como Breathing (Karl Markovics, 2011) intentan profundizar en la tortuosa vida de individuos disfuncionales. En cuanto a temática estamos ante el tópico por excelencia del cine de autor contemporáneo, aunque puede ser resuelto de manera más o menos agraciada. Con este mismo punto de partida se pueden construir propuestas brillantes, si no se llegara en ambos casos al denostable recurso del tremendismo. En Bullhead es una lástima comprobar cómo se desperdicia el potencial de un personaje protagonista muy bueno, perdido dentro de un fondo demasiado conservador. Estamos frente a frente con un hombre adicto, brutal, desquiciado pero que en realidad desearía ser como los demás. No solo no traspasa los límites de la locura, sino que vemos que esta se encuentra justificada. Esto es lo que hace que pierda todo su poder de transgresión, ya que al poner una causa se pierde el impacto que tendría si no la hubiera. Contiene algunas escenas notables -como la de la discoteca, donde transmite de manera excelente el “estar fuera de sitio”- que desgraciadamente deben convivir con una trama bastante irregular. Todos los acontecimientos son muy intensos, tan afectados que pierden sentido. Además, todo ello se combina con un trasfondo político (la tensión entre flamencos y valones en Bélgica) insertado en el guion de manera forzada. Encontramos también personajes secundarios risibles que lejos de dar un relajante toque de humor empeoran el resultado final. Formalmente también encontramos tópicos, como el flashback a la infancia para explicar los males del protagonista o el final inspirado en Los 400 golpes, con un primer plano del rostro del joven. Además, este final en flashback está puesto para restar dramatismo al que creo el auténtico final, el que realmente cierra la trama. Este es un recurso que, aunque lejos del típico happy end, sí consigue restar fuerza al conjunto de la obra.
Con Breathing estamos ante un caso parecido, pero más exagerado si cabe. No tanto por las circunstancias del protagonista, que por comparación no son tan graves, sino por cómo se exagera el drama. Hay una concatenación de desgracias y de situaciones extremas que, aunque son totalmente creíbles, por acumulación se tornan en totalmente improbables, resultando además formalmente inferior a Bullhead, ya que no compensa en ningún caso los posibles fallos argumentales con un placer puramente estético. De nuevo el filme presenta una situación fuera de lo habitual, pero al mismo tiempo reclama la estabilidad funcional como positiva. Es decir, que estas situaciones anormales se tratan como tales porque existe un modelo de normalidad. Eso tiñe de conservadurismo todo el metraje, pues lo más destacado es esta aspiración a lo socialmente aceptado. También debo añadir que el propio desarrollo de los acontecimientos era previsible, haciéndola un tanto aburrida.
Otra forma de intentar englobar una película dentro de la denominación de autor es recurrir al terreno de lo absurdo. Examinemos L (Barbis Makridis, 2012) al respecto. De manera general es superior a los tres casos anteriores, ya que es de algún modo más entretenida y sorprendente. Apuesta por una metáfora social basada en un retorcido sentido del humor y en crear un sistema simbólico muy peculiar. El principal peligro de optar por este sistema es caer en la incomprensión, y aquí pasa un poco. Por momentos no se sabe si la ironía es difícil de comprender o si simplemente se juega con el espectador, hasta el extremo de burlarse de él. Con una estética sobria y repetitiva, se van mostrando situaciones cada vez más atípicas, para terminar con una escena autoconcluyente y delirante. El filme apuesta por crear una realidad paralela, dentro de un marco en un principio inverosímil. Aunque todas estas características son positivas, el resultado no es plenamente satisfactorio. Precisamente, porque su ambigüedad aleja al espectador de las problemáticas que propone, sin acabar de resolver ningún conflicto o de dejarlo abierto por algún motivo comprensible.
Siguiendo con la noción de tópico y de repetición de esquemas entramos a comentar Les bien-aimés (Christophe Honoré, 2011). Es un filme entretenido, colorista, bien estructurado y resultón en conjunto. Para una persona que no haya visto ninguna película de Honoré será un gran descubrimiento, pues recupera el género del musical de manera entusiasta y colorista combinado con una profundidad dramática sorprendente. Pero quien esté familiarizado con su cine enseguida notará cómo el director nos propone la misma película una y otra vez. Aunque confieso que no he visto las dos anteriores, es obvio cómo se parecen entre sí Les bien-aimés y Les chansons d'amour. Alguien podría decir que no se trata de una repetición, sino de estilo. A lo que se podría replicar que una cosa es tener unos temas determinados que se van mostrando en diferentes obras, como por ejemplo hace Philippe Garrel, y otra muy distinta encontrar un esquema que se da por válido y repetirlo. Desde luego es muy admirable encontrar una forma clásica y aplicarla, pero no debe confundirse con proponer siempre esta misma forma. Aunque denota una falta de imaginación y esfuerzo por parte del director es interesante verla.
En el festival de este año se presentó una sección titulada Absolut Risc, formada por algunas películas cercanas al ámbito del cine experimental. Dentro de ella encontramos Ensayo final para utopía (Andrés Duque, 2012), ejemplo de como este tipo de filmes también pueden caer en el cliché de lo que no es cliché. Escenas enigmáticas, aparentemente desligadas entre sí y sin una temporalidad lineal suelen ser ya habituales. Entiendo lo que Duque quiere decir pero creo que no ha acabado de transmitirlo en su utopía. Es muy destacable cómo la vida del autor introdujo un cambio en el proyecto inicial de la película, haciéndola más íntima. Pero quizás también ese es el fallo, pues al querer hacer un homenaje al padre se le muestra en sus momentos más bajos. Y aunque el cariño que le tiene se extiende al espectador, también plasma un (involuntario) carácter exhibicionista. Formalmente está muy cuidada, exprimiendo los recursos del cine digital con buena fortuna. Es innegable la belleza plástica de las escenas de baile, combinadas con parte de metraje de películas mozambiqueñas, uniendo así cultura pasada y presente. Por encima de todo esto planea un mensaje político muy bien integrado, alejado del temible lenguaje panfletario. Ahora bien, lo peor de la película es que solamente leyendo la sinopsis y sabiendo que pertenece a un tipo de “cine de museo” se podía deducir cómo iba a ser antes de haberla visto. Esto es grave, y más si se supone que es una propuesta arriesgada. Desgraciadamente, esta previsibilidad acompaña con demasiada frecuencia a este tipo de cine.
Twittear |