En la adversidad y la pobreza: Sufrimiento y miseria recogidos por la cámara | David Flórez



En la adversidad y la pobreza: Sufrimiento y miseria recogidos por la cámara | David Flórez

Introducción


Mi mayor miedo es acabar convertido en un mendigo. Que por alguna razón u otra, sea enfermedad o locura, crisis económica o mala suerte, elección o descuido, termine perdiendo todo aquello que considero mío: casa, trabajo, familia, amigos.  Quedarme solo, sin refugios ni seguridades. Verme obligado, a partir de ese entonces, a vagar sin rumbo, siempre hambriento, en peligro constante, temiendo el frío y la lluvia, más incluso a mis propios semejantes. Un estado semejante al de una condena a perpetuidad, del que sólo la muerte podría librarme, pero que no tendría valor para infligírmela. Pensando, por último, que en medio de la multitud podría reconocer a aquellos que alguna vez formaron parte de mi vida, sin que ellos me reconocieran a su vez… o quizás no quisieran.


Meditando sobre este temor, me resulta difícil encontrar una película donde se haya descrito la vida de un mendigo. Mejor dicho, las hay muchas, pero suelen tratarlo de modo romántico. Bien como espacio de libertad fuera de la sociedad opresora, único lugar donde quedarían rotas sus cadenas, bien como prueba y camino de perfección, retiro que nos permitiese volver en triunfo a una sociedad que nos expulsó de su seno. En sus peores expresiones fílmicas, la miseria no sería otra cosa que un disfraz conveniente del ideal del ganador, al que tan proclive es el cine americano, un mal al que puede vencerse con mera fuerza de voluntad, como si el reconocerlo bastase para conjurarlo. En sus mejores plasmaciones, como en Iluminacja (Iluminación, 1973) de Krystof Zanussi o Persepolis (2007) de Vincent Paronnaud y Marjane Satrapi, esa experiencia deja huellas indelebles en sus víctimas, pero al mismo tiempo es la razón y el motivo de su recuperación. Más bajo no se podía caer, ya sólo se puede ascender, como se suele decir.


Cierto, no se puede caer más bajo, pero sí se puede quedar atrapado en esas profundidades, para siempre y sin remisión. No otra cosa ocurría en el mundo despiadado de Los olvidados (1950) de Luis Buñuel, en donde la miseria destruía a las gentes y las llevaba a la abyección: tanto a consentirla como a cometerla. Un auténtico círculo del infierno, pero situado en esta misma tierra, cuyo efecto deletéreo consumía y envenenaba todo lo que tocaba, incluso las mejores intenciones de reforma y justicia social. No sería la última vez que ese submundo, corrosivo y orgulloso de serlo, afloraría en el cine de Buñuel. Así ocurriría en Viridiana (1961) y, con algo menos de radicalidad, en Nazarín (1959).


En la adversidad y la pobreza: Sufrimiento y miseria recogidos por la cámara | David Flórez

Películas y punto de vista que nos llevan a otra reflexión necesaria. Porque podríamos creer que, si se resolviesen las desigualdades, si se estableciese la justicia social, estos limbos desaparecerían, pero lo cierto es que la forma en que surge este tema en las películas de Buñuel, como torrente que nos arrastra y ante el cual no tenemos defensa, sugiere lo contrario. A nuestras aspiraciones a la luz y al orden siempre se oponen estos reversos tenebrosos, creados por nosotros mismos, incluso deseados, que amenazan con tragarnos, con arrebatarnos todo lo que somos y creemos ser.


No es extraño, por tanto, que nos esforcemos en apartar de nuestra mente hasta el más mínimo vislumbre de esos estados anormales. O que alejemos la mirada, como si no existieran, de sus heraldos. De aquellos que comparten con nosotros las calles de nuestras ciudades y cuya visión nos resulta insoportable. De mendigos, enfermos y locos. De los muchos abandonados sin remedio ni salvación.


Porque tememos que nos arrastren con ellos.



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Sin que nadie nos recuerde


Forugh Farrojzad es una poetisa capital de las letras iraníes y, por ende, de la literatura universal (1). Antes de su temprana muerte, en un accidente de tráfico a los treinta años, compuso poemas que aunaban la modernidad occidental con la tradición de su país, contradicción a la que se unía la de ser al mismo tiempo, ininteligible y meridiana, ser capaz de transmitir los sentimientos más profundos, más humanos y más cercanos, con ideas inconexas, apenas comprensibles. Su influencia sobre la sociedad iraní no se limitó únicamente a la literatura, sino que fue asimismo un personaje público, central en la sociedad de su tiempo, referencia para unos y para otros, ya fuera para ensalzarla o para denostarla.


Farrojzad fue una mujer que se atrevió, en los años cincuenta y sesenta, en un país islámico, a oponerse a los prejuicios políticos y religiosos de su país de origen, lo que le llevó a entrar en conflicto con las autoridades de aquel entonces e incluso de tiempos posteriores. Al atreverse a hacer y a decir lo que estaba vetado a una mujer, al desafiar las normas tácitas y escritas sobre lo que debía ser una buena mujer, la Revolución Islámica del Ayatollah Jomeini prohibió su obra, sin levantar esa condena hasta hace muy poco. Incluso, cuando se referían a ella, lo hacían con los peores epítetos: los que se dedican a las malas mujeres.


Una mujer a prueba de todo, por tanto, pero cuya poesía, como ocurre de forma paradójica con muchas personas fuertes, revela una sensibilidad exacerbada. La de aquellos luchadores invencibles que se saben frágiles, a punto de ser hechos añicos por su pasado, sus conflictos internos y la dinámica de la sociedad, pero que, quizás por ello, hacen de la resistencia, la tenacidad y la reciedumbre, la razón central de sus vidas. El levantarse de nuevo por fuerte que fuera el golpe, para continuar andando, y si no se puede, arrastrándose. Indestructibilidad y fragilidad -de nuevo otra paradoja- que explican por qué a lo largo de su vida cultivó todos los campos intelectuales que se le abrían ante sí, incluido el cine. Y también por qué el tema de su única película es el que es.


Ese filme es La casa negra (Kẖạneh sy̰ạh ạst, 1963) (2), cortometraje sobre una leprosería en Tabriz, cuyo aparente motivo es mostrar el dolor que esa enfermedad causa en los enfermos, no ya sólo físico, sino especialmente psíquico, por el aislamiento social que conlleva. La lepra va comiéndose poco a poco el cuerpo del enfermo, convirtiéndolo en auténtico monstruo viviente, de manera que, desde tiempo inmemorial, la lucha contra la enfermedad se reducía a excluir a los contagiados, extirpándolos del seno de la sociedad. Bien arrojándolos a los caminos, a expensas de la compasión que puedan encontrar sus vagabundeos, bien encerrándoles en sitios especiales, las infames leproserías, cárceles de por vida que acaban por convertirse en su único universo.


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Es ese otro mundo, fuera del nuestro, el que nos descubre la cámara de Farrojzad, En él se hallan recluidas familias enteras, niños incluidos, de manera que la alegría de los juegos infantiles disuena horrísona con la descomposición de los cuerpos de los enfermos. A pesar de este encierro, de haber sido amputados del mundo, o quizás precisamente debido a ello, todas las actividades del mundo exterior se reflejan en ese microcosmos de los condenados, donde se teje, se siembra, se trabaja y se divierte, se ríe y festeja, de la misma manera que entre los libres y recordados. Sólo hay una diferencia, la certeza de la condenación, la seguridad de que nadie vendrá a rescatarlos de ese encierro, salvo la muerte. De que el mismo dios también se ha olvidado de ellos, que sus promesas de amor a la humanidad poco o nada tienen que ver con ellos.


Es la visión de esa humanidad doliente, de esas gentes que poco a poco van transformándose en espantajos, perdiendo en el proceso todo lo que les une a sus semejantes, lo que les hace reconocibles como humanos, la que fascina a Farrojzad. Porque ella, la fuerte y triunfadora, ella, la débil y derrotada, se ve reflejada en el dolor y el sufrimiento de esas personas. También ella atraviesa el mundo sabiéndose distinta, condenada y desterrada, temida y odiada, por lo que es, por lo que representa y por lo que porta consigo. Por ello, esa condena y esa desesperación de los leprosos, sin tregua ni término, son también las suyas. Las de que quienes se ven obligados a vivir en un mundo que no fue creado para su gozo, un mundo cuya perfección sólo se alcanzará cuando ellos, los incompletos y desfigurados, se vean excluidos de él.


Así, casi inmediatamente, la película deja de ser objetiva. Cesa de contarnos con palabras las miserias de esa enfermedad, la injusticia que cometemos con esos enfermos, mucho menos los medios para cuidarlos y sanarlos. Pasa a convertirse en una secuencia zigzagueante de imágenes, apenas conectadas por leves asociaciones, donde se contrastan la belleza del mundo, aterradora e innegable a pesar de cualquier dolor personal, con ese sufrimiento inextinguible, con esa desesperación inconsolable de aquellos que se saben ya en el infierno. De aquellos para los que no habrá paraíso, ni primavera, ni renacimiento.


Meditación en imágenes acompañada por los propios versos de Farrojzad, aquellos en que canta al amor y a su gozo… y a las muchas maneras en que nos hurtan ambos, a los muchos modos en que nosotros mismos nos los negamos.



Todas las salidas están condenadas


Al hablar de zonas de penumbra, de limbos y olvidados, parece casi obligado que aquellos que los narran –o los filman– se hallen aquejados de esa misma maldición que describen. Lionel Rogosin fue un cineasta político, quien utilizaba las armas del documental para denunciar las injusticias de la sociedad de su tiempo, fueran estas el Apartheid, la guerra nuclear o la exclusión social. Sin embargo, a pesar de sus muchos premios, incluido el de mejor documental en el festival de Venecia, la carrera de Rogosin se malogró en la década de los 70, cuando no pudo encontrar financiación para los muchos proyectos que bullían en su cabeza.


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On The Bowery (1956) fue su primera película, la que le catapultó a la fama internacional. En ella, Rogosin retrataba la vida de un barrio neoyorquino que, de nuevo, podría representar algún círculo del infierno en una representación laica y contemporánea de esos mitos religiosos milenarios. La población de esa zona, tan olvidada, temida y despreciada como la de la leprosería de Tabriz, consistía en un número variable y flotante de desempleados, cuya existencia se consumía en borrachera tras borrachera. Siempre que consiguieran el dinero, claro, que inmediatamente se derrochaba en alguna de las muchas tabernas de la zona, sin importar que luego hubiera que dormir en el arroyo o en alguno de los albergues de beneficencia.


Para retratar ese destino, el de quienes no podían escapar a su condena porque su propia dependencia se lo impedía, Rogosín pasó varios meses compartiendo la vida de aquellos vagabundos sin oficio ni beneficio, experimentándola en sus propias carnes. Las personas que conoció en ese periodo se convirtieron en los protagonistas de su documental, con las que discutió y preparó el guion, participando en el como actores, casi como coautores. Eran ellos, los olvidados y despreciados, los que debían narrar e interpretar su propia existencia, mostrarla al mundo, limitándose Rogosin a actuar como mero puente, como medio que les facilitase salir, aunque fuera en efigie, del Bowery en el que yacían prisioneros. Intento de huida que pudo haber sido real, pero que se reveló baldío, puesto que hubo quien murió en el rodaje, víctima de su alcoholismo, mientras que otros, como el protagonista del corto, prefirieron desaparecer definitivamente a afrontar una nueva vida. Mejor huir al infierno que ya conocían, su único refugio, su único amor fiel.


Debido a esa camaradería con los condenados, la visión de Rogosin es descarnada, desprovista de todo sentimentalismo. La propia de aquellos que tienen que vivir en el infierno y ya ni siquiera sueñan con escapar de él. La de los que conocen, además, la hipocresía que se oculta detrás de todo tipo de ayuda, como la de los movimientos religiosos que sólo buscan reclutar adeptos, que todo lo reducen a pecado y caída. Sin ofrecer a los que sufren ni amor ni consuelo, ni alimentos ni refugio, si no es previo pago, en forma de claudicación. Pero, aun así, a pesar de todas las condiciones, a pesar de su escasez, a pesar de la humillación infligida, ayuda al fin y al cabo. Porque el peor enemigo, en ese infierno, no son otros que los tuyos. Los que están esperando a que aparezca alguien con dinero para emborracharse a costa suya, si no es que luego le roban lo que tiene y le dejan tirado.


Y así, en la miseria, en la traición constante, pasan los días, entre la borrachera salvaje y la resaca paralizante. Extremos que poco a poco consumen a la persona, la apartan y separan de la sociedad, hasta que ya le sea imposible volver, encontrar un trabajo, aunque sea de un día, o bien escapar, montar al primer tren o hacer autostop a otra ciudad en la que empezar. Porque para entonces, no se tendrá ya nada que no sea el propio cuerpo y la ropa que se lleva puesta, sucia y maloliente. Se habrá convertido en otro más de los espectros que vagan por el Bowery, otro de esos borrachos irrecuperables de los que ese barrio rebosa. Zona que es tanto su prisión como su vertedero. Su sepulcro en vida.


Proceso de degradación que Rogosin describe con frialdad, con distancia, la justa para que notemos el abismo que nos separa de esos despojos, pero no demasiada para que podamos pensar que estamos a salvo, que no seremos nunca uno de esos muertos en vida. Primero, describiendo el estado de las calles del barrio, cubiertas de seres humanos que parecen ignorar donde se hallan, ignorar un escape a su condena, desconocer incluso que pudiera existir otra realidad. Luego, describiendo el retorno de uno de sus habitantes, con dinero en el bolsillo, con planes y posibilidades, aunque estos se reduzcan a buscar un trabajo temporal, en cualquier parte y con cualquier sueldo.


Rutas y caminos que pronto se ven cortados, destrozados. Porque como en las maldiciones de los mitos y los cuentos, quien nació en el Bowery siempre lo lleva consigo, siempre volverá a él. Lo quiera o no, por mucho que lo desprecie y ansíe escapar, volverá a caer en sus hábitos. Víctima de ese alcohol todopoderoso que no solemos considerar como droga, pero que tantas víctimas cuesta.



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Rebelión


El director ruso Artur Aristakisyan es también otra de esas figuras cinematográficas, como Farrojzad o Rogosin, que brilló por un momento y luego se desvaneció en la obscuridad. Autor de sólo dos documentales, Ladoni (Palmas, 1993) y Mesto na zemle (Un lugar en la tierra, 2001), ambos tratan de gentes que habitan en los márgenes de la sociedad, los mendigos de Kisinev en la primera, una colonia hippie a las afueras de Moscú en la segunda.


Sin embargo, un abismo separa la visión de la mendicidad y la miseria en Aristakisyan de las de Farrojzad y Rogosin. En estos dos otros autores hay un ansia de liberación, por parte de los enfermos y los alcohólicos, del estado al que han sido arrojados. Incluso, en el americano, podría existir una posibilidad de redención, de vuelta al mundo de la normalidad, el de las personas que parecen vivir felices y satisfechas. Por el contrario, Aristakisyan ve la marginación como el grado máximo y perfecto de la revuelta contra la sociedad. El único medio, quizás, de derribarla y derrotarla. Aunque sea al coste de propiciar el fin del mundo, ese apocalipsis que finalice su mentira.


Hay una innegable influencia cristiana en esa postura del director ruso. De siempre, el cristianismo ha exaltado la pobreza como el estado ideal, el más próximo a la perfección, el más propicio a ser premiado con los goces del paraíso celestial. No es el único punto en que ese substrato se revela en su narración (3), pero se entremezcla con otras tradiciones rusas, provenientes de un pasado mucho más antiguo, pagano y primitivo. Porque los protagonistas de la película, los muchos vagabundos que Aristakisyan retrata, se hallan muy cerca del concepto del bendito, el loco iluminado, que cualquier lector de Dostoievski recuerda. Aquel inocente que ha sido elegido por Dios y que desde entonces ya no puede mentir, mucho menos vivir de acuerdo con las reglas de una sociedad hipócrita. Transformación que en un pasado más ignorante, pero también más sabio, llevaría a que fuera reverenciado por sus semejantes, pero que ahora conduce a que se vea forzado a pedir por las calles, ante la indiferencia, el temor y la desconfianza de aquellos con los que se cruza.


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El documental nos obliga precisamente a mirar a esos seres humanos a los que, de ordinario, consideramos invisibles. Descubrimos, es cierto, la locura, la enfermedad, la miseria, todos y cada uno de los escalones que no quisiéramos descender por nuestro propio pie, pero al mismo tiempo, para nuestra sorpresa y nuestro horror, casi nuestra envidia, los hallamos habitantes de un mundo nuevo, renovado, casi sacro e inmaculado. Como si en su condena, en su ostracismo, hubieran hallado la auténtica libertad, la auténtica felicidad, aquélla que nosotros nos afanamos en atrapar, pero que siempre se nos escurre de entre las manos.


Así, conocemos al hombre anciano en cuya casa habitan las palomas, con las que convive y duerme, y que acoge a cualquier otro perseguido por la sociedad, exclusivamente mujeres, quienes le compran la comida y la ropa que él no se preocupa en conseguir. Descubrimos la existencia de un joven ciego que cree, porque así se lo han contado sus padres, también ciegos, que toda la humanidad es invidente como él, pero que considera que su minusvalía es debido a ser un hombre, una excepción aislada en una especie humana cuyo género es enteramente femenino. Presenciamos la vida del hombre que habita en una casa repleta de pilas de cartones y de basuras, sin apenas sitio para rebullir, pero que considera ese recinto como el espacio sagrado de Israel, descendido al fin sobre la tierra por la voluntad divina, tal y como había sido predicho por los profetas. O el loco que huyó del manicomio y que se esconde en un subterráneo para no ser capturado y arrastrado allí, permaneciendo oculto en su interior la semana entera, excepto un único día, cuando surge de esa tumba como si fuera un resucitado.


Personas que viven en la más absoluta miseria y a las que sólo la caridad de desconocidos mantiene en vida. A quienes el narrador de la película, se intuye, debe pertenecer también, como otro marginado olvidado más, pero uno que narra la vida de estos espectros en vida a su hijo no nacido, de quien teme que jamás nacerá, pero al que pretende abrir los ojos. Enseñarle, desengañarle, antes de que vea la luz. Convencerle de la obligación de tomar una decisión fundamental en esta vida, de hacerlo de manera plenamente consciente.


Disyuntiva que puede definirse así. Bien aceptar formar parte del sistema, de cualquier sistema, sea capitalista o comunista, liberal o conservador, democrático o totalitario. Transigir con ser un engranaje humano más, alguien que trabaja para consumir, consume para trabajar, que ha aceptado vender su alma para mantener su cuerpo con vida. O bien rechazar por completo ese sistema, aceptar el hambre y las calamidades, la marginación y la discriminación, pero a cambio ser libre, de manera radical y absoluta, como los niños y los locos.


Opción que, en la mayoría de los casos, ya ha sido tomada por nosotros, sin que se nos comunicara, ni supiéramos que existía ese dilema. Opciones que quizás nunca existieran, porque ese sistema, opresor y esclavizador, puede que no sea más que una ilusión, un sueño de orates que nos forzamos a tener para no ver la cruda realidad. Porque la conclusión, para Aristakisyan, es que en verdad todos somos mendigos. Peor aún, somos muertos en vida a los que les espera una tumba ya abierta, en cuyo interior seremos pronto arrojados, inmediatamente olvidados.


Al igual que esos otros muertos en vida que él ha retratado en Ladoni y que durante más de dos horas han sido nuestros compañeros, nuestros hermanos.



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Conclusión


¿Conclusión? Pocas. Ninguna. Al fin y al cabo, los filmes de denuncia sólo sirven para tranquilizar nuestras conciencias. Para que podamos dormir por la noche, creyendo que hemos contribuido a una causa justa, sólo por el mero hecho de haber presenciado, desde nuestras butacas, el sufrimiento de otros. Tan lejano y apartado, tan disociado de nuestra realidad, que luego podremos ir a divertirnos, a amar y a gozar, sin sentir remordimientos. Tan indiferentes y despreocupados que no reconoceríamos esas miserias si las viésemos antes nuestros ojos. Porque cuando las veamos, aparentaremos no verlas, apretaremos el paso y pasaremos de largo, no sea que tengamos que actuar.


Sin embargo, estos no son filmes de denuncia. O si lo fueron, como en el caso de la obra de Rogosin, su intencionalidad política fue superada hace mucho tiempo por su tema, por las implicaciones del mismo. Lo que presenciamos no es algo a lo que podamos substraernos. Sí, es cierto que la lepra, el alcoholismo, la mendicidad, son círculos del infierno en los que es muy seguro no nos veremos relegados. A menos que ocurra una catástrofe, social o personal. A menos que dejemos de ser quienes somos. Algo inconcebible, pero más fácil de lo que parece.


En realidad, todas esas seguridades y protecciones, todas esas excusas, son sólo de papel. En cualquier instante podemos dar un mal paso y entonces se acabará todo. De manera repentina, con la muerte, si es que tenemos suerte; en la interminable condena de la pobreza y la mendicidad, sin remisión ni indulto, si no somos afortunados.


Como ocurre con las personas que pueblan estas tres obras. Todos esos otros que son nosotros mismos, cuyas miradas transmiten igual mensaje: tú también podrías estar aquí, nada podrá salvaguardarte, aquí te esperamos.


Mi mayor y casi único miedo, más que a la propia muerte, como les contaba al principio.




David Flórez



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(1) Hay una magnífica traducción de sus últimos libros, con el nombre de Nuevo Nacimiento, a cargo de Clara Janés y Sahand, y publicado por Ediciones del oriente y el mediterráneo.


(2) La casa negra


(3) Como su rechazo al aborto y la anticoncepción.