I.
"Es hora de desmitificar una época, de construir un nuevo mundo desde el arroyo hasta las estrellas. Es hora de descubrir a los hombres malvados de entonces y de averiguar el precio que pagaron para definir su época entre bastidores, en secreto. Va por ellos."
América (James Ellroy, 1995)
El hombre que mató a Liberty Valance (John Ford, 1962)
II.
La última película de Werner Herzog hasta la fecha, Into the Abyss (2011), se estructura en torno a las conversaciones del cineasta alemán con un texano de 28 años, Michael Joseph Perry, condenado a muerte por el asesinato de tres personas. Perry quiso robar, en complicidad con Jason Burkett, el Chevy Camero del 97 que poseía un vecino. Su objetivo: "pasar un buen rato" con el deportivo. Las cosas se complicaron.
Malas Tierras (Terrence Malick, 1973)
Como siempre tratándose de Herzog, Into the Abyss no deposita una mirada pretendidamente documental sobre el suceso. Explora el universo donde se larvó. Uno de los muchos universos que, bastando con dar la vuelta a la esquina para toparse con ellos, ignoramos por no servir al propósito de articular nuestro consenso ideológico sobre lo real. Herzog busca de nuevo —y encuentra— el trance, ni real ni ilusorio, en el que florece la vida libre de condicionantes y superestructuras.
Carretera asfaltada en dos direcciones (Monte Hellman, 1971)
La vida en Into the Abyss son galletas horneadas y escopetas, autopistas y corredores de la muerte, lágrimas tatuadas y últimas copas, semillas que germinan en desguaces. Olor a bostas, aceite de recambio y semen. Pueblos con nombres como Cut y Shoot, cuyos únicos hitos a ojos del Google Earth son ciertas granjas, oficinas de correos, iglesias metodistas y concesionarias de automóviles, diseminadas por terrenos boscosos y baldíos que atraviesan vías de todo tipo y condición desiertas a pleno sol.
Detour (Edgar G. Ulmer, 1945)
Pueblos en los que resulta posible que sus habitantes hayan aprendido a leer de adultos, como el mecánico a quien se sonsaca el dato con una fascinación no exenta de ironía y paternalismo: "¿Es maravilloso, no?", insiste el director de Into the Abyss. "Formidable, sí", murmura el interpelado. Su alarmante expresión nos hace temer que Herzog acabe como aquel chaval a quien hace un tiempo, por "gastarle una broma", unos amigos inyectaron gas comprimido por el ano en un taller de Jaén. Reventó.
Carretera perdida (David Lynch, 1997)
III.
Jean Baudrillard planteó Estados Unidos como fórmula de componentes ora anejos, ora incompatibles: "Espacio, velocidad, cine, tecnología". Gilles Deleuze prefirió establecer sobre el desarrollo de aquel país una teoría cartográfica, en cualquier caso también de connotaciones antagónicas: "Desterritorialización / reterritorialización". Ambos trataban de justificar su fascinación por un lugar que enaltece sistemáticamente los deseos individuales, para luego supeditarlos al patrón moral colectivo del consumo. Un lugar sojuzgado por "una economía libidinal, tan necesitada de la diferencia como de la homogeneización" (L.D. Fernández).
Pequeña Miss Sunshine (Jonathan Dayton y Valerie Faris, 2006)
IV.
“Desde 1875 a 1882, creo que pocos hombres habrán corrido más aventuras felices y desgraciadas que yo entre indios, bisontes, cuatreros y matones. Me pasaba a caballo de dieciocho a veinticuatro horas. Me retiré sin un dólar en el bolsillo; pero lo que experimenté vale una fortuna. Hoy, a los setenta y un años de edad, sigo montando a caballo como antes. Si tuviese que empezar de cero, haría exactamente lo mismo. Del dinero ni vale la pena hablar. Lo que importa en la vida es divertirse.”
Eagle Pass, Texas (Gus Black, 1920)
In the clutches of the gang (George Nichols, 1914)
La diligencia (John Ford, 1939)
Mad Max 2 (George Miller, 1981)
Red Dead Redemption (Rockstar San Diego, 2010)
V.
“Many On the Road’s lengthy, poetic descriptions of riding in cars and driving cars suggest even a certain mystical fusion between Sal Paradise and Dean Moriarty, and the car.”
Driving visions: Exploring the road movie (David Laderman, 2002)
Lolita (Adrian Lyne, 1997)
Bonnie y Clyde (Arthur Penn, 1967)
El demonio de las armas (Joseph H. Lewis, 1950)
Crash (David Cronenberg, 1996)
Cars (John Lasseter, 2006)
VI.
Llegará el día en que alguien se atreva a decir que si Clint Eastwood ha devenido un tótem para el grueso de la crítica y la cinefilia, no se debe a que cada una de sus realizaciones sea más profunda y emotiva que la previa; sino a que adular hasta lo irrisorio su faceta artística, sensible, es en estos tiempos de enervante corrección intelectual la única manera de seguir celebrando al Eastwood que se desayunaba con su script y Pauline Kael, se deshacía sin pestañear de quien cuestionase sus decisiones creativas, y disfrutaba acribillando al perroflauta, la locaza y el negrata que insistían una y otra vez en atracar el drugstore donde Harry Callahan echaba la loto.
Bullitt (Peter Yates, 1968)
Eastwood se despidió a regañadientes en Gran Torino (Clint Eastwood, 2008) de esa parte esencial de sí mismo. Pero se cuidó muy mucho de que el veterano de Corea y ex-empleado de la Ford Walt Kowalski dejase como última voluntad a un joven conciudadano de la agonizante Detroit su muscle car. Y ese centelleante legado material ha traspasado la ficción para dar carta de nobleza y ceder el testigo alegórico a cierta tendencia última del cine popular que no es sino débil —por ahora— eco de la que caracterizó el periodo que abarca grosso modo de A quemarropa (Point Blank. John Boorman, 1967) a Mad Max 2 (George Miller, 1981).
La piel en el asfalto (James William Guercio, 1973)
Un periodo en el que lo reaccionario delató sus innumerables imposturas, dejando en manos del progresismo la prédica de una ética hoy a su vez en liquidación por cambio de negocio; y en el que la condición masculina se vio en la tesitura desesperada de elegir entre la adscripción cínica a unos valores que había contribuido a erigir y ante los que se había descubierto carne de cañón —los one man army de los ochenta seguirían esa senda—, y lo que Robert Hughes tan atinadamente denominó la cultura de la queja, empeñada hasta la actualidad en emascular sus atributos.
Thelma y Louise (Ridley Scott, 1991)
Death Proof (Quentin Tarantino, 2007)
Los manierismos hiperrepresentativos de Sergio Leone y Sam Peckinpah daban cuenta pesimista de la agonía del western como universo moral. Con los únicos pertrechos expresivos que conocían, las armas y los vehículos que una vez forjaron América y por entonces contribuían a apuntalar su colapso, los hombres sin estrella redefinieron otros espacios arquetípicos —el thriller urbano, el noir— despojándolos de florituras dramáticas y argumentales a favor de una abstracción que permitiese escapar a cualquier manipulación ideológica, aun a riesgo de precipitarse en el nihilismo.
Grupo salvaje (Sam Peckinpah, 1969)
Los nombres propios dieron paso a apelativos en clave y apodos; los diálogos, a gestos mudos y gritos de dolor; las investigaciones, a persecuciones suicidas y tiroteos en no-lugares. Una codificación narrativa y estética extrema, cuyos significantes pugnaban por eludir significados asfixiantes; una codificación que en no pocas ocasiones derivó en ascetismo de enorme calado.
Punto límite: cero (Richard C. Sarafian, 1971)
Una señal de tráfico estremecida por el paso de un coche a la fuga, una mirada gélida, una explosión de sangre en una pared cuarteada, las huellas de unos neumáticos en el asfalto, dos manos pugnando por una pistola, decían tanto o más del momento histórico que cualquier ensayo académico. «El edificio abandonado en el desenlace de French Connection», ha escrito Martin Rubin, «es una tumba, una ruina dejada atrás por una civilización acabada; una visión espeluznante que devora al protagonista».