Acompañado de un personaje mal identificado (quizás sea mi tía) visito una especie de feria colonial. Al fondo de una de las salas llegamos a un gigantesco puzzle posado sobre una larga mesa ligeramente inclinada. De lejos, en un principio tenemos la impresión de que hay, en el centro, un puzzle casi acabado –representa un cuadro renacentista, con colores muy brillantes y muy barnizados- y, alrededor, otros objetos. Al acercarnos nos damos cuenta de que en realidad, todo es puzzle: el puzzle en sí (el cuadro) no es sino un fragmento de un puzzle más grande, inacabado porque es inacabable; porque la particularidad del puzzle es que está compuesto de volúmenes (burdamente, cubos; más precisamente, poliedros irregulares) cuyas caras pueden combinarse libremente: todas las caras de un cubo A pueden combinarse con todas las caras de un cubo B, y no solamente dos a dos como en los juegos (de cubos) de los niños. Hay, por tanto, si no una infinidad, al menos un número extremadamente grande de combinaciones posibles. El cuadro no es más que una entre todas ellas, los fragmentos que rodean el cuadro son bosquejos, amagos, propuestas de otros puzzles.
Como prueba posible de esta permutabilidad casi ilimitada, destaco, sobre el borde de uno de los fragmentos (de los que he olvidado decir que, al igual que el cuadro eran, no cuadrados o regulares como la mayoría de los puzzles, sino de alguna manera sin bordes, sin borde rectilíneo), una pieza que manipulo un momento y que dejo en el borde de otro fragmento, donde se adapta instantáneamente.
Pasamos a otra sala, encontramos a mi sobrina Sylvia. Me parece que entonces sucede algo muy violento (¿quizás rompamos algo?).
Luego estamos en un valle. Un camino que no lleva a ninguna parte. Es decir, que concluye en un acantilado bajo el cual se encuentra el resurgimiento. Un agujero del que sale agua. No siempre, depende de las estaciones. Recuerdo que ya he estado aquí. Uno debe caminar bastante rato, subiendo un poco, y llegamos a una gruta. El trayecto se termina ahí. En realidad he hecho esto muchas veces. Todo comenzaba mucho antes de llegar al camino de piedras que lleva a la fuente. Consistía en tomar la carretera que lleva de Avignon al pueblo de Fontaine-de-Vaucluse, en estar ya en el camino si el valle entero en el que está enterrado el pueblo, y que se cierra en la oscuridad de la gruta, fuera, en una escala mayor, la propia gruta donde me alojaría durante un tiempo, pasando de un hotel a otro. Al llegar ahí, ya sentía el vacío del resurgimiento, incluso aunque se viera en el paisaje, como se ve en la superficie plana de un cuadro, el camino que todavía había que seguir para llegar hasta el borde de la gruta. El valle cerrado era para mí ese lugar en el que se perdía la distancia, sin perspectiva y a través de una profundidad sin límites. Un cuadro en el que se podían situar, a ambos lados de las orillas de la Sorgue, las figuras de La tempestad de Giorgione. Encontrarme ahí era como entrar yo mismo en el cuadro.
Luego estoy en una casa. Y en la casa hay alguien.
El Valle Oscuro, Georges Rousseau
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