Desde que pude contemplarla por primera vez en la gran pantalla, allá en 2006, me quedé con las ganas de intentar explicar -o de explicarme a mí mismo, tanto da- qué era lo que hacía de INLAND EMPIRE una excepción dentro de la obra, ya de por sí excepcional, de David Lynch. A día de hoy sigo sin conseguirlo. Con todo, sin saber por qué, y ya desde ese visionado inicial, pasé mucho tiempo convencido de que la respuesta estaba contenida en los minutos finales de la película, los que corresponden a los créditos y que podrían actuar como un resumen, o, mejor dicho, como una celebración, no ya de la trama que acaba de concluir, sino de todo el universo simbólico de Lynch desplegado a lo largo de más de 30 años de creación continua. Eso tiene dos consecuencias importantes: la primera estaría relacionada con el uso que da Lynch al lenguaje cinematográfico, forzado en su expresividad y en su autorreferencialidad hasta tal punto que, por primera vez, parece regirse por motivos ajenos a la trama o a la experiencia del personaje principal. En INLAND se consigue tal omnipresencia del lenguaje lynchiano que podríamos incluso decir que no hay vida, ergo significado, más allá de él. Dicho de otro modo -y así aprovechamos para presentar la segunda consecuencia que se deriva de esos créditos finales-, en ese juego de espejos que es INLAND, donde solo encontramos infinidad de copias, o de ecos, de un gesto o una vivencia primordial que se ha perdido en el tiempo, ya no hay -no puede haber- una dimensión temporal, ficticia o no, por encima de otra: los motivos o los misterios, a diferencia de otras películas de Lynch, no deben interpretarse como significados ocultos sino que deben ordenarse. Y el drama del (o los) personaje(s) principal(es) ya no es tanto aquel de poder distinguir lo real de lo ficticio, lo soñado de lo verdadero (Mulholland Drive, 2001), o aquel de entender y dominar los monstruos surgidos de uno mismo (Fire walk with me, 1992), sino el de no saber en absoluto quién se es, dónde se está o a qué mundo se pertenece. Es más: cuando uno ya no puede tener ningún tipo de certeza y el mundo exterior no puede organizarse desde el punto de vista personal, la cantidad de estímulos o experiencias que se viven y reciben devienen el fruto del caos y el horror en los que estamos sumidos. Digamos, a modo de primera conclusión, que del poder absoluto del lenguaje, cuando este lo ha engullido todo, surge su propia esterilidad y la muerte del mundo al que una vez hizo referencia.
Para explicar y ejemplificar mejor estas opiniones, pondré INLAND en relación a la obra de dos abanderados de la vanguardia literaria del siglo pasado, James Joyce y Samuel Beckett, el uno gracias a su fe en el poder autogenerador del lenguaje, patente en obras como el Ulysses o el Finnegan’s Wake, y el otro debido precisamente a su escepticismo sobre la capacidad lingüística de expresar algún tipo de verdad. Entre el todo y la nada, entre la explosión y la negación, se eleva esa monumental pieza que es INLAND EMPIRE, una de las mayores obras cinematográficas de lo que llevamos de siglo.
Who am I? I’m a freak!
Uno de los logros más importantes que se le reconocen al Ulysses joyceano es su empeño, más que su éxito, en retratar la complejidad de la experiencia humana a través de una fragmentación absoluta de la realidad. En cierto sentido, como comprendieron los cubistas, la división de la realidad en pedazos y su exposición simultánea en el tiempo es la única manera de respetar hasta cierto punto la riqueza de estímulos y la inmensidad de existir y percibir el mundo a través de un cuerpo humano. El flujo de consciencia, que también practicaron Virginia Woolf o Hermann Broch, mezclado con el cubismo literario de la epopeya berlinesa de Alfred Döblin, llevan a una mezcla explosiva en la que lo interior y el exterior se combinan hasta formar un solo discurso. Lo que eleva a Joyce por encima de aquellos coetáneos suyos que utilizaron técnicas parecidas es la comprensión de que recorrer el laberinto del mundo exterior es lo mismo que perderse en los senderos de la propia psique. La realidad, como el propio lenguaje que utilizamos, es una red llena de agujeros en la que lo real y lo posible coexisten en un continuo litigio donde ninguna de las partes puede resultar vencedora.
De todos modos, si bien el Ulysses nace y crece en esa encrucijada donde lo real y el lenguaje que lo expresa se explican y se influyen mutuamente, es en el Finnegan’s Wake donde la palabra adquiere un dominio absoluto de la realidad y donde una frase, o una expresión, remite a otra frase, o a otra expresión, pero no a una supuesta realidad exterior. Según David Hayman, el lector de Joyce (o el espectador de Lynch, añadiríamos) “está forzado a crear su propio espacio en el universo cerrado, a participar en una suerte de discurso intransitivo que no guarda relación alguna con la realidad exterior, realidad que, además, tiende a destruir toda referencialidad y, con ella, la sensación de equilibrio del lector”. (1) Como Laura Dern sosteniendo un pedazo de tela y mirando a través de un agujero abierto en él, los símbolos que Joyce utiliza en su última obra son mundos que llevan a otros mundos, bisagras entre realidades que en ningún caso significan más allá de sí mismas, como puertas abiertas a universos que coexisten y danzan encerrados en un mutismo absoluto.
Lynch, en INLAND EMPIRE, logra algo semejante al efecto estético del Finnegan’s Wake, pero para llegar a este punto ha recorrido -a la fuerza- un largo camino. En sus obras precedentes, gracias al uso de la metáfora y la alegoría, el director convierte el exterior, el paisaje y los monstruos de sus ficciones en el reverso, en lo interior y lo profundo de un personaje. Así, los campos de maíz en The Straight Story (1999), la cotidianidad envilecida de Lumberton en Blue Velvet (1986) o esa atmósfera de ensueño y cargada de misterio de Mulholland Drive (2001) indican y nos describen con la misma fidelidad las coordenadas espacio-temporales en las que se sitúa la acción y la experiencia que los personajes -los espectadores- reciben o crean a partir de ellas. En cierto sentido, Lynch llevó al paroxismo la idea del doble -en música, en paisaje, en personajes, en sonidos- para ofrecer verdaderos mosaicos de personas y situaciones procedentes de una sola fuente, como si la dispersión y la fragmentación fueran el único modo de dar voz al Yo/los Yoes que conforman una personalidad. Ejemplos serían tanto la maravillosa Fire Walk With Me (1992), colofón espléndido para la notable Twin Peaks (1990), la ya mencionada Mulholland Drive o Eraserhead (1977), el primer largometraje de Lynch. En estas películas, es en la oposición, en el contraste, incluso en el choque de realidades, de donde surge el drama y la lírica. La dualidad y la reciprocidad de las dos caras de una misma moneda aseguran, o mejor dicho prometen, una cierta comprensión de los acontecimientos y una mejor descripción del personaje. Y Lynch juega con estas dualidades hasta tal punto que uno llega a depender de esos reflejos, de esos añadidos, de esas otras versiones de lo real para asimilar mínimamente lo que de otro modo permanecería incomprensible.
Pero el caso de INLAND EMPIRE es distinto. La película parece levantarse sobre una fe inquebrantable en la expresividad del lenguaje que utiliza... aunque este no quiera decir nada. Sigue habiendo personajes, sigue habiendo esos misterios lynchianos y toques siempre presentes de cine negro, pero planteados de un modo en el que casi lo último que uno espera es entender lo que está ocurriendo. En cierta manera, se persigue hacer visible, encarnar de una manera definitiva y absoluta tanto la inestabilidad del lenguaje como la de la consciencia, esto es, romper con las barreras de lo real al tiempo que con las herramientas de las que disponemos para entenderla. El proceso para lograrlo es parecido al de Joyce, aun cuando él no inventó la autogeneración como proceso de creación, ya que “los últimos textos de Joyce parecen subrayar sus procesos, parecen desarrollarse no tanto según necesidades de la trama, la situación o el personaje, sino más bien de su propio flujo rítmico y asociativo”. (2) Eso sería imposible sin una comprensión total de los mecanismos que caracterizan los artes del cine y de la literatura, y que, precisamente para crear esa sensación de caos, van desmontándose uno tras otro a medida que avanzan el texto o el metraje. Aquí es donde entran los parecidos con Samuel Beckett. A este respecto, Haynes señala que “Joyce estaba construyendo un mundo; Beckett desmontaba uno, probando así la naturaleza verbal de lo conocido, dando forma al vacío. La principal tarea de Beckett era y es el texto en desarrollo que niega su existencia y su validez a medida que evoluciona y que, a través de dicha negación, afirma su existencia en la presencia de lo ausente”. (3)
Como ya ensayó en Mulholland Drive, aunque en INLAND lo haga de una forma mucho más extrema, original, abstracta y deliciosa, llega un momento en que lo último que uno busca es comprensión. Los significados se intuyen, las relaciones se perciben, la pérdida y la descompensación convierten el espectador en otra víctima, otra Sue, otra Nikki. Ya no se trata de una crisis de oposición o de contraste, sino de la coexistencia de ventanas, mundos y versiones incomprensibles del mismo Yo que aparecen en realidades que no les pertenecen y que comunican esferas de lo real que hubieran debido permanecer separadas. En otras palabras: aquí no se trata de buscar el significado de las cosas, puesto que el sentido ha desaparecido -nada significa nada, no hay una estructura jerárquica, explicativa, que ponga en relación las escenas- sino de ordenar los estímulos, las escenas, en base al lugar en el que se supone deberían estar. Vemos esas puertas, esas ventanas, esos flashes que indican el fin de un mundo y el inicio de otro, y la confusión de cuando se cruzan barreras prohibidas. A diferencia de Mulholland Drive, en la que esas barreras tenían la forma de una caja azul y un club nocturno y separaban el sueño/deseo de lo real, aquí no hay nada más verdadero que nada. La realidad se difumina, la ficción se desata, se mezclan los tiempos y las versiones sin que sea posible detener el caos.
Al final nos queda una paradoja irresoluble: lenguaje, escenas, símbolos y motivos que se repiten, que se multiplican, que llenan todo el espacio al interrelacionarse buscando todas las combinaciones posibles, y que sin embargo cada vez significan menos, como si precisamente en esa abundancia descontrolada se pusiera en tela de juicio la capacidad significativa de los mensajes (¿y de la vida?). Lo que podría considerarse el periplo de una sola criatura ficticia (esa A woman in trouble que reza el cartel promocional de la película) acaba convirtiéndose en representación de la existencia vista desde la posmodernidad, de la existencia de discursos y personas, de seres y objetos, que se ven desmembrados y atrapados en una telaraña indiscernible para ellos y que, sin embargo, los abarca a todos y los reduce a insignificantes figuras de un rompecabezas descomunal. ¡Y qué mejor representación de esa pérdida de sentido, de orden y de estabilidad que la de Laura Dern hablando con Grace Zabriskie, despertando de una a otra realidad en medio del coito o corriendo por las calles de Hollywood! Esa es la respuesta natural del ser humano ante lo que está fuera de su alcance. Miedo, miedo que solo puede convertirse en tranquilidad y calma cuando, tras recorrer a la inversa el hilo de Ariadna de la existencia, uno llega al punto inicial, previo a toda encrucijada, y se reconcilia con su pasado y su actual condición de vagabundo. Pero la promesa de ese azul de la aceptación, de la tristeza al tiempo que de la resignación (color que comparten en sus respectivos finales Fire walk with me, Mulholland Drive e INLAND EMPIRE) no es más que una promesa, o incluso, en el peor de los casos, la certeza de que la realidad se escapará siempre de nuestras manos y de que nuestra impotencia es absoluta cuando tratamos de dominar fuerzas que son más poderosas que nosotros mismos.
Más que el azul, lo que nos queda grabado a fuego en la memoria, tras el visionado de INLAND EMPIRE, es la cara aterrorizada, desconcertada y deformada de Nikki/Susan. En el caso del espectador, el miedo abismal de la protagonista se convierte en un gozo abrumador, exquisito, más lynchiano, más poético y más artístico que el que se obtiene con cualquier otra película de este director. Es la confirmación del poder creativo y artístico de Lynch, es el momento en que Lynch se volvió consciente de su dominio total de las posibilidades de su cine y decidió hacer algo nuevo y radical. Sigue siendo Lynch, por supuesto, tanto en lo visual (en los fotogramas se advierte ese cuidado especial por los detalles, esa belleza formal que permanece oculta, escondida) como en el contenido, aunque, en esta ocasión, no ha hecho concesión de ningún tipo. Con esta película Lynch sabía lo que quería, y lo hizo. ¿Qué más se puede pedir? (4)
(1) HAYMAN, David. “Joyce à Beckett/Joyce” En: PILLING, John (ed.) . Florida: Florida State University, 1982 (Journal of Beckett Studies)
(2) HAYMAN, David. Op. Cit.
(3) HAYMAN, David. Op. Cit.
(4) Comentario que escribí acerca de INLAND EMPIRE en la discusión que sobre la película se abrió en la web Sedice.com