Es fácil olvidar, habiendo fundado el derecho y dominado la naturaleza, que en el fondo somos poca cosa. Es difícil renunciar a la razón que nos ha permitido fundar un espacio de libertad, es difícil no confiar en nuestra capacidad prometeica a la luz de los logros conseguidos. Es difícil creer que no podemos hacer lo que queramos después de Auschwitz.
La impresión cultural que produjo Auschwitz tiene multitud de facetas, aunque se podría resumir en que el hombre occidental comprobó que el mal estaba dentro de sí mismo tanto como el arte o la ciencia. No es necesario temer a un dios descuidado. Nos bastamos y nos sobramos para organizar, meticulosamente, el infierno. Es inútil invocar a un dios que no está en la tierra, y el juego nos concierne única y exclusivamente a nosotros, aquí y ahora. Lo que vemos es todo lo que tenemos. Habrá que situar en otro sitio que la religión la conciencia moral, y habrá que buscar otro culpable de nuestros males que el destino.
Sin una instancia sobrenatural a la que apelar, el mito de Job pierde vigencia. En parte porque nos sentimos un poco responsables de todo (ya que no hay otro responsable) y en parte porque, sin un interlocutor al que reprocharle su mal hacer, la pasividad de Job se torna un sinsentido. No hay por qué ser humildes, ya que no hay una voluntad superior; pero tampoco hay por qué enorgullecerse de un sentido de la justicia que, por su naturaleza humana, es imperfecto y reversible. Los avatares del hombre no se dirigen hacia un final mesiánico o apocalíptico, no hay Tierra Prometida: nuestra vida es una partida de cartas en la que cada uno juega como puede -hasta que se levante de la mesa y se vaya.
El tiempo es infinito, y la identidad de cada uno se suspende en él durante los años que pasamos con vida. Dicha sujeción resulta, sin embargo, demasiado precaria. Que ya no seamos insignificantes respecto a un dios no implica que seamos importantes entre la millonaria masa de nuestros congéneres (1). Ahora somos insignificantes hasta que demostremos lo contrario. Hay que hacerse un hueco, un nombre.
Este mundo, de entrada tan democrático, se hace enseguida elitista en extremo. El prestigio, el poder y, concretamente, el dinero señalan normalmente a los triunfadores sobre la tierra -¿quién se preocupa por el bien en esta situación de desvalimiento? Aristócratas, propietarios, dejan sus títulos y empresas en herencia mientras los demás nos definimos por nuestro trabajo (ahora que la mujer se ha liberado y no tenemos que definirnos por nuestro sexo… Más o menos), lo que no es más que clasificarnos en agrupaciones anónimas. Hay que jugar, sí, pero con malas cartas. Si el objetivo es infiltrarse en la élite, jugar la partida sin tener por qué perder, hay que tener estrategia, hacer trampa y echarse un farol.
El triunfo de la voluntad (el verdadero, y no el de Leni Riefenstahl, remedo perverso de un ideal clásico de bien y belleza) es ser quien uno quiera ser. Vale fingir, por supuesto. ¿Quién va a distinguir la verdad de la mentira? ¿Un dios omnisciente? (Risas.) El cine, como moderno paradigma, está lleno de grandes faroleros. Piénsese en los robos de Jean-Paul Belmondo en Al final de la escapada (Jean-Luc Godard, 1960), piénsese en Tom Ripley (El talento de Mr. Ripley, Anthony Minghella, 1999), piénsese en el Don Draper de Mad Men. Son personajes impensables en el mundo de Job y Kafka. El trepa es uno de los grandes arquetipos de la narrativa de la segunda mitad del s. XX; como si el pícaro dieciochesco perdiera su aura de pesimismo y decidiera, nietzscheanamente, ir a por todas. Recordemos también la lucidez intemporal de Barry Lyndon (Stanley Kubrick, 1975). La mirada de Kubrick retrata el ambiente aristocrático del Antiguo Régimen sin amaneramientos, con la misma crudeza empleada en el examen del matrimonio de Eyes Wide Shut (Kubrick, 1999) o en el mundo de Lolita (Kubrick, 1962). En ninguno de estos filmes se percibe la divina presencia de la moral o la justicia, y en ninguno de los filmes el análisis psicológico justifica la conducta de los personajes más allá del plano del deseo. El cine de Kubrick mira los hechos. Pura apariencia, puro cine.
Mad men hereda esta perspectiva amoral (ensayada también por Patricia Highsmith, sobre la que volveremos más tarde). “Things happen”, es la máxima explicación de Don Draper a sus discutibles acciones. Draper es un tramposo mayor. De hecho, su nombre real es Dick Whitman; aprovechó una confusión en la guerra de Corea para cambiar de identidad y huir de un entorno pobre y una familia que lastraba sus aspiraciones para ser alguien. Ahora, Dick Whitman -hombre blanco- ha desaparecido sin dejar rastro y Don Draper se hace un nombre entre los publicistas de Madison Avenue; tanto es así, que pasa a ser socio y su apellido se incluye en el nombre de la firma. Ciertamente, uno de los temas de la serie es la conservación de la (ficticia) identidad del personaje encarnado por Jon Hamm (otro es, dicho sea de paso, la redefinición de la identidad femenina en Peggy Olson). Lo único verdadero en el universo de Draper es él (¿él? ¿De veras?) y su trabajo. El amor es una coincidencia espacio-temporal, y, apurando, también el matrimonio; la amistad se supedita a los intereses laborales; el bien… El bien es la propia supervivencia. Lo fascinante de Draper es que encuentra la salida a los atolladeros instintivamente, casi a ciegas. Evita la desgracia -que le descubra la policía, la penosa vida del hombre soltero- igual que los murciélagos evitan la pared: siempre en el último momento, pero siempre. De ahí el final de la cuarta temporada, tan inesperado y tan coherente. La capacidad de Don Draper para reinventarse y seguir siendo Don Draper, el creativo, el exitoso publicista, el encantador de serpientes, es aplastante.
Parecida habilidad muestra Tom Ripley. En la película de Minghella, Ripley miente, y asesina, moviéndose en un juego de suplantación de identidades y coartadas que confundiría al criminal más experimentado. Hacerse con el nombre de Dickie Greenleaf es un proceso demasiado complicado para planearlo al milímetro; Ripley va acumulando mentira tras mentira, y cuando parece que va a ser descubierto, da un paso más allá para salvarse. Y se salva, claro. El joven Ripley mantiene sus privilegios a costa de matar; de matar, además, a aquel que más genuinamente le quería.
En su historia se entremezclan crítica social y certero estudio de personalidad. Por supuesto, el carácter de Ripley y Draper se ve modelado por su condición de pobres. La diferencia de clase sirve de oscuro trasfondo a la relación entre Dickie y Tom. El dinero funciona para acercar y alejar a Ripley, y Ripley lo asume como símbolo de aceptación y afecto. Muy distinto es el caso de Peter Smith-Kingsley: él está enamorado de él, y se diría que el sentimiento es mutuo. El amor es un sentimiento personal, y con esto quiero decir que es muy difícilmente conciliable con el tipo de identidad que se forjan Ripley y Draper. Ellos han renunciado a sí mismos para ser quienes quieren ser. El fingimiento es la norma, así que ya nadie puede quererles, porque no hay nada detrás de la máscara. Ripley y Draper no pueden permitirse ser amados. La sinceridad les haría volver a la casilla de inicio, y no quieren perder el nombre por el que tan duramente han peleado. Esa intimidad les proporcionara quizá descanso, pero tendrían que conformarse con las malas cartas que les repartieron. En el baile de disfraces, el amor no cabe; cabe un cruce de miradas cómplice, el atreverse a una caricia o un polvo rápido en la habitación. Una coincidencia espacio-temporal.
Es así para Draper y para Ripley, casos extremos de farsantes. ¿Y los demás? La nouvelle vague envuelve a sus protagonistas en relaciones intensas e igualmente lábiles. Belmondo y Seberg se aman encerrados en una habitación. Bertolucci describe el vacío en el personaje de Marlon Brando (“No names! No names!”, El último tango en París, 1972) mirándolo follar con Maria Schneider. Woody Allen matiza. El amor es una coincidencia significativa en el espacio y en el tiempo. Muy inteligentemente, renuncia tanto al idealismo como al escepticismo. La intimidad amorosa es una ilusión, pero no mientras dura; es una locura, pero necesitamos los huevos (Annie Hall, 1978). No lleva a nada, pero nuestra madurez pasa por arriesgarnos (Manhattan, 1977). Es una mentira, pero quizá sea la más verdadera de todas las que nos decimos (Midnight in Paris, 2011). No se trata de un consejo espiritual -“para ser amados hay que ser sinceros”-sino de cómo podemos amar a sabiendas de que no será para siempre. No podemos asegurar nuestros sentimientos futuros; y, en ese sentido, jugamos tramposamente a tener una identidad continua. ¿Acaso la teníamos antes? ¿Cuándo hemos dejado de poder adquirir compromisos? Los nuevos protagonistas son fieles a sí mismos: no a sus principios, sino a su voluntad. Así se inicia y se acaba una relación amorosa. La diferencia entre los Ripley y Draper y el clásico protagonista de Allen es de grado. Estos últimos juegan, sí, aunque sólo con las cartas que tienen, conservando cierto sentido de la justicia de Job.
No es casualidad que esos mismos personajes se sientan fascinados por los perdedores del cine negro -arquetípicamente, aquellos que encarna Humphrey Bogart. Como ya hemos dicho, son los perdedores los que tienen principios, los que saben quiénes son los buenos y quiénes los malos, los que se hacen cargo de lo podrida que está la sociedad. Así son Sam Spade y Philip Marlowe (El halcón maltés, John Huston, 1941 y El sueño eterno, Howard Hawks, 1946, respectivamente y entre otras), y esos detectives que descubren la injusticia a sabiendas de que sus acciones no les sacarán del despacho y la soledad. Son cualquier cosa menos farsantes; son unos don nadies que se niegan a jugar un juego sucio. Y no lo hacen por temor de Dios. El perdedor no puede, no sabe no ser fiel a un sentido de la justicia que le es propio; hasta aquí el parecido con Job. La diferencia es que el perdedor sabe que no hay un Dios al que pedirle cuentas y el Estado, por su parte, está vendido. El mal es un modo de llamar al comportamiento autoconservativo del ser humano.
Como ya le ocurriera a Job, el conocimiento es paralizante. Evitar la injusticia anula la iniciativa del perdedor, dedicado exclusivamente a remediar y castigar. El perdedor no puede salvarse a sí mismo porque no puede hacer el mal, y el perdedor sabe que llevar a cabo el deseo propio lleva en sí el germen de la injusticia. El deseo es amoral, la supervivencia es amoral. Somos tan animales como dioses; Auschwitz nos recuerda que el infierno somos nosotros. En fin, la absoluta, independiente moral del perdedor es romántica porque el perdedor, fiel a su pequeñez, decide no jugar y es así como pervive en la memoria de unos pocos. Y, como buen romántico, su amor es imposible. La inquebrantable sinceridad del perdedor le impide embarcarse en una aventura condenada al fracaso como es amar a una mujer. No podría amarla en su imperfección -en la decepcionante imperfección amorosa- , igual que no puede vivir en un mundo injusto.
Y, como advirtió Allen, quien no acepta la ilusión se queda sin los huevos. La modestia del perdedor (que no es orgulloso porque no tiene ningún dios al que equiparar su sentido de la justicia) es admirable, tanto como la capacidad de Ripley y Draper para abrirse camino. En un universo en el que sólo quedamos nosotros, se nos ofrecen los dos extremos: la acción moral y la voluntad amoral; o, desde otro punto de vista, la autenticidad y la farsa. En realidad, es muy difícil renunciar a los huevos, tanto como mantener una promesa, y la realidad es muy tozuda: queremos cosas. Ripley y Draper nos gustan porque hacen lo que quieren. Ellos son los que actúan. La cámara (y con ella, nosotros) les mira a ellos. Sin embargo, son sólo un nombre; pura imagen, pura apariencia. Ahora que no podemos creer en la Ley kafkiana o el sufrimiento de Job, construyámonos un personaje y pongamos una propiedad a nuestro nombre. El mundo, no ordenado por ninguna justicia divina, es regido por el triunfo de nuestra voluntad. El mecanismo es perversamente democrático o limpiamente elitista, de modo que cualquiera puede ser alguien, pero ser alguien no es lo mismo que ser cualquiera.
Sin embargo, Allen sigue sonriendo detrás de sus gafas de pasta. Una propiedad a nuestro nombre no son los huevos prometidos, y hay quien no puede aceptar la nada como algo. Hay quien no olvida la verdad y la justicia. A falta de una solución mejor, vemos cómo el perdedor bebe su whisky en un rincón, perdiendo un poco más a cada trago. Y así se convierte en un personaje más, a pesar de (¿o a causa de?) su pertinaz inactividad. Hay que preguntarse si hay algo capaz de sustraerse al objetivo de la cámara. Si hay algo que no sea imagen, o, de otro modo, si existe alguna posibilidad de vivir sin ser del todo farsantes.
(1) Antes, por lo menos, había alguien que nos miraba desde las alturas; como dice Javier Marías, hemos perdido ese consuelo.