Sobre la ausencia de Fellini. Retrato (esquivo, soñado) del alquimista de las imágenes | Jordi Revert



Sobre la ausencia de Fellini. Retrato (esquivo, soñado) del alquimista de las imágenes | Jordi Revert

El cineasta trasmutado


Un hermoso paisaje marítimo. La pendiente cae, entre arbustos y rocas, sobre una radiante orilla mediterránea. Aparece remontándola con paso sereno un elegante vagabundo de cabello voluminoso y rostro penetrante, que viste una larga túnica y camina apoyándose en su bastón. El rostro es el de Federico Fellini, convertido en impecable pordiosero en lo que podría ser una Stromboli aún con esperanza. El vagabundo se cruza con una humilde mujer que levanta la mirada. Esa mirada anhelante, que pertenece a la Magnani, lo ha confundido con San José y se deshace en devoción hacia el presunto santo. Este no habla nunca y se limita a seguirle la corriente. Le da a beber vino en repetidas ocasiones, hasta que finalmente cae dormida bajo los efectos del alcohol. La escena corresponde a Il miracolo, segundo de los dos segmentos que componen L'amore (Roberto Rossellini, 1948), breve antología en la que Rossellini propondría dos historias complementarias sobre la desesperación del amor y el vacío de la ausencia, ya sea en el romance que toca a su fin o en el diálogo con dios. Rossellini convenció a Fellini no sólo de que escribiera el argumento de Il miracolo, sino también de que interpretara al pérfido vagabundo que se aprovecha de la fervorosa Nannina.


El propio Fellini manifestó en alguna ocasión que detestaba verse en pantalla. Sólo aquella vez lo consintió, algo que no dudaría en señalar como una equivocación. Resulta cuanto menos divertido cómo uno de los directores más personales y narcisistas del cine no soportaba situarse delante de una cámara. Sabemos que él precisaba de la transmutación, del alter ego para trazar su omnipresencia. Su presencia explícita es, paradójicamente, un borrado de su entidad creadora y a la vez una certeza que se confirma abruptamente: Fellini habita entre las imágenes de su cine. En las fuerzas cinéticas que lo motorizan, en cada imagen diluida en la inestabilidad de un sueño que era mentira. Habita allí porque sabe bien que no son otra cosa que intersticios de nuestro ser, mutables e inasibles. Para él no hay ansiedad en esa fragilidad, sino la seguridad que la imagen concreta, ese adorado San José, no puede ofrecer.



El viaje que no acaba


El exceso de su presencia impregna a los otros, como un ente que deja un rastro indeleble en cada una de sus escenas, pese a no estar literalmente allí. Impregna a Mastroianni y a cada rincón de un universo vertiginoso, y se extiende incluso donde este no pudo ser. Hay tanto Fellini en la circense, explosiva conclusión de (1963) como en la irrealizada Il viaggio di G. Mastorna, película imaginada que uno tenderá a situar en el mismo limbo que el Quijote de Orson Welles, el Napoleón de Stanley Kubrick o L'Enfer de Henri-Georges Clouzot, pero que a diferencia de aquellas uno puede imaginar sin esperar a ser espectador de la gramática robusta de sus autores. Ese viaje de G. Mastorna emerge del mismo torrente de imágenes que circula incesante entre y Giulietta de los espíritus (Giulietta degli spiriti, 1965), justo en el momento en que el de Rímini proyectaba llevarla a cabo. Así lo certifica en su conversación con Costanzo Costantini:


Será un objeto, un objeto cualquiera, tal vez inútil, el que dará lugar a la historia. Un chelista se encuentra en Düsseldorf con su orquesta, a punto de partir hacia el siguiente punto de su gira, cuando se da cuenta de que perdió un objeto. No necesita el objeto, ni lo va a necesitar, sin embargo, lo induce a retrasar la salida para buscarlo. Sus colegas, sus amigos, los empleados del hotel se sorprenden, protestan, pero luego, sin darse cuenta, se dejan involucrar en la búsqueda, que termina por asumir proporciones tales, que toda la ciudad se moviliza (…) El chelista, mientras lleva a cabo su búsqueda, se descubre a sí mismo y descubre la ciudad, que se le aparece bajo semblanzas múltiples y cambiantes, bajo perspectivas siempre nuevas y diferentes, se convierte en Florencia, en Boloña, en Milán, Amsterdam, Berlín, Roma, todas proyecciones imaginarias de la fantasía del protagonista (1)



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Esa ciudad en permanente metamorfosis bien podría ser la ciudad eterna en Roma (1970), en la cual el cine de Fellini sigue fluyendo y da los primeros pasos hacia el barroquismo introvertido en el que se sumirá después. El viaje de Mastorna es el propio de Fellini a través de su imaginario mutante, filmado o soñado, en el que su papel de demiurgo es transferido de Mastroianni a Cinecittà, como si la cancelación del proyecto hubiera marcado el cierre de una etapa. Esa Roma de decorados comunicantes e historia deslavazada es la certificación de la elección del autor de diluirse en el artificio que demarca los parámetros de su obra, aquellos en los que su instinto ha sabido crear una extensión de su identidad mediante un deliberado exceso de ficción. El fantasma de Fellini, pues, vaga divertido por Cinecittà y no es descabellado situar la despedida pública del cineasta en el corazón de los estudios. Al final de Qué extraño llamarse Federico (Che strano chiamarsi Federico, Ettore Scola, 2015) Scola cita las imágenes de aquel entierro solemne al que asiste la sociedad romana. Lo hace justo antes de cerrar su tentativa de homenaje felliniano con un montaje de algunos de los momentos más icónicos de la carrera de su amigo. Tiene sentido, pues se hace necesario contrarrestar ese ataúd y el silencio, simbólicos y útiles para un respeto reverencial, pero vaciados de la esencia de la vida felliniana. Sentida pero marcada por un espectro al que no puede aspirar, la cinta de Scola traza un retrato, como no podía ser de otra manera, disperso, pero también huérfano de la aparente anarquía expresiva del maestro. Vaga entre episodios de la juventud de Fellini, a espaldas de su cine: el joven caricaturista que llega a la capital, que insufla su talento en la redacción de Marc'Aurelio, que da largos paseos nocturnos en coche en compañía de amigos y prostitutas. Es la mirada indirecta que atiende al carácter en formación, la naturaleza inescrutable, íntima del autor que nunca se muestra, pese a estar siempre presente.



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En busca de Fellini


No es Scola el único que ha intentado atrapar a Fellini persiguiéndole por Roma. También Tyto Alba en su novela gráfica Fellini en Roma traza itinerarios por la ciudad en los que emborrona los sueños y recuerdos del cineasta. Fellini, en fin, es una figura escurridiza e inextricable de sus películas, al que resulta imposible concebir al margen de sus imágenes. Pero incluso así se hace necesario precisar de qué Fellini hablamos, pues su cine es un organismo vivo que nace bajo unas circunstancias decisivas para sus formas inaugurales, luego desencadena el éxtasis de una autoría ya sin condiciones, madura, y finalmente desemboca en una etapa que escruta, ya sin alegría, en la decadencia de sus propios arquetipos. El primero corresponde al cineasta inscrito en el contexto neorrealista, el Fellini que escribe Roma, ciudad abierta (Roma, città aperta, Roberto Rossellini, 1945) junto al propio Rossellini y Sergio Amidei, el mismo que insufla un irremediable halo trágico a Almas sin conciencia (I Bidoni, 1953), La Strada (1954), o Las noches de Cabiria (Le notti di Cabiria, 1957). Y sin embargo en ese temprano cine ya existe un tímido impulso que empuja en otra dirección: está contenido en la soñadora Brunella Bovo de El jeque blanco (Lo sceicco bianco, 1952), también en esa secuencia final de Las noches de Cabiria, que bien podría ser el sueño que niega el trágico destino de su protagonista y le gira la cara al neorrealismo. Es, de hecho, la escena que podría cerrar simbólicamente su andadura neorrealista para lanzarse de cabeza a una eclosión creativa que confirma La dolce vita (1960) y arrolla en y Giulietta de los espíritus. En esa vorágine creativa en la que se acumulan temas y motivos, en la que sus imágenes derraman una autoría apabullante en su caligrafía, exultante en su discurso. El Fellini de los fastos, el que habla a bocajarro y entrega sus sinergias creativas a la pantalla con vigor formal. Es una fuerza de la naturaleza que se mira al espejo asumiendo su narcisismo, abrazando su identidad sin miedo a celebrarla. Es también el que ha trascendido como referente cultural, el más reconocible y el generalmente identificado en el vínculo más estrecho con su imaginario. Se desprende de sus imágenes una esencialidad autoral que funciona como deriva siempre corriente, concentrada en su cinética y en su fuerza expresiva. Al fin y al cabo Fellini es uno de esos directores cuyo cine sólo puede entenderse así, como flujo constante en el que sucede todo. Su lírica nace en el movimiento, en el frenesí de los viajes de Guido o de Marcello, y madurará posteriormente en el tiempo, el mismo tiempo en el que se dimensionan las obras de un Tarkovski. Sus cines viven y se transforman en él, en oposición a otras maestrías que descansan en la mecánica, en la puesta en escena y sus tortuosas derivaciones. Digamos Hitchcock, digamos De Palma.



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Tiempo y mares de plástico


Esa dictadura del tiempo se hace evidente en el Satyricon (1969). En ella su obra se adentra en un periodo de gélida introspección que tiene su punto de fuga en la melancólica Amarcord, pero que se reafirma en en Ensayo de orquesta (Prova d'orchestra, 1978), La ciudad de las mujeres (La città delle donne, 1980) e Y la nave va (E la nave va, 1983). Un tenue pesimismo se asoma en ese punto en sus imágenes. El Casanova de Fellini ya no puede ser Mastroianni, no contempla la explosión autoconsciente que este contenía en sus gestos. Es Donald Sutherland porque su rostro ya no puede transmitir el yo felliniano que hemos asumido como cotidiano. Este se ha visto asaltado por el agotamiento del deseo. La exuberancia que una vez colmó a Anita Ekberg en la Fontana de Trevi, la pletórica decadencia que configuraba el balneario de , la casa de Giulietta, abarrotada de alegres espíritus acosadores. Todo parece ahora extenuado, aplastado por el peso del tiempo. El batir de alas del reloj de cuco marca el mecánico movimiento pélvico de Casanova. Los largos planos secuencia de Satyricon recorren estancias de hedonismo decrépito, banquetes cuya opulencia apesta a muerte. El rinoceronte que navega en la barca de Y la nave va se erige una rotunda y solitaria figura que corta ese mar triste, en el que no penetra un rayo de luz. Ese cielo opaco que lo envuelve está tan inundado de melancolía como el mar de bolsas de plástico de Casanova. Los artificios visuales de su fase más entusiasta también se ofrecían al servicio de sentimientos rotos, pero ahora lo hacen con una irrevocable fatalidad que todo lo contagia. El ánimo es hastiado, sus imágenes inciden plúmbeamente sobre anhelos ya inalcanzables, que quedan enterrados en los decorados de Cinecittà: Fellini ha perdido la esperanza en que las palabras lleguen al otro, en el diálogo como vía para una humanidad derrotada por su propia vanidad. Los músicos de Ensayo de orquesta no sólo son los mimbres de un sentido homenaje a su colega Nino Rota, sino que constituyen la metáfora más esencial de esa idea, un conjunto que busca una y otra vez esa consonancia musical que no llega. Es también una de sus expresiones más desencantadas: la imposibilidad de entender y ser entendido, de conversar y de que todo adquiera un sentido en el flujo de las palabras, ya tenía un emblema en la escena con la que concluye La dolce vita, la frustrante lejanía en la playa de una niña cuya petición Marcello no consigue escuchar por más que se esfuerce,  envuelto en el viento y en el murmullo de la gente que se agolpa alrededor de una irreconocible bestia marina. La secuencia ya contiene esa profunda tristeza basada en la incomunicación, al tiempo que aún aferra sus tentáculos en el anhelo de la infancia, la niñez perdida y ya irrecuperable. Incluso la presencia demoníaca de la niña que se aparece repetidamente en la Roma de Toby Dammit, el segmento de Historias extraordinarias (Histoires extraordinaires, Federico Fellini, Louis Malle y Roger Vadim, 1968) tiene un poder seductor que reside en la inocencia perdida, por más que el crítico Robin Wood haya querido ver en la transición de la angelical niña de aquella playa a la pequeña diablesa romana un primer signo de la esterilidad y el vacío en el que se hundirá, según él, el posterior trabajo del cineasta. Habla de vacío cuando en realidad lo que acontece es un vaciamiento del optimismo juvenil que antaño imbuía su cine. La decapitación de Toby Dammit es el paso que separa del abismo, y en el abismo buceará un autor menos vitalista, de emociones más opacas y sombría densidad metafísica.



Sobre la ausencia de Fellini. Retrato (esquivo, soñado) del alquimista de las imágenes | Jordi Revert

La huella perdida


Hoy Fellini pervive como seguramente él quiso, como una esencia más guardada en la memoria cinéfila que presente en las imágenes del cine presente. Si de herencias hablamos, ha dejado de existir. No hay sucesores y sí referencias inconcretas o fallidas. Sorrentino fracasa cada vez que quiere ser Fellini, hasta el punto de que sus remakes inconfesos de La dolce vita (La gran belleza [La grande bellezza, 2013]) y (Juventud [Youth, 2015]) son antes manifestaciones sentidas de admiración que verdaderos productos de su legado. Kusturica consagró su cine más líquido y apasionante a una memoria histórica de los Balcanes. David Lynch entregó su abstracción onírica a los recovecos tortuosos del noir. No quedan, pues, herederos directos de esa personalísima expresividad, ya sea en sus formas más narcisistas y joviales o en sus derivas decadentes. Su identidad, simplemente, se ha escurrido entre la reminiscencia e imágenes puntuales que lo referencian, sin que llegue a especificarse su legado más allá de la propia intimidad del espectador. En cualquier conato contemporáneo de emular su huella el autor se topa con una personalidad que no le pertenece, demasiado anclada en sentimientos profundamente intrínsecos e intransferibles. Así, sorprende comprobar que el propio Fellini admiraba otro tipo de autoría alejada de ese modelo exclusivo:


Kubrick es un cineasta magnífico. Posee un gran talento visionario, unido al poder de traducir en imágenes sugestivas el don de una imaginación portentosa. Posee además un don que le envidio, el mismo don que tienen muchos otros cineastas norteamericanos, como Scorsese, Coppola, Altman, por citar solo algunos (…) Tienen la disponibilidad de afrontar los temas más variados sin identificarse nunca con un tipo de visión del mundo o con un tipo de expresión, pero permaneciendo siempre reconocibles en lo que se refiere a su estilo (2).


Llega a afirmar, en la misma entrevista, que desearía haber participado de otro modelo de producción, aquel que le hubiera permitido realizar películas por encargo y que por lo tanto le hubiera puesto bajo las órdenes de un jefe. Por paradójico que resulte, anhelaba esa disolución de la huella que caracterizaba a Kubrick pese a seguir imprimiendo su personalidad en cada obra, un sistema que hubiera exprimido su talento desde las limitaciones expresivas. Fellini gozó de una libertad autoral que le permitió transitar por ánimos varios, por un lirismo de diferentes gradaciones y estadios en relación con la memoria, sumemoria. El suyo fue un cine de plenitud e idiosincrasia propias, en el que el signo tiene la capacidad de partir la pantalla como un relámpago memorable que luego sobrevive exagerado en el recuerdo. Hoy la huella de Hitchcock puede rastrearse en Fincher. La de Tarkovski siguió presente en las dinámicas poéticas del cine de Theo Angelopoulos. En Fellini, en cambio, hay un hondo carisma de la imagen que sólo le perteneció a él, aislándole como excepción seductora e inolvidable: sólo en su desaparición, en su ausencia, podía ocultarse a los ojos del espectador, si bien ya había penetrado cómplice en su memoria para instalarse definitivamente. 




Jordi Revert



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(1) Federico Fellini a Costanzo Costantini en Fellini: Les cuento de mí (2006), Madrid: Sexto Piso, pp. 98-99.


(2) Costantini (2006), p. 243.