«Un poema no debe significar
Sino ser».
Archibald McLeish
¿Harto de las continuas y cansinas discusiones entre filosofía y poesía? ¿Le hastía que el poeta sea un remilgado heredero de metáforas que no se atreve a hablar claro? ¿Cansado, tal vez, de que el filósofo se crea poseedor de una verdad única que casualmente todos los demás antes que él intuían pero sólo él conoce verdadera y únicamente? No busque más, nadie le dará una respuesta clara y se sentirá igual de engañado pero, al menos, disfrutará de dos grandes obras.
1. Melancolía
Hablar de la película de Lars von Trier no es sólo reducirla a teorías clásicas y americanismos obvios como el tema apocalíptico o ambiental. «Los humanos somos destructivos y eso acabará con nosotros». Sí, vale, no me aburran más con el manido tema de conversación de bar del amigo ecologista pasado de pisco. «No, pero lo que el director ha querido decir en realidad…», no, no sigas por ahí, lo que el director haya querido decir en realidad tendrá que declararlo él y en un principio está más que claro y todas las revistas de cine lo reseñaron más o menos acertadamente en su día —y con más pena que gloria, todo sea dicho. Claro, como no tenía la misma cantidad de penes que Nymphomaniac, pues no llamaba tanto la atención—.
Además, introducirse en la vieja disputa sobre el asunto del nazismo del director, aparte de ser totalmente improcedente, es tan falaz como que carezcamos de sentido del humor. Y líbreme cualquiera de no gustarme en el reír de cualquier broma, chanza, mofa, befa o burla. Aparte de ser precisamente uno de los temas que echó a muchos hacia atrás —a otros adelante, que por mala que sea toda publicidad es buena— a la hora de ver las fantásticas interpretaciones de las señoras Dunst y Gainsbourg, perplejas y ojipláticas sobre la mesa de los entrevistados en dicho desafortunado acontecimiento.
El caso es que pocos se atreven con una lectura más original, ya sea buscada por el director o encontrada de camino a la grandiosidad de un filme tal vez no suficientemente valorado. Como sucedió con 2001: A Space Odyssey, las teorías que aparecen en torno a la trama o a partir de las propias imágenes del montaje son tan ricas y variadas como propias o desacertadas. Por una cuestión o por otra, la captación de ideas no deja de construir hipótesis nuevas incluso hoy. Tal es el caso, por ejemplo, de la que aquí se trae a colación y que esbozaré, en un alarde de brevedad archiconocido bajo mi rúbrica, como una lectura del filme a partir la obra de la filósofa María Zambrano, más concretamente a partir del contenido de Filosofía y poesía.
Tras la visualización de Melancolía y la lectura de la española, lo que aquí se propone es la comparativa entre los personajes protagonistas de la película con los personajes conceptuales de la filósofa, a saber: el filósofo y el poeta, bien identificados, ya sea queriendo o por una rabiosa casualidad, por Lars von Trier bajo las figuras de Claire y Justine. Lo que sigue aquí abajo es la relación de esos personajes entre sí, acudiendo a la teoría y a las imágenes, ya suficientemente evocadoras en el «prólogo», de la película.
2. Justine
Justine es la encarnación del poeta, cuya representación máxima sería Baudelaire. En la primera parte de la película, demarcada por su nombre, se la presenta en el día de su boda, en el que cuesta tanto creer en el caos reinante que al final, presentada como extremadamente sensible y vulnerable, Justine caerá en la espiral baudelaireana de locura y éxtasis. «¡Donde sea pero fuera del mundo!», será la máxima cuando en un momento concreto sale del recinto donde se está celebrando la boda para admirar la extensión y magnificencia de la naturaleza, ante la que se siente cohibida pero extrañamente cómoda. No será la única ocasión en la que tendremos la oportunidad de ver al personaje en comunión con la extensión natural antes que con la «civilidad» del interior, de la comunidad familiar.
En la segunda parte se presenta a Justine trastornada, pensamos que posiblemente por los acontecimientos que provoca en la primera parte y las difíciles relaciones que se ven en ella. Al cuidado de su hermana Claire, mucho más estable y cabal que ella, consigue ir recuperándose poco a poco y, se verá, por encima incluso de la racionalidad de su hermana y su cuñado ante la aproximación del planeta que colisionará inminentemente con la Tierra.
Ante el fatídico final, ya irreversible y sólo con el requerimiento de su asimilación —porque ante la nada no hay más posibilidades abiertas—, Justine reacciona como el poeta zambraniano y disfrutamos de una nueva reconciliación con la naturaleza por su parte. Después del éxtasis, la mujer se nos muestra liberada del yugo de la razón y se presta a actuar con la liberación del poeta. Esa escena tan característica del director en la que la mujer se dispone desnuda a tomar un baño de luz de la tragedia inminente.
«Y así es en el mundo de la tragedia. Pero también en el mundo de la lírica griega. Embriaguez y canto; canto, panida, pánico, melancolía inmensa de vivir, de desgranar los instantes, uno a uno, para que pasen sin remedio. Y la muerte. La poesía no acepta la razón para morir; la razón como aquello que vence a la muerte. Para la poesía, a la muerte nada la vence, si no es, momentáneamente, el amor. Sólo el amor. Pero el amor desesperado, el amor que va irremisiblemente también, hacia la muerte». [1987; 33]
El amor enloquecido, «el poeta no teme a la nada» [1987; 23], el rechazo de la racionalidad a favor de la capacidad poiética, creadora, redentora debido a su incapacidad asimilada de comprender el mundo, pero muy capaz de recrearlo dentro de los estrechos límites de la tragedia a la que ya está abocada. Vueltos hacia la muerte, sólo nos redime su aceptación, la comprensión de que nada hay más allá de la posibilidad de una existencia que no tiene por qué ser comprendida por los márgenes de la racionalidad, exquisita, imposible. «El poeta no quiere salvarse; vive en la condenación y todavía más, la extiende, la ensancha, la ahonda. La poesía es realmente el infierno» [1987; 33], el motivo por el que Claire se desquicia ante la actitud y falta de razón de su hermana, en comunión con el apoteósico final que ella no podrá nunca aceptar.
3. Claire
Claire es la encarnación del filósofo en la filosofía de Zambrano, la racionalidad, el pensamiento que se extiende hasta los límites de la realidad tratando de darle un sentido a la tragedia. Esta, como lo que es, se muestra inaprehensible y va logrando que Claire, que se nos mostraba fría y dominadora de su espacio vital, vaya decayendo en una esperanza cada vez menos cercana, cada vez más rota por el caos que domina una realidad que la razón es incapaz de abarcar.
El filósofo toma «la razón como esperanza» [1987; 34], espera una salvación para la existencia como consecuencia lógica de la misma, apelando al sentido que tiene existir por mor de la fenomenología, del estar, del ser, y no al contrario, como sucedía con la hermana de Claire. El poeta espera que la existencia sea sin más, mientras que el filósofo le atribuye una razón óntica por encima de la simple ontología, por encima del mero existir. Pero lejos de la terminología gnoseológica, Claire simplemente reivindica lo que de humano tiene la existencia, la pregunta constante, la esperanza de que tenga un sentido, si no último, al menos sí originario. Por eso vemos en la película cómo su personaje va sufriendo un proceso de pérdida de sí misma, de alienación. Vaya, de salirse de sus casillas y pasar de una Claire excesivamente controladora, fría y racional a una mujer insegura tras el suicidio de su marido —al comprender la verdad del ser, de que van a morir— y finalmente a una aterrorizada niña que intercambia los roles con el pequeño Leo, que tiene otro papel diferente en la filosofía de Zambrano.
Claire sufre una degradación de personaje temido a personaje histérico al perder toda base sólida de sus creencias, de sus conocimientos, con el que el espectador se identifica al quedar sólo la esperanza. Se muestra humana, demasiado humana al principio, atenta a que «el poeta no parece un hombre, o si él es un hombre, entonces es el filósofo el que parece inhumano» [1987; 85], y al contrario; es Justine la que se humaniza al comprender que «el poeta se basta con hacer poesía —es decir, con vivir la existencia sin preguntarse por ella—, para existir; es la forma más pura de realización de la esencia humana». Casi la forma infantil de la inocencia, aunque un poco más allá, constreñida por la conciencia de plenitud finita.
4. Leo
Leo es el nexo de unión entre la filosofía y la poesía, entre las dos hermanas, hijo de Claire pero más apegado a su tía Justine por su carácter retraído y por lo parecido del carácter melancólico de la mujer a la inocencia del niño. Su creatividad es la única salvación posible de la destrucción, destrucción que saben inevitable, por lo tanto la salvación es inexistente si no es como aceptación del fin. No obstante, es esa creatividad donde se afirma su existencia, en la posibilidad del creativo, en el hecho en que «el poeta se afirma en su poesía» [1987; 84] o, en este caso, en la elucubración de un «refugio mágico» que los protegerá de la colisión del planeta.
Obviamente, los tres saben racionalmente que ese cono de palos no va a evitar su muerte, pero sólo la inocencia del niño y la angustia del poeta los protege de la indefensión que muestra la razón ante la finitud. Ahora bien, sólo el poeta encuentra la libertad plena de su existencia dado que acoge la angustia de la muerte entre sus brazos, como Baudelaire, como Kierkegaard, como Heidegger, Ortega y la propia María Zambrano. Sólo después de asimilar que la razón está igual de indefensa que la creatividad ante la muerte es cuando se puede explotar aquello que Nietzsche osó llamar voluntad de poder y que Zambrano destaca por encima de todo como el ansia de existir perenne en el ser humano.
Para ella, precisamente, no es en el comprender meramente la «vuelta hacia la muerte» del ser lo que encumbra la existencia como tal, sino el aprovechamiento de las posibilidades de la existencia dentro de su capacidad divina. La angustia por la existencia del poeta lo incita a crear, poiéticamente, desde la nada y de forma teológica, como un dios, con una voluntad solamente equiparable a la divina —salvando las distancias, no quisiera enzarzarme en una discusión por las diferencias entre lo divino y lo humano que la propia María Zambrano reconoce dentro de los parámetros ideológicos occidentales—.
No se trata de que ante la muerte el poeta reaccione imaginativamente creando un más bien torpe y absurdo «refugio mágico», sino de que reaccione. Ante la incomprensión Claire no puede hacer nada; Justine puede hacerlo todo, cosa que demuestra durante toda la primera parte de la película y cuya melancolía le lleva, en la segunda parte, a fusionarse con el planeta amenazante —porque sí, colisiona, ahí está la gracia de la película— en un acto de calma tan hórrido que el espectador tiembla.
«La poesía quiere la libertad para volver atrás, para reintegrarse al seno de donde saliera; quiere la conciencia y el saber para precisar lo entrevisto. Por eso es melancolía. Melancolía que borra en seguida la angustia. El poeta no vive propiamente en la angustia, sino en la melancolía.
Porque, habiendo retrocedido ante el poder de la libertad, la angustia desaparece. Desaparece cuando se anula el principio del poder y de la libertad o con otro nombre: la voluntad». [1987; 97]
5. Melancolía
Qué pueda haber de la filosofía de María Zambrano en Melancolía, de Lars von Trier, es algo que sólo el director, en un acto de voluntad, podría responder:
«La realidad es demasiado inagotable para que esté sometida a la justicia, justicia que no es sino violencia. Y la voluntad aun extrema esta violencia “natural” y la lleva a su último límite». [1987; 115]
Los extractos incluidos en el texto proceden de:
ZAMBRANO, María; Filosofía y poesía. Fondo de Cultura Económica, México-Madrid, 1987.
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