Cuando se menciona el cine de acción hongkonés persisten una serie de estereotipos más o menos promovidos por los propios autores. Ese retrato parece homogeneizar lo que en realidad es un género rico y variado, con diversas influencias, películas que dialogan entre sí o con las de otros países. Sin duda, señalaríamos a John Woo como el más popular de estos directores hongkoneses, un paradigma del autor que recoge influencias externas y termina creando un estilo propio objeto de imitaciones posteriores, que alcanza su cima de popularidad en EE.UU. y que diluye su status de culto con obras menos personales para ser –injustamente– despachado con desdén. Pero lo cierto es que Woo es sólo el más popular, la cabeza visible de una prolongada edad dorada de la acción hongkonesa en la que le siguen en popularidad tres nombres más: Tsui Hark, Johnnie To y Ringo Lam.
Lam es el objeto de este artículo, siendo, de esos cuatro, el que menos notoriedad ha alcanzado entre el público. Curiosamente, su estilo es menos estilizado que el de sus compañeros: el cine de Lam es seco, nervioso y brutal. Si bien mantiene la constante de esa elegancia visual de la violencia, esta se debe más al movimiento interno del plano que a los movimientos de cámara, sin dejarse llevar en exceso por las coreografías enrevesadas. En las imágenes de sus películas hay una búsqueda de la fisicidad del plano, una tactilvisión donde el detalle aporta mayor sensorialidad: lluvia, barro, humo, polvo. Las lágrimas y el sudor son tan frecuentes como la sangre, que no salpica, sino que brota, o simplemente, mancha.
Cuando a Jean-Claude Van Damme –en adelante JCVD– le preguntaron por su trabajo con Ringo Lam, este contestó que lo que más destacaba de su director era la devoción por el trabajo y el equipo. Una integridad propia que Lam mantiene constante en todo su cine, rara vez desviado de sus inquietudes. Estilizado pero energético, Lam es un autor cuyas películas pueden definirse por su crudeza. Podríamos trazar un mapa general del cine de Lam, caracterizado por la decadencia de sus personajes, que descubren poco a poco su lado más oscuro; las rencillas de las amistades masculinas, los triángulos amorosos, la mezcla de géneros y la necesidad de corporeizar los conflictos internos.
Ya desde su debut en la dirección, Esprit d’amour (Yam yeung choh, 1983) Lam deja su impronta. La primera secuencia de esta comedia romántica muestra una danza que retoma cierto tono del cine clásico de terror y lo transforma en un ejercicio de baile, donde la amenaza toma cuerpo. Aún sin despegarse de cierto estilo amable, la historia de este inspector de seguros que se encuentra con el fantasma de una chica resulta sórdida y oscura, pero también bella, no ajena a la flexibilidad de las screwball comedies a las que mira de reojo en todo momento. La película se contagia de la personalidad de su protagonista: impulsivo, infantil, incapaz de asumir las responsabilidades y soñador; poco a poco va cayendo en las redes del fantasma femenino, igual de juguetona y descarada, desvelando una morbosa relación. La tercera en discordia, la prometida del inspector, completa el triángulo amoroso.
Todos los prejuicios que pueda generar un debut tan alejado de la imagen que Lam proyectaría internacionalmente se disipan al ver cómo maneja brillantemente atmósferas y tonos, intercambiando humor y terror con costumbrismo y emotividad. Puede que su aparente debilidad no suponga un aliciente para colocarlo entre lo mejor de Lam, y el hecho de que la autoría de la película sea discutible es un punto negro que afecta al ritmo; pero conviene aguantar hasta los últimos minutos, donde la película revela todas sus cartas en un emocionante final.
Su siguiente trabajo, The other side of a gentleman (Gwan ji ho kau, 1984) no se saldaría tan positivamente: impersonal y estúpida hasta el sonrojo, un subproducto vacío que resulta totalmente insoportable durante la mayor parte de su metraje. La culpa de esto se ciñe a un concepto de la comedia más propia de alguna infame película de Parchís; un infantilismo que inunda todos los aspectos de la película, partiendo de un vestuario digno de una chirigota y sobreactuaciones sin mesura. Su aire yeyé forma una película de analfabetismo emocional donde Romeo y Julieta se convierten en protagonistas de una comedia pedorra y almibarada hasta el extremo. Eso sí, la película aún guarda un as bajo la manga, unos quince minutos finales que incluyen una persecución automovilística y un barroco desenlace que por infame resulta hasta notable.
De un modo similar, esos extraños cambios de tono se repiten en Cupid one (Oi san yat ho, 1985), una screwball comedy mucho más clásica sobre un romance entre la hija de un rico empresario y el hijo de uno de los empleados de su padre. Una serie de enrevesados equívocos en una fiesta de compromiso lleva a la incidental pareja a un viaje en yate hasta Tailandia. Aunque resulta tan plana como cabría esperarse, Lam se recrea en cierto erotismo casual que marca la actitud de la protagonista como una mujer burguesa y ceñida a las apariencias, incapaz de dejar a relucir sus sentimientos. Con clara influencia de Insólita aventura de verano (Travolti da un insolito destino nell’azzurro mare d’agosto, Lina Wertmüller, 1974) –la misma película que Guy Ritchie reharía en Barridos por la marea (Swept away, 2002)–, Lam aún no es capaz de encontrar resquicios para su personalidad, pese a que este era entonces su trabajo más libre.
Para rematar su etapa de trabajos de encargo, nos encontramos con una película de transición. Un medio de riesgo nulo que permite traer a Lam al terreno en el que más cómodo se sentirá: el thriller. Aces go places 4 (Zuijia paidang zhi qianli jiu chaipo, 1986) es la cuarta entrega de una exitosa saga de parodia de los éxitos del cine de acción, que en manos de Lam se convierte en la entrega más violenta de la saga. Con la excusa de los tics más baratos de James Bond, Lam tiene oportunidad de lucir sus habilidades técnicas en el despliegue de persecuciones y peleas, que se suceden con mejor fortuna que las secuencias cómicas. Aquí se pueden dar las primeras muestras de la fisicidad presente en los posteriores trabajos de Lam, pero resulta bastante diluido entre el enorme peso de la saga cómica que lo acoge; ese realismo inusual trae consigo una abismal diferencia con la escasa entrega de sus protagonistas –más preocupados por las cucamonas que por la coherencia– y propicia que escenas pretendidamente inofensivas –la caída del niño desde lo alto de un edificio– se tornen más angustiosas de lo debido. Sería el año siguiente cuando Lam encontraría por fin su auténtica independencia como autor.
Desgraciadamente más popular por injustas comparaciones con Reservoir Dogs (Quentin Tarantino, 1992) que por méritos propios, City on fire (Lung fu fong wan, 1987) supone uno de los grandes éxitos de Lam como director y la marca de estilo que se extenderá por toda su filmografía. Ya desde su primera secuencia, un desgarrador asesinato que deriva a una aparición policial marcada por el humor negro y el nihilismo, hablamos de un director que escupe, con una sonrisa en los labios, todo su cinismo. La misma sonrisa que comparte Chow Yun Fat – compañero de estudios de Lam y un icono cinematográfico sin discusión– en el papel que le consagró definitivamente tras las no menos geniales El cartero ataca de nuevo (Xun cheng ma, Ronny Yu, 1982) y Un mañana mejor (Ying hung boon sik, John Woo, 1986). Ese tono pícaro y sufrido de su personaje, que se va oscureciendo y cargando de odio, empapa la película y sus posteriores colaboraciones con Lam.
Con un ritmo incansable, el infernal primer atraco es un ejemplo de tensión y realismo donde el caos se apodera de la pantalla y el toque nervioso de su realizador la sobrepasa. Las odiosas comparaciones con el debut oficial de Tarantino sacan a relucir las diferencias de tono y forma entre ambas películas, empezando por ese cementerio donde Chow es cacheado y tropieza con un cadáver, en oposición a los ataúdes que pueblan el local donde Tim Roth se desangra. Dos maneras de expresar la amenaza que se cierne sobre sus personajes.
Un viaje sin salida. El monumental cruce de disparos final es digno de ser apreciado como uno de los más tensos y rabiosos del cine, adquiriendo el halo épico de un western de Howard Hawks, y dejando para el recuerdo uno de sus mejores trabajos.
Conviene romper la cronología de esta crónica para tratar simultáneamente Prisión en llamas (Gaam yuk fung wan, 1987) y Prisión en llamas II (Gaam yuk fung wan II: to faan, 1991) como un único texto. La amistad masculina vuelve a repetirse en este inseparable díptico, donde volvió a contar con Chow de protagonista. Menos fatalista pero igual de agresivo, Lam hace de las dos películas un juego de espejos donde Tim (Chow) pasa de ser el compañero veterano a ser el novato de la nueva prisión, creando simetrías en ambas películas para mostrar la degeneración a la que somete tan ufano personaje.
Tim, huérfano de madre y padre ausente, es un protagonista inolvidable que primero se nos muestra como un pícaro y poco a poco pierde su posición privilegiada y amable. Su rebeldía se va apagando hasta convertirlo en un conformista, la lucha se vuelve un acto reflejo de supervivencia, puro instinto, y Tim, poco a poco, se transforma en un animal rabioso. Su posición de inferioridad le lleva a tomar medidas desesperadas; pasando de ser la víctima de un enfrentamiento individual –en la primera entrega, contra un guardia en concreto– a enfrentarse a grupos: las pugnas en la cárcel entre tríadas y, de nuevo, un guardia, comandando en la sombra.
Cuando en la segunda entrega Tim consigue huir de la cárcel para pasar una breve tarde con su hijo, Lam dedica un hermoso momento al personaje de Chow, contemplando como el niño vive en el orfanato con la misma desidia que el padre en su prisión. Las alucinaciones por el aislamiento y el descenso a la locura marcan constantemente al personaje.
Tras encadenar dos grandes éxitos seguidos, School on fire (Xue xiao feng yun, 1988) fue un primer tropezón. La imagen idealizada de las tríadas, unida a un hiperrealismo un tanto sensacionalista, convertía la película en una bomba de relojería: un producto sumamente hostil para el espectador pero demasiado estilizado para quien busque realismo documental. La historia de una adolescente atrapada como testigo de un ajuste de cuentas desprende ira y tensión. La violencia y la sexualidad que predominan en esta clase de películas disparan todas las alarmas cuando el eje se sostiene sobre una adolescente. El chantaje de las tríadas y la presión social se unen a los habituales terrores de la adolescencia y crean una obra profundamente incómoda. Un coming-to-age que deriva, una vez más, a la conducta insana de la protagonista, aquí representada con un incendio en la escuela que hace literal el título. Lam desgrana la violencia interior de la sociedad, revelando poco a poco un retrato sin concesiones que puede llegar a irritar por desagradable. Aunque mantiene una imagen estilizada –locales nocturnos inundados de neón, peleas callejeras cuidadosamente sangrientas– es quizás su obra más realista, bordeando un estilo documental y objetivo, con mucho uso de planos abiertos en ambientes asfixiantes.
Lam buscó en su siguiente proyecto algo más seguro, contando de nuevo con Chow Yun Fat y partiendo de material ajeno. Poca gente sabe que Wild search (Ban wo chuang tian ya, 1989) es un remake de Único testigo (Witness, Peter Weir, 1985). Una película indudablemente más amable –tanto en comparación con la original como dentro de la filmografía de Lam– que pese a alejarse de los ambientes urbanos y asfixiantes del cine hongkonés no crea tantos contrastes como la película de Weir. El resultado es costumbrista, pero mucho menos idealizado de lo que cabría esperarse, encontrando en un estilo casi documental un tono homogéneo y sencillo.
Más un drama romántico que un film de acción, la tensión se disipa a favor de la construcción de unos personajes verosímiles, un retrato del amor que surge entre Chow y la tía de la niña a la que protege, interpretada por Cherie Chung. Eso no evita que la película no contenga algo de la violencia seca de Lam, pero no es esencialmente una película de acción. El ambiente rural, formado por múltiples texturas que dotan al romance de una dimensión prosaica pero de cierto encanto. El fuego, protagonista del enfrentamiento final, marca todas las tensiones con las que Lam culmina su relato.
Uno de los mayores errores de Lam sería Hong Kong war (Sing chin fung wan, 1990), película de gran presupuesto que pretendía ser su gran salto internacional. Un atentado contra el embajador norteamericano en Polonia lleva a los terroristas que lo han cometido a refugiarse en Hong Kong, para seguir con su plan de atentar contra una conferencia internacional; la alianza entre Redner, un agente de la CIA y el inspector Bong se hará necesaria para detenerlos. A partir de aquí, aunque las secuencias de acción son impactantes y crueles –arrancando con una masacre en un bautizo a cargo de un par de monjas– también resultan tan artríticas y artificiales como el resto de la película, donde Lam apenas se deja ver con la fuerza imparable de sus anteriores trabajos. Una película apática, que nunca termina de salir del estereotipo y que ha quedado completamente anacrónica, hasta extremos casi ridículos.
Puede que algún homenaje nada disimulado a Hitchcock provoque la sensación de estar ante una película eficaz, pero resulta muy difícil empatizar con su trama de buddy movie y ese tono aséptico e internacional, más propio de las novelas petardas de Tom Clancy. El punto más destacable de la película es su evidente influencia en el gran éxito de Jackie Chan en EEUU, Hora punta (Rush hour, Brett Ratner, 1998) y posteriores secuelas, especialmente en la repetición de una pelea colgante desde un andamio de bambú.
Touch and go (Yi chu yi fa, 1991) es una de las películas más oscuras de la gran estrella Sammo Hung –conocido popularmente en España por la serie televisiva Martial Law (1998 - 2000)– que renuncia a parte de su humor por un thriller hongkonés más al uso. Sin ser el enorme despliegue de artes marciales que un experimentado actor como Hung merece, resulta de lo más apropiado para una película que hace de su entrañable protagonista, Fat Goose, un inútil metido en algo que le viene grande. Se podría decir que el pulso entre estrella y director lo gana Lam, optando por una película menos exhibicionista dentro la amplia y potente filmografía de Hung, pero desaprovechando el talento de este en un función de algo más convencional que, sin embargo, vuelve a mostrar su compromiso estilístico a la hora de recrear lo más fielmente posible golpes, caídas, persecuciones motorizadas e inconvenientes varios, retomando sus imágenes de fuego y lluvia para una película sobre luces y sombras de una sociedad corrupta.
Recuperado gracias a la cobertura de Prisión en llamas II, Twin dragons (Shuang long hui, 1992) nace como un proyecto de puro lucimiento para Jackie Chan, aquí por partida doble. La sensación de estar ante un trabajo que hace aguas parte ya desde que la duplicación de Jackie Chan no multiplica el despliegue de habilidades del artista, dejando a uno de los gemelos que interpreta como un negado para la lucha. Así, la película solo encuentra breves secuencias de acción antes del clímax, y se dispersa en enredos sexuales de extrema inocencia, muy lejos de los logros de Esprit d’amour. Dirigida a cuatro manos con Tsui Hark, la película parece neutralizar sus arrasadoras personalidades para plegarse a uno de los productos más blandos de Chan, que aún tendría que regalarnos obras mucho más alocadas como City Hunter (Sing si lip yan, Wong Jin, 1993). Sólo una espectacular y continuada secuencia de clímax, entre un puerto y una empresa de seguridad automovilística –de consecuencias tan previsibles como hilarantes– consigue devolver espectacularidad al producto.
Pero su verdadero gran éxito internacional llegaría con Contacto total (Xia dao gao fei, 1993), película que puso toda su excelencia sobre la mesa. De tono mucho más preciosista y macarra que School on fire, el erotismo y la violencia se disparan de un modo más festivo de lo habitual. El gran uso del color que transforma Hong Kong en una gigantesca urbe de neón, humo y lluvia, le dan a la película ese mismo tono propio del comic que podría tener su simetría en occidente con la genial Calles de fuego (Streets of fire, Walter Hill, 1984). Es también una de sus películas más masculinas, entre los que se incluye una nada velada misoginia, más narrativa que ideológica. Una obra extrema y con un gran ritmo que supone uno de sus mayores logros estilísticos, dos imágenes por encima de todo: la insistencia en el contraste del fuego y la lluvia para reflejar los duelos finales y un tiroteo donde la cámara se sitúa en el punto de vista de la bala, recurso muy imitado posteriormente.
Nada hacía esperarse que su próximo paso fuese un remake de un wuxia. Burning Paradise in hell (Huo shao hong lian si, 1994) es una refrescante película, originalmente pensada para Tsui Hark –que delegó como productor– y a mayor gloria de las acrobacias de Willie Chi en el papel de un personaje clásico del folclore chino, el monje Fong Sai-Juk. Aunque el arranque da a entender que se trata de una película de aventuras inocente, puntuada con humor escatológico de trazo grueso, el cambio de tono que Lam maneja lo transforma en una lucha espiritual que tiene su reflejo en el interior de un templo subterráneo, donde se desarrolla la mayor parte de la película. Así, lo que en un principio podría parecer próximo a la ligereza de La fortaleza escondida (Kakushi-toride no san-akunin, Akira Kurosawa, 1958) pronto deriva a un misticismo propio de la saga de videojuegos Final Fantasy: espadas desproporcionadamente grandes, batallas espirituales contra imperios del mal y acumulación de compañeros de aventuras por grutas llenas de enemigos.
El continuo cruce de trampas y villanos fumanchescos dan un equilibrio entre el tono macabro pero exótico que asociamos a Conan el bárbaro (Conan the barbarían, John Milius, 1982) y el desenfadado desparpajo de Golpe en la pequeña China (Big trouble in Little China, John Carpenter, 1986) con la que comparte mismos referentes del cine popular, siendo entre ellos el más evidente –exceptuando, claro, la película de la que es remake– Master of the flying guillotine (Du bi quan wang da po xue di zi, Wang Yu, 1976). Hoy, esta película contrasta con aire desafiante a los ejercicios más mansos de Ang Lee –Tigre y dragón (Wo hu cang long, 2000 – o el Zhang Yimou de Hero (Ying xiong, 2002), La casa de las dagas voladoras (Shi mian mai fu, 2004) o La maldición de la flor dorada (Man cheng jin dai huang jin jia, 2006) con su trascendencia esteticista. Burning Paradise in hell devuelve a las artes marciales su tono mutante, derivado de las competiciones de estilos de lucha que imbuyen a toda la planificación visual con su espíritu.
Posteriormente estrenó Los aventureros (Da mao xian jia, 1995), que supone una de sus películas más ambiciosas, funcionando mejor en sus momentos íntimos y tensos –aquellos que desarrollan mejor el triángulo amoroso y la trama de cine negro– y que se diluye en un extremo y descabezado, aunque impactante, clímax final que pretende abarcar demasiado. El personaje protagonista recae en Andy Lau, para su único lucimiento. Desde un inicio, Lam deja su impronta en la película con la aparición de un cadáver ante el infante protagonista, que encuentra en la aviación la imagen perfecta de la huída del hogar y por tanto, de la huida de la mortalidad, la putrefacción y en resumen, de la guerra. Sin embargo, su destino queda ligado a la sangre y a la obsesión por la muerte, una obsesión que tiene en la aviación su manera de entender la trascendencia, un modo literal de elevarse a los cielos. Lo que podría haber sido una herencia estilística de Top Gun. Ídolos del aire (Top gun, Tony Scott, 1986) va convirtiéndose en un complejo entramado personal, donde las lealtades divididas son una puesta a prueba de la división interna del personaje.
Enamorado por un lado de la hija del hombre del que se pretende vengar, y por otro preso de los encantamientos de la mujer de este, una femme fatale a la vieja usanza; Lau construye un personaje contradictorio, a veces desagradable y a veces empático. Quizás una de las mejores escenas sea aquella en la que Lau ayuda a la chica “secuestrada” dejándole primero su chaqueta para cubrirse del frío, y posteriormente quitándose las botas cuando ella camina descalza sobre la hierba. Un momento donde su personaje no percibe la catarsis, pero que el espectador atento reconoce como el impulso interno del protagonista por encontrar protección y reconciliarse con sus raíces rurales, como finalmente ocurre en la secuencia final. El personaje de Lau busca poder perdonar y después, una vez ha pecado, busca ser perdonado. Cuando ya no puede definirse a través de otros, cuando ya no tiene nuevos objetivos ni deseos, todo se equilibra en su vida y la violencia desaparece para dar lugar a la serenidad; una clara influencia budista que aboga por la sencillez y la paz de espíritu.
Era hora de que llegase su desembarco norteamericano, siguiendo la estela de sus compañeros y la ola de cine de acción de finales de los ochenta y los noventa que estaba entregando los mejores resultados entre el blockbuster estadounidense. Lam llegó apadrinado por el capricho de una de las grandes estrellas del momento, JCVD, para una de las películas más ambiciosas del gimnasta belga. Al límite del riesgo (Maximum risk, 1996) es el ejemplo perfecto de la particular carrera de JCVD que le separa de otras estrellas de acción con querencia al material de consumo doméstico: se trata de una película que consigue compatibilizar sus escenas de acción no como mera excusa si no como verdadero avance narrativo, y con exigencias muy duras a nivel interpretativo y no solo coreográfico. JCVD ha sabido buscar autores interesantes y proyectos alejados de lo esperable, evitando repetirse y regalándonos, como es el caso, pequeñas joyas para los amantes del género.
Combinando lo mejor de la crudeza de Lam con las aspiraciones artísticas de JCVD, esta trepidante historia de un policía europeo sustituyendo a su difunto hermano gemelo para investigar a la mafia rusa del barrio de Little Odessa, se convierte en un cuento de detectives a la vieja usanza y magistralmente dirigido. Un film noir en toda regla puntuado con lirismo y patadas secas. Una de las obras más sentidas en las filmografías tanto del director y su actor, la relación que el personaje de JCVD establece con el hermano que nunca llega a conocer abraza toda la película, creando una extraña sensación acogedora que contrasta fuertemente con la hostilidad que rodea al protagonista. Ese camino a los infiernos que emprende JCVD parece, en efecto, una vuelta al hogar, a un hogar que desconocía pero que está esperando por él, para que tome el lugar de su hermano como legítima herencia. Esa presencia constante pero apenas insinuada es un efecto que el cinéfilo reconocerá de cumbres como Rebeca (Rebecca, Alfred Hitchcock, 1940) o Laura (Otto Preminger, 1944).
Quizás una buena muestra del extraño producto que aquí se nos presenta es el personaje del taxista, un sidekick de JCVD que acompaña al héroe con la excusa de buscar aventura, una aventura que pueda servirle de inspiración para sus aspiraciones artísticas, y que cita a Hemingway para describir esa visceralidad que emana de las calles de Nueva York y que Lam se esfuerza en retratar. Los paisajes europeos que abren y cierran el relato con menos detalles y más luminosos, dotan a Nueva York de ese mismo aire onírico que tiene Hong Kong, como gran metrópolis híbrida y tortuoso reflejo de los personajes que la pueblan. El magnífico clímax nos recuerda el tour de force de Twin dragons, aunque ahora mucho mejor perfilado y con un impecable enfrentamiento final motosierra en ristre.
Encadenando su buena racha, Full alert (Go da gaai bei, 1997) fue su siguiente trabajo y uno de los más celebrados entre sus acérrimos defensores. Demencial y sádico relato que en un principio parece heredero de la truculencia de Se7en (David Fincher, 1995), la descripción psicológica del protagonista se sitúa por encima de una enrevesada trama que pasa a un segundo y casi anecdótico plano. Con un tono más pausado de lo habitual, la película mantiene esa dimensión trágica que hoy le adjudicamos por defecto al thriller coreano actual que tan buen recibimiento tiene entre público entregado y la crítica más severa. Sin embargo, y pese a su magistral final –que no desvelaremos aquí– es difícil encontrarla en el canon del cinéfilo medio.
Con Full alert tan reciente, The suspect (Jidu zhongfan, 1998) no contentó demasiado. Se trataba de una película pequeña y austera –si es que se puede llamar así a una película donde atentados con bazooka y helicópteros disparando desde el cielo campan a sus anchas– que resultaba mucho más compacta a cuenta de ser excesivamente académica. Con un pulso propio de Hitchcock, la carrera de Don Lee, un ex convicto acusado injustamente de un asesinato político, esquiva policías, tríadas y le da tiempo para encandilar a una reportera. Un perfecto trabajo de ritmo y narración, no exento de carga erótica, pero con una frialdad impropia de Lam.
Una vez más, los compañeros, las lealtades y traiciones de amigos, vuelven a ser el eje de la historia. Una película que mantiene siempre el tono y gana cierta tensión emocional, pero que no tiene el impacto de otros personajes de Lam. Un ejercicio brillante en lo formal pero sin que la relación entre Lee y su compañero traidor, Max, consiga trascender de lo verbalizado. Una sentida secuencia entre las paredes de sendas celdas es el paradigma de la película: una cinta hongkonesa, de ambientación filipina, que de pronto adopta los modales de un Bresson monocorde y un pragmatismo excesivo.
Con Victim (Muk lau hung gwon, 2001) vuelve el Lam más puro, una trama policíaca protagonizada por Tony Leung como el inspector Pit, investigando el atropello de un guarda de seguridad de un parking. Poco a poco la investigación va dejando más cabos sueltos y ahondando más en una serie de secuestros y en una posible conexión con fuerzas del más allá. La tensión se multiplica en la pormenorizada descripción de un hotel encantado, algo que podría haber derivado en el tópico más gastado pero que Lam maneja con suma delicadeza. Los suaves y continuos movimientos de cámara dan a su habitual realismo de la puesta en escena un aire fantasmagórico y etéreo. Aunque un tanto confusa en su final, su tono calmado y serio se agradece por la valentía que supone relatar una historia que, en otras manos, sin duda habría caído en el ridículo más espantoso.
Replicant (2001), segunda colaboración de Lam con JCVD, es una película que puede despacharse con cierto reduccionismo: elementos de ciencia ficción apenas esbozados, como excusa para secuencias de acción. Es inevitable traer a la mente Cara a cara (Face/off, John Woo, 1997) o Double Team (Tsui Hark, 1997) donde la personalidad de los compañeros de Lam se manifestaba sin ataduras, con la pureza de sus manierismos. En comparación, Replicant resulta mucho menos estimulante y no deja que salga a la superficie toda la compleja personalidad de su autor.
Una muy angustiante secuencia inicial en un garaje nos pone en la situación de Jake Riley (Michael Rooker), cuya cuenta pendiente con un psycho killer interpretado por JCVD le impide hacerse cargo de su jubilación. Un arranque fordiano que evidencia el enorme peso que recae sobre Rooker como verdadero protagonista, aún cuando la estrella interpreta el doble papel del asesino y su clon prematuro. La película en ningún momento pretende justificarse ante su poca trama, dejando un par de secuencias en las que Riley habla de los peligros que clonar a un asesino puede suponer, mientras el agente de turno se excusa en que un caso especial requiere medidas extraordinarias. A partir de ahí, la figura duplicada de JCVD deja poco espacio para su exhibición de habilidades, a no ser por las breves secuencias de acción de rigor –poco espectacularizadas para lo que nos tiene acostumbrados– y una secuencia de montaje que, lejos de un entrenamiento, se convierte en una secuencia de aprendizaje.
Esa relegación de protagonismo de JCVD trae un estilo más pausado de lo habitual. Embarcados estrella y director en un clásico relato de pez fuera del agua, no tardan en aparecer esas heridas del alma que Lam materializa en su villano: los asesinatos suponen una catártica venganza contra el trauma de una madre abusiva. Poco a poco, la relación entre Riley y el clon se asemeja a la de una figura paterna, situación que llega a verbalizarse en el clímax. Esto último y otros momentos, como los inicios balbuceantes del clon o el encuentro con una prostituta, suponen los momentos más ridículos de una película claramente fallida. No obstante, Lam encuentra momentos para la poesía, como el descubrimiento de la lluvia por parte del clon y su paseo final, donde el goteo le trae a la memoria sus propias sensaciones, su libertad e independencia bien ganada; una de las más contundentes metáforas narrativas de cuantas ha articulado Lam.
Looking for mr. Perfect (Kei fung dik sau, 2003) era, a estas alturas, un punto extraño en la carrera de Lam. Una película amable e insustancial que pretende combinar sus dos facetas: sus primerizas comedias románticas y enredos screwball, con su tono de thriller hiperrealista; todo ello, sin dejarse llevar en ningún momento por esa exquisita construcción de personajes y espacios psicológicos que hacen su cine tan particular. Aún con una planificación muy maliciosa, que busca cierto tono de erotismo naif, se trata de una historia anacrónica y tópica propia de un sainete, donde las confusiones entre una policía encubierta y el hombre que la espía por su relación con un contratista de armas son la excusa para un retrato blando de unas vacaciones en Malasia. Aun así, algunos momentos deja ver que algo se deja ver del talento de Lam, como la relación unidireccional que establece la pareja protagonista a través de la cámara que él utiliza para espiarla y que propicia que ambos se despierten casi simultáneamente en medio de la noche. Por otro lado, el dinamismo de sus escenas de acción es algo que probablemente esperaríamos de un virtuoso como Hark dada la limpieza de su ejecución, pero se saldan como los momentos más logrados de toda la película.
Salvaje (In hell, 2003), su tercera, y hasta la fecha última, participación con JCVD parece una vuelta a los condicionantes que propiciaron el éxito de su díptico Prisión en llamas, pero pronto se muestra como su película más enfermiza. El descenso a la locura que progresivamente consumía al personaje de Chow Yun Fat aquí es casi instantáneo. JCVD busca priorizar sus dotes actorales por encima de las escenas de acción, mucho menos glamurosas de lo habitual; y Lam coincide buscando un producto más dramático para su actor. Sin embargo, una música horrible y diálogos redundantes taladran los oídos constantemente, siendo un producto bastante fallido y con tendencia a la metáfora más cursi. Algunas transiciones ingeniosas, como una fotografía que sirve de plataforma para un flashback, demuestran el pulso de Lam como director, pero la película no consigue mantenerse en pie, quedando muy alejada del recuerdo de mejores trabajos del belga, como la particular Libertad para morir (Death warrant, Deran Serafian, 1990).
Tres de los directores más relevantes del cine hongkonés (Johnnie To, Ringo Lam y Tsui Hark) se daban cita en Triangle (Tie saam gok, 2007) para materializar la idea original del último de ellos. Un cadáver exquisito donde nunca se especifica a que parte corresponde el trabajo de cada uno de ellos pero que resulta sumamente identificable: el confuso y asfixiante primer acto lleva el nombre de Hark, el tercer acto contiene los virtuosismos y humor negro de To, y por supuesto, el punto más bajo del relato, el conflicto, viene firmado por Lam, que aprovecha el momento para devolver dos de sus constantes más reconocibles: la violencia seca y los triángulos amorosos. Lam es de los tres quién más relegado queda, siendo To el que sale mejor parado con su excelente final y Hark quien aporta el escenario y premisa, así como su mediático nombre.
Desde entonces, Ringo Lam se encuentra inactivo. Resulta curioso ver cómo su cine –o al menos aquel que conforma su corpus autoral– ha ido perdiendo relevancia a medida que evolucionaban las tendencias. De ser uno de los pioneros con City on fire y alcanzar el éxito internacional con Al límite del riesgo, su fama se ha ido diluyendo bajo el peso de sus más mediáticos compañeros. Su nombre no está asociado al poder icónico y a la innovación que su cine desprende en todo momento y probablemente será así por mucho tiempo. Lam es el paradigma de esa clase de autores que parecen condenados a ser considerados meros artesanos por no bramar –justo como es tan habitual hoy en día– su etiqueta de visionario, etiqueta que, sin duda, merece con todos los honores.