Mimosas: Indoblegada sumisión | Marta M. Mata



Mimosas | Oliver Laxe

Pum, pum, pum, pum, pum, pum
Una oración es una proyección para
el futuro que queremos presente
en el espejo de la piel porosa del alma,

que es la que queda bajo el espíritu
hálito o respiro. ¿No la oyes?
Pum, pum, pum, pum, pum, pum



Toda película tiene su pulso y su espectador, e incluso el cine más desalmado y monofórmico (1) puede ocupar en el alma el espacio y tiempo de varios fotogramas. Quizá también el de algunas palabras. El espectador de Mimosas (2016) se dispone, sin saberlo, a caminar la senda trazada por un escéptico con una profunda cicatriz que puede llegar a reconocer como suya. Transita por una obra dual, que le llega tanto por el cerebro, como por la porosidad de sus imágenes, en lo que su propio director ha descrito como la intención de establecer un dualismo entre exoterismo (lo directamente sensible, el aquí y ahora de las tomas, la piel del relato) y esoterismo (la geometría espiritual de las imágenes, lo inefable, lo que respira bajo las cosas) (2). 


Cuando vi Mimosas salí con la sensación de haber visto algo en su fantasma, pero de no haber comprendido mucho. Me habían sido transferidas una serie de imágenes y gestos que me habitarían y no abandonarían. Y a pesar del peligro que su interpretación entraña, no he podido menos que lanzarme a escribir este texto.


Oliver Laxe, estandarte de eso que se ha venido a llamar Novo cinema galego, ya había conseguido conquistar el festival de Cannes con su primer filme Todos sois capitanes (Todes vós sodes capitáns, 2010), una película que nace de un torrente documental y acaba en un charco de ficción, en la que el propio director es echado del filme, aunque en realidad en ningún momento lo abandona, pues, aunque destituido como personaje, sigue siendo el enunciador. En Capitanes los sujetos de representación, aunque captados en sus rasgos fotogénicos, quedan por debajo del dispositivo. Si bien el filme constituye una invitación a fijarnos en la manera de mirar de unos niños tangerinos en riesgo de exclusión social, su mirada queda supeditada a la del realizador, quien asume conscientemente la posición de cineasta poscolonial y los deja siendo capitanes de nada, al servicio de su propio ego.


Afortunadamente esto no ocurre en Mimosas, rodada en película de 16mm y construida en base a una puesta en escena de ficción y preproducida y estructurada como tal, aunque no de una forma totalmente convencional. Como argumenta Laxe, él nunca sabe hacer sus películas. Con ella sigue profundizando en Marruecos, ayudado de actores que son modelos tomados de la vida (3) (no profesionales). El filme, rodado en  dāriya (árabe), con bereberes, en los territorios inexpugnables del Atlas, se rueda en paralelo a The Sky Trembles and the Earth is afraid and the Two eyes are not brothers (Ben Rivers, 2016), producción de no-ficción en la que se recoge con cierta distancia el rodaje de Mimosas y en la que Oliver Laxe actúa como un director que abandona su propio set, como ya había hecho en Capitanes, y que es agredido por sus propios objetos de filmación, en un ejercicio poscolonial de naturaleza sospechosa.



Un camino por las montañas


Cuando como extranjero se viaja al Atlas se siente una especie de asombro contradictorio, el de sentirse solo y pequeño, de saber que se está ante una cadena montañosa que tiene tanto tiempo que no tiene tiempo, donde los ritmos de vida son distintos. Ese tiempo se ve reflejado en la película, en la que dos mundos, y casi podríamos decir, dos realidades o tiempos distintos, se intersectan.


Mimosas ha sido definida como un western con alma, pero sus escenarios no están al oeste. Tampoco se trata de Oriente tal y como dicen las gentes, por más que el exotismo colonialista nos lo susurre al oído. Marruecos es nuestro sur, además del reflejo de lo que una vez fuimos. Del género cinematográfico, la película incorpora una dimensión moral en su relato (que no ahonda ni en la psicología ni en la historia de sus personajes, pues no lo necesita) bajo la forma de una peripecia guiada por el honor y la búsqueda, en unos territorios donde los bandidos (equiparados a los obstáculos de la vida) acechan.


El principio casi siempre contiene el final. El filme se abre con la imagen de una puerta que quizá no lleguemos a cruzar: un mural que bien podría ser trasunto (4) de la tan ansiada Sijilmasa, lugar en el que el cheikh de una caravana en el Atlas se dirige a morir. El anciano decide no obstante que el entorno del Lac Ifni será “un buen lugar para una siesta” y su muerte se convierte en el incidente desencadenante de la trama cuando un pillo llamado Ahmed asegura conocer un camino por las montañas para transportar su cadáver, cuando en realidad lo desconoce.


Debido a su planteamiento dual de base, aparecen en Mimosas dos cartografías unidas por una suerte de espacio poroso e intersticial. Con ambos espacios, el cineasta resalta el choque entre tradición y modernidad existente en el país africano, en continua transformación, y lo aprovecha para provocar un cierto extrañamiento en su audiencia, incapaz de enclavar la película en un tiempo concreto, puesto que está llena de anacronismos.


El primer espacio es el de las montañas. En ellas el tiempo parece corresponderse con el de una tradición pretérita (por los ritmos y los ropajes de los personajes, que usan chilabas, turbantes). En esta naturaleza agreste, el ser humano vive a merced de los elementos, que modulan su propia capacidad de actuación (el frío, la falta de caminos, las corrientes de agua difíciles de atravesar). En las montañas el silencio se intercala con sonidos físicos del camino (las pisadas, sonidos ambientes) que generan una melodía.


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El otro espacio es el de la ciudad, que podría corresponderse con la modernidad y forma parte de un tiempo con una lógica diferente. En este entorno aparecen los taxis y se desenvuelven unos personajes vestidos con ropa moderna. La ciudad queda aquí desprovista de su ajetreo, poblada por figuras en su mayoría masculinas que se pelean por prestar un servicio de mensajería del alma (Recuerda a Dios).


Como espacio intersticial o de transición, una carretera en un paisaje de tierra, por la que circulan más taxis, una suerte de motores sagrados (como los del cine, si nos acordamos de la película de Léos Carax) que ponen en marcha el mecanismo de la fe. Aquí el tiempo a veces va al revés (como en ese plano del taxi reproducido hacia atrás después de que el cadáver del cheikh sea arrastrado por la corriente en la montaña).


La transición entre ambos mundos es apoyada de forma sinestésica por algunas notas del tema Sinai (de Om), que indica las transmisiones entre un mundo y otro y acompaña a los planos de Shakib.


Este es el intermundo (5) que habitará Ahmed en el momento en que su dolor provoque una ascensión al mundo habitado por las almas de los que ya no están (ese Saïd rezando después de muerto), rompiendo con la lógica narrativa del relato e insertándose a través de imágenes referenciales en el limbo de las formas sutiles, como en el Barzaj (“istmo o estado intermedio como puente entre dos mundos, donde las imágenes están dotadas de una corporalidad sutil” [6]). A este mundo podría pertenecer la propia Sijilmasa, como proyección de un deseo inalcanzable, un destino al que tender.


El trasvase entre una realidad y otra está marcado por la piel del relato, en la medida en que, por un lado, Shakib es traído por un taxi y aparece de repente con ropa tradicional en la montaña y, de otro, cuando Ahmed alcanza otro nivel de conciencia y su herida espiritual se hace física (sufre un atropello que queda fuera de campo) en la ciudad viste camisa y ropas no tradicionales. El deseo de imbricar ambos mundos es patente, hasta el punto de que el campo no tiene correspondencia con su contracampo, porque se ha producido un paso a otro entorno dimensional.



Personajes conectados al entorno: país y no paisaje


Antes de su descanso eterno, el maestro sufí contempla su caravana con una cara de muerte en vida, tallada en el rostro de un actor no profesional por las difíciles condiciones del lugar de filmación.


El filme incide con sus imágenes en las montañas, construyendo una mirada sobre el paisaje que sus personajes no tienen. En su peripecia por el Atlas, los actores acaban jadeantes, y esa verdad se trasluce a la película. La fotografía parece íntegramente construida con luz natural, con encuadres que pasan de grandes planos generales a rostros de personas bellas en su no caricaturización (salvo en el caso de los bandidos, que a la fuerza parecía que tenían que estar todos mellados). La luz quiere mimetizarse con la natural, aunque no tanto como para impedirnos ver a los personajes caminando por la noche.


No aparece en los personajes una mirada distante o estética sobre el paisaje, puesto que más que imponer una distancia, están conectados a él y lo tienen asumido como su propio país. Se vuelven a su medio para encontrar respuestas, o para enviar preguntas (como Ahmed cuando lanza una plegaria sobre dos pájaros en uno de los momentos de humor de la película), pero no se deleitan en su contemplación estética, ni hallan en ella un elemento de angustia. Se trata de un paisaje agreste y es en el momento crepuscular en que Ahmed se mueve por el intermundo de su imaginación cuando el entorno cobra mucha más vida, y el personaje parece estar prestando atención a las montañas en sí mismas por primera vez. Se produce aquí una epifanía, la aparición de lo velado que paradójicamente sigue velado (o Dios es más Dios cuanto más oculto está) y su herida espiritual se torna física, con ese brochazo de sangre en la frente.


El filme transita entre los rostros humanos y el paisaje en un equilibrio más o menos ecuánime que pasa de los grandes planos generales en que sólo sopla el viento y los actores se disuelven en la naturaleza, a primeros planos de rostros.


Como buena parte del cine que tiene que ver con lo rural, Mimosas no se inserta en ninguna temporalidad concreta, entrando en el tiempo eterno del relato del mito, con personajes que encarnan arquetipos universales. No sabemos si sus protagonistas son del presente, del pasado, o siquiera de este mundo (como sucede con Shakib). En todo caso, su lugar de destino es una ciudad que actualmente está en ruinas: Sijilmasa no es más que una promesa o una meta a alcanzar, es una proyección.



Mimosas | Oliver Laxe

El sonido presente de lo sutil


Si el mundo de las formas sutiles no es el sensible entonces habrá de ser expresado mediante un sonido no correspondiente con la imagen a la que completa. El extrañamiento conduce a la evocación de otras dimensiones o a la reflexión en el caso de que se produzca durante largo tiempo, como pasa en la película.


En la música extradiegética de Mimosas sólo se insertan dos canciones. Una de ellas se repite a modo casi de mantra y es el tema Sinai de Om. Va ligado a las transiciones entre los dos mundos y a los momentos espirituales, relacionado con la ascensión, la montaña y la entrega de un mensaje por parte de Dios. Sólo escucharemos la letra en los créditos finales. El otro tema es Waidalal, Waidalal (Khalifa Ould Eidi dimi mint abba), que acompaña a los personajes en su viaje físico.


El sonido se utiliza en la película con finalidades expresivas en muchos momentos, en los que el relato parece ser empujado por un silencio preñado de todos los sonidos que enmudecen, para luego romper en la imagen paulatinamente. Primero las pisadas, luego el murmullo del agua, después todos de la mano.


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Grabar diálogo en los exteriores de Marruecos no tuvo que ser tarea fácil, con tanto viento. En ocasiones da la sensación de que el audio está doblado, aunque por supuesto todo son conjeturas. La voz en off se utiliza como recurso dramático en la parte final, cuando un conmocionado Ahmed es recogido por un Shakib que viene a caballo para llevarlo al rescate de Ikram. En este momento el susurro y la facilidad de respiración nos delatan que es una voz que no se corresponde con el lugar físico de los personajes, sino una que emana de otra dimensión.


Algo parecido sucede en la secuencia en que Shakib va en el taxi con el cónsul que le encarga su primera misión. Aunque no se trata aquí de una voz en off, el diálogo de los personajes ha sido doblado, lo cual ha sido reconocido por el propio Oliver Laxe, además de la introducción de un sonido que poco tiene que ver con el wildtrack del motor de coche que podríamos asociar a esos planos. Todo ello contribuye a generar la impresión de que no son personajes del mundo inmediato por el que se mueven los seres humanos, sino manifestaciones de otros niveles de conciencia.



Mimosas | Oliver Laxe

Alza el vuelo una plegaria


El cheikh es consciente de que se está muriendo y decide acortar por las montañas para llegar a Sijilmasa, ante el descreimiento generalizado de su caravana. Pero el maestro sufí muere antes de tener que atravesar las cumbres ¿Lo hace acaso para dar una lección de fe? Y si es así, ¿a quién?


Antes de la muerte del cheikh se produce una cierta transmisión o contagio entre él y uno de los buscavidas que integran su caravana. El cheikh convierte a Ahmed en su forzoso murid. Esta palabra quiere decir discípulo, o el que aspira a, pero la voluntad de Ahmed no es la de plegarse a esta situación.


Esta transmisión de corte espiritual puede ser leída tanto en esa mirada de Ahmed sujetando al maestro sufí mientras se tambalea sobre su mula, como en el hecho de que el cheikh le conteste en la lejanía repitiendo sus palabras. Ahmed es un escéptico desprovisto de confianza en la humanidad y, cuando alguien en la caravana dice que el cheikh parece dispuesto a llevarles a la muerte, sentencia: “eso es lo que queremos”. Estas mismas palabras son repetidas por el anciano, para gran asombro de Ahmed.


Ahmed es el sujeto del filme desde el momento en que se ofrece a transportar el cuerpo del maestro sufía Sijilmasa, pero es un personaje que rechaza el propio objetivo que él mismo se encomendó. En su relación con su misión se interpondrá Shakib, que lleva el peso de la espiritualidad e intentará que Ahmed la cumpla con sumisión y afirmación. Shakib confirma la transmisión espiritual entre el cheikh y Ahmed al decirle a éste “tú tienes cara de cheikh” y poner sus esperanzas en él.


Ahmed se dedica constantemente a rechazar su objeto, pero su intuitiva clarividencia será desvelada en más de una ocasión y hacia el final es él mismo el que propone seguir un atajo por las montañas que al principio le parecía suicida.


La película aparece estructurada en tres actos más o menos clásicos, nombrados como tres posiciones del rezo sufí: Ruku (posición de inclinación), Quiyam (posición erguida) y Sajdah (prosternación). El detonante que pone en marcha el mecanismo del relato es la aceptación por parte del cheikh del sueño eterno, y el ofrecimiento de Ahmed a su esposa de transportar su cadáver hasta Sijilmasa a través de las montañas, abandonándose a su intuición. El conflicto principal viene del hecho de que Ahmed en realidad no conoce el camino y tampoco está dispuesto a abandonarse a cruzarlo, a pesar de la insistencia amable de su noble compañero Saïd, quien llega a decirle que no se trata de enterrar al cheikh en un sitio u otro, sino de que es la primera cosa importante que hacen estos dos buscavidas en su vida, desde el punto de vista del honor.


En un primer intento de renuncia, Ahmed trata de deshacerse del cheikh soltando a la mula que transporta su cadáver, pero esta vuelve obligándole a volver a aceptar el camino (la naturaleza condiciona). Entre todo esto ha entrado en el mundo de la montaña una nueva pieza, la del inexperto y torpe mensajero Shakib.


Al principio del filme Shakib lanza un texto al resto de conductores de taxis, según el cual Iblis (Satán) se negó a inclinarse (como en la posición Ruku) ante el ser humano. “El demonio empezó a inclinarse como los demás ángeles y en el último momento levantó la cabeza y vio cómo depositaba el alma en el cuerpo del ser humano. Por eso juega con él.” El alma es lo que queda bajo el espíritu, y tiene una dimensión moral moldeable.


Ahmed acierta a ver que entre las montañas parece llegar alguien. Un niño en el cuerpo de un hombre que se ofrece a ayudarles haciéndose cargo de las mulas. Su entusiasmo e inocencia son incomprensibles para los otros dos personajes, que lo sienten un alucinado. Ahmed demuestra cierta ironía amarga en su escepticismo llamándolo <<cara de olla>>, pero estas afrentas no serán recibidas como tales por Shakib, cuya misión es la de hacerles llegar a todos a salvo (tal y como le había pedido el cónsul). No obstante, sus intentos, aunque torpes, están en última instancia supeditados a la determinación de su líder, y es que el ángel no es más que un mensajero (en este caso de discurso voluble, e incluso irascible) de Dios, pero es el ser humano el que ha de llegar a su destino por sus propios medios, a unas coordenadas en las que el ángel tiene poco que hacer.


La actitud ante el camino es completamente determinante, y Shakib es positivo y está dotado de un contentamiento inocente, el de quien no sabe que tiene heridas abiertas. Ahmed, sin embargo, es desconfiado y negativo.


En Ruku o inclinación se produce el trasvase cheikh-Ahmed. Ahmed se rebela contra esta posición, mostrándose erguido (Quiyam), lleno de dudas y tozudo. Las dudas también son parte del camino de la prosternación.


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Shakib le insta a plegarse a la oración de pie, apretando los ojos y los puños para ser iluminado, coincidiendo con la Quiyam. Una oración es una proyección del futuro que queremos presente. Shakib se pasa el día rezando, proyectando su inocencia en la percepción del mundo (por ahí hay un camino y si las mulas no pueden pasar pues volarán, dice restando importancia a los obstáculos); sin embargo, si Ahmed no lo hace mejor, él sólo no puede conseguir trazar la senda. Así, las falsas plegarias de Ahmed parecen conducir a un mal final a sus amigos.


Ahmed se resiste con soberana cabezonería a dejarse llevar. Podemos trazar pues la huella de un reflejo entre el relato de Shakib acerca del demonio como conocedor del alma del hombre y la resistencia de Ahmed, que se niega a inclinarse permaneciendo erguido con el alma sembrada de dudas. Dudas sembradas en parte por el propio Shakib, un ángel caído (que también tiene sus sombras, que también se equivoca, que también duda, que también se enfada, que también estalla) que le empuja a cuestionarse.



Si tú lo haces mejor yo lo haré mejor


Los personajes de Mimosas constituyen una abstracción de características de personas que Oliver Laxe ha ido encontrando en su camino, y de las que le interesaban determinados rasgos a la hora de construir su película.  Son esos modelos tomados de la vida descritos por Bresson, actores no profesionales que interpretan las palabras de Laxe y los movimientos de su puesta en escena, y que le ofrecen aquello que su verdad esconde. Esta verdad funciona porque el montaje es en última instancia lo que construye la interpretación del actor, que en el cine no es tan página en blanco como lo es en el teatro, pues cada gesto, cada mirada y cada frase son ubicuos.


Casi todos los personajes portan los nombres de las personas de la vida real, lo que promueve una identificación en sus gestos. Entre ellos hay sin embargo un actor formado que se abandona a la aventura de interpretarse a sí mismo, Ahmed Hammoud, del que a Laxe le interesaba su profundo silencio.


Todos los personajes de Mimosas son espejos en los que rebota la imagen del escéptico Ahmed, y que le devuelven destellos de otras formas de enfrentarse al mundo. Ahmed reconoce que el camino de Saïd, guiado por un orgullo y un espíritu de caballería y sacrificio, no es el suyo, aunque le admire. Ikram acepta lo que venga sin pedir explicaciones a su entorno. Es una chica muda, pero en su silencio observa y juzga. Y llora, de una forma parecida a la de los niños de Timbuktú (Abderrahmane Sissako, 2014), con un quejido agudo. Se trata de un personaje que no ejerce un control sobre nada de lo que le pasa, lo cual es fruto de la representación de un mundo altamente patriarcal y aunque sea una persona real de estas características, el introducir una mujer silente a la que no se consigue capturar toda la potencia cinematográfica que tiene dice mucho.


El ego propio se construye en el choque con los otros. Cuando matan al padre de Ikram, se produce una reacción en Ahmed por contagio: “he hecho más por este cheikh que por mi padre”, le dice a Shakib. Este tipo de relación especular se ve mejor en la relación Shakib y Ahmed, cuando este último le dice al primero “¿Por qué me miras? Deja de mirarme” y el otro salta con un: “eres tú el que me mira a mí”.


Shakib encarna la inocencia en la relación con el mundo, y es visto por Ahmed con desconfianza, pues este no puede creerse que sea tan perfecto, tan íntegro ni que siempre esté rezando, por eso lo mira con una cara entre la ironía y la fascinación. La gestualidad de Shakib se antoja además extraña, perteneciente a otro código. Shakib está guiado por un principio de justicia y deber que producen en él ataques descontrolados de ira cuando se da cuenta de que Ahmed no se está tomando en serio la que él considera como su primera misión, por eso le reprende tan duramente después de la muerte de Saïd, diciéndole “tú no eres un hombre”.


Si tú lo haces mejor, yo lo haré mejor”, las falsas plegarias de Ahmed y su voluntad de abandonar la primera misión trascendental de su vida ¿producen la muerte de Saïd, o no es esta más que otra enseñanza de la vida?



Mimosas | Oliver Laxe

Una película afirmativa en un mundo de heridas


Como Terrence Malick en El árbol de la vida (The Tree of Life, 2011), aunque salvando las distancias, Laxe construye una película en la que la aceptación tiene un lugar muy importante. Siguiendo la línea del islam el cineasta habla de sumisión, que parece trazarse en la prosternación final de un Ahmed que se abandona y es meramente conducido por un Shakib a caballo, sin ofrecer resistencia. Tras la muerte de Saïd, la herida de Ahmed se corporeiza, y el lenguaje pierde toda su lógica, porque es un velo. Shakib se expresa onomatopéyicamente: “mi corazón late, bum, bum, bum, bum”.


El gesto de realizar la película, no obstante, no parece un acto de sumisión, sino de rebeldía, pues conducir a un equipo de rodaje a las montañas del Atlas en el mundo actual es un ejercicio de determinación consciente, por mucho que se acepten todos los escollos y sinsabores de la producción, con la conciencia de que “nunca vas a poder filmar lo que tú quieres” (7)


La película podría haber tenido otras coordenadas de rodaje y funcionado como historia, aunque retrate aspectos universales de una espiritualidad concreta. Lo que guía el filme es el amor, el amor por los otros y por el mundo, que es lo que hace que Shakib navegue entre dimensiones y aparezca a caballo al final para rescatar a Ahmed de sí mismo, pero también de las devastadoras consecuencias que su propia reprimenda podrían haber generado en él.


Mimosas es ambigua al punto de correr el riesgo de parecer un discurso de relato vacío en el que el espectador tiene muchas cosas que completar, y que habrá molestado a los que no sean sus espectadores ideales. Al final, tres taxis, llenos de ángeles anónimos, se dirigen a nuestro encuentro haciendo eses en una imagen ilógica, epidérmica, porque lo que es seguro es que avanzaremos sin conocer el camino, y eso es universal. No estamos solos.



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1. Entiéndase monoforma en el sentido descrito por Peter Watkins.


2. FAUS, M. Mimosas: pensando en imágenes con Oliver Laxe. Entrevista a Oliver Laxe en Jot Down, enero, 2017.


3. BRESSON, R. Notas sobre el cinematógrafo. Árdora Ediciones, 1997.


4. MASOTTA, C Mimosas. Transit, cine y otros desvíos. Enero, 2017.


5. Intermundo en el sentido descrito por Ibn ‘Arabî, uno de los referentes espirituales del filme.


6. ALMAZÁN DE GRACIA, A. Acerca del mundo imaginal. Transcricpón de las páginas 133-154 del capítulo sexto del libro Perdidos en el mundo imaginal, p. 8.


7. Entrevista a Oliver Laxe en Días de cine/, 13 de enero, 2017.


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