Siótilis y el ruido de fondo | por Mauricio Álvarez-Mesa

Ayer viernes Siótilis me citó como solía hacerlo: de manera súbita y requiriendo mi presencia casi inmediata. Me pidió que nos viéramos en las afueras de la ciudad, en un parque sencillo lleno de árboles sin hojas y cerca de un río estancado y sucio. Cerca también estaban una estación del tren  y un 'parque tecnológico'. Supongo que todo ese “escenario” era una de sus oscuras ironías. Nos sentamos en una de las bancas del parque. Hacía frío, era un día gris de finales de invierno. Una fina capa de niebla se cernía sobre nosotros. Nos quedamos en silencio un rato mirando la planicie de los extrarradios de la ciudad. Vías del tren, autopistas al lado y lado, casas, edificios, campos sembrados como islas en medio del concreto, gente pasando camino a la estación, gente viniendo de la estación, carros pasando por la autopista continuamente. A veces un gran estruendo anunciaba el paso de un tren a alta velocidad. Seguíamos en silencio. Yo no entendía la razón de esta cita en ese lugar pero en el fondo lo intuía. Siótilis me había sacado de la ciudad para meterme en la ciudad. Le encantaban este tipo de juegos. Al frente nuestro algo, entre río y cloaca, se estiraba como una gran serpiente verde oscura. Basura flotando, cemento a ambos lados, ni rasgos de vida. El frío húmedo se metía por la ropa. Siótilis soltó un lacónico: “los odio, los odio a todos sin discriminación, a todos por igual. Realmente desprecio a la humanidad. No se callan, siempre están haciendo ruido, cuando no están hablando están dando instrucciones a sus máquinas para que hagan ruido por ellos. Siempre tienen que estar hablando, a corta o larga distancia, necesitan al ruido más que al alimento o a la luz. Han destruido la música arrojándola al fango del ruido de fondo. Han instaurado una máquina de tortura del tamaño de un mundo. Nadie se puede salvar, ni los sordos, ni los locos, ni los peces, ni las flores. ¡Ni la música!” No estaba rabioso como en otras ocasiones, por el contrario parecía muy lúcido, tenía el rostro de un paciente al que le acababan de diagnosticar un cáncer terminal. Hablaba mirando a la muerte a los ojos. En ese momento pasó otro tren rápido haciendo un gran estruendo.


Siótilis continuó: “Los acúfenos me están invadiendo. Antes no los sentía porque pensaba, como un idiota, que eran el silencio. Cuando los oía me alegraba pensando que había llegado el silencio. El ruido del mundo se me metió adentro y ya no lo puedo expulsar. Ahora yo soy mi propia fuente de ruido: imparable, continua, incontrolable. En las noches cuando me acuesto en mi litera, boca arriba, mirando las formas de la oscuridad, fosfenos y acúfenos danzan para mí un baile de ruido imparable, una disfonía de mareas de grillos alocados. Un remolino de espirales como bancos de peces de colores y olas del mar que golpean directo en mi tímpano. Pero todo está dentro de mi cerebro. Ellos me han descompuesto la cabeza, me quitaron el silencio, … y ya me habían quitado la oscuridad”.


Se quedó un rato en silencio, miraba los árboles sin hojas, con ramas que se expanden como fractales hacia el cielo. Un pajarito de pecho amarillo se posó sobre una rama y cantó su canción: tiru, tiru, tiru; tiru, tiru, tiru. Se quedó mirándolo y dijo “Míralos, siempre que abren el pico es para hacer música, en cambio los otros siempre que abren la boca es para hacer ruido. Y la música … han acabado con la música. Es su mayor crimen, algún tribunal del cosmos los condenará por haber llegado hasta aquí. Matar el silencio y tirar la música a las cloacas del ruido. Yo los he seguido por años, atento a sus lugares; he estudiado la acústica de sus vidas, me metí hasta el fondo del fango de sus infiernos ruidosos. Sé lo que dicen, conozco su manera de hablar por hablar, en público y en privado, los he visto activar máquinas de ruido continuo, he grabado esos sonidos, he medido sus intensidades, he analizado los orígenes, he fotografiado las fuentes: personas y máquinas. Tengo las pruebas, aquí te las traje”. Y me entregó un paquete con numerosos casetes pequeños de grabadora de periodista y una memoria marcada con el título “Ruido de fondo”. Se volvió a quedar en silencio. Nos levantamos y caminamos un rato junto al río. El agua parecía espesa, la basura flotaba y prácticamente no había movimiento.

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