Es el desastre
Es la hora del vacío no vacío
Es el instante de poner cerrojo a los labios,
oír a los condenados gritar,
contemplar a cada uno de mis nombres
ahorcados en la nada.
(El despertar, Alejandra Pizarnik)
¿Cuál sería el último relato que le quedaría al mundo si este fuera a acabarse?, ¿Qué pasa cuando se acaban las historias, cuando no hay un relato que dé sentido a nuestra existencia? En el mundo desencantado y desquiciado de Von Trier -que es el nuestro aunque a veces no lo veamos, ese mundo que nos duele y nos golpea desde filmes como este- se oyen las trompetas del apocalipsis que hacen gemir la última canción de la historia. En un prólogo con diversos planos a cámara lenta Von Trier nos ofrece una última historia antes de un final inexorable: el impacto del planeta Melancolía contra la Tierra, la extinción de toda forma de vida en el mundo. En los planos que se suceden a lo largo de este prólogo se nos sintetiza todo lo que va a venir después, apropiadamente acompañado con el Preludio de Tristán e Isolda de Wagner, la orquesta del fin del mundo, la inscripción de la tragedia en cada una de las imágenes que danzan ante nuestros ojos y que arrebatan toda posibilidad de un final feliz a este último aliento de la humanidad. Ahí están los estertores del arte, Los cazadores en la nieve, abrasados; una peculiar Ofelia cayendo al río entre flores, la boda nunca consumada; una mujer, Claire, que huye con su hijo en brazos desesperadamente, en un inútil intento de escapar del mundo.
Y mientras todos estos actos estúpidos y vanos ocurren en la tierra, el planeta se acerca, como en un baile siniestro y estético a la vez. Parece mentira que el fin del mundo pudiera ser tan bello, una danza a cámara lenta en el cielo y en la tierra, imágenes medidas que tanto van a contrastar con las de la película, mucho más del estilo genuino del primer Von Trier. Quizá lo estético de este prólogo es la única pseudo-concesión que nos da el director antes de empezar, pero aun así, es inevitable sentir un profundo desasosiego desde el principio, porque sabemos que todo va a terminar, conocemos el final del mundo (y el de la película) de antemano, no hay trampa, no quiere que esperemos que en el último momento, deus ex machina, la ciencia o un héroe nos salvará, porque eso no va a ocurrir. Pero aun así, aun conociendo el final de la obra, uno permanece más de dos horas pegado a la pantalla. Porque necesitamos que nos cuenten historias, aunque el mundo nos duela, aunque sea la última historia, la última. Un último vestigio del lenguaje al que aferrarse, esa vieja casa del ser, la morada del hombre que decía Heidegger (1), antes de que llegue el insondable silencio de la Nada.
Es justo ya en el prólogo donde el cineasta da la clave de la película, esta escena en la que confluyen los tres personajes principales: Justine, Leo y Claire. Ambas hermanas flanquean al niño, como los dos polos opuestos de lo que él puede llegar a ser: el sujeto «sano», correcto, socialmente aceptado y que ocupa su lugar dentro de las estructuras sociales y de poder, que sería Claire; o el sujeto enfermo, melancólico, que no encaja en un mundo que siente cada vez más ajeno, en unas estructuras que le desbordan o le encorsetan ahogándole, es decir, su tía Justine. Los astros/símbolos que Von Trier filma sobre sus cabezas nos dan claves más evidentes para entender a estos tres personajes, pues podríamos aventurar decir que estos cuerpos celestes son la metáfora perfecta de estos personajes. Sobre Claire tenemos un Sol, la racionalidad, Occidente, el astro que representa su relato, el de la ciencia y el progreso, la modernidad. Sobre Justine, el funesto planeta Melancolía, el anti-relato, el astro que se llevará todas las palabras del mundo y por fin dará a la Tierra el castigo que según Justine merece, la destrucción. Entre ellas, el pequeño Leo con una media luna en el cielo, entre lo misterioso y lo mágico, la noche, los sueños, el suyo será el relato fantástico.
Con este peculiar mapa de ruta en el que confluyen los tres relatos que van a vertebrar la historia por analogía a cómo funcionan estos relatos simbólicamente en nuestros tiempos, se me plantean diversas cuestiones a las que Von Trier responde en su filme. ¿Qué ocurre cuando el relato científico o del progreso pierde su legitimidad y validez?, ¿qué lugar ocupa el relato fantástico o el cuento maravilloso en esta ecuación?, ¿a qué nos lleva el no-relato? A través del análisis de esta obra trataré de responder a estas preguntas que ahora salen al paso.
1. Claire/Sol: el fin del relato de la modernidad.
Occidente fueron las luces, el sol de la racionalidad, la claridad entre las tinieblas, la estrella fulgurante del progreso. El sol era Claire (no es casual su nombre), la hermana perfecta, rodeada de gente perfecta que hace cosas perfectas y racionales como casarse, tener hijos, comprarse una casa en el campo, organizarle a su hermana la boda soñada y esperar que todo funcione bien, y vaya siempre a mejor. La historia como progreso y relatos que permiten a las personas seguir creyendo que la vida es justa, que la ciencia todo (o casi todo) lo puede. Claire representa en esta imagen del prólogo y durante la película el prototipo de occidental: aferrada, por una parte, a las convenciones sociales que estructuran el mapa de ruta a seguir en cada momento para dotar de sentido toda acción por vana que sea; y por otra, a la ciencia como fe salvadora cuando Dios ha muerto. Así, Claire le organiza a su hermana Justine una boda de «ensueño», aunque ella sabe que no es precisamente el sueño de su hermana. Por decirlo de otra manera, Claire intenta injertar su relato, en el que una boda con cientos de invitados, menú de lujo, vestidos largos y discursos preparados sería lo correcto, lo esperable y, sobre todo, lo que encaja en el relato y permite que el mecanismo interno de la narración continúe funcionando como el calibre de un reloj. Pero las piezas empiezan a saltar cuando falla ese injerto de relato, ese último intento de Claire para que Justine pueda tener un relato diferente (o construir uno). Un trasplante rechazado. Justine se va a dar un baño en mitad de la boda. Justine se escapa a ver una estrella. Justine no puede aceptar ese relato, es incompatible.
En la misma línea de Claire estarían otros personajes como su marido John o el jefe publicista de Justine. Aunque así como Claire aún llega a comprender en cierto modo a su hermana (sé que lo has intentando, sé que has intentado ser feliz), los otros dos personajes, sobre todo John, no hacen más que imponer su visión del mundo y se desesperan al ver cómo Justine les ignora, les rechaza o les sonríe falsamente. John no es capaz de comprender cómo algo que tiene que ser perfecto (porque obviamente, ha costado mucho dinero) no lo es, cómo una boda o un acontecimiento que encaja a la perfección en ese entramado de relaciones de poder y lazos sociales que considera los únicos correctos y posibles deja de funcionar como si fuera un reloj averiado. Es por eso que tampoco puede soportar a la madre de Justine, cuando esta trata de amargar la boda, por lo que intenta expulsarla de ese espacio en el que se ha construido un plan que debe desarrollarse a la perfección, con precisión científica, cosa que, obviamente y para horror del organizador de bodas, no ocurre.
Esto ocurrirá en la primera parte de la película, la llamada «Justine», cuando aún no se tienen noticias del funesto planeta y queda tiempo para espectáculo, simulación, juegos de burguesía aburrida que lanza globos de papel al cielo tras la boda y trata de adivinar el número de alubias de un frasco para ganar un concurso. Se podría decir que en esta primera parte todo funciona excepto Justine, ella es la encarnación del relato que no casa con la realidad, todo lo que le rodea avanza a la perfección y danza ordenadamente. Pero en la segunda parte («Claire») veremos todo lo contrario, serán precisamente Claire y John los que no encajen, ellos como encarnación del relato que no tiene lugar frente a la inexorable venida del desastre. Y si Justine se rompe porque su relato no casa con el mundo, como apuntaré más tarde, ¿qué ocurre con Claire y con John?
Al principio de esta segunda parte, cuando los pronósticos de los “verdaderos científicos” (como diría Lyotard (2), a los que se les ha transferido el discurso de la legitimidad una vez el saber narrativo ha quedado desacreditado por ser, aparentemente, un freno a este saber científico) aseguran que Melancolía no impactará contra la Tierra, todo funciona bien para John. Un gran espectáculo astronómico irrepetible tendrá lugar frente a sus ojos en pocos días y la humanidad lo podrá contemplar con toda seguridad desde su cómoda butaca salvaguardada por la ciencia, que asegura que nada cambiará ni mucho menos sobrevendrá un cataclismo mundial. Esa férrea seguridad del todo irá bien de John contrasta abruptamente con la inseguridad cada vez más acuciante de Claire. No cesa de preguntar al marido una y otra vez si los pronósticos estarán equivocados, si los científicos habrán calculado mal. Son preguntas que ya llevan implícita la respuesta que John debe dar, su mujer le demanda, casi le exige en una compulsión de repetición que le cuente otra vez esa historia de que podíamos confiar en la ciencia, de que la ciencia siempre nos salvará y que el progreso trae finales felices. Cuéntamela otra vez, John. Es la única manera de tratar de contener las brechas que presiente que se están abriendo en el relato, coser a toda prisa una malla simbólica que se le resquebraja por momentos, con cada búsqueda en Internet en la que encuentra el mensaje de los «fatalistas» que dicen que el mundo será destruido por el impacto de Melancolía. Incluso en una conversación con su hermana Justine se muestra turbada por la inquietante tranquilidad de su marido ante el inminente acontecimiento, vale la pena reparar en las palabras que se dirigen ambas:
-Claire: John se lo está tomando con mucha calma.
-Justine: ¿Y eso te tranquiliza?
-Sí, claro. Bueno, John estudia las cosas, siempre lo hace.
(Pero no puede estar tranquila, pues aunque su marido estudia las cosas y se erige como una fuente del saber científico, Justine sabe cosas, sabe del dolor de vivir en la Tierra, sabe que estamos solos).
Estas brechas en Claire se van abriendo como abismos en un espacio en el que tanto su marido como su hijo parecen disfrutar ajenos del acontecimiento que pronto podrán contemplar. Las conversaciones con Justine no ayudan a tranquilizarla, pues la acercan a esa intuición de lo Real, esa Nada primigenia y caótica en la que no cabe esperanza. Repite como un mantra en un par de ocasiones durante la película «A veces te odio tanto Justine». Y la odia en la primera parte porque no acepta su relato, y la odia en la segunda parte porque cada vez intuye con mayor claridad que el suyo no la va a salvar, y que es precisamente el de su hermana (el no-relato), el único que le va a quedar. Así, haciendo un último guiño a la ciencia, se aprovisiona de pastillas con las que poder suicidarse en el caso de que fallen las predicciones de los que de «verdad» saben.
La noche en la que Melancolía pasa cerca de la Tierra todos contemplan el espectáculo en la terraza, el marido, maravillado observa con su telescopio, para seguir viendo a través de los ojos de la ciencia. Parece que el planeta se aleja, todos pueden respirar tranquilos. Pero como bien sabemos, a la mañana siguiente Melancolía está más cerca de la Tierra. John empieza a ponerse nervioso sin que su esposa se dé cuenta de lo que está pasando. Todo ha fallado, los cálculos, los telescopios, le legitimidad del saber científico se ha esfumado sin decir adiós ni dejar cartas de despedida.
Aquí se producirá la brecha definitiva en estos dos personajes que todavía habían conservado la esperanza. John no está, se ha suicidado con las pastillas que había comprado su mujer mientras ella estaba tumbada al sol. Es curioso que Claire descubra que Melancolía se acerca no con los «ojos de la ciencia», el telescopio; sino con una especie de juguete que había fabricado su hijo. Así, una vez obtiene esa certeza de la inminente catástrofe, corre al establo donde encuentra a John tirado entre los animales. Paradójica esta muerte, el hombre, el que era el poseedor de saber, el dador de una historia en este escenario, el sujeto de la ciencia y la racionalidad, muerto entre animales a los pies de los caballos y entre la paja. Una porción de materia más. Claire lo cubre con paja para ocultar su cuerpo, el de un valiente y a la vez cobarde, valiente por querer ser coherente con su creencia: si ella desaparece, yo también; cobarde, porque no es capaz de soportar ese vacío simbólico para morir de la mano de su familia.
El suicidio de John viene a escenificar las consecuencias que comporta al sujeto la «traición» del relato. Su confianza en él era tal, estaba tan profundamente aferrado a la creencia que en forma de verdad habían emitido los científicos que no es capaz de soportar el golpe de ver que no quedan palabras de consuelo, ni de explicación. Todo era una gran mentira, la gran broma final de un mundo absurdo e insignificante, plagado de humanos prescindibles que anhelan o un más allá, o una existencia terrena con sentido. Claire lo intuía y por eso no se suicida. Su desesperación es fruto de esa misma traición, pero puede soportar el absurdo hasta al final porque en el fondo, siempre lo había tenido presente en cierto modo y además, tiene un hijo al que intentar salvar, aunque sea de la desesperación.
A partir de este momento, todos los intentos de Claire serán de huida literal (con su hijo en brazos a campo abierto) o de huida de vuelta al relato, a una suerte de relato que podría ser la cultura. Así, le pide a su hermana que cuando el mundo se vaya a acabar tomen una copa de vino en la terraza, como si estuvieran asistiendo al último espectáculo de este mundo desquiciado. Veremos más adelante esta particular escena cuando se pase al análisis del personaje de Justine, pero en este punto, lo que nos interesa para dar las últimas pinceladas al personaje de Claire son precisamente esas copas de vino, ese último refugio en lo socialmente agradable, ese retorno a la primera parte, donde todo podía haber ido bien.
Pero ante lo Real no hay opiáceos que valgan ni poses dignas. Ante la venida de Melancolía, Claire muere absolutamente desesperada, por su hijo, porque no hay un más allá, y porque estamos terriblemente solos. Y ni la cultura, ni la ciencia, ni lo socialmente bien visto, ni la mayor fortuna puede salvarnos de ese destino azul y funesto que pone el último punto a la historia de este nuestro mundo.
2. Justine/Melancolía: el vacío simbólico y la heroína.
La desproporción entre la infinitud del mundo y la finitud del ser humano es un motivo grave de desesperación; sin embargo, cuando se la considera con una perspectiva onírica -como en los estados melancólicos- deja de ser torturadora, pues el mundo adquiere una belleza extraña y enfermiza. […] Vivir sólo significa no pedirle ya nada a la vida, no esperar ya nada de ella. La muerte es la única sorpresa de la soledad.
«Melancolía» en En las cimas de la desesperación, E. M. Cioran.
Volviendo al peculiar mapa del prólogo, vemos cómo sobre la figura de la novia el astro azul se erige majestuoso; Justine es ese astro en la Tierra, ella es el caos, el no-relato, ella es blue, la peculiar heroína de esta última tragedia en dos actos. Tampoco es casual la elección de su nombre, igual que tampoco lo era el de su hermana. Ahí resuena la Justine de Sade (3), otra «justa» que buscaba la virtud golpeándose frontalmente con el mundo en cada intento. La Justine de Von Trier intenta ser feliz, (ya no por ella, sino por los demás que esperan que sea feliz), pero el desajuste entre su mundo y el mundo es tan brutal, está tan escindido ese puente que lo único que recibe del mundo es hostilidad, la terrible intuición de lo Real, la Nada originaria como fuente de angustia y será solo con la venida de Melancolía cuando Justine pueda encajar su visión del mundo con la realidad y «ajustar cuentas» con la Tierra. Con este personaje Von Trier nos escenifica el cuerpo trágico sin relato (o con un relato fragmentado, enfermo, que no logra simbolizar lo Real; analizaremos pues su desarrollo a lo largo del filme y trataremos con esto de apuntar alguna respuesta a la pregunta inicial de «¿Qué pasa cuando no hay un relato que dé sentido a nuestra existencia?».
Desde las primeras escenas, una observa que hay algo poco común en la joven; es el día de su boda, pero parece que poco le importan todos los preparativos y orden del día. Llega tarde al banquete e incluso antes de entrar se escapa un momento a saludar a su caballo. Ya en el banquete vemos cómo todo ese discurso-relato de lo socialmente establecido no va con ella, se fatiga, finge sonrisas, aplaude el estúpido discurso de su marido que casi no es capaz de articular palabra. Es bastante significativo este detalle, pues no puede recibir ni un relato que simbolice un hecho tan importante como su boda ni de su propio marido. Esta no-consumación de la palabra adelanta la efectiva no-consumación del enlace. Tampoco tendrán ninguna eficacia simbólica el resto de discursos, el del padre, interrumpido por la madre que no cree en el matrimonio, y el del jefe, que en vez de dar una palabra, le exige una palabra, un eslogan para una campaña publicitaria, pero no es capaz de darse cuenta de que ella no tiene palabras ni para ella misma, ni para simbolizar su realidad. Así, el ajuar de bodas, quizá repleto de cuberterías de plata, mantelerías y cristalerías de Murano no le dona a Justine lo que realmente necesita: una palabra que encaje en su esquema, que le ayude a simbolizar todo lo que le rodea.
Entre medias de toda la parafernalia que Claire y John le han organizado «para que sea feliz» (con el imperativo de es tan caro todo esto que no puedes dejar de ser feliz), Justine busca puntos de fuga fuera de ese ambiente opresivo en el que todo tiene que ir bien y donde tiene que ser muy feliz, sale al jardín y observa el astro con un rostro de alucinada, como si fuera una experiencia casi mística y orina en mitad del jardín sin perderlo de vista. Aunque todavía no se sabe que es Melancolía, ella intuye algo en ese astro brillante y lejano.
Conforme va avanzando la noche, Justine se va rompiendo cada vez un poco más. La última esperanza para ser feliz se va esfumando, el relato de la angustia que lleva inscrito en el cuerpo hace que sea inmune a los (pocos) intentos externos de injertarle un relato sano. Llega un momento en el que ella trata de simbolizar esta angustia hablando con su madre:
− Mamá, estoy un poco asustada.
− ¿Un poco? Yo estaría muerta de miedo en tu lugar.
− No, es otra cosa, estoy… Tengo miedo mamá. Me cuesta caminar como es debido.
− Aún puedes ir tambaleándote. Sal de aquí tambaleándote, deja de soñar Justine.
(Y esto ya se lo había dicho a Claire un poco antes, «Yo camino arrastrando un ovillo de lana gris, se me agarra a las piernas, me cuesta mucho tirar de él/No, no es cierto/Sé que no te gusta que lo diga»). Y esta explicación, junto con lo que vendrá a suceder algo después, ciertamente, no se va mucho de la que encontramos en el monólogo de la Novia en Bodas de Sangre (4) «Yo era una mujer quemada, llena de llagas por dentro y por fuera, y tu hijo era un poquito de agua de la que yo esperaba hijos, tierra, salud […] pero el otro me mandaba cientos de pájaros que me impedían el andar […] Yo no quería, ¡óyelo bien! Yo no quería. Tu hijo era mi fin y yo no lo he engañado, pero el brazo del otro me arrastró como un golpe de mar […] y me hubiera arrastrado siempre, siempre, siempre. Aunque todos los hijos de tu hijo me hubiesen agarrado de los cabellos».Ese otro para Justine era esa melancolía planetaria, una angustia vital de la que no se libraría nunca, aunque su marido comprara una casa en el campo y colgara un columpio del manzanero, aunque su boda fuese memorable, aunque intentara ser feliz.
Así, los minutos que le quedan a la velada son una sucesión de pequeñas explosiones que terminan arruinando la boda: no consuma el enlace, se acuesta con un invitado en el jardín, grita e insulta a su jefe autodespidiéndose y con ello, su marido y su jefe se marchan, su padre también (dejándole una carta en la que llama Betty a su hija Justine), el trivial concurso de alubias se echa a perder para horror del organizador de bodas (otro guiño más al absurdo de estos rituales)… La reacción de Justine es un intento desesperado por resistirse a creer que lo real es el relato del resto, el del marido, el de su jefe, un estoque con el que les lanza desesperadamente su discurso de angustia.
Como le dice a Claire en la siguiente escena mientras preparan a los caballos para salir a montar: «Lo intenté, Claire /Sí, lo intentaste, lo intentaste de verdad». Será justo después de esto cuando, al salir a montar, Justine descubre que Antares ha desaparecido. Los caballos se ponen ya nerviosos. Cierre de la primera parte, se acerca Melancolía.
En la segunda parte, como ya he explicado a propósito del análisis de la evolución del relato en Claire, la duda o certeza sobre la inminente llegada del planeta lo invade todo. Con la llegada de este, también llega a la casa una Justine sumida en una profunda melancolía, casi ni puede andar, apenas articula palabra, la escisión con la realidad es cada vez más brutal. Sus platos preferidos ahora le saben a cenizas, el mundo le duele y le ataca, es hostil y cada vez lo puede soportar menos.
Es curioso ver la evolución de Justine en esta segunda parte de la película; mientras que empieza sumida en una profunda melancolía cada vez irá estabilizándose más por contraposición con su hermana, que irá de serena a demente. La razón que le podemos encontrar a este comportamiento, es que, una vez Justine sabe que Melancolía acabará con el mundo comprende por fin que su no-relato, o su relato de la angustia que tanto le duele por no casar con el mundo, por fin será simbólicamente efectivo, es decir, por fin la realidad será tal y como ella la ve: absurda, caótica, hostil, malvada.
Sería una experiencia similar a la del soldado que vuelve de la guerra, y su cercanía con el horror más profundo ha trastocado su visión del mundo: ya no puede confiar en la humanidad, ni en la bondad de las personas. Esa cercanía con lo Real ha modificado su experiencia del mundo. El mayor problema con el que tendrá que vivir ese soldado no es ya la mutación en sí de su modo de ver el mundo, sino que el resto de personas rechacen su relato, intenten imponerle uno que él sabe que no es cierto porque ha visto el horror de cerca y ellos no (5).
Por eso Justine desea (con el sentido fuerte de la palabra desear) que Melancolía se lleve al planeta Tierra por delante, incluso podríamos pensar que el planeta es una proyección de su deseo, que es ella la que ha atraído a este astro azul. En una memorable escena, ella se tumba desnuda sobre una piedra para dejarse bañar por la luz azul del planeta, se deja poseer por el objeto de su deseo, el funesto astro, el caos.
Por eso, conforme está más segura de que la vida en la Tierra se va a acabar se serena en cierta manera. La frialdad con la que destroza las esperanzas de su hermana es sobrecogedora:
− La tierra es cruel, no debemos llorar por ella.
− ¿Qué?
− Nadie la echaría de menos.
− ¿Pero entonces dónde crecería Leo? Dime.
−Lo único que sé es que la vida en la Tierra es cruel.
− Puede que haya vida en otra parte.
−Pero no la hay.
− ¿Por qué lo sabes?
−Porque sé cosas.
−Sí, siempre has imaginado que las sabes.
−Sé que estamos solos.
Es destacable que, finalmente, lo que da legitimidad a su discurso es el conocimiento de una verdad sin importancia que no podía haber conocido de ninguna manera: el número exacto de alubias que había en el bote del concurso. Como apunta Aarón Rodríguez Serrano en un magnífico artículo sobre esta cinta:
«Ese saber -un saber trivial, al decir de la propia Claire- es, contra todo pronóstico el garante de la verdad cosmogónica última: no hay lógica en el universo, y por ende, el ser humano se encuentra abandonado en una Tierra malvada» (6)
Esa misma noche. Melancolía sobrevuela la Tierra, bajo la mirada hipnotizada de Justine, que ya presiente esa danza mortal. Pero parece que Melancolía se aleja, todos respiran tranquilos. Pero como ya hemos comentado antes, al día siguiente se precipita la catástrofe. Mientras Claire intenta huir con Leo en brazos en una última carrera desesperada e inútil, Justine la mira con condescendencia. Esto no se arregla corriendo. Justine tiene muy claro algo que a Claire le cuesta abandonar: la creencia en que la Tierra es un sitio seguro, que los humanos somos capaces de asegurarnos protección contra todo, bunkers, refugios… Pero ante la inminencia de lo Real no hay techo ni agujero que valga. De ahí viene la última burla a los desesperados intentos de Claire de «hacer las cosas bien», como si se pudiera morir bien.
−Quiero que estemos juntas cuando pase. Quizá… fuera, en la terraza. Ayúdame bien Justine, quiero hacer las cosas bien.
−Será mejor que te des prisa.
−Una copa de vino, quizás.
−¿Quieres que me beba una copa de vino en tu terraza?
−Sí, ¿lo harás hermanita?
−¿Y si ponemos música? La novena de Beethoven o algo parecido. Podemos encender velas. ¿Quieres que nos reunamos en tu terraza para cantar una canción y beber una copa de vino, los tres?
−Sí, me haría muy feliz.
−¿Sabes qué opino de tu plan?
−No, confiaba en que te gustara.
−Opino que es una mierda.
−Justine, por favor, solo quiero que sea agradable.
−¿Agradable?, ¿por qué no nos reunimos en el puto cuarto de baño?
−No lo haremos entonces.
−Claro que no lo haremos.
−A veces te odio muchísimo Justine.
Esta es la venganza de Justine, el castigo definitivo a todos los que quisieron injertarle ese relato falso que trataba de poner orden en el absurdo. Se venga de su hermana en representación de todos, es la antítesis de la primera parte: si allí es Claire la cuerda, la que junto con John tiene capacidad de donar un relato y tratar que Justine lo acepte para que sea feliz; ahora es Justine la que tiene esa legitimidad, como antes apuntábamos y la que entrega su no-relato como paraguas roto con el que guarecerse de la lluvia del fin del mundo. Su burla con la novena de Beethoven no es casual, es el rechazo a la idea de que la cultura puede salvarnos o hacer más agradable la existencia. No le va a dar ese último deseo a su hermana, porque necesita, casi de un modo sádico, que Claire sienta esa angustia causada por el desajuste entre el relato propio y la realidad. Ambas mallas simbólicas van a colisionar como los dos planetas, una colisión en el desajuste, sin posibilidad de encaje que evitara el dolor de la brecha. No hay sutura posible más que el silencio del fin del mundo.
Sin embargo, a nuestra heroína trágica todavía le queda un cometido. Salvar al único inocente de toda esta historia, el pequeño Leo. Se lo encuentra mirando el caballo con el que se supone que su padre había ido al pueblo, pretexto de Claire para no tener que hablarle de su muerte. Le dice a su tía que tiene miedo del planeta, que no podrán esconderse en ningún lado. En ese momento, Justine, la enferma Justine reconoce la necesidad de una palabra que tiene el niño, la misma que tuvo ella y nadie fue capaz de satisfacer: ni el marido con su discurso, ni la madre con rechazo, ni el padre con su marcha, ni tan siquiera los esfuerzos de John o Claire. Y el niño, por supuesto, no necesita ninguna explicación científica, necesita algo a lo que él pueda darle un estatuto de verdad. La crisis experiencial a la que se verá abocada su madre al ir hacia la muerte con esa escisión brutal entre el mundo y su subjetividad, será bloqueada en el niño gracias al relato maravilloso. De ahí el símbolo de la luna que apuntaba al principio, lo mágico, lo misterioso, la noche, que es cuando se cuentan cuentos.
Su tía le promete que pueden refugiarse si hacen una cueva mágica con palos, que sólo ella puede construir, que así podrán salvarse. El saber científico recibido por el padre queda desactivado tanto por su ausencia física como por su ineficacia simbólica. La muerte del padre es también la constatación de la muerte de su palabra, su legitimidad, su relato. Será curiosamente una melancólica que acaba de «vengarse» de su hermana quien le salve del vacío simbólico con este injerto en el último momento. Ella sabe lo necesario que es recibir una palabra, ella sabe del horror de intuir lo Real y la muerte sin tener palabras tras las que parapetarse. Como apuntaba González-Requena (7):
Pues si los hombres constituyen narraciones es precisamente para tratar de ceñir y así hacer frente a esa dimensión inexorable de su experiencia que es el tiempo -no lógico, sino real- que, como se sabe, aun cuando se tienda a ignorar, está focalizado por el horizonte de la muerte.
Con esto, Justine sutura la brecha que se empezaba a abrir en el niño, se instaura como esa imago primordial, esa aura materna que protege al niño del caos de lo real con su palabra; toma la posición del padre y de la madre, se autoriza como discurso del saber y bloquea la crisis de experiencia que podría sufrir el niño en unas horas.
En la última escena vemos la eficacia simbólica que ha tenido cada relato en cada sujeto, es decir, las consecuencias de llevar el relato hasta sus últimas consecuencias. Por una parte, como ya decíamos antes, Claire muere rota de desesperación; en cambio, Justine, serena va hacia la muerte sin miedo (no puede ser la muerte peor que la vida, la Nada no duele, no hace daño como este mundo) y el niño, el único salvado en esta historia refugiado en esa cueva de palabras que su tía le ha regalado muere tranquilo, con los ojos cerrados, sin miedo.
En el principio fue el verbo, el verbo truncado de Anticristo (Lars Von Trier, 2009), el niño cayendo por la ventana; en el final solo hay un estúpido cuento que solo el niño puede creer, la última burla a la palabra, el silencio/vacío puro para Claire y Justine. En el principio fue la palabra traidora, la que sabíamos que era mentira, al final queda la única verdad: la luz azul destruyendo un planeta absurdo que ha osado buscar un sentido a su caos. Y el preludio de Tristán e Isolda deja de sonar, this is (not) the last song, que cantaba Björk en Bailar en la oscuridad (Lars Von Trier 2000), pero sí que era la última canción y la cueva mágica salta por los aires. Fundido en azul, telón.
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(1) Heidegger, Martin. (2012) Ser y Tiempo. Madrid: Trotta.
(2) Lyotard, Jean-François. (2006) La condición postmoderna. Madrid :Catedra.
(3) Sade, Marqués, (1994). Justine o los infortunios de la virtud. Barcelona: Tusquets.
(4) Lorca, Federico, (1998). Bodas de sangre/La casa de Bernarda Alba. Madrid: EDAF.
(5) Un magnífico análisis sobre la experiencia del soldado y las consecuencias en el sujeto cuando se da este desajuste entre la propia visión del mundo y la «oficial» que intenta imponerse se puede encontrar en: Corbí, Josep. (2010) El refugio de la claridad .Análisis Filosófico, 30-1.
(6) Rodríguez Serrano, Aarón. (2012) Donde la única seguridad es la muerte: Fragmentos de un Seminario no realizado a propósito de Melancolía (Lars Von Trier). El genio maligno. Nº.10. Disponible aquí.
(7) González-requena, Jesús. (2012). Clásico, manierista, postclásico. Los modos del relato en el cine de Hollywood. Valladolid: Ediciones Castilla (Colección Trama&Fondo).