para Béla Tarr
Tener talento no basta,
también hay que ser húngaro.
Robert Capa
Todo podría comenzar en 1956, cuando los tanques soviéticos entraron en Hungría y Puskas, que había venido a España con su equipo, el mítico Honved, a jugar contra el Athletic de Bilbao, decidió que, vistas cómo estaban las cosas, él no volvía a Budapest. Dos años más tarde pasaría a formar parte de la delantera del Real Madrid.
Todo podría comenzar en 1956, en Madrid, porque ese año se estrenaba Mi tío Jacinto, dirigida por Ladislao Vajda, que aparte de tener talento era, claro está, húngaro. Hacía falta un húngaro, hacía falta Laszlo Vajda Weisz, para hacer una película que a uno, desde la distancia y la ignorancia (han pasado tantos años), se le hace una de las más españolas posibles, lo cual no tendría mayor importancia si no se le hiciese también una de las más conmovedoras.
Sí, todo podría comenzar en ese año, 1956, podría empezar con la derrota del torero Jacinto en una noche de lluvia y charlotadas en las Ventas, bajo el diluvio, como dos años antes el mejor equipo de fútbol del mundo, Hungría, claro está (recordad, meses antes había vencido a Inglaterra en Wembley 3-6, “el comunismo existió, sí el comunismo existió dos veces cuarenta y cinco minutos”, diría más tarde Godard), el mejor equipo del mundo, iba diciendo, cayó derrotada para sorpresa de todos en la final del mundial frente a Alemania, en otra tarde de lluvia, esta vez en Berna. (Y en ese preciso instante se iniciaba el milagro alemán, o por lo menos saltaban por los aires Maria Braun y su al fin recuperado marido.)
Del campo encharcado de Berna a la plaza de las Ventas encharcada, del tobillo herido de Puskas al reuma del torero Jacinto, los que lo vieron lo cuentan, nadie jugó nunca como aquella selección de Hungría, nadie toreó como Jacinto aquella noche. Los que lo vieron lo cuentan, pero nadie vio a Jacinto. Lo que nadie vio habrá que imaginarlo.
Podría empezar así, una lejana noche de lluvia, o podría empezar una noche de hace unos pocos años en Madrid, en un homenaje a Manolo Marinero, otro caído del cine español, aquel crítico del que Miguel Marías a menudo recuerda su crítica poema de Bande à part.
Un homenaje que incluía varias de las películas preferidas de Manolo Marinero. Si mal no recuerdo películas de la infancia abandonada y redentora, películas de niño con adulto, a la Moonfleet, quizás Moonfleet y, sin duda, Mi tío Jacinto.
Ponen Mi tío Jacinto, vayamos a verla, película española de los cincuenta y con niño, pero por algo será. Por algo era. Inolvidable tío Jacinto. Por eso estoy aquí sentado hoy, acumulando palabras, habiendo dicho que escribiría sobre Vajda, porque un día quedé deslumbrado y conmovido por esa película.
Política de la única película. Lo que allí veía era Madrid, era la picaresca, con su humor y su tristeza, eran los poblados de chabolas en las afueras, eran el Retiro y el Rastro, era un actor, Antonio Vico, Jacinto, caminando con el paso alterado por el reuma, y otro actor, Pablito Calvo, que era su sobrino Pepote, el niño que cuida del adulto que cree que cuida del niño. Fue una serie de momentos felices, felices por invención, en realidad eran casi todos dolorosos, tiempos duros, con esa mezcla de euforia y de congoja que produce la invención cinematográfica cuando se centra en lo doloroso.
Película de equipo sin duda, desde el guión a los actores, desde la fotografía a la puesta en escena. Movimientos de cámara quizás aprendidos por Vajda en Berlín, movimientos que de pronto encontraban su lugar definitivo en el Rastro o frente a la puerta de las Ventas.
Hay en esta película uno de los más emocionantes travellings que yo haya visto (esto está quedando ditirámbico, pero en realidad solo quería señalar con el dedo, escribir es un desvío difícil). Sucede al final de la película, Jacinto sale de la plaza, todos se han ido ya, lo que se anunciaba como una noche de vergüenza ha acabado siendo una noche de nada, nada de nada (recordad, la lluvia), a saber qué es peor, la vergüenza o la nada.
Al salir Jacinto ve algo. O es visto. Y en ese momento Vajda en vez de darnos un contracampo de lo que Jacinto ve, o va a ver, lo que hace es darnos un plano más amplio del propio Jacinto a la puerta. Y entonces, un ligero travelling hacia detrás nos descubre lo que ve Jacinto, la única presencia en esa explanada desierta, la única persona que le espera, que siempre le espera, su sobrino Pepote.
Ese travelling… ¿Cómo lo pensó? ¿Cómo se llega a pensar eso? A veces me pregunto. Quizás no basta con tener talento, quizás hace falta ser húngaro. (¿Qué buscabas Lubitsch? ¿Qué buscabas en esas obras de teatro húngaras que adaptabas y transfigurabas?)
(Y a cuento de la vergüenza y la nada, recordar que a: “entre la pena y la nada escojo la pena. Y tú, ¿qué elegirías tú?” otro respondió: “Enséñame los dedos de los pies.” Y luego: “La pena es idiota. Elijo la nada. No es mejor… pero la pena es un compromiso.”)
Podría haber empezado así, sí, o esto podría haber sido un largo paréntesis y volver a estar en 1954 en Berna una tarde de lluvia, o lejos, muy lejos de Budapest un día de 1956, y desde ahí iniciar un movimiento que del futbolista nos llevase al cineasta, del húngaro al húngaro, del espacio de la historia hacia su personaje central, como el arranque de Mi tio Jacinto: de la oficina de correos llegamos, paso a paso, de dirección abandonada en dirección abandonada, de casa perdida en casa perdida por Jacinto matador de toros en su inexorable decadencia, hasta la chabola donde ahora vive. Y antes veremos a su sobrino que a él. O como el arranque de Doña Francisquita o de Las aventuras del barbero de Sevilla, desplazándonos por las calles al son de una voz que canta, hasta llegar al origen de esa voz, que es también el centro del relato.
Podríamos empezar así, recorriendo la ciudad hasta llegar a Jacinto, o a Ladislao.
O podríamos empezar por un plano detalle y luego ir abriendo, descubrir el conjunto el espacio y el tiempo de la historia.
(También en Vajda es frecuente ese procedimiento tan clásico. Y en el fondo las dos maneras de comenzar vienen a ser variantes de la misma, itinerarios de la mirada, hacer cine, dirigir, es también eso, trazar itinerarios de la mirada, descubrimientos progresivos. Lecciones básicas de puesta en escena. Esas cosas que de tan evidentes se pueden olvidar. Las mejores películas de Ladislao Vajda son, también, escuelas de cine de una excepcional calidad. Me matriculo.)
Podríamos empezar por un detalle, y sería la manera de caminar de Antonio Vico en Mi tío Jacinto, que también de eso están hechas las películas, de maneras de caminar…
* * *
Aquí se interrumpe lo que llevaba escrito, en medio de un movimiento que, al retomarlo ahora, meses más tarde, no puedo continuar. Algo falta. ¿Por donde pretendía seguir? Maneras de caminar. Sería a cuento de los actores. Del arte de la interpretación. O del arte del detalle. Pongamos el arte de la interpretación. Y de la dirección de actores. ¿Y si todo Jacinto viniese de su manera de caminar? De nuevo Vajda como escuela de cine. Del cuerpo quebrado al personaje. La interpretación es un arte, sí, o quizás una artesanía. Se construye. Se dibuja. La manera de caminar del actor/personaje como único trazo de pincel, ese del que escribía el monje calabaza amarga, Shi Tao, ese único trazo del cual nacen todos lo demás.
La interpretación es una artesanía. Nace del detalle. Prueba a sentarte. No. Pues prueba de pie. Vale, ahora sujeta la gorra de esta manera, bien, y entonces… Del detalle al la idea, del detalle a lo memorable. También son un arte la luz y el encuadre, los travellings y la justa distancia de la cámara. Un arte de otro tiempo. Expresionista quizás. El encuentro del oficio de la UFA con el mundo de la picaresca. Ya lo decía: milagro improbable. Azar de la errancia. (¿De donde venía Vajda? ¿Adónde iba? Húngaro errante. Como tantos otros. Hubo un tiempo en el que había tantos húngaros en Hollywood que en Budapest se bromeaba diciendo que uno de los estudios tenía a su entrada el cartel: “No basta con ser húngaro, también hay que tener talento.” (Y yo añado: ya, pero tampoco basta con tener talento.) En otros lugares se encuentra su biografía. No la resumiré aquí. La he olvidado. Error por mi parte. Debería recordarla y aún así no resumirla. Pero la he olvidado.
Una manera de caminar que celebra quizás el encuentro entre el Lazarillo y la escuela de Max Reinhardt, ya, pero ¿qué más quería escribir? Había algo sobre la mentira. Sobre el disfraz y la estafa. Películas de pícaros, de ilusos y de tejemanejes. En todas las películas de Vajda aparece la mentira. (En todas las que he visto, muy pocas.) La mentira por estrategia o por inconsciencia. La realidad con doble fondo. La vida de las ilusiones y de los temores. La vida de fachadas que esconden edificios en ruinas. La verdadera vida. Quiero decir: la vida que de verdad vivimos. La vida con doble y triple y cuádruple fondo.
La vida que es que hay que vivirla. Bien lo sabía quien había vivido tiempos convulsos y errantes. Otros tiempos. Las cosas eran diferentes. Difíciles de imaginar para mí. Hasta las verduras eran diferentes, habría escrito Virginia Woolf.
La vida hay que vivirla y vuelta al ruedo. Descaradamente empalmo (mi manera de engañar es decir la verdad, a cada cual la suya, eso hace al personaje, encuentren su manera de mentir) con otra larga nota que escribí sobre Vajda. Sobre Tarde de toros. ¿Tanta mentira y tanto miedo y tanto aguantar el tipo y echar la espalda atrás y mantenerse en pie, dónde se verán mejor que en la plaza? ¿Y tanto engañar y burlar, donde se revelan en todo su coraje si no es con ese trapo que muestra y quita al toro? ¿Y donde mejor la paradoja del húngaro que alcanza la distancia justa para mirar y mostrar a su país de paso, de largo paso?
Tarde de Toros, iba diciendo. ¿Melodrama documental? ¿Melodrama didáctico?
Melodrama didáctico y además exhaustivo porque al terminar la película uno sabe de toros mucho más que al empezar (si es que no sabía nada, poco sabía yo). Apenas una tarde de toros, pero en esa tarde entra todo, las tres edades de los toreros (inicio, cumbre y crepúsculo), los apoderados, las cogidas (sin consecuencias unas, mortales otras), las mujeres y las amantes, el público, el éxito y el fracaso, las buenas y las malas faenas, el miedo, la amargura y la felicidad, los espontáneos, la arena y el quirófano...
Documental porque al fin y al cabo los toreros son de verdad toreros y los toros de verdad son toros. Y Las Ventas es las Ventas, desde todos sus ángulos, desde el centro de la plaza y desde lo alto de los tendidos. Inteligencia del guion, ¿cómo meter todo lo posible en una hora y cuarto? ¿Cuáles son las situaciones que nos desvelarán todo el conjunto? A toro pasado la respuesta parece evidente: una corrida de alternativa. Allí estará el torero que comienza, el que está en su momento de gloria y aquel que está en decadencia. Un será, un es, un fue. Y aún otro fue, el padre del debutante, antiguo torero él también. Y de añadidura un espontáneo. Un querer ser.
Inteligencia del melodrama, quizás el género ideal para documentar una época, un oficio, un mundo. Y la Comedia Humana de Balzac era una sucesión de melodramas como manera de alcanzar un realismo total, un realismo que describiese los mecanismos sociales, todos los estratos, todas las posibilidades, y todo su movimiento. El realismo es melodramático por instinto y por necesidad. (Bueno, y ahí hay también su comedia inevitable, el melodrama realista quiere recoger toda la experiencia, y eso incluye también la caricatura y el humor. Todo vale, todo es necesario. Aquí, sí, aquí vendría también Mi tío Jacinto.)
Tres edades del torero que son muchas más, incluida la edad del espontáneo, quizás la más importante, la del querer y no poder y de puro querer acabar pudiendo y acabar quemándose en ese poder. Aquí es difícil no pensar que unos tienen que hacer trampas y escalar paredes para entrar en la plaza mientras que otros tienen las puertas abiertas. Es difícil no pensar que el debutante de familia torera que tiene que vencer al miedo para conseguirlo tiene su reverso en el joven pobre y sin miedo que acabará perdiendo la vida, pero encontrando la prueba de su valor. De su valor y quizás de su talento. Porque no olvidemos que el uno y el otro son necesarios. Hay que ser húngaro. Hay que tener talento.
Muchas edades que quizás sólo sean dos, más básicas, vida y muerte, los que salen de la plaza y los que no.
Apenas una tarde, apenas eso y la mirada continuamente móvil de Ladislao Vajda, que abarca todos los lugares, todas las dimensiones y todas las experiencias. Una mirada completa, precisa, pero también distante, preocupada por el detalle pero también por el dibujo general, por el viaje de un detalle a otro.
Un melodrama realista, donde lo importante no es tanto el drama como la imagen del mundo de los toros que nos permite trazar. Y dentro de ese mundo lo único que cuenta, la experiencia como trayectoria, la experiencia reducida a su más sencilla expresión: vida, lucha y muerte. Y al final es difícil saber si de todo el cuadro, de toda la comedia humana, lo que importan son los detalles o esa línea que todo lo compone, la experiencia de ese único trazo que resume una vida.
Eso apunté y al menos por hoy, estoy cansado, estoy confundido, nada más añado. Porque al fin y al cabo el caminar de Jacinto no es más que eso, el único trazo que resume una vida. De él nacen todos los detalles (euforia de los detalles, me quito el cráneo ante los artesanos que sin cesar juegan e inventan) a él vuelve todo, Pepote y Jacinto y Doña Francisquita y Puskas y hasta María Braun del brazo del Barbero de Sevilla, al asombro de asistir en el detalle y en los recovecos, en la farsa y en la tragedia, en lo realista y en lo teatral, al agitarse de un hombre en una vida que es que hay que vivirla.
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