Las heces, verdaderas proscritas de su reino entérico. Solo algunos animales y bacterias encuentran provecho copróbico en ellas. Hoy, nosotros apenas reclamamos su conservación para rituales poco convencionales y en cualquier caso efímeros: ritos tribales y supersticiones, ciertas parafilias y delicadas peticiones médicas. El estupor ante la explicación del protocolo previo a un coprocultivo debe abismar tanto como la confirmación de un diagnóstico de cáncer. Si van a mirarme las heces, es imposible que no encuentren nada malo. En la mejor de las situaciones, es decir, en la normalidad, nos limitamos a reciclar o a minimizar su presencia. Y eso está bien, es un indicador fiable del nivel de desarrollo de una comunidad. Porque hasta donde sabemos, en el humano todavía no funciona el mecanismo de segunda digestión ni el de profilaxis por el que otros animales ingieren o se frotan excrementos. Alejarse de estos es, entonces, un acto necesario que responde a factores instintivos y culturales.
I. ¡MERDRE!
Siempre hemos pensado que nuestras actuaciones pertenecían a los segundos, a los culturales. Una elaboración ligada a procesos educativos y de aprendizaje desde la niñez. Pero ni esa herencia ni sus poderosos tabúes deberían enmascarar los mecanismos innatos del niño y de unos padres que tutelan la forma y el tiempo. La salubridad como bienestar proporcional a la distancia o desaparición de los excrementos debe ser también una marca genética, por lo tanto previa o alentadora de la ceremonia cultural. Una ceremonia compleja en todos los aspectos, de los psicológicos a los logísticos. Con tal de no enfrentarnos a los despojos, hemos fabricado sistemas asombrosos de ingeniería civil y de represión mental. Seguimos apreciando los esfuerzos freudianos por desentrañar la fase anal, mientras descubrimos valores estéticos -en su momento estrictamente funcionales- en el incipiente uso del arco de medio punto en el alcantarillado del Imperio Romano.
Aquí no nos vamos a olvidar de la dimensión organizativa ni de la antropológica (1), pero prestaremos mayor atención a la psicológica en tanto se relacione con la Estética. Lo que sigue será, pues, el esbozo para una Escatoestética de la imagen contemporánea. Debido a la amplitud y a la liquidez semántica del género, lo limitaremos a su vertiente excrementicia fecal. La fecalidad, ese prodigio de sonoridad al que -mucho antes de ser empleado por Carlos Boyero- ya le cantó Antonin Artaud.
Literatura (con diferencia su campo más fértil) al margen, la escatología como género visual único y definido es de difícil rastreo iconográfico más allá de las representaciones que las diferentes civilizaciones han realizado del sexo, de la glorificación de la guerra y de los sacrificios religiosos. Iconografías escatológicas que se movían entre la alfabetización, la propaganda, el miedo y el castigo. Frescos, muebles y cresterías, capiteles y portadas, gárgolas, algún altar, columnas y pilastras, ajuares y otras artes aplicadas. Burdeles, iglesias, palacios paganos, templos y hogares. La escatología nunca buscó el escándalo, si acaso lo hizo como elemento didáctico o disuasorio. Su representación o su prohibición era potestad de las hipocresías dominantes o de grietas populares como el carnaval (2). La escatología por extraño que parezca, siempre se prestó más a la iconodulia que a la iconoclasia.
Sin embargo, con el paso del tiempo, la escatología fue perdiendo cualquier valor social o pedagógico para terminar en un lazareto íntimo y culpable. La sociedad, el poder y las religiones principales abjuraron de ella. Vigilaron las nuevas creaciones y si era menester siempre había un heredero de Daniele Volterra para adecentar las antiguas. Así hasta la firma de su acta de defunción fechado en 1961. Año en el que Piero Manzoni entrega al mundo sus noventa latas de Mierda de artista. 30 gramos de mierda por ítem a precio de oro. Literal.
Aquello nos sirve como barrera temporal y poco más, porque hoy como ayer su afán conceptual y la polémica posterior resultan enternecedores. La cotización de la obra de Manzoni sigue pujante, aunque desconozco si alcanza el nivel de otros usos menos abstractos, más funcionales y figurativos de la mierda, como en el caso de algunos de los bustos y de las vanitas de Miquel Barceló. En cualquier caso, las latas de Manzoni han seguido viviendo a la sombra de la Fontaine de Marcel Duchamp. Y su reflexión ha quedado, a lo sumo, como fuente de anécdotas y leyendas acerca de su contenido y de los problemas derivados de un negligente método de envasado (sin vacío, sin orificios de ventilación) que no previó la expansión de los gases de la fermentación.
Con lo cual, el medio siglo posterior a Manzoni ha sido el de la verdadera escatología, esto es, el de la post-escatología: el de la vida después de la muerte.
II. Hacia una Escatoestética del audiovisual contemporáneo
La fermentación de la segunda mitad del siglo XX concluye con la desaparición del detrito, es decir, con la normalización del uso. Entiéndase, el detrito no se desvanece, se integra en el paisaje. La coprolalia con la que los surrealistas trataban de escandalizar a la audiencia ha pasado a ser el Jesusito de mi vida. Un caca-culo-pedo-pis global y cansino que se hace todavía más repelente cuando el píxel y el pitido acuden a la censura. Los mass media se han aplicado como voraces bacterias coprófagas y el espacio público resultante ha sido el de un puritanismo incapaz de disimular sus raíces fecales. En el nuevo contexto, los intentos de una iconografía escatológica como emblema de transgresión se han ahogado en la infantilización o en la disentería. Como en tantas ocasiones, la transgresión impostada deviene regresión y -en el mejor de los casos- redundancia dentro de unos espacios de por sí iconorreicos (3). Es sencillo comprobar cómo la imagen escatológica jamás pudo convertirse en bandera fiable y duradera de ninguna vanguardia artística. Y en muy contadas ocasiones (David Nebreda, Gunther von Hagens) sirve como primera referencia o identidad de algún artista visual.
En el audiovisual, el recurso de esa iconografía ha sido utilizado de manera indiscriminada por todo el espectro ideológico y formal. Por el underground, por el infantilismo cómico, por la gamberrada y la caricatura, por el documental y el reportaje, por la falacia publicitaria, por subgéneros del terror y de la pornografía, por la información, por el cine de autor y la modernidad solemne. Al fin y al cabo la mierda también sucumbió al solipsismo posmoderno. Porque, como bien adelantó un siglo antes Alfred Jarry (4), para algunos la ¡mierdra! también es cuestión de gustos.
Sin ánimo de exhaustividad podemos repasar una ristra de ejemplos célebres más, menos o en absoluto conseguidos y con cierta -o ninguna- carga simbólica.
La mierda animada y colorista del solícito Sr. Mojón (Mr. Hankey) de South Park. La cruda y telerreal de los tarados de Jackass. La mierda que ya no es patrimonio de la incontinencia de los marginales, como la inmersión psicotrópica y el estarcido matutino de Trainspotting. La mierda como apropiada extensión del culto cinéfilo en las tribulaciones del pequeño Léolo. La mierda como alegoría de la restauración monárquica no-sálica con el regreso al trono de Natalia Verbeke (Fibra, de Central Lechera Asturiana). La mierda militarizada, o el laxante (Micralax), como Estado policial donde el control volitivo de esfínteres ha sido derogado. Los enemas obsesivos de El balneario de Battle Creek como signo de la farsa comercial y la charlatanería. Joaquin Phoenix ejerciendo de letrina ambulante en I’m still here. Morfología e identidad de la hez y de una barrita de chocolate en Caddyshack. El colon como albergue temporal de los aliens -o lo que aquello fuera- de Dreamcatcher. La hez como reivindicación racial en The help y como liberación en Cadena perpetua. Y en Cigarette burns, el mejor de todos, el de la morada intestinal desplegándose como soporte cinematográfico definitivo. Materialismo entérico firmado por Udo Kier que fulmina el debate entre lo analógico y lo digital.
Especial atención merecería el tratamiento documental y reporteril. Lejos de cualquier afán científico y divulgador, se han dejado arrastrar a la fosa séptica del sensacionalismo. Lo que en los sesenta fue considerado como extravagancia formal, degradación moral y residuo estético, devino canon. De esta manera, el Mondo y sus derivados conquistaron el mainstream cultural y televisivo. Queremos acompañar al reportero en sus expediciones a las simas de las ciudades y ver cómo se desenvuelve Mike Rowe en la faena de los Dirty Jobs. Por supuesto, también deseamos observar la mierda acumulándose en los zuecos de Frank de la jungla, a Jesús Calleja cagar en el Polo Norte, a los Mythbusters medir las emisiones de metano de una de sus cagadas ya Bear Grylls ordeñar deposiciones de elefante, hurgar en las de oso, pillar una buena diarrea o hacerse una infusión con los conguitos de un roedor.
La mierda no se limita al cine Trash, ni a las películas de adolescentes, ni a reactualizaciones transnacionales de Pierino, ni a las producciones Troma, ni al Monsturd de turno. De Dusan Makavejev a Emir Kusturica, de Berlanga a Almodóvar, de Terry Gilliam a David Cronenberg, de Marco Ferreri a Lars von Trier, de Fellini a Miike… El panteón cinéfilo nunca le ha hecho ascos a una metáfora de (la) mierda. Ejemplos que en su mayoría resultan tan inofensivos y pulcros como el perrito de Scottex. Vanos intentos por escapar de unos medios de comunicación que, como la mafia, practica el monopolio del negocio de la basura. Luchas estériles por diferenciarse dentro de un ámbito artístico donde no hay lugar a la sorpresa y donde la única duda que surge es si la mierda se ha institucionalizado o si directamente la institución es la mierda. No sabemos si nos sentamos a comer o cagar, como ya avisó Buñuel en El fantasma de la libertad. En el nuevo siglo, Zizek (5) se sigue planteando lo mismo:
¿Adónde quedaron aquellos buenos tiempos en que el arte oficial era conservador y la vanguardia se dedicaba a provocar a la gente? En la colección Saatchi de Londres, que integra el circuito cultural establecido, se pueden ver obras perturbadoras como videos de colonoscopias, mierda, lo que se nos ocurra.
La mierda, así, es un elemento transitivo que no sabe de cultura popular ni de élites. La mierda como única y ejemplar tabla rasa. Buscar la subversión a través de los medios convencionales y hasta elevados del audiovisual escatológico es inútil. Instalarse directamente en el horror, en un horror “nuevo” o en un derivado cercano a la saturación, no funciona. Podemos tomar los tres ejemplos que en la actualidad quizá sigan siendo los más conocidos. Del underground a lo viral pasando por la modernidad, de Pink flamingos a 2 girls & 1 cup, pasando por Saló. Tres acciones que provienen de ese horror nuevo que quiebra la normalidad sin nacer de ella. Su impacto se desvanece como lo hacen las novedades. Aunque siempre quedan posos en los que leer: comer con los dedos o con cuchara de plata; nihilismo o relato. O la virtud del contraplano de las adorables scatgirls, cuya expansión adquiere mayor interés para el análisis que su referente.
III. El tragaluz del infinito
En definitiva, la única manera de perturbar y de angustiar con resultado indeleble es desde lo siniestro. Desde la idea de lo ominoso (6) freudiano, desde lo cotidiano que deviene pavura. “Lo ominoso es lo otrora doméstico” dijo el bueno de Sigi. Para ilustrarlo apenas necesitamos una persona, una reacción fisiológica y un espacio contextual. A saber: una mujer adulta, posiblemente ama de casa, una encopresis y el (no)origen de la cadena trófica que (no)concluye en el retrete: un supermercado. ¡Acción!
La escena bien podría haber sido utilizada por Jacques Lacan (7) en su seminario sobre la angustia:
Lo horrible, lo equívoco, lo inquietante (…) se presenta como a través de tragaluces: el campo de la angustia se sitúa, para nosotros, enmarcado. Reaparece así (…) la relación de la escena con el mundo.
Tal es el encuadre, no hay otra palabra más adecuada que tragaluz. Ni mejor manera de ver su efecto que estudiando la relación de esa imagen-escena con el mundo. Una imagen-escena que, desde la pertenencia a la industrialización de la mirada promulgada por Paul Virilio (8), se empeña en contradecir al teórico francés. Ofrece significados, demanda percepción, procesamiento y es -como veremos más adelante, también en contra del ánimo apocalíptico de Virilio- bifronte: tras el rechazo, asoma la esperanza.
Esa imagen de baja calidad, fea, funcionarial y automática tomada por una cámara de videovigilancia, es susceptible de una desautomatización que va más allá de la operación de registro, montaje y difusión realizadas. Es una imagen con la que Harun Farocki podría trabajar. Es una batalla entre la luz y la oscuridad. Volviendo a Freud -vía Schelling- en su definición de unheimlich: “todo lo que estando destinado a permanecer en el secreto, en lo oculto, (...) ha salido a la luz” (9). Tanto la encopresis como la captación y el visionado del acto han cruzado la frontera de lo oculto en el sentido que le otorga el maestro austriaco: lo oculto como instinto reprimido o reconducido, pero siempre familiar, que reaparece tiempo después sin haber deseado su vuelta. Un instinto fisiológico que en la puesta en imágenes dispara dos tipos de mirada: una escópica que parte de la identificación del cuerpo de la escena con el propio, seguida de otra escoptofílica que, con el vector opuesto, trata de restituirnos como meros espectadores. Enlazando con la escatología en su acepción clásica de fenómenos de ultratumba, han seguido las órdenes de Zelda Rubinstein en Poltergeist: han ido hacia la luz. Y en ella han acampado para nuestra angustia.
La cotidianidad de todos los componentes de la escena hacen la diferencia con cualquier muestra de Scat porn. Nótese la importancia del supermercado. Porque a la mencionada funcionalidad del lugar como falso inicio del proceso de ingestión-digestión-excreción, se le pueden añadir diferentes niveles semánticos. Empezando por la ruptura visual de esa cadena, por la fractura de la enunciación lógica del relato. En lugar de recitar el alfabeto, se introduce una elipsis seca entre alfa y omega. El ciempiés humano se ha descosido y los orificios han sido liberados. A su vez, la escena funciona porque rompe la norma universal de preservar la higiene de los lugares relacionados con la comida. En un hospital, en un colegio o en un hotel no sería tan efectiva, aunque se traten igualmente de espacios donde se exige salubridad. Tampoco conseguiría el mismo impacto si, llegado el caso, sucediera en pleno desfile de Victoria’s Secret o en la gala de los Oscar Academy Awards; siempre se pensaría que formaba parte del guion.
El supermercado: espacio de orden cartesiano, gama infinita de colores amables y llamativos, hilo musical para acompasar la compra. Decorado ilusorio como los levantados para Catalina de Rusia y que escondían el páramo, la nada. Escenario ideal(ista) cercado por la niebla del tardocapitalismo y del fundamentalismo (The Mist, 2007). Justa metáfora de la sociedad de consumo. Pequeño paraíso prefabricado de fácil voladura. No-lugar perfecto para paseos post-apocalípticos donde el personaje sigue mirando la fecha de caducidad de los productos.
Mirar la fecha de caducidad no es precisamente lo que observa la mujer del vídeo. Esa mirada al código de barras que ha dejado en el pasillo es determinante. Un amago previo, a duras penas contenido por la prisa y suponemos la vergüenza, se convierte instantes después en un oteo épico. Puro reflejo animal, un National Geographic de un par de segundos que cambia el Serengeti por el Mercadona. Y ese gesto, esa mirada, nos ofrece otro dato decisivo: la mujer no padece ningún problema mental. Mirar la deposición implica la ausencia de trastorno severo; está cuerda porque ha mirado. Aunque si de nuevo hiciéramos caso a Freud, todo aquel que fuera incapaz de controlar sus esfínteres pasado el año de vida, sería carne de neurosis. La mujer marcha tranquila y convencida como Santo Tomás porque, al margen del alivio, ha visto. No le ha pasado lo que a Antonio Resines en aquella secuencia de La Marrana donde Alfredo Landa -en la mejor tradición de la Picaresca-, le enseñaba lo inquietante que resulta la desaparición de las heces tras la evacuación. Desconfiad de quien no pase del terror a la alegría tras verificar que no ha expulsado nada extraño (un bicho, parte del colon, una factura sin pagar) y que su cuerpo sigue funcionando.
IV. Las mujeres de Stepford
Al final de la primera versión de The Stepford wives (Bryan Forbes, 1975) -y no en ese remake despreciable y profundamente reaccionario-, las perfectas amas de casa caminaban cadenciosas y educadas por los pasillos de un supermercado en tonos pastel. La distopía había triunfado y la imagen elegida era tan perfecta como ellas. Apenas tres años más tarde, George Romero buscaría un efecto similar cambiando el tono y la iconografía. En Dawn of the Dead, las mujeres se convertían en zombis y el supermercado en un centro comercial. Si bien el propio Romero avisa que el uso figurado del centro comercial es sobrevenido al logístico y narrativo de la localización. Pero ahora solo nos interesa The Stepford wives, una excelente película a pesar de un desarrollo previsible y en ocasiones menos ambiguo de lo deseado o de lo mostrado por Bryan Forbes en otras películas.
Uno podría pensar que la apariencia distópica o pre-apocalíptica de nuestra particular scatgirl es equivalente a la de Stepford. Es decir, el preludio de un futuro donde las amas de casa harán realidad el atroz chiste de la neurona, la vaca y la incontinencia. Pero no, ese anónimo vídeo arrojado a Internet mantiene vivo el proyecto del ser humano. Un proyecto que si quiere otorgar validez a las palabras cultura y progreso deberá conocer, identificar y asumir su tenaz base biológica. Tomar conciencia de la existencia de esa irreductible naturaleza humana repleta de incomodidades y de ramalazos desagradables, no socava nuestras responsabilidades, no supone abandonarse al determinismo. No es una visión “reaccionaria que nos condene a la opresión, la violencia y la codicia” (10), sino todo lo contrario: el mejor y quizá único camino para nuestro perfeccionamiento.
El vídeo contiene ese envés esperanzador. Tenemos que tomarlo con ilusión y optimismo, como pauta de todo aquello que somos y que no podemos negar. No deberíamos abordarlo como otra de las infinitas muestras actuales de desolación. Porque el colapso del futuro y la distopía apocalíptica no aparecen por generación espontánea sino, como bien señala José Luis Molinuevo (11), por la incapacidad y “la falta de confianza de producir presente”. Las grandes distopías totalitarias animan a construir y pensar un futuro mejor “prediciendo un futuro peor”. En este caso, un futuro irremediablemente peor será el del supermercado de Stepford en el que las mujeres han dejado de ser, nunca el de la señora del vídeo.
* * *
Allí donde huele a mierda
huele a ser.
El hombre muy bien habría podido no cagar,
no abrir el bolsillo anal,
pero eligió cagar
como habría escogido vivir
en lugar de consentir vivir muerto.
Pues para no hacer caca
habría tenido que consentir no ser,
pero no pudo decidirse a perder el ser,
es decir, a morir viviendo
Antonin Artaud, En busca de la fecalidad)
* * *
Nota de la ilustradora: Algunas de las imágenes han sido editadas a partir de las ilustraciones de Film as a subversive art, de Amos Vogel
(1) Gregory Bourke, John: Escatologia y Civilizacion: los excrementos y su presencia en las costumbres, usos y creencias de los Pueblos.Círculo Latino, 2005.
(2) Bajtin, Mijail: La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento. El contexto de François Rabelais. Alianza Editorial, 1987.
(3) Browne Sartori, Rodrigo: “Comunicación indisciplinada: iconofagia e iconorrea en los medios de (in)comunicación”. En: Revista Austral de Ciencias Sociales, nº 11, pp. 101-114.
(4) Jarry, Alfred: Ubu Rey. Cátedra, 1997.
(5) Contra el goce, entrevista de José Fernández Vega. Clarín, 29 de noviembre del 2003. : Versión digital. Si bien la idea es recurrente y puede ser apreciada en textos como When straight means weird and psychosis is normal: www.lacan.com.
(6) Freud, Sigmund: “Lo ominoso”, en Obras Completas. Amorrortu Editores, vol. XVII, págs. 215-251.
(7) psicopsi.com.
(8) Virilio, Paul: La máquina de visión. Cátedra, 1989.
(9) FREUD, pág. 241.
(10) Pinker, Steven: La tabla rasa. La negación moderna de la naturaleza humana. Paidós, 2003.
(11) Molinuevo, José Luis: La vida en tiempo real. La crisis de las utopías digitales. Biblioteca Nueva, 2006, págs. 59 y 117 respectivamente.
*Todas las referencias digitales son con visita en febrero del 2012.