Recuerdo que hace mucho tiempo leí en mi hoy ajada Enciclopedia de los Oscar (1) que Hannah y sus hermanas (Woody Allen, 1986) estaba rodada en el apartamento neoyorquino de Mia Farrow. Aquella fue la primera vez que pensé que las casas de las películas podían ser reales: era posible que en ellas viviese gente de verdad y no se trataba solamente de unos cuantos muebles colocados en un estudio. El cine se me apareció así como el paraíso de un voyeur, ansioso por asomarse a la intimidad de los demás. Pero no un vouyerismo irracional y morboso à la Hitchcock, sino uno más benévolo, que se complace exclusivamente en cotillear el mobiliario, como cuando se consigue entrar en la casa del vecino de abajo, cuyo apartamento es idéntico al nuestro pero completamente distinto al mismo tiempo: la mirada recorre las láminas que cuelgan de sus paredes, los libros de sus estanterías, la disposición de los enseres…
En el cine clásico, excepto en contadas excepciones, las películas de ficción se rodaban en decorados. Era el legado de Méliès, todo debía ser artificioso e irreal. El público del cinematógrafo no iba a pagar por ver en la pantalla a personajes habitando una casa como a la que se volvería una vez finalizada la proyección. Por eso, en todas partes se pusieron de moda las películas sobre la Clase Alta, porque permitían a los decoradores mostrar un lujo inasequible al espectador medio. El principio del fin de la omnipresencia de este cine sobre los más acaudalados coincide, por un lado, con el ascenso de la clase media y, por otro, con el despertar de la modernidad cinematográfica. Tomemos el ejemplo de Italia: las “comedias de teléfonos blancos” (llamadas así porque en las casas de los ricos se usaban teléfonos de color blanco) (2) prácticamente desaparecieron tras las Segunda Guerra Mundial, cuando las clases populares se enseñorearon hasta del humor. No puedo precisar si los espectadores le dieron la espalda a este cine porque tímidamente se empezó a vivir mejor y la gente ya no necesitaba que las películas fuesen un escapismo de la asfixiante miseria, o si los cineastas decidieron ignorar de forma deliberada a las clases altas, al menos por un tiempo, centrándose en los problemas de los más desfavorecidos, quizás para probar su recién estrenada capacidad de denuncia social, quizás porque se dieron cuenta de que los dramas de los pobres podían ser equivalentes a los que experimentaban los reyes; así, una atmósfera shakesperiana se atisba en Ladrón de bicicletas (Vittorio De Sica, 1948) o Rocco y sus hermanos (Luchino Visconti, 1960). Las casas de los protagonistas de estas historias, por cierto, no creo que sean motivo de envidia para (casi) nadie.
Poco a poco, el cine fue caminando hacia la modernidad y en Italia el neorrealismo desembocó en un cine que, incluso en manos de los mismos cineastas que habían manifestado una firme voluntad de crítica social, se hizo más frío, más cerebral. Siguió criticando su tiempo pero ya sin la virulencia de la perspectiva de la lucha de clases. La clase media ganaba terreno y eso hizo que el cine se “aburguesase” en cierto modo. También los decorados, por supuesto. Pasamos de contemplar los más paupérrimos suburbios de Milán o Roma a recrearnos en los lujosos apartamentos de los nuevos ricos. El diseño de producción fue siempre algo extremadamente importante para cineastas como Antonioni, que nos mostró pormenorizadamente las nuevas casas de los italianos en sus despiadadas disecciones de la burguesía.
De este modo, los espectadores empezaron a soñar de nuevo con casas como las de las pantallas de cine, aunque con una diferencia: en el nuevo tiempo, los asiduos a las películas de arte y ensayo podían, quizás, aspirar a poseer un apartamento como el de Monica Vitti en El Eclipse (Michelangelo Antonioni, 1962). No más decorados artificiosas: el cine comenzaba poco a poco a convertirse en la mejor y más grande revista de decoración que jamás se ha editado. Pero no era una influencia de una sola dirección: los decoradores, cada vez más omnipresentes en la sociedad de consumo, comenzaron a tener un gran ascendente en los diseñadores de producción de las películas, que se parecían a las casas de la gente de a pie. Todavía hoy en día se nota esta influencia y hay diseños de producción que se aproximan bastante a la realidad o, al menos, lo intentan. Y es que el axioma de Hitchcock también es válido para las casas de celuloide: no tienen que ser realistas pero han de ser verosímiles. Así, poco a poco, el cine se fue contaminando de realidad, pero también la realidad de cine. Los espectadores podían, al salir de la película, pensar en poseer en una otomana, en una librería o en una cocina como las que acababan de ver. Y yo, que tiendo a guardar objetos inútiles en la memoria, me acuerdo de repente de muchas de esas cosas triviales que se guardan en las casas cinematográficas del giallo, y que podrían llegar a formar parte del mobiliario de cualquier casa de clase media con ínfulas de estilo: el teléfono transparente de Il profumo della signora in nero (Francesco Barilli, 1974), las estanterías al aire de Huellas de pisadas en la luna (Luigi Bazzoni, 1975), el psicodélico empapelado de El gato de nueve colas (1971) …
Y entonces llegó el giallo, ese género lleno de crímenes que es más un estilo dentro del thriller o el terror más que un género en sí mismo. El giallo, si nos atenemos a las teorías que separan la modernidad de la posmodernidad cinematográfica, sería, seguramente, una de las primeras corrientes del cine posmoderno. Según los estudiosos del tema, se puede considerar como cine posmoderno aquel en el que se exagera la artificiosidad de los recursos propios del cinematógrafo, como la iluminación o la escenografía, para que el espectador sepa que la película que contempla es una construcción imaginaria (3). El giallo es puro artificio, y uno de los rasgos que nos lo revela son los espacios en los que transcurre. Podemos desear vivir en esas casas pero solamente lo conseguiremos en sueños. No sé si los objetos antes mencionados fueron creados ex profeso para el celuloide o si algún espabilado director de producción los encontró en alguna absurda tienda de decoración, lo cierto es que, aunque sean corrientes, todos parecen algo inconsistentes, como si la realidad no pudiese soportarlos, del modo en el que un pez no soporta estar fuera del agua, y su medio natural sea única y exclusivamente el cine.
La primera película en la que las casas del giallo llamaron mi atención fue en Rojo oscuro (1975). Eran viviendas en bloques de pisos, no grandes mansiones, apartamentos más o menos convencionales pero con una decoración un tanto estrambótica, como los de esas personas que no solamente tienen un poco de dinero para gastar en muebles sino también un gusto excéntrico, de las que visitan con asiduidad las tiendas de diseño pero también los mercadillos. Y me pregunté si aquello serían casas de verdad, de burgueses italianos de los que siguen las tendencias. Cuando transcurren las escenas en exteriores, se aprecia en ellas una calidad onírica, por lo que da igual que los escenarios sean reales o no: el Turín de Rojo oscuro, tanto sus calles como sus interiores, es una fantasía alucinada, similar a la Roma que retrató Fellini, el sueño de alguien que solamente conoce Italia por las películas. Así, los diversos apartamentos que se suceden en la cinta son como un lugar soñado, llenos de recovecos, decorados con chismes extraños y fascinantes, que no acaban de encajar entre sí, como si en el sueño de los personajes se hubiesen mezclado objetos idealizados, deseados pero nunca encontrados, otros poseídos hace tiempo y perdidos para siempre y unos pocos, los únicos funcionales, reales. Como afirma Alexia Kannas “los espacios habitacionales están tan escasamente amueblados como una habitación de hotel y proveen poco confort o sensación de seguridad” (4). Aunque no estoy de acuerdo con su visión de las casas del giallo como algo tan aséptico como el dormitorio de un hotel, sí creo que no están concebidas para que la gente viva en ellas, un poco como las casas de las revistas de decoración: al observarlas, nos preguntamos ¿dónde guardan los inquilinos sus cosas? ¿Dónde comen? ¿Dónde se sientan a ver la televisión? Los personajes del giallo son tan estilizados que no necesitan realizar las funciones de los simples mortales. Pero, a pesar de su escasa habitabilidad, las casas de las películas de Dario Argento son extrañamente atractivas. Lo es el apartamento a la moda del músico protagonista de Cuatro moscas sobre terciopelo gris (1971), la casa rococó del principal personaje femenino de El gato de nueve colas o las villas burguesas, siempre ensangrentadas, de Tenebre (1982), en las que el barroquismo predominante en los años 70 da paso a espacios menos recargados. La década de los 80, aunque muchos la recuerden por sus excesos estéticos, al menos en el mobiliario, es mucho más comedida que la anterior.
Las casas poco convencionales son una constante en Argento, al que le gustan mucho los escenarios abigarrados, rimbombantes, sin atisbo de naturalidad, en los que es fácil esconder a sus psicópatas y a sus fantasmas y en los que quizás no viviríamos pero sí nos perderíamos durante unas horas (siempre que el asesino ya hubiese sido atrapado, claro), como quien visita un gabinete de curiosidades y se deleita con los cachivaches entre la maravilla y la pesadilla que allí se almacenan. Muchas de esas casas seguro que hacen las delicias de Jan Švankmajer, que asegura que en estos espacios se atesoran las pruebas de un mundo mágico anterior al de la razón (5). ¿Anterior? Quizás la única magia que queda en la era de la posmodernidad se preserva en el cine y es allí donde los objetos más insólitos deben guardarse.
La película clave para entender la peculiar relación de Dario Argento con los escenarios es Inferno (1980), la segunda de su “Trilogía de las brujas”. Inferno transcurre prácticamente en su totalidad en un bloque de apartamentos situado en Manhattan, en el que el personaje del arquitecto que ideó las guaridas de las brujas asegura casi al final del filme: “Yo construí las casas para las tres Madres. Casas que se convirtieron en sus ojos y oídos. Después, me enterré aquí. Este edificio es mi cuerpo. Sus ladrillos, mi alma. Sus pasadizos, mis venas. Y su horror es mi vida.” Los espacios como el origen del terror, esa sensación de inseguridad persistente de las casas grandes y con rincones inservibles, un poco como todos recordamos nuestros hogares de la infancia, aunque hayamos vivido en apartamentos minúsculos. En los escenarios del giallo, los objetos más triviales acaban pareciendo amenazadores, desde la alacena que esconde el emparedamiento al final de Siete notas en negro (Lucio Fulci, 1977) hasta la siniestra muñeca de Rojo oscuro. La magia, esa sinrazón anterior a nuestro cientificismo contemporáneo, necesita un espacio y unos artilugios para materializarse. Argento es el gran demiurgo, el que construye todo lo que necesitamos para volver a la magia como volvemos todas las noches a casa.
El realizador italiano saldría de los claustrofóbicos hogares para brindarnos terrores más grandilocuentes, como los de la espectacular secuencia inicial del asesinato en el recibidor del colegio de Suspiria (1977) (algo que, por otra parte, ya había ensayado en un entorno más urbano en El pájaro de las plumas de cristal (1970), con una estilizada galería del arte), así como en el teatro de Terror en la ópera (1987) (aunque en esta cinta también salen algunas casas concebidas por un loco o un visionario), o en Phenomena (1984), una película que vuelve a esa vieja idea del bosque como el fin de la civilización y el comienzo de lo misterioso y lo ingobernable por el ser humano. Pues, aunque las casas no se encuentren en la ciudad, nada es bucólico en este género. En el giallo los habitáculos siempre esconden recovecos y peligros, como en La casa de las ventanas que ríen (Pupi Avati, 1976) y la desvencijada buhardilla de la casa que da título a la película, o los escabrosos muros del hogar de la protagonista de Siete notas en negro, que esconden un terrible secreto.
Es cierto que, en ocasiones, el giallo ensaya a crear escenarios asépticos, similares a esos que padecemos hoy en día en el cine y en la realidad por igual: la supremacía del llamado “estilo nórdico”, caracterizado por su sencillez, su pulcritud… Y su inanidad. Es tal el alcance de esta moda en decoración que ha impuesto una ola de insulsez hasta en los diseños de producción de las películas, en las que todo es blanco, espacioso, sin un atisbo de personalidad, limpio de los objetos entre el sueño y la vigilia del giallo. Así es el apartamento de la protagonista de Huellas de pisadas en la luna, una casa que podría encajar perfectamente en el blog Delikatissen (6) pero en este giallo extraño y fascinante los paisajes se van volviendo más barrocos a medida que la protagonista se va sumergiendo en la locura: del Milán más neutro a la mítica Garma, una isla imaginaria situada en la costa de Turquía, con hoteles modernistas y playas paradisíacas que esconden insondables enigmas. Y es que, aunque intente lo contrario, el giallo es un género en el que todo es ampuloso e irreal, porque ya no solamente trata de reflejar la realidad sino que reflexiona sobre cómo el cine la enfoca y distorsiona. Pasamos de desear las casas de las películas a que las casas sean manifestaciones de nuestros más íntimos y turbios deseos.
Un último ejemplo de casa obsesionante es la de Il profumo della signora in nero. Se trata de un giallo de aspecto clásico en el que se muestra una vez más la importancia del escenario como parte inherente de la acción. De hecho, el argumento de la cinta es bastante difuso, y, a pesar del esclarecedor final, toda la película podría transcurrir en la mente de la protagonista. Pero no solamente la peripecia de extraños cultos, magia negra y sangre inocente podría ser una fantasía alambicada de esa chica rubia, que es un trasunto más que evidente de la Rosemary de Roman Polanski: también su casa es una ensoñación, es el ideal de una revista de decoración en la que los redactores tuviesen especial querencia por las vitrinas llenas de trastos de inspiración oriental, por los largos corredores y galerías desaprovechados, por el papel pintado de estampados chillones, por la acumulación de muebles inútiles y por la incomodidad. O sea: una revista de decoración imposible. Gracias a la casa de la protagonista y a una sólida puesta en escena, se transmite una atmósfera claustrofóbica, algo a lo que no es ajeno el exterior de la vivienda, que es real, al igual que el de Rojo oscuro, pero no lo parece. Se trata del Palazzo del ragno, en el Quartiere Coppedè de Roma, que también aparece brevemente en el Infierno de Argento. Estos escenarios fácilmente identificables (al menos para alguien que conozca la ciudad) parecen indicar que el terror puede ser algo cotidiano y que, como en el edificio de Il profumo…, está en el rellano de nuestra escalera, en el portal, en la habitación contigua, porque el terror (o la magia primigenia) es algo que llevamos dentro de nosotros, como aseguraba el arquitecto de las brujas.
El giallo no inventó nada en el campo de la dirección artística, las decoraciones imposibles ya estaban allí antes, en Hollywood, en Francia. Como la mayoría del cine, mezclaba sabiamente localizaciones reales con decorados. Pero la gran revelación del giallo fue otorgarle a la realidad una pátina de ensoñación y a los decorados una suerte de realidad. Juega así con la percepción del espectador, haciéndole creer que esas calles romanas, milanesas o turinesas no existen y sí esos apartamentos, en los que se cruzan verdugos y víctimas, y en los que nos sentimos, en cierto modo, como en casa, porque apelan no solamente a nuestro gusto por la decoración, también a algo muy profundo de nuestro subconsciente. El giallo se convierte así en uno de los primeros géneros en los que sus espacios son completamente cinematográficos, en el sentido de que su principal referente no es la realidad, sino quizás las películas, quizás los sueños, quizás una mezcla de ambos, configurando uno de los primeros paisajes posmodernos de la historia del cine.
Nota: el título es un homenaje al clásico ensayo de Domènec Font Paisajes de la modernidad.
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(1) Enciclopedia de los Oscar. Conrado Xalabarder. Grupo Zeta, Colección VIB nº207, 1996, Barcelona
(2) Cinema dei telefoni bianchi.
(3) Cine posmoderno
(4) Alexia Kannas, No Place Like Home: The Late-Modern World of the Italian giallo Film. Senses of Cinema, 2013
(5) Metamorfosis. Visiones fantásticas de Starewitch, Švankmajer y los hermanos Quay. VVAA. CCCB – Gabinet de Premsa i Comunicació de la Diputació de Barcelona, 2014
(6) Delikatissen.