El año 2000 se acercaba con fuerza. A finales de los años 90, los cines se llenaron de historias en las que el mundo llegaba a su fin, ya fuese por el nacimiento del anticristo (El día de la bestia, Alex de la Iglesia, 1995), ya por el impacto en la tierra de un devastador meteorito (Deep Impact, Mimi Leder, 1998), ya por una epidemia de proporciones bíblicas (The Hole, Tsai Ming-liang, 1998). Pero llegó la nochevieja de 1999 y, justo después, la madrugada del primer día del nuevo milenio. Nada ocurrió. El fatídico efecto 2000, que amenazaba con colapsar el planeta, se desvaneció como los propósitos de Año Nuevo en la mañana del 1 de enero. Pero el cine, en lugar de volverse hacia ese milenio sin estrenar que prometía ser el más próspero de la historia de la humanidad, decidió continuar lanzando mensajes apocalípticos, con más ahínco si cabe, destruyendo el mundo todos los viernes. Era como si el comienzo de aquel nuevo año fuese una exigua tregua que no debía respetarse, pues teníamos que permanecer alerta: nuestro planeta se dirigía irremisiblemente hacia su final, un final abrupto pero profusamente anunciado. Si el año 2000 no había conseguido acabar con nosotros, lo haría el fin del calendario maya o el último Papa que anunció San Malaquías y que dirigirá el Vaticano justo después de Benedicto XVI. Además, los apocalipsis cinematográficos se volvieron más retorcidos y siniestros. Ya no eran gamberradas, excusas para epatarnos con lo último en efectos especiales o visiones románticas de un fin del mundo pop. Comenzaron a ser pesadillas surgidas de los más tenebrosos rincones de nuestro subconsciente. Por ejemplo, Kiyoshi Kurosawa imaginó en Kairo (2001) un final para la humanidad a base de fantasmas que surgían de Internet; una retorcida metáfora de la alienación que provocan las nuevas tecnologías años antes de que todos nos convirtiésemos en zombis virtuales por obra y gracia de Facebook o Twitter. El fin de los tiempos ya no era algo contra lo que los hombres pudiesen luchar. Ni siquiera algo que contemplasen horrorizados: era algo que venía de dentro de ellos, un virus que ellos mismos habían creado e incubado y que ahora liberaban a la atmósfera. Claro, Hollywood siguió haciendo de las suyas, ofreciéndonos épicas y melifluas instantáneas del fin, como 2012 (Roland Emmerich, 2009), pero entre sus cineastas también se cuentan cada vez más autores capaces de imaginar los últimos días de la tierra como algo alejado de la espectacularidad. Así, elaboran historias en las que la catástrofe que acabará con nosotros se engarza en un pequeño drama en el que se revela que ese apocalipsis cotidiano está provocado por un ciudadano anónimo, un don nadie que representa la locura colectiva que nos acabará destruyendo. En Take Shelter (Jeff Nichols, 2011), su protagonista se enfrenta a un dilema de proporciones bíblicas: decidir entre recibir en herencia la enfermedad mental de su madre o destruir el mundo con la madre de todos los ciclones. Como señala Carlos Losilla “¿no será la historia de un tipo que quiere creer en su locura hasta que consigue hacerla realidad para todos?” (1)
Melancolía (2011), el fin del mundo filmado por el inefable Lars Von Trier, parte de un supuesto similar al de Take Shelter, pero su protagonista no se encuentra en el mismo dilema porque ese dilema no existe. El fin del mundo es inevitable desde su perspectiva, al abrazar la melancolía sabe que todo el planeta será arrasado tarde o temprano. Se ha aprendido de memoria la lección que Alfred Hitchcock nos enseñó. A saber: que determinadas neurosis colectivas son más devastadoras que los meteoritos, los desastres naturales y las epidemias juntos. Y es que Melancolía no es más que un remake (a su enrevesada manera) de Los pájaros (1963), una de las obras maestras más turbardoras del genio inglés. Pero el desasosiego que provocan ambas historias no proviene (o no solamente) de las aves repentinamente asesinas o de ese planeta misterioso bautizado como Melancolía, sino de la revelación de que el fin del mundo se inicia con un suceso banal desencadenante de una catástrofe que dormitaba tranquila en una apartada casa cercana al mar. Y, como en Take Shelter, esa catástrofe tiene que ver con una madre. Una madre loca, una madre posesiva, una madre ausente.
El prólogo de Melancolía es una mezcolanza de imágenes inconexas, como el sueño de un moderno San Juan, en el que se entremezclan las plagas, las catástrofes naturales y los extraños augurios, como el majestuoso eclipse que cierra la secuencia. Se pueden rastrear los orígenes de estas imágenes en los títulos de crédito de Los pájaros en los que el casting y los técnicos aparecen envueltos en una nube de inquietantes cuervos, que parecen anunciar, con sus graznidos, los horrores que vendrán.
Los pájaros comienza con una elegante secuencia ambientada en una pajarería, como de comedia romántica, en la que los protagonistas practican sexo verbal a propósito de unos Lovebirds. Estos son una clase de loros que, en español, tiene un nombre mucho menos malicioso, agapornis, pero que en inglés dan pie a una conversación de lo más picante entre un abogado de buena planta y una niña pija, hija de un magnate de la prensa. Melancolía, por su parte, comienza con otra escena desenfadada, casi divertida. Los protagonistas se dirigen alegremente a su banquete de boda cuando un accidente del terreno bloquea su ostentosa limusina. Von Trier filma los avatares de la pareja de recién casados para sacar al coche del apuro en un tono que para nada hace presagiar lo que vendrá después. Es como si el arranque de Melancolía fuese la continuación de la primera escena de Los pájaros. Chico conoce chica en tienda de mascotas y acaban casándose. ¿No terminaban antiguamente todas las comedias románticas en boda?
Pero, a partir de aquí, la cosa irá cuesta abajo. En Los pájaros, cuando su protagonista decide comprar y entregar ella misma los agapornis como regalo de cumpleaños a la hermana de ese abogado que le ha hecho tilín y que vive en una remota localidad costera, es atacada por un pájaro. La cotidianidad es alterada abruptamente por un suceso violento. En Melancolía, la situación estalla de manera más aparatosa cuando, en el que se supone iba a ser el día más dichoso de su vida, la protagonista sucumbe a su ansiedad y se retira del banquete, echando por tierra una oportunidad de ser feliz, quizás la última que tenía.
Inopinadamente, estos dos sucesos tienen un origen común en ambas películas: la madre. Según la teoría elaborada por Jesús González Requena (2), Los pájaros es una monumental metáfora de la neurosis. Esos pacíficos animales simbolizan la locura desatada de la madre dominante, una figura que remite a las diosas primigenias, a la Madre Naturaleza que, en las sociedades modernas, ha regresado para acabar con la figura del padre. A este respecto es importante la única escena de Los Pájaros narrada desde la perspectiva de la madre, en la que encuentra el cadáver de un vecino devorado por los malignos animales. ¿Una poco elegante representación de la muerte de la masculinidad?
Si Los pájaros hablaba de las consecuencias de la muerte del padre y la supremacía de la madre, en Melancolía el problema ha adoptado un cariz distinto. Durante el alegre banquete, el padre de la protagonista es representado como un ser bondadoso y alegre, mientras la madre es la primera en sembrar la discordia en la celebración, que acabará abandonando precipitadamente. La madre ya no es el monstruo omnipresente, que amenaza con devorar a sus criaturas, y que Hitchcock siempre temió. Él supo que Dios había muerto y pensó que su lugar sería ocupado por la Diosa, un ente que volvería locos a sus adoradores y que amenazaría con destruir a la humanidad, ya fuese bajo la forma de una guerra mundial emprendida en nombre de la Madre Patria o tomando el aspecto de una bandada de pájaros homicidas. Pero Von Trier piensa algo distinto: Dios ha muerto, por eso los ritos que le asociamos (como las bodas) ya no tienen ningún sentido. Sí, pero el hueco que ha dejado no está ocupado por la Diosa. Quizás en un momento dado pretendió ocuparlo pero ahora solamente hay un vacío, un vacío infinito que se llena de melancolía. Y esa melancolía, que nos impulsa a encerrarnos en la oscuridad y llorar sobre la almohada, es más destructiva que cualquier monstruo. Como dice Aarón Rodríguez Serrano: “la raza humana es un tremendo error, una impresionante estupidez (...) la única solución posible al problema: morir de melancolía, morir arrasado por una luz total que nos redima de nuestra soledad, de nuestros errores, de nuestro -poco- amor.” (3) El mal que asola la humanidad toma para Von Trier la forma de un planeta gigantesco que acabará con el nuestro y al que no puede hacer frente ni nuestro -poco- amor. Allí donde Hitchcock mostraba un atisbo de esperanza en la redención por el amor (en medio del caos generalizado, los Lovebirds son los únicos pájaros que no enloquecen), Von Trier no parece ver ninguna solución. El planeta Melancolía acaba abatiendo a la tierra en su periplo intergaláctico. Podemos permanecer juntos hasta el final, como hacen los protagonistas, pero eso no evitará que el vacío (un vacío que sale de nuestro interior), acabe absorbiéndonos. A pesar de que el principio del milenio se aleje cada vez más, el fin del mundo se acerca con fuerza.
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(1) LOSILLA, Carlos. Take Shelter, Caimán Cuadernos de cine nº 3, marzo 2012
(2) GONZÁLEZ REQUENA, Jesús. Escenas fantasmáticas. Un diálogo secreto entre Alfred Hitchcock y Luis Buñuel, Diputación Provincial de Granada, 2011
(3) RODRÍGUEZ SERRANO, Aarón. Melancholia (1): La inscripción.