Una de las cosas más curiosas de la cultura judía es la creencia en un dios personal. Estamos dirigidos por un ser que de divino tiene únicamente la omnipotencia: Yahvé no es, según el más elemental juicio del sentido común, ningún dechado de virtud y justicia. Yahvé es un dios celoso y, perdóneme la religión hebraica, pero los celos son una de las pasiones más débiles del ser humano. Los celos revelan inseguridad, necesidad, envidia, desconfianza, todos ellos estados de ánimo más propios del esclavo que del amo.
Esto no se le ha escapado a una comunidad tan perspicaz como la judía. La cuestión de la teodicea es sangrante, y más urgente que para un Leibniz. La estirpe de Abraham se pregunta por qué Dios permite el mal en el mundo, y, sobre todo, por qué permite que se ejerza contra ellos, pueblo elegido, con absoluta gratuidad. La cultura judía tiene conciencia de sufrir demasiado. En los libros de cuentas de la Historia debe figurar el alto precio pagado por los judíos, o quizás la gran deuda acumulada por Yahvé… ¿Gran deuda? Ya hemos dicho que se trata del pueblo elegido: ése es el privilegio por el cual Yahvé salda toda injusticia y por el que los judíos se comprometen a aguantar. He ahí la peculiar Alianza. Pero, después de tanto éxodo, dominación, diáspora y expulsión (y aquí me quedaré, justo antes de Auschwitz), es fácil olvidar las prebendas recibidas y sentir que el de arriba no es más que un caprichoso y un ingrato. Qué sentido tiene rendir culto a una voluntad tan poco atenta, cómo sobrellevar la mala suerte que nos adjudicó un jefe tan egoísta.
Estas dos preguntas subyacen en el mito de Job que, al formularse como texto sagrado, funciona como medida preventiva hacia la rebelión. Job, hombre temeroso de Dios, es puesto a prueba por Yahvé a instancias de Satán. Job mantiene su bondad y su fe a pesar de que Dios le haya retirado su protección, privándole de bienes y alejándole de su familia. Job, sin embargo, no reniega jamás; Job soporta y soporta, constata que los malvados viven bien, se convierte en objeto de desprecio y burla, pero no recurre a la mala acción para tratar de restablecer su posición. Su posición es la resignación: la defensa, si es que se puede llamar así, es la inactividad. Le llora a Dios, le pregunta por qué, y alberga una extraña esperanza acerca de un defensor celestial. ¿Una alternativa a Dios, un ángel? Tal cosa no sería más que un rodeo hacia el momento decisivo de la historia: el encuentro de Job con Yahvé.
La actitud de Job es, a la vez, humilde y orgullosa. Humilde porque no trata de reconducir los designios divinos, y orgullosa al olvidar las vías de acción humanas, normales (a veces corruptas o injustas) y reclamar un vis à vis con Dios. “Que alguien juzgue entre este mortal y Dios como entre un hombre y su prójimo”, dice (Libro de Job, 16, 21). Una petición llorosa y victimista, pero segura de su victoria. Por supuesto, las cosas no ocurren así. La historia culmina con una demostración de fuerza por parte de Dios: la omnipotencia divina hace incuestionable la acción divina. Los asuntos de justicia divina no conciernen al hombre; y, en fin, un satisfecho Yahvé restituye a Job la felicidad perdida.
Dejando de lado el happy ending, el mito de Job es una pieza de interesante sabiduría vital. No sirve de nada oponerse a la desgracia que a uno le acontece, ni tampoco lamentarse por lo inmerecido de la misma. “Porque sí” es una respuesta dolorosamente válida. Por otro lado, la respuesta activa es inútil, y al mismo tiempo es inevitable preguntarle a una instancia superior, al cielo mismo, por qué. Tal careo es ridículo: podemos creernos en igualdad de condiciones cuando en modo alguno lo estamos. Somos pequeños e insignificantes.
El mito de Job cumple con su misión al señalar la rectitud moral como única manera de hacer valiosa la existencia. El paso de los siglos hace que, ay, este aserto sea difícil de mantener. Hay lamento, hay indefensión, y hay un sentimiento de absurdo que se agudiza al comenzar nuestro antiguo s. XX. Un absurdo terrorífico o cómico, según se quiera ver.
No es casualidad que fuera un descendiente de judíos el que mejor describió el absurdo en el que se desarrolla nuestra existencia. Franz Kafka creó personajes que se creen (¿se saben?) mediocres, insignificantes, enfrentados siempre a un poder arbitrario y oculto. Los protagonistas kafkianos están indefensos frente a una ley inexplicable, un castillo inalcanzable, un proceso injustificado. Kafka se hace contemporáneo dándole una vuelta de tuerca a este desamparo. El hombre kafkiano, heredero de la desgracia de Job, es tan débil que no sólo le falta la fuerza, sino también la identidad. Los nombres son iniciales (Joseph K., el señor M), hay protagonistas innominados (Ante la ley) o, directamente, crea a Gregor Samsa, cuya metamorfosis en monstruoso insecto explicita la poquedad que siente del tratante de telas.
Aunque el mundo podría acabarse con Kafka, lo cierto es que se sigue viviendo tras la publicación de La metamorfosis en 1912 (sobreviviríamos aún a 1945: si conservamos un sentido de lo humano después de Auschwitz, tampoco nos van a paralizar las crudas verdades del hijo mayor de los Samsa). En 1991, Joel y Ethan Coen estrenan la inmensa Barton Fink. Kafka es actual, puro cine. El guión es más que brillante. Los Coen capturan en la misma imagen las miserias de Hollywood – escritores alcoholizados, productoras depredadoras, y un guionista que ve frustradas sus esperanzas de escribir una buena película, de hacer arte – y el absurdo que ya describió el checo. Barton Fink es una película económica desde un punto de vista expresivo. No le sobra un plano, no le sobra un elemento de tensión, no le sobra un énfasis dramático: sabe de lo que habla. Los Coen dominan el absurdo de la manera más auténtica, esto es, mezclando absurdo real y ficticio hasta confundirlos (Barton Fink, El gran Lebowski). El mundo de los Coen, como el de Kafka, es propio y reconocible.
Pero vayamos despacio. Hablamos de absurdo, sentimiento sobre el que se construye la historia de Job. Barton Fink es un ingenuo guionista que llega a Hollywood con la esperanza de escribir una buena película. Vive en un motel. A su vecino, un hombre corriente, trata de explicarle su trabajo como escritor a cambio de que él le describa su vida de vendedor. Barton Fink tiene una de las ambiciones clásicas del joven creador: reflejar y recrear la vida real. Sin embargo, la vida real en Barton Fink es mucho más inverosímil que las películas producidas por la industria. Los Coen, siempre tan agudos, invierten la dicotomía realidad-ficción al hacer la realidad absolutamente increíble, sólo admisible como absurdo. Barton Fink no puede captar la realidad porque es demasiado rara, así como para nosotros la realidad es demasiado cotidiana si tenemos que meterla, mal que bien, en un guión. Los sucesos son tan ininteligibles como la justicia de Yahvé (¿por qué se despega el papel de la pared?). Barton Fink asiste aturdido al desarrollo de los acontecimientos para terminar sentado en una playa, junto a una caja de contenido desconocido, mirando a una mujer en una perspectiva idéntica a la del cuadro de su cuarto en el motel. Su ambición original es inútil: cómo entender el encadenamiento de sucesos en la vida real si ésta es absurda, cómo recrear la vida real si ésta es ficción. Barton Fink ve aniquilada su identidad como creador, y su silencio impotente recuerda a los protagonistas kafkianos. La diferencia es que los Coen apuntan a la ilusión (el cine es la gran ilusión, no lo olvidemos), la “vida reproducida” (cuadro, películas) como mundo alternativo a este que no entendemos. Cierto es que tampoco entendemos el otro mundo, el ficticio, pero al menos lo hemos hecho nosotros.
El otro pilar del mito de Job es la particular resignación del protagonista. Hablo de Un tipo serio (2009). Si la iniciativa de Fink es tímida, la de Gopnik es inexistente. Larry Gopnik se deja empapar por la mala fortuna sin oponer resistencia, ni siquiera cuando tendría todas las de ganar. Por ejemplo, con ese estudiante coreano que le chantajea; Gopnik no tiene ni el coraje para denunciarle ni la desvergüenza de aceptar… Hasta el final. Sí: Gopnik, al contrario que Job, al contrario que Barton Fink, se corrompe, tanteando un nuevo modo de enfrentarse a la vida que, por cierto, no le salvará de la enfermedad. Este novedoso giro no lo es tanto porque no hace más que explicitar lo que todos ya sabíamos. La desgracia no tiene remedio, al menos no por medio de la seriedad. El aprobado justo que le concede al coreano a cambio del dinero es una mentira vergonzante, un pecado ridículo; Gopnik no puede dejar de ser Job. Ha actuado tarde y con desgana.
Tarde y con desgana suelen acercarse los protagonistas de Woody Allen a la mujer de sus sueños, llámese Tracy (Mariel Hemingway, en Manhattan) o Gabrielle (Léa Seydoux, en Midnight in Paris). No quiero comparar las veleidades de la amante contemporánea con la voluntad de Yahvé, pero lo cierto es que en el Woody Allen de las películas contemplamos la actitud resignada de Job frente a la contrariedad amorosa. Job se queja, Job le pide cuentas a Dios o, como Alvy Singer en Annie Hall, mira a cámara en busca de la simpatía del espectador. El carácter especial de la resignación de Job consiste en no enfrentarse a los elementos conflictivos terrenales, sean hombre o mujer, y dirigirse a lo sobrenatural, público o dios. Por un lado, la humildad para reconocer lo pobre de nuestra voluntad; por otro, el orgullo de saberse en posesión de una inteligencia (o un sentido de la justicia) que no son de este mundo.
Ese nudo entre humildad e inteligencia lleva a la pasividad: no sirve de nada actuar. Además, verse desde fuera exige salirse de uno mismo, dejar a un lado los propios deseos momentáneamente (no importa mucho, ya que son despreciables). Ese movimiento proporciona un conocimiento preciso sobre el funcionamiento del mundo: no es casualidad que Larry Gopnik sea físico, Barton Fink, guionista, y Alvy Singer, dramaturgo. Esa distancia hace posible, además, reírse con justicia de los propios avatares: el humor judío nunca ha tenido problema en reírse de sí mismo.
El precio a pagar por esa distancia es siempre una marginación. Job y herederos se diferencian de la gente que vive la vida tratando de paliar una desgracia que el sabio sabe irremediable. Allen es un outsider de la vida sentimental, El Nota (El gran Lebowski, 1998) es un outsider del sistema y, en fin, Gopnik es un outsider de la vida en general. Cabe citar aquí la gran figura del perdedor de cine negro, justo en una ciudad de impuros (Allen siente una confesa fascinación por Bogart y los Coen rodaron Muerte entre las flores: no diré más). La particularidad de Allen es abordar un tema en el que todos somos siempre, y sorpresivamente, outsiders; me refiero, claro, al amor. Pero la perplejidad de Alvy Singer ante el amor de Annie, la conciencia de que el amor es una coincidencia temporal (¿una mentira? ¿Por qué tenemos la sensación de que lo efímero es más falso?), la resignación a que ese encanto se vuelva a producir y a marchitar, son sentimientos provocados también por el mero hecho de existir. El Job de Allen no tiene dios (sólo habla a la cámara) y sí mala suerte. Cualquier ideal, amor o justicia, es una constante ilusión, una constante y necesaria ilusión. Estamos sometidos a la caprichosa Fortuna, nuestros padres enloquecen, pero necesitamos los huevos. Allen encuentra en esta metáfora, la de la locura, una manera de vivir que no es la que habíamos previsto pero que, digamos, funciona (recordemos a esos personajes descolocados y recolocados en Si la cosa funciona.., 2009).
Éste es el único motivo por el que seguir jugando a este juego absurdo: lo necesitamos. Débil llama de luz para aquellos que, como Franz Kafka, aprendieron demasiado bien la lección de Yahvé a su siervo Job. No somos quién para tratar de enmendar el rumbo de las cosas. De nada sirve nuestro divino sentido de la justicia, nuestra divina inteligencia, si con nuestros actos quedamos rebajados al nivel de esclavos de la voluntad de Dios. Así pues, para ser virtuoso, el hombre debe ignorar las advertencias espontáneas de su espíritu. Renunciamos así a lo mejor de nosotros, y esa renuncia es dolorosa: sin lo divino, somos animales mortales. Somos unos pringaos para los Coen, locos para Allen, insectos monstruosos. No somos nadie (Él es el que es, dice la Biblia de Yahvé), no somos nada.