Empezar de nuevo | por Jesús Cortés

Quinta de las ocho obras maestras consecutivas (un caleidoscopio con algunas de las mejores comedias, melodramas, musicales y dramas de su tiempo) que componen la parte más álgida (y casi la final, aunque tal vez cuando pueda verse de nuevo Nina (A matter of time, 1976), su última película, haya que volver a reescribir textos como este) de la trayectoria de Vincente Minnelli -equiparándose por continuidad en la excelencia a las memorables rachas de unos pocos elegidos más: Mizoguchi, Hitchcock, Godard, Naruse- , Dos semanas en otra ciudad (Two weeks in another town) en 1962, es su obra más equívoca.


El poderoso recuerdo dejado diez años antes por Cautivos del mal (The bad and the beautiful, 1952), su otro filme sobre el cine, que es proyectado en el transcurso de una escena donde es presentada como gloria de los viejos tiempos, la ha acabado relegando a una categoría ciertamente desdichada: la de los filmes derivativos, las segundas partes, las continuaciones. Mucho más lo parecía en este caso, cuando la acción se traslada a los escenarios de Roma y Cinecittá, nueva -y de segunda categoría para muchos- Meca para productores veteranos y advenedizos con dinero, pero sin tablas, en busca de negocios rentables. Se daban todas las condiciones para que pudiera serlo.


Pero Dos semanas en otra ciudad es una canción bien distinta.


El cine es tan sólo y a diferencia de en aquella gran película, el marco, un decorado de fondo, casi siempre un incómodo lugar de trabajo (y estarían mejor casi en cualquier otra parte) al que los personajes se ven obligados a volver cada mañana y donde no están dispuestos a invertir entusiasmo, nunca un trampolín para la fama y el éxito, que ya pasó o difícilmente llegará como antaño. No hay propósito de reabrir las entrañas de la profesión ni se dispersa el filme en reflexiones, aprovechando la coyuntura, sobre por qué han tenido que emigrar a Europa tantos has been.


Hasta estructuralmente es muy distinta al eliminarse el carácter episódico de los flash-backs presentes en Cautivos..., resultando una ganancia en uniformidad.


Desde la apertura en la que se ve a Jack Andrus (Kirk Douglas en su mejor interpretación junto a la que hizo un par de años antes para Richard Quine en la eterna Un extraño en mi vida (Strangers when we meet, 1960) saliendo de la maleza para volver al sendero que le conduce de regreso al Centro de Reposo donde está internado (sin música, elevando la grúa, un nudo en la garganta desde la primera revisión), el filme traza el sinuoso camino hacia la recuperación de un hombre.


Y quizá por la dificultad de conseguir tal cosa cuando todo está en contra, es su película más dura, la que acumula más diálogos crueles, exabruptos, declaraciones de odio, resentimientos, la más brutal sinceridad. Entre amigos de toda la vida y recién presentados, entre matrimonios deshechos y nuevas parejas. 


Si se piensa un momento, parece milagroso que el filme (como tantas otras películas de Minnelli, rey sin trono de la continuidad, el timing, el control del tono, por heteróclito que fuese cuanto debía contar) se mantenga todo el tiempo al borde del musical y que bien pudiera haber alternado también esa textura narrativa sin que se resintiera un ápice. Así sucede en cualquiera de las relajadas escapadas de Douglas con la bonita Veronica (Daliah Lavi)… pero también en cualquiera de las tremendas escenas conyugales del director Kruger (Edward G. Robinson) con su amargada esposa, que interpreta (repitiendo su pareja en Cayo largo (Key Largo, 1948) de Huston) con auténtica ira una especialista (quién lo hubiera dicho cuando protagonizó La diligencia (Stagecoach, John Ford, 1939), Claire Trevor.


Todo ese dinamismo, que remonta adversidades y deja espacio para insuflar cuando es posible alegría y sentido del humor, sólo se ve interrumpido por el único personaje que camina a un ritmo distinto y parece ajeno a los vaivenes del relato, Carlotta (Cyd Charisse), la caprichosa vampiresa que sonsaca, trata de abducir y hace caer en malos hábitos de nuevo a Jack Andrus, cinematográficamente tan unidimensional como inteligentemente diseñado y básico en el filme: encarna en un mismo cuerpo -sin que sea necesario diversificar en más episodios ni dar más detalles; elíptica y recurrentemente- el pasado, el peligro, la causa y sin embargo el único asidero cuando vuelva a llegar el fracaso, lo que él quiere perder de vista y tanto le cuesta dejar atrás.  


El cierre, mi favorito de los rodados por Minnelli (y que incluye uno de los travelling que más me han emocionado), ejemplifica una actitud del todo desfasada.


Supongo que ya nadie debe entender por qué Jack antepone la última batalla -que tiene ganada, convertida de antemano en mero trámite, cuántas veces debió soñar con que llegaría ese día- contra sus fantasmas personales al seguro éxito que le aguarda si hace lo que se espera de él.


Pero como otros personajes del opus minnelliano (pienso en los interpretados por Gene Kelly en Brigadoon (1954), Deborah Kerr en Té y simpatía (Tea and sympathy, 1956), George Hamilton en Con él llegó el escándalo (Home from the hill, 1960), Richard Burton en Castillos en la arena (The sandpiper, 1965) … inesperada conexión con el cine de Roberto Rossellini) hizo lo que tenía que hacer sin importarle el qué dirán, lo que cualquiera haría en su lugar, a riesgo de quedar mal, ser incomprendido y hasta tomado por poco astuto, porque antes que las satisfacciones públicas están las privadas.      


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