Konstandinos Kavafis. Rue Lepsius, 10: recuerda cuerpo | por Emilio Toibero

i.m. Aldo Oliva

para Gustavo Fontán



"El verdadero artista no es como un héroe mítico que tenga que escoger entre virtud y vicio, sino que se servirá de ambas y las amará, a ambas, igualmente.”


"Lo que importa para nuestra felicidad no es el juicio que los demás tengan de nosotros sino cómo pensamos que es ese juicio. El sostén de nuestra vida radica en la imaginación y no en la realidad.” (Comentarios escritos por Konstandinos Kavafis en los márgenes del libro Selections from the Writings of John Ruskin, primera serie, 1843-1860)


«Pero al lado de todo lo desagradable y hostil de la situación, cada día peor, déjeme anotar -como una muestra de alivio en nuestras miserias- una ventaja. La ventaja es la independencia intelectual que se garantiza. Cuando un escritor sabe bien que unos pocos ejemplares serán vendidos, gana una gran independencia para su trabajo creador. El escritor que tiene la seguridad, o al menos la posibilidad de vender toda su edición, y quizás futuras ediciones, no pocas veces es influenciado por las futuras ventas. Casi sin saberlo, sin pensarlo, habrá circunstancias cuando conociendo lo que el público piensa, lo que gusta y compraría hará algunos pequeños sacrificios, escribirá esta frase un poco diferente, dejará fuera aquello. Y no hay nada más destructivo para el arte, tiemblo con sólo pensarlo, cuando una frase debe ser cambiada, cuando hay que omitir algo.» (Konstandinos Kavafis en 1907 hablando acerca de la poca importancia que la literatura tenía para los griegos en ese entonces)



I


En La ciudad (1), poema cuya primera escritura es de mil ochocientos noventa y cuatro y cuya última es de mil novecientos diez -la permanente reescritura en pos de la depuración es una de las marcas del trabajo de Konstandinos Kavafis- dos voces, enlazadas por el recuerdo de una de ellas, dialogan. La una cita palabras de la otra y le responde. Quien es citado quiere abandonar la ciudad, quien le contesta le advierte que no encontrará otra. El texto se cierra con dos versos que, en la traducción de Carlos Miralles, dicen: "Tu vida, tal como la has arruinado aquí,/en este pequeño rincón, por todo el mundo la has destrozado.” Los exegetas no han dejado de advertirnos que esa ciudad debe considerarse una ciudad imaginaria -¿aquella en que verdaderamente habitamos más allá de la que está fijada en nuestros documentos? Menos se han detenido, hasta donde conozco, en arriesgar una lectura menos fatalista que la que circula. No propone salidas, se dice, como si la función del arte fuera iluminar caminos y no ser, lo que es ya mucho, un acicate a la sensibilidad para que cada cual los busque, si se atreve. Pero, hay que admitirlo, que, en una lectura perversa a lo mejor, el "Nuevos lugares no hallarás, no hallarás otros mares.” afirmado en un verso, es, también, el reconocimiento de la inevitable existencia de un espacio mental permanente, necesario para que el artista trabaje: sus materiales que organiza y vela, quizás, de muchas maneras, pero que nunca dejan de ser los mismos, tal como lo estaría sugiriendo un poema tardío: En el mismo lugar. Otro poeta -W.H.Auden- escribió que Kavafis tuvo tres preocupaciones fundamentales: el amor, el arte y la política, en el sentido griego original. A partir de ellas, y sobre todo de su entrecruzamiento y de lo que este origina, construyó los ciento cincuenta y cuatro poemas que dejó autorizados, donde trabajó su palabra para descubrir cómo, y qué, decía de aquello que lo obsesionaba, que para el escritor griego Evgénios Aranitsis -en su prólogo a O eróticos Kavafis- no se trata de otra cosa que del placer.


Tres o cuatro, quizás cinco poemas de Kavafis, tras una cuidada descontextualización han sido instalados en la industria cultural: el mencionado La ciudadEsperando a los bárbarosEl dios abandona a Antonio, título también traducido como Que el dios abandonaba a Antonio, y, sobre todo, Ítaca, que, a esta altura de su profusa circulación, llegó hasta el dudoso privilegio de ser leído en el entierro de Jacqueline Bouvier Kennedy-Onassis y corre el riesgo de ser digerido como una suerte de variante sensitiva aunque igualmente pedagógica del If..., de Rudyard Kipling o como una incitación al turismo por países exóticos. ¿Es esto malo? Sin duda, no. Cualquiera de estos poemas, de corta extensión, por sí solos valen más que la obra entera, por ejemplo, de Mario Benedetti y alguna marca, de seguro, han de dejar en quien los lee. Pero es probable que este consumo apresurado coloque en la sombra al resto de la producción de Kavafis que, decididamente, al menos en este oscurecido país del fin del mundo desde donde escribo, no interesa a la Academia y solo es leída dentro de los ghettos de los diversos happy few de siempre. Porque convengamos que si Ítaca suele funcionar como regalo de despedida para todo aquel que parte, no conozco ningún caso en que Cuanto puedas sea intercambiado como manual de supervivencia, imprescindible para estos tiempos que corren.



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II


Myris: Alejandría del año 340 D.C., el poema más extenso del corpus kavafiano: 70 versos, fecha su acción con una precisión extraña, dado que en él, a diferencia de otros, no se da cuenta de ningún hecho en el que se haya detenido la Historia: es tan solo el monólogo de un joven “pagano”, a quien el escritor decide darle voz y este hecho se me ocurre fuertemente indicial, cuyo nombre desconocemos frente al cadáver de Myris, un coetáneo cristiano que fue su amigo y su amante. ¿Cómo entender, entonces, la necesidad de la datación exacta? ¿No será una manera de poner lejos algo que no lo está? En el trescientos cuarenta, olvidada por Roma, la ciudad atravesaba uno de sus cíclicos períodos oscuros, como el que padecía en mil novecientos veintinueve, año de escritura del poema, tramos finales de su sometimiento, desde mil ochocientos veintidós y después de un fracasado intento de independencia por parte de Egipto, a Inglaterra, en una de cuyas ciudades, Liverpool, Kavafis vivió, entre los nueve y los dieciséis años, un período decisivo en su formación humana, estética e intelectual. La extrañeza que se apodera del “pagano” frente a los ritos cristianos que se despliegan alrededor del muerto -"huí velozmente antes que el recuerdo de Myris me/ fuera cambiado por el cristianismo de ésos.”, dicen los versos finales en la versión de Miguel Castillo Didier- ¿no aludirá a otra provocada por un cambio que se sabía inminente y se adivinaba en la transformación de la ciudad amada, con su vida popular bullendo por las calles laberínticas, en centro de veraneo de los cairotas?


Cabe pensar, y esto, sin duda, merecería un análisis más minucioso, que cada vez, o al menos la mayor parte de las veces, que Kavafis sitúa, con notable erudición histórica, sus poemas en la antigüedad -sea en el mundo helénico, bizantino o persa- también alude a su presente, individual y social, al que solía observar, al sesgo, con ironía feroz. (El monólogo de un poeta situado mil trescientos veintiséis años antes de su escritura -Melancolía de Jasón hijo de Cleandro, poeta: en Komagine, 595 D.C.- no puede menos que leerse como un autorretrato, poco indulgente, de Kavafis a sus cincuenta y ocho años.) En su lugar, cuando la historia de amor desafortunada que cuenta transcurre en un tiempo que puede pensarse cercano al de su escritura -como ocurre en Bellas flores blancas que armonizaban bien, escrito el mismo año que Myris y donde el poeta también elige elidir la causa de la muerte del amado- nada hay que parezca referir a lo que ocurre fuera de ella. O bien, cuando el arte se incorpora, rara vez la política, al placer o al dolor provocado por la(s) historia(s) de amor reciente(s) -como en Comprensión- es porque allí reconoce el artista que está el fuego que nutre a su obra.



III


El trabajo fue meditado, paciente y esporádico: Kavafis, en vida, eligió a sus lectores. Entregaba sus poemas, en plaquetas u hojas cosidas a mano por él mismo, a algunas personas seleccionadas entre sus no muy numerosos visitantes o a aquellas otras, a las que se acercaba, que entendía podían valorarlos. Entre mil ochocientos noventa y uno y mil novecientos cuatro imprimió seis poemas de los ciento ochenta que llevaba escritos; en mil novecientos cuatro, catorce, y en mil novecientos diez, veintiuno de los que guardaba. Recién después de su muerte, ocurrida el mismo día de su nacimiento setenta años después -siempre que se elija contar la primera fecha a la manera nueva cuando coexistía todavía con la antigua-, en mil novecientos treinta y cinco se concreta la edición de los ciento cincuenta y cuatro poemas que el autor consideró “canónicos” con el título de Ta Poiémata (Los poemas). Ediciones posteriores llegan a incluir un total de doscientos cincuenta y dos poemas: veintitrés proscriptos que ya se conocían -por sus esporádicas colaboraciones con revistas, especialmente las alejandrinas Nea Zoe y Ta Grammata, que van desde mil ochocientos ochenta y cuatro hasta mil novecientos veintiuno- y setenta y cinco inéditos, tres de los cuales fueron escritos en inglés.


¿En qué se diferencian aquellos que eligió con los otros que desechó? Imposible saberlo a ciencia cierta a través de sus traductores, algunos de entre ellos notables poetas, siempre enzarzados en afirmar sus versiones -única manera en que puedo leer a Kavafis- donde, a veces inevitablemente, se pierden tanto el relajado verso yámbico que dicen practicó con asiduidad como la utilización, intencional cabe pensar en una obra tan meditada, del griego purista (katharévusa) y del popular (dimotikí), a veces en el mismo poema, tomando así partido, a su manera: indirectamente, por una polémica, saturada de intencionalidades políticas, que sacudió, a principios del siglo que pasó, a los que escribían en griego. ¿Por qué Fui sí y Adición, excluido de su opera omnia, no? En ambos se percibe, las señales son muchas, la misma voz, preocupada, al mismo tiempo orgullosa por su diferencia.



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Una diferencia que, quizás, pueda originarse en el descubrimiento de su sexualidad pero que Kavafis ahondó durante toda su vida, cincelándola en los detalles cotidianos. Entre sus excentricidades se cuenta que en su departamento nunca permitió la instalación de la luz eléctrica, eligiendo, en su lugar, la iluminación por lámparas de petróleo o velas, tan presentes, tan pregnadas de sentidos en sus poemas. Pero esta conducta tan poco frecuente, como otras que se le atribuyen, es una de las maneras en que Kavafis eligió desaparecer para los otros, reducirse a un par de anécdotas que rápidamente se agotan -la mayor parte de ellas fijadas en el Cuarteto de Alejandría por Lawrence Durrell, muy especialmente en Justine, el primer tomo- para conducir, inexorablemente, a su obra. Como si aquello, cuidadosamente preparado, que quiso que supiéramos de él fuera nada más que una estrategia que nos obligara a internarnos en su poesía, el espacio donde depositó aquello que quiso legarnos: una cierta manera de entender la vida de la que se desprende un cierto transcurrir en ella.



IV


Despojada es una palabra que conviene a esta poesía, a la que Nina Anghelidis llamó “poemas en prosa”. Dijo Kavafis: “Si una historia que podría contarse en cincuenta páginas es escrita en treinta, será mejor..., o sea, el Artista se dejará algo, pero no hay en ello ninguna falta... Pero si la da en cien páginas es una falla horrible.” Y también: “El adjetivo debilita la expresión y es una debilidad. Hay cosas -un paisaje- que no tiene valor darlas con varios epítetos... El Arte consiste en darlo todo sólo con sustantivos, y si se necesita un epíteto ha de ser leve....” Sí, poesía sustantiva. Ni profusión ni epítetos, entonces. Tampoco comparaciones ni metáforas. Sólo la palabra justa que, como aquella “imagen justa” que predica Godard, por las resonancias que aviva y por el lugar que ocupa entre la que antecede y la que sigue, es capaz de evocar, así como la luz frágil de una vela, a diferencia de la iluminación eléctrica, erotiza las figuras que opaca la oscuridad, tal como da cuenta un poema precisamente llamado Sombras.


Esa esencialidad buscada por Kavafis puede encontrarse también en lo que conocemos, poco, de la disposición de su vida. En el lugar que a finales de mil novecientos siete eligió para vivir y del que no se movió, salvo un breve viaje a Atenas en mil novecientos treinta y dos para ser operado de cáncer de laringe, hasta su muerte, el segundo piso del número diez de la calle Lepsius, en un barrio griego antiguo de Alejandría, frente al hospital donde murió a las dos de la mañana, con la iglesia patriarcal de Aghios Savas en la esquina y un prostíbulo abajo. “¿Dónde podría vivir mejor?”, se preguntó. “En el piso de abajo está la casa de citas, donde se pueden satisfacer las necesidades de la carne. Allá, la iglesia, para que se nos perdonen nuestros pecados. Y más abajo el hospital, donde morimos.”, se respondió. O en su aceptación, perseguido por la pobreza, de un empleo público en la Oficina de Riegos, dependiente del Ministerio de Obras Públicas de Egipto, en mil ochocientos noventa y nueve, en el que se mantuvo, discretamente, hasta su jubilación, en mil novecientos veintidós. Hay una vida, entonces que se describe en Monotonía, cuya escritura definitiva ocurre nueve años después de obtener el puesto de trabajo, pero que disimula otra, insomne, la que estalla en Cuando incitan.



V


¿Por qué un hombre que escribe poesía, a sus cuarenta y cuatro años, y durante los veintiséis que le quedan por vivir, elige no moverse ya de un raído departamento y de una ciudad, apenas cercana al medio millón de habitantes en el año de su muerte y con una pobre vida intelectual? Es cierto, desde la bancarrota económica de su padre, descubierta en mil ochocientos setenta: el año de su fallecimiento, Kavafis fue ahondando en la pobreza hasta que pudo sostenerse, de manera a veces precaria, con su sueldo, y su posterior jubilación, de empleado público. Pero también es verdad que, a partir de 1914, traba amistad con el novelista Edward Morgan Forster, y con Robin Furness y John Forsdyke, ingleses que lo admiran y que, sin duda, podrían haberle facilitado el establecimiento en su país.


Según lo piensa André Malraux, la lamentada muerte en mil seiscientos cuarenta y dos de su esposa -Saskia van Uylenburgh-, en el momento en que estaba pintando La ronda de noche, hizo que Rembrandt Harmenszoon van Rijn, atravesado por la angustia, realizara un giro copernicano en su obra. ¿Hubiera sido posible sin la desaparición de Saskia? Malraux cree que no.


Sin pretender homologar una muerte con una decisión de vida, puedo preguntarme: ¿podría Konstandinos Kavafis haber construido una de las obras poéticas más importantes del siglo XX fuera de su Alejandría, más, conjeturo, la imaginaria, atravesada por una historia que esplende en su memoria, que la real, si hubiera transgredido los límites que se impuso para poder crear? Esos, quizá trazados para permitir la alquimia que refiere Recuerda cuerpo, síntesis de su proceder escritural.


Un poema concluido en mil novecientos trece, cuando tenía cincuenta años, propone un autorretrato y esboza un deseo. Ciertos intérpretes traducen su título como Rareza, algunos como Muy raramente y otros como Rara vez. En la versión de Nina Anghelidis dice así: Es un anciano. Exhausto, encorvado,/ destruido por la edad y los excesos,/ que atraviesa, lento, la calle del barrio./ Sin embargo, al regresar a su casa, escondiendo/ su vejez y su miseria, piensa/ en lo que aún comparte con la juventud./ Los jóvenes ahora recitan sus versos./ Sus visiones iluminan esos ojos ardientes. /La mente sana y voluptuosa,/ y la armonía y el vigor de la carne/ se conmueven con su propia expresión de lo bello. Tres décadas atrás, año más o año menos, podía leerse como profético. Ahora no.



Publicado originalmente en Tijeretazos (Postriziny).



Emilio Toibero



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(1) Inesperada suerte cinematográfica está conociendo este poema. Es dicho enteramente en Dans le rouge du couchant (2003), de Edgardo Cozarinsky y figura, asimismo íntegramente, en el guion de La costa errante, que, durante mayo y junio de este año rodó Gustavo Fontán en Cataluña. Puede advertirse cómo adquiere un sentido similar al que le otorgo más arriba en el filme de Cozarinsky.


Konstandinos Kavafis | María Simó