El relato habla de tres hombres. Dos de ellos soñaron de diferente manera al tercero. Lo imaginaron perfecto e imperfecto, según se vea. Uno de los dos lo buscaba; el otro lo esperaba. Los dos lo hicieron de idéntica manera, casi estoica, irrenunciable. Los dos lo admiraban. Quisieron pasar a la historia o a la posteridad a través de él. Y a su manera lo consiguieron. Incluso ahora, peleándose por quien tuvo razón o mejor dicho, tratando de apropiarse de la verdad de aquel asunto o aquel destino que desde un principio ya estaba escrito. No por ellos, sino por el tercero que así lo quiso.
Y en el relato hay también una casa en el Tigre, con pastos y juncos mecidos suavemente por el viento, una vieja máquina de escribir y una carta que atravesará los intricados y complejos pasillos del tiempo para quedarse anclada en la memoria.
Y los otros dos habrán deseado profundamente, no como se desea a una mujer o a la libertad sino como el anhelo más primitivo y elemental, haber escrito esa carta o esgrimir, sin vergüenza, un poco de ese coraje que les dejó como huella imborrable el tercer hombre de esta historia, que en definitiva es la historia de un momento mágico e irrepetible, como ese instante que es puro presente, infinito, de estos tres hombres, donde comprenden que están llamados para hacer grandes cosas, es decir, hacer algo que modifique para siempre la Historia o el porvenir.
El mismo momento en que como lectores cerramos el libro en una página marcada y los personajes se quedan inmóviles, esperando para continuar con su existencia ficcional. Así están los tres, expectantes; el que lo busca está inquieto, caminando; yendo y viniendo por ese pequeño espacio, que es el departamento de un ambiente que le prestó un compañero del Partido para que se escondiera ahí por un tiempo. Cuando pasa por el lugar donde está la mesa, repleta de papeles y sosteniendo una valija a medio completar, mira los dos pasajes que le han enviado desde Italia para poder escapar, junto al tercero, del país. Y como un autómata mira el teléfono y piensa en las veces que lo ha llamado sin suerte y presiente traiciones, defecciones, delaciones y se agita asustado. El otro, el que espera, está sentado en la pizzería de San Juan y Entre Ríos, mirando, desde el rincón que eligió, lejos de las ventanas, hacia la intersección de ambas avenidas. Intenta, sin lograrlo, detectar movimientos extraños, presencias amenazantes y también tiene miedo. Quita su vista de la calle y observa uno por uno a los parroquianos y repasa mentalmente la charla que tuvo con el tercero la noche anterior, donde quedaron en encontrarse en ese lugar, a una hora determinada que ya ha pasado hace rato, según indica el viejo reloj, colgado encima del espejo de la barra. Recuerda que le habló de pálpitos, de premociones, pero que nada de aquello logró que el tercero renunciase a la cita, según él, impostergable. Ni siquiera su propia cobardía.
Ahora, ambos cierran los ojos y detrás de los párpados entrevén la figura del tercero, con su pelo revuelto, dejando ver las entradas de una calvicie inminente; sus anteojos de marco oscuro y grueso; la camisa guayabera beige de tres bolsillos; sus pantalones de gabardina oscura y esa valija de cuero a la que no renuncia jamás, como encarnada a su mano izquierda y que sus dedos largos y finos no dejan escapar ni siquiera cuando los dos automóviles le cierran el paso en la esquina del banco Nación, de donde bajan varios hombres, dándole la voz de alto, apuntándole. No suelta la valija ni siquiera cuando saca el revólver calibre 22, dispuesto a defenderse y hace fuego apuntando a los hombres que aparecen ante su mirada como siluetas amenazantes, como sombras escapadas de un sueño o de una pesadilla. Y es entonces, al sentir los impactos de las balas quemándole la carne, cuando comprende, de manera casi mágica, que su historia se repite exactamente igual al prólogo de una novela escrita alguna vez por él, allá lejos y hace tiempo, y grita, como aquel personaje, ¡No me dejen solo, hijos de puta!
Cuando los otros dos abren los ojos ya es tarde. El que buscaba, vuelve por el pasillo, desesperado, y con la misma desesperación cierra la valija, toma los pasajes y huye. El que esperaba ve los movimientos en la avenida, le queda el eco del sonido de los disparos rebotándole en la cabeza. Siente que las piernas le tiemblan y un sudor extraño de repente le recorre el cuerpo y una fuerza desconocida lo obliga a mantenerse inmóvil, pegado a la silla de ese bar, mirando como todos se arrojan debajo de las mesas o salen disparados por las puertas hacia la calle para ganar las veredas a la carrera.
Y el relato seguirá hablando de tres hombres, avanzando como avanza la Historia. Y se agregarán datos más o menos anecdóticos y se quitarán otros tantos, buscando sesgar los hechos, lo que realmente pasó ese día. Habrá originales y copias, unas tras otras, reproducidas hasta la deformidad, para afirmar el mito de ese tercer hombre, con el torso partido por una ráfaga de metralla. Y quedará flotando la historia de los otros dos, sobrevivientes vergonzosos, acusándose de traición, décadas después.
Y yo lo sé, créanme, porque yo fui uno de esos dos hombres. Yo lo sé, porque fui el hombre que entregó a Walsh.
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