Desde mediados de la década de los 90 viene dándose en Argentina un movimiento de renovación de cineastas cuya obra es generalmente englobada bajo el rótulo de “nuevo cine argentino”; apelativo engañoso, ya que si bien el recambio trajo consigo las novedades propias de una generación formada bajo coordenadas tecnológicas, ideológicas y sociopolíticas diferentes, éstas no llegaron a consolidar una manera enteramente nueva de hacer cine.
Es cierto, el cine argentino ha evolucionado un poco. En líneas generales se fotografía mejor, se edita mejor, y los diálogos, cuando existen, están mejor escritos. Pero estos logros apenas si atraviesan lo formal. Las realizaciones han ganado cierta calidad, pero en el terreno de las ideas el panorama continúa siendo escuálido. La mayoría de las producciones locales están signadas por situaciones previsibles, que cuando no abrevan en las estancadas aguas del pintoresquismo vernáculo están pobladas de personajes abúlicos, insertos en esa estética insulsa y anoréxica que impregna el gran conjunto de filmes destinados a mendigar atención en los festivales internacionales.
Hay excepciones, claro. Dentro de ellas podrían incluirse a Mariano Llinás (Historias Extraordinarias), a Albertina Carri (La Rabia), y especialmente a Pablo Trapero (Leonera), un cineasta inteligente, que tiene por sobre todas las cosas la virtud del trabajo, la de hacer oficio humildemente y superarse en cada entrega aprendiendo de los errores.
Carancho es la sexta película de Trapero; un film noir que sustituye el ambiente de la depresión americana por el del conurbano bonaerense, espacio tan empobrecido, deteriorado y corrompido como el que solían transitar Mitchum y Bogart en los cuarenta. Y es en ese marco desencajado, en el que todo ocupa un lugar distinto al que le fue socialmente asignado -ese espacio en donde los médicos no curan, los abogados no protegen, y la policía delinque- donde Trapero desata una historia de pasiones enrolada en la mejor tradición del noir, es decir, un relato de gente común, impulsada por los deseos y las necesidades de la gente común, que busca liberarse de un pasado sombrío para abrirse a una vida nueva que, sabemos, no les será posible alcanzar.
Y este dato no es menor ni simplemente anecdótico. No está puesto allí solamente como un guiño a la tradición narrativa del noir, sino como una reflexión sociológica sobre un mundo y una cultura que, sesenta y cinco años después de Out of the Past, continúan reproduciendo las mismas lacras y los mismos malestares, ya sea que se hable de Chicago en 1940 o de La Matanza en 2009. Mediante esta operación tan simple como contundente, Trapero alerta más que denuncia las dificultades inherentes a observar los problemas sociales mediante una mirada ingenua, simplista o nostálgica. Sin proclamas ni subrayados, a través de una historia de amor tan patética como la realidad a la que han sido arrojados sus protagonistas, Carancho advierte que el verdadero problema no es que todo tiempo pasado haya sido mejor, sino que todo tiempo futuro puede ser aún peor.
Carancho habla de Sosa, un abogado de poca monta que busca desesperadamente salir de la vida de mierda que él mismo se ha creado aferrándose a la lógica de un trabajo en donde sólo la deshonestidad produce beneficios. Y habla también de Luján, una médica que como muchos otros profesionales de la salud argentinos, se enfrenta como puede a la realidad de una profesión cuyo romanticismo se cae a pedazos de cara a un mundo en el que la vida no le importa a nadie. A través de esa empatía que suele unir a los perdedores, Sosa y Luján se enamoran, claro, y sin hacerlo explícito creen encontrar en ese amor las claves para superar la mediocridad en la que viven, con la ingenuidad de quienes ven el amor como una fórmula mágica que redime de las redes construidas en base a las propias prácticas.
Carancho como mirada social no sólo es lúcida, sino veraz. Retrata con naturalidad ese infierno suburbano que nadie ve aunque está la vista de todos, y lo hace sin preocuparse en destacarlo, sabiendo que la verdad se hace más evidente cuando se la deja ver en lugar de ser mostrada. Carancho como película de amor es intensa y desoladora, porque dibuja la utopía de todo romance que nutre su idealismo en lo idílico, sin atreverse a revisar las raíces trágicas que dispusieron el encuentro. Carancho como thriller es demoledora, porque agobia sin recurrir a artilugios, porque atrapa y empuja sin maltratarnos, y porque la puesta en escena de sus planos largos de acción alcanza niveles de adrenalina tan fuertes como los que producen los retratos de esos hijos de puta consumados que pueblan su metraje, tipos que dentro y fuera de la ficción dan cuerpo a buena parte de la vida institucional argentina desde que la memoria es tan ancha como ajena.
Cuando se habla de un filme sin mencionar a sus protagonistas generalmente se debe a que su rol está tan bien llevado que la actuación cede su lugar a la historia, como debe ser en todo cine que pretenda contar algo. Esto no es una excepción en Carancho, que cuenta con una impecable dirección de actores principales y secundarios, que ven nutrido su trabajo en diálogos siempre reales y pertinentes, cuyas dosis precisas de color local, surgiendo como mirada austral y particular sobre el mundo, son un antídoto contra la pueril y habitual sumatoria de mierdas y carajos que inunda el cine nacido en estas pampas. Técnicamente Carancho nos muestra, además, a un Trapero mucho más decidido en lo estético, más cercano con su cámara al hombro rozando la piel, más jugado en la expresividad de su fotografía y la composición del plano.
En cine, como en el arte en general, la posibilidad de hacer algo nuevo no radica en copiar lenguajes calificados como tales por los grandes centros de producción y consumo cinematográfico, ni en ponerse a inventar por el simple hecho de jugar a ser original. La cultura humana no se desenvuelve mirando solamente hacia delante. Es necesario lanzar la flecha en ambas direcciones para poder hacer contemporáneos los anhelos y preocupaciones históricas que han dado origen al quehacer artístico universal y local, capitalizar sus procedimientos y sus logros formales y estéticos, e ir gradualmente transformándolos y recreándolos hasta materializarlos en una nueva concepción.
Los policiales sucios han sido el escenario de algunas de las grandes películas argentinas, con La Parte del León, de Adolfo Aristarain, como estandarte. Carancho se nutre de esa tradición llevándola a un nuevo lugar, no sólo más moderno, sino más profundo, porque Trapero no sólo retrata el destino sórdido de unos pobres tipos, sino que revela con mayor lucidez la trama social que década tras década los produce e instala en la mediocridad de sus sueños malogrados. No la impulsa un espíritu revisionista, sino la certeza de que toda novedad sobre nosotros mismos sólo puede surgir de lo que somos, y no de lo que deberíamos ser. Carancho es, en definitiva, un ejercicio de identidad.
Decir de ella que es “una de las grandes películas argentinas de todos los tiempos” puede ser un cliché, y también una verdad. Para quien esto escribe se trata de lo segundo. Mediante un sólido ejercicio narrativo que renuncia a los remarcados y transfiere las reflexiones éticas al propio desarrollo de la historia, Trapero se corre del habitual paternalismo de los directores argentinos, negándose a pensar por el espectador, y comprometiéndolo así más íntimamente con lo que está viendo.
Sólo un detalle le impide a Carancho ser más redonda de lo que es: el cierre del plano secuencia final con un accidente de tránsito que, en ese momento del filme, adquiere un peso simbólico moralizante, que obstruye cualquier otra reflexión posible y se convierte en el único trazo grueso de una película que los elude. Tal vez la conocida obsesión de Trapero por las tragedias automovilísticas acabó traicionándolo, o quizá decidió sintetizarla con los quintaesenciales finales trágicos de la tradición noir. Vaya uno a saber. Lo cierto es que un corte neto a negro poco después de doblar la esquina hubiera sido un final mucho más coherente con la premisa básica de Carancho, una película profunda, que renuncia a toda pretensión maniqueísta para instalarnos en la bienvenida incomodidad de pensar por nosotros mismos; una costumbre tan vieja y saludable como el propio cine, aunque poco frecuente en las predigeridas producciones de estos tiempos.