La vi demasiado pronto, la sentí mía, quise robarla, apropiármela, no compartirla jamás. Este cine es mío, esta historia es para mí. Es elegante y sensual y, aunque se presente tímida, ordenada y bajo control, el proceso de seducción es tan fagocitador y negro y veloz, que es imposible escapar a su poder. Cuando se estrenó en el cine y la volví a ver, el mundo a mi alrededor parecía ya tan fascinado como yo, y experimenté una ligera desilusión que no estoy confesando, pero, a la vez, me sentí arropada. Porque hay tantos seres humanos frágiles, perdidos, que se quieren romper.
Escucho una canción de la banda sonora que se llama Power, Seduction, Cries. Y me acuerdo de una de las pocas críticas negativas que me hicieron sobre ella, que la acusaba de ser demasiado simplista. Lo bueno es excesivamente bueno. Lo malo, obviamente, malo, decía. El poder, la seducción, los llantos. Sí. Pero todo lo demás también. Todos los incontables ángulos que anidan entre esos extremos. Nadie es impolutamente blanco ni temiblemente negro, porque todos nos situamos en algún punto de la gradación entre ambos. Todos somos un caminar hacia algo. Cambiamos de plumaje. Todos los cisnes, incluso los negros, nacen con los pulmones blancos. Nadie quiere vestir de este color, porque se ensucia con demasiada facilidad y, poco a poco, nuestros pulmones, nuestras entrañas van ennegreciéndose.
Y escucho otra canción, y ésta se llama Opposites Attract. La repulsión hacia todo lo oscuro que nos cubre los huesos y las venas como zarzas, como plantas trepadoras, con aguijones fuertes que traspasan la piel, que empujan para salir, que son una pulsión y, a la vez, otra fuerza, la del ansia de perfección, de autocontrol. Ocho horas de sueño, disciplina, dos litros de agua diarios, ser una costumbre, vivir por costumbre.
Puedes enfrentarte a Cisne negro con cualquiera de los sentidos. Puedes verla, mirarla, (ad)mirarla. Con los ojos llenos de claroscuros, de la luz de los focos que suspenden las motas de polvo del aire, de la velocidad de cada movimiento, de la visión de la decadencia, de las bailarinas que nacen y que mueren cada día, que son supernovas. Puedes tocar la gasa, la seda, el tul, la tela vaporosa; acariciar la piel animal, la suavidad de las plumas, las aristas de los espejos rotos. Puedes escuchar el gemido, los huesos que crujen, los aleteos, las uñas, sobre el escenario, clavándose en el suelo. Y a Clint Mansell. Puedes saborear y oler el sudor y la sangre y el sexo y la psicosis y la asfixia.
Cisne negro es caer por un túnel al que tenías que asomarte, y sientes todo el vértigo, que sube del estómago a la boca, y quieres gritar, y quieres correr, y quieres escapar, pero con ella. Con Natalie, que es menos Natalie que nunca, y más Nina que siempre. Escapar de Mila Kunis, esa maravilla que no finge, que es torpe pero verdadera. Que tropieza y es seductora hasta en su misma caída. Tan lejos, tan cerca de la perfección.
Y la gente dice belleza y caos y candidez y oscuridad y locura y fragilidad. Y la gente dice requiebro, liberación y deslizarse, también. Y herida y tobillo, costillas, sudor, dolor, vuelo, erotismo, privación y, dicen, desprender. Y la gente dice ferocidad y vibración y presteza, celeridad, éxtasis y espejo y vértigo, delirio, piel, distorsión, frenesí, perversión, compulsión. Y la gente dice angustia, qué angustia. Y la gente dice intensa. Demasiado intensa. Me pregunto si Cisne negro puede ser demasiado. Si es que eso existe y es negativo, esa insolencia, ese desafuero.
El lago de los cisnes llega a su fin, y mientras observas la caída lenta de Nina, ligera y final, suplicas, al otro lado de la imagen, ¡por favor, luz no te enciendas!, ¡por favor, cisne, no te mueras! Y, sobre todo, ¡por favor, cine, no te acabes!