Tera Blanco de Saracho | El telescopio



En el cristal de la ventana hay arañazos de lluvia. Gaviotas de cuerpo blanco y alas grises vuelan entre los edificios sobre las calles mojadas. Mi gata se acurruca a mi lado mientras escribo y de vez en cuando me mordisquea los dedos. Es noviembre. Anochecerá pronto.


De repente me viene a la memoria la primera vez que vi la luna a través de un telescopio. Fue una noche del verano pasado en un pueblo de Catalunya. Habíamos colocado el telescopio sobre la acera, en la calle, y nos turnábamos para mirar por el objetivo. Yo nunca había visto algo tan sobrecogedoramente hermoso. Tanta enigmática blancura tan cerca, después de toda la vida mirándola sólo con los ojos, desde tan lejos. Aquella noche vimos también a Saturno, con sus anillos. Parecía la pegatina de un planeta diminuto. Sin el telescopio era completamente invisible.


Después de observar el cielo nocturno pusimos un documental de una compañía de acróbatas que viajaban por el mundo buscando lugares insólitos donde hacer sus acrobacias. Lo proyectamos en el patio de la casa, una casa okupa, sobre una sábana blanca, mientras comíamos helado de stracciatella. Ella veía el documental tumbada en un colchón en el suelo, cerca de mí. En la sábana blanca, uno de los acróbatas hacía equilibrios sobre una cuerda en lo alto de una montaña, contra el viento.


El deseo se parece a esa cuerda, suspendida a mucha altura entre dos rocas. Imagina cómo se puede sentir el roce del viento en esas circunstancias. Como el roce de su rodilla contra la mía en el asiento de atrás del coche mientras alguien conducía llevándonos de vuelta a casa. El deseo es como una cuerda suspendida sobre el vacío y la memoria es como las hojas de papel azul reciclado del cuaderno que escribí ese verano. Entre el color azul hay trocitos de algo que brilla como la plata.


Un telescopio. Una cuerda. Una hoja de papel. Cosas sencillas que albergan magnitudes enormes.


El universo. El deseo. La memoria.




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