Un secreto (demasiado) bien guardado
En el año 2001 la editorial estadounidense Dalkey Archive Press publicó Berg, una novela inglesa de 1964 de la que nadie parecía acordarse. La contracubierta describía a su autora, Ann Quin, como «uno de los secretos mejor guardados de la literatura británica de vanguardia». Tan bien guardado estaba que seis años después el periodista y escritor inglés Lee Rourke todavía se preguntaba en The Guardian por qué su obra seguía sin reeditarse en el Reino Unido. Rourke tuvo que esperar hasta 2018 para que una editorial recogiera el guante. Ese año And Other Stories publicó un volumen de fragmentos y relatos inéditos. En 2019 llegó Berg. En los próximos años se publicarán el resto de sus novelas y una biografía.
Sólo dos años después de este rescate tardío las editoriales Underwood y Malas Tierras publican Berg, traducida por primera vez al castellano por Axel Alonso Valle y Ce Santiago. Esta obra supuso el debut literario de Ann Quin y cuenta la historia de Alistair Berg, un vendedor de crecepelo que llega a una ciudad costera con la intención de matar a su padre. Es una novela brillante, retorcida hasta el escalofrío y escandalosamente divertida que se (y nos) pregunta sobre las relaciones de la mente ―incontrolable, aleatoria, condicionada― con un mundo grotesco.
Catalogada rutinariamente como «experimental», la escritura de Ann Quin es, hoy todavía más que cuando se publicó, un cuestionamiento tanto de la naturaleza como de la función de la literatura en el mundo contemporáneo.
Su olvido y posterior recuperación nos muestra las vergüenzas y limitaciones de la industria cultural y plantea algunas preguntas incómodas.
¿Cómo es posible que una autora capaz de escribir ESO haya quedado relegada al margen del margen de los manuales de literatura del siglo XX, enclaustrada en una nota al pie del capítulo ya de por sí exiguo dedicado al experimentalismo británico de los sesenta?
Más todavía, ¿tiene algún sentido leer hoy la «literatura experimental» (signifique esto lo que signifique)?
Y, sobre todo, ¿quién era Ann Quin?
Una joven de clase trabajadora en la brigada de demolición del Canon Literario Británico
«Por muy buenos que sean los escritores que lo intenten, hoy es imposible que esa novela funcione, y escribirla es anacrónico, inválido, irritante y perverso».
B.S. Johnson
Mujer. De clase trabajadora. Escritora experimental.
La razón del destierro implacable de Ann Quin del canon de la literatura seria hay que buscarla en la audaz combinación de esos tres factores que ella personificaba. Si ser mujer y de clase trabajadora no hubiera sido suficiente para quedar relegada a un segundo plano del elitista establishment cultural británico, el hecho de haber formado parte del experimentalismo de los sesenta le garantizaba por sí solo una larga temporada de ostracismo cultural.
Durante los años sesenta, un seísmo sacudió la hasta entonces predecible escena literaria inglesa. Al igual que ocurría en los mundos de las art schools y la música pop, un grupo de jóvenes escritores parecía empeñado en dar un poco de color a la literatura de un país que hasta ese momento era conocido por su grisura, consecuencia de una posguerra demasiado larga. Las novelas sociales de los Angry Young Men, que solo unos años antes habían resultado rompedoras, parecían de repente muy viejas.
Lo que aquellos jóvenes buscaban era una literatura que tirase del hilo modernista para reflejar la realidad de la experiencia de los estados de conciencia alterados, los efectos de las drogas y el deseo sexual. Una literatura que cuestionara los límites formales de las categorías literarias. A este grupo de escritores ―más bien una brigada de demolición― pertenecían autores como B.S. Johnson, Eva Figes o Alan Burns. Reverenciaban a Beckett y tomaban nota de Alexander Trocchi. Querían dar a Dickens una patada en el culo. A ellos se vino a sumar, en 1964, una joven de veintiocho años que había publicado una novela indescriptible sobre un vendedor de tónicos capilares que quería matar a su padre.
Ann Quin había nacido en Brighton en 1936. De origen humilde, fue abandonada por su padre y criada por su madre, que la matriculó en un colegio de monjas. Son detalles biográficos que compartirá con el Berg de su novela, ambientada además en una «localidad costera» que todo el mundo ha tendido a identificar con Brighton. Dominada por un «sentido del pecado» y «un irresistible deseo de saber», se mudó a Londres en cuanto tuvo la oportunidad. Allí trabajaba por el día como secretaria y escribía por las noches.
El Londres de Ann Quin era una ciudad vibrante y ansiosa por desprenderse de las telarañas de la posguerra. Una tierra prometida para millones de jóvenes que acudían a su llamada desde todos los rincones de Gran Bretaña. Un trabajo de oficina les permitía cortar las cadenas familiares y sumergirse de lleno en la revolución juvenil del momento. Es el Londres del Flamingo y el modern jazz, de las anfetaminas y el LSD, con sus calles tomadas por mods, rockers y los primeros hippies. Es todo eso que luego se conocería como Swinging London, con el que Ann tuvo además un contacto directo gracias a su trabajo de secretaria en el Royal College of Art.
La salida a la venta de Berg en 1964 fue recibida con buenas reseñas por parte de la prensa cultural inglesa. Llegó al mercado de la mano de Calders & Boyars, la editorial de Samuel Beckett y de las ediciones inglesas de los principales escritores del nouveau roman (Claude Simon, Marguerite Duras, Alain Robbe-Grillet), de una importancia capital en el desarrollo de este tipo de literatura en Gran Bretaña.
Al otro lado del charco la respuesta de la crítica fue ambivalente, pero el libro despertó el suficiente interés como para que le dieran las becas Harkness Commonwealth y D. H. Lawrence, lo que le permitió viajar a los Estados Unidos. Allí frecuentó a los poetas post beat y entró en contacto con la contracultura. En América vivirá unos años de libertad y experimentación vital, en esa especie de exilio autoimpuesto al que son tan aficionados los escritores ingleses.
A partir de aquí, la bruma.
Siguió publicando novelas (Three en 1966, Passages en 1969 y Tripticks en 1972), pero despertaron escaso interés entre crítica y público. Una caída en desgracia compartida con la mayoría de sus compañeros de vanguardia. Los sesenta se terminaban y el ecosistema literario de la Inglaterra de la estanflación se replegaba hacia terrenos más seguros. La demolición, lo mismo que la revolución, debía ser postergada. (El miembro más famoso del grupo, B.S. Johnson, que en 1969 había publicado un libro sin encuadernar, se suicidó en 1973, frustrado por el poco interés del público hacia su obra).
Sabemos que tuvo problemas de salud mental, que estuvo internada en un hospital psiquiátrico y que se le administró terapia electro convulsiva. Experiencias que reflejó en su novela inconclusa, The Unmapped Country.
Sabemos que la tarde del 27 de agosto de 1973 un pescador la vio meterse desnuda en el mar de Brighton. No encontraron su cuerpo hasta varios días más tarde.
Después, el silencio.
Berg o por qué leer a Ann Quin hoy
Berg tiene un comienzo de los que te roban la tostada:
«Un hombre llamado Berg, que cambió su nombre por Greb, llegó a una ciudad costera con la intención de matar a su padre».
Su protagonista es un vendedor de tónicos capilares con un alto concepto de su destino y una tendencia preocupante a la obsesión. La ciudad costera está en temporada baja y su padre resulta ser un borracho con muy malas pulgas que convive con una mujer mucho más joven, a la que Berg por supuesto desea. Los peores enemigos de Berg son un muñeco ventrílocuo, un periquito y un gato siamés.
Ya sin tostada, nada es como te esperabas. La realidad y los pensamientos-alucinaciones de Berg se mezclan sin solución de continuidad con los diálogos en unos párrafos oscuros y largos, de una belleza extraña, sorprendentemente divertidos. ¿Es esto experimental? Puede. ¿Es gratuito? No.
Edith es la madre de Berg. Fue abandonada por su padre (que, por si no ha quedado claro, es un auténtico sinvergüenza) y sus interpelaciones interrumpen constantemente la narración:
«Oh, es él Aly, sin duda tu pobre padre. Qué vuelco me dio el corazón, imagina que después de tanto tiempo y sin noticias, y ahí está, como si hubiera muerto de entre los muertos. Esa Mujer a su lado, Aly, ¿quién crees que puede ser?».
La novela es una sátira disparatada tanto de una tragedia griega como de una novela policíaca. Si las tragedias nos ofrecen una posibilidad de redención a través de las desgracias que sufren los personajes en justo castigo a sus malas acciones, el libro de Quin constata la imposibilidad de trascendencia alguna en un mundo que es cualquier cosa menos serio. Si las novelas policíacas nos tranquilizan dándonos un misterio que resolver, Berg nos da un misterio aparentemente resuelto que no termina de consumarse.
Aunque Ann Quin es una escritora de interiores (apenas sabemos nada del contexto espacio-temporal en el que sucede la trama), tiene un talento impresionante para destacar los detalles más grotescos del mundo exterior: una tetera que chilla, los ojos de cristal de los animales disecados, las manchas de la pared con formas extrañas, el tabique que cruje.
Pese a que puede parecer que utiliza trucos para contarnos poco de sí misma (al escoger a un hombre como personaje principal, por ejemplo, aspecto este que tuvo que levantar más de una ampolla en algún crítico, o al optar por un estilo deliberadamente poco realista), en realidad nos lo está contando todo: sobre la experiencia de crecer sin padre en una Inglaterra con sabor a verdura ya masticada, de las dudas sobre los límites de su propia mente.
Por eso Ann Quin se merece que la leamos.
Porque es capaz de meter a Virginia Woolf y a Samuel Beckett en un vodevil y salir ilesa.
Porque sin ella Joanna Walsh, Stewart Home y China Miéville no serían tan buenos.
Porque no hace prisioneros, porque es honesta, porque es divertida, porque se toma en serio a sí misma, porque es oscura, porque nos cuenta la verdad.