Jonathan Franzen


DJonathan Franzen

Y cuando volvió en sí, estaba echado de espaldas en una playa sobre la arena muy fría y caía la lluvia de un cielo bajo y la marea estaba lejana.

La pesadilla o el sueño comatoso de Don Gately desemboca en esa playa que se adhiere a la piel. Los puntos suspensivos como bálsamo o la ficción que otorga una tregua como conclusión anímica a su crueldad. Antes, la ultraviolencia de un ojo torturado grabado en un cartucho. Chinos que atraviesan la puerta portando grandes cuadros brillantes. Transvestales deslizándose sobre la pared con sus abrigos envueltos en llamas. Los vómitos de Pointgravè. El rostro de Bobby C y un desasosiego que todo inunda a la espera de que exista otro lugar, otro cielo bajo el que poder cerrar los ojos y descansar por fin. El caos ha tocado fin, pero el relato sigue su compás incoercible, como aquel Isner-Mahut, hacia un final impalpable que se insinúa allí donde Hal Incandenza sucumbe a la crisis nerviosa mientras el intercambio de puntos del partido perenne continúa ad nauseam.

A continuación se rompió el seudópodo y la caudilla de las cagadas –dejando en la pared un montoncito de putrescencia– cayó en picado, gritando de alegría, contra una cama que era propiedad de las Nordic Pleasurelines y que iba a ser hecha, dentro de pocas horas, por una adorable finlandesita. Imaginar a aquella muchacha tan pulcra y tan agradable encontrándose restos de excremento personal por toda la colcha era mucho más de lo que Alfred podía soportar.

Alfred Lambert se hunde en la desesperación del delirio escatológico. El excremento imaginado le insta a aflojar el esfínter. Le pone frente al espejo, le acribilla con los prejuicios estratificados durante décadas de patriarcado. Es la antesala del desastre que ya murmuran los motores del Gunnar Myldar, el crucero aparatosamente escandinavo que simbolizará el fin de una era para la desbandada familia del medio oeste. La humillación de Alfred a manos del Parkinson y el accidente que lo precipita sobre las frías aguas del Atlántico. La crisis sentimental de una Denise encallada entre dos pasiones. El naufragio de Chip en el Apocalipsis de la economía lituana. La depresión fantasma de Gary. El nuevo amanecer de Enith como enfermera de su postrado marido. Los múltiples rostros de la crisis familiar desembocan en el tiempo de las correcciones, allí donde el ensayo de otra saga florece como coda sobre cenizas.

Los Lambert son el mapa devastado de América, aferrándose a la esperanza de que la siguiente crisis no será definitiva.

Los Incandenza son la proyección de esa desintegración en el futuro. La realidad diferida y enloquecida en cintas de vídeo en la distopía abstracta de la ONAN.

Jonathan Franzen

El alivio que deparan al lector La broma infinita y Las correcciones en sus respectivas conclusiones no es más que el espejismo transitorio en el que la ficción cíclica pone su punto y seguido. Lejos quedan ya las sagas arraigadas en el tiempo concreto. La melancolía filtrada en el prólogo de Una muerte en la familia. Los apellidos abonados en la tierra: Compson, Bundren, Sutpen. Un largo camino desde Yoknapatawpha, y sin embargo vive en esos relatos fragmentariamente contemporáneos el mismo impulso que moraba en aquellos: la búsqueda de una conciencia colectiva.


Llorar a un amigo en el fin del mundo

Dios me ha devuelto al mundo de los hombres, a espejos, puertas, números y nombres.

Franzen elige un confín del mundo para su aislamiento. La isla de la soledad, Más Afuera para Robinson Crusoe y para los indígenas, Alejandro Selkirk como recuerdo del marinero escocés que inspiró el náufrago de Defoe y el poema de Borges. A 800 kilómetros de la costa el escritor desaparece entre su pasión por el avistamiento de aves y el luto por la pérdida de su amigo David Foster Wallace. Es también en la isla donde esparcirá parte de las cenizas de Wallace cumpliendo el deseo de la viuda de este, Karen Green. Como resultado de su aislamiento emergerá su obra Más afuera, colección de textos de no ficción entre los que se cuenta una pieza destinada a rendir cuentas con su viejo amigo y rival, el contrarrelato que responde a la narrativa mediática de la estrella de rock que se quita la vida en su garaje. En Alexander Selkirk se cierra el vínculo íntimo de Franzen y Wallace. El primero trata de eludir el sentimiento de rabia por el acto de traición de su amigo, exactamente el tipo de gesto que desata exactamente el tipo de sacralización que el segundo hubiera detestado. Recuerda, también, que fueron los fantasmas de la adicción y la depresión los que finalmente ganaron el pulso a Wallace. Remontándose a los orígenes de la novela, Franzen recupera una cita de Watt según la cual esos inicios se levantan sobre las cenizas del aburrimiento –concretamente, en la necesidad durante el siglo XVIII de entretener a las mujeres de la clase burguesa que habían quedado liberadas de sus quehaceres domésticos–, al tiempo que vincula Robinson Crusoe con una narrativa realística sobre la que se fundará una corriente de individualismo que recorrerá el género. En su frustrante periplo por la isla chilena, víctima de las inclemencias del tiempo y de la imposibilidad de avistar el quimérico Rayadito de Más Afuera, concluirá que ese individualismo y esa ficción tienen que ver con su colega y el modo en que se despidió. En la literatura de Wallace no había sitio para el amor. En la vorágine de La broma infinita los personajes se definen en la adicción o manipulan a otros o desconocen cómo transitar en un universo en el que el entretenimiento ha disipado los flujos de humanidad. Hablan entre sí, pero casi nunca dialogan, y el afecto sólo es el recuerdo extinguido en una sociedad efectivamente disfuncional. Toda la novela parece una titánica, críptica advertencia del autor hacia las consecuencias catastróficas de ese individualismo fundamentado en una cultura del entretenimiento que se retroalimenta en su calidad espectral. He ahí la infinitud de la broma, su prolongación hacia el futuro. Baudrillard convertido en entropía literaria. Y sin embargo fue la ficción, cómplice inevitable de ese caos, la que mantuvo vivo a Wallace hasta que dejó de ser suficiente para él. Wallace, dice Franzen, murió de desesperación, pero también de aburrimiento.


Meter la cabeza en un microondas

Todo el mundo es idéntico en su secreta y callada creencia de que en el fondo es distinto a todos los demás

Lo cual es parte del chiste, el más universal de los chistes que nos niega el sueño de una identidad trascendente. La idea recorre la obra de Wallace, vertebra su discurso en la universidad de Kenyon y fractura a los Incandenza, víctimas de una genialidad en esencia inoperante. Sus carencias emocionales los desgarran entre líneas, lo oculto, allí donde se agazapa la melancolía de su autor. Los Lambert en cambio son arrollados por violentas manifestaciones de esos déficits, consecuencias directas de décadas de toxicidad patriarcal.

Todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz lo es a su manera

DJonathan Franzen

Largos decenios de sexo insatisfecho, malas contestaciones, castigos ejemplares, autoridades entredichas. El relato de los Lambert traza su accidentado mapa en un momento en el que el pasado pesa demasiado y el futuro sólo deja intuir incerteza. Las correcciones anticipa la crisis permanente, la transformación del viejo régimen, rocoso e injusto, por uno nuevo y voluble, en el que la noción de lo justo ni siquiera es relevante. La infelicidad de los Lambert es, de una manera tangible, la de una nación consumida por el capitalismo e incapaz de rectificar sobre su propia historia con la complicidad de sus víctimas. En ese escenario, sus protagonistas se ven sacudidos por tormentas emocionales en Filadelfia, Apocalipsis sociales en Lituania o simulacros de exotismo nórdico a bordo de un crucero, pero lo que de verdad comprenden los episodios confluyentes de sus miembros es su incompetencia a la hora de nadar contra esa deriva que tanto tiene que ver con lo general como con lo familiar. La osadía de La broma infinita es, en cambio, proyectar las consecuencias de ese nuevo orden, un tiempo subsidiado y una geografía ficticia que habla después de la desintegración. Don DeLillo, otro gran topógrafo de la ansiedad contemporánea en la novela norteamericana reciente, elogiaba a Franzen por haber construido una novela imponente a partir de la conciencia de un matrimonio, una familia y una cultura entera. El elogio bien podría funcionar para ambas obras, si bien en la de Wallace hay una resistencia a cualquier cohesión institucional-sentimental. En ella esa búsqueda de una conciencia en medio del caos está asfaltada en la desesperación de lo inconcreto y en la abstracción de los cartuchos, en la tristeza de un mundo abocado a la soledad. Las correcciones, sin embargo, forja su propia búsqueda desde el peso de la herencia y la inhabilidad de sus personajes para reparar vínculos rotos. La caída de Alfred desde lo alto del Gunnar Myldar, el día en que James O. Incandenza metió la cabeza en un microondas: ambos hitos contienen la destrucción del pater familias y funcionan, uno en directo y el otro en retrospectiva, como catalizadores; el primero para dar paso a un (vano) intento de rectificación, el segundo como referente traumático acorde al signo de los tiempos.


Entrevistas breves con hombres solitarios

- Lo único que sé es que todo se acabó allá por el sesenta y cinco, y nunca volverá a ser como antes. La moneda de medio dólar, ¿vale?, la pobre tenía el noventa por ciento de plata, en el sesenta y cinco lo redujeron al cuarenta por ciento, y este año ya no lleva ni rastro de plata. Cobre, níquel, ¿qué será lo siguiente, papel de aluminio?, ¿me entiendes? Parece medio dólar, pero en realidad sólo simula serlo. Igual que esas vídeo-tragaperras. Es lo que han planeado para toda la ciudad, una inmensa imitación de sí misma, a lo Disneylandia.

En una mesa redonda con Franzen, Wallace y Mark Lehner en el programa de Charlie Rose, Wallace evocaba sus días más jóvenes como lector en tardes lluviosas. Para el autor, la ficción suponía un intercambio de conciencias equivalente a una conversación sobre cosas de las que habitualmente no se hablan en una conversación. En la misma intervención, el escritor apuntaba al poder del entretenimiento comercial para proporcionar grandes dosis de placer con las que, consecuentemente, transforma las relaciones interpersonales. A tenor seguido, Franzen apuntaba al hecho de que su propia ficción ya no era libre de manar sin una mediación del imaginario adquirido a través de múltiples formas narrativas. Leer a Wallace y a Franzen es constatar que los relatos ya no pueden ser lo que fueron, que pertenecen al sino de una era en la que la descomposición de lo real, o lo que entendíamos como real, ya ha hecho mella en el impulso creador. Leer a Wallace es asistir, desde una distancia fría y dolorosa, a lo que queda de civilización, restos liberados de sentimientos y siempre al borde de la autodestrucción. En Franzen todavía queda espacio para el amor de una madre y esposa que sigue esperando la vida imaginada, pero es un destello que se ahoga en medio de la desesperanza que irradian cada uno de los largos buceos del autor en el interior de sus criaturas. En la subterraneidad de esa clase media agotada, desvirtuada en su identidad, comparten los Incandenza y los Lambert la terrorífica certeza de que ya ni siquiera pueden ser lo que se supone que debían ser. Como la moneda de medio dólar de Pynchon en Vicio propio, son la prueba de que la novela americana ya no puede aspirar a la ilusión de inocencia, a una inspección de la identidad cultural enraizada en la intimidad familiar, sin que en ella medie la creciente virtualidad del mundo.

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