No sé cómo conocí a Diego. Seguramente fue a través de un amigo en común, Georges Bataille. Bataille fue siempre un misterio. Tengo todos sus libros en las ediciones más extrañas, pero nunca lo leí demasiado. A Bataille quería escucharle. Tenía muchas cosas que decirme. Luego, con el tiempo, ya mucho más viejo, me di cuenta de que realmente pensaba en Michel Leiris sin conocerlo. Michel Leiris tenía una tendencia natural a salir fuera de la fotografía. Estuvo en todos lados, invisible. Vuelvo a Diego. Decía que pienso que lo conocí a través de Georges Bataille, un filósofo que escribía novelas pornográficas y quería fundar sociedades secretas. Igual esa descripción también nos vale para Diego. Entonces le pedimos que escribiera para Détour.
Escribió sobre el divino Marqués. Es decir, Sade. Y ahí empezamos a frecuentarnos. Sus traducciones, la maravillosa editorial Pepitas de calabaza, en fin, tantas cosas. También sus libros. Los relatos de Convertiré a los niños en asesinos. Leyéndolo, pensé en Roland Topor, ese niño óptimo de Diego: mutante y asesino. Cambiaba de forma constantemente (escribiendo, dibujando, haciendo películas) y en cada una de ellas aniquilaba un montón de cosas: la sociedad, las costumbres, los buenos pensamientos. Cómo no pensar en los textos de Diego.
Más tarde llegó Kwass o el arte combinatoria y una frase de Paul Valéry lo explicaba todo: transmitir la sensación sin el aburrimiento de la transmisión. Ahora hubiera pensado en Tadeusz Kantor. Diego seguía escribiendo para nosotros o compartiendo lo que escribía, como aquel prólogo para esas memorias alrededor de la cárcel de Pierre Clementí, actor maldito orgulloso de ser maldito. Hoy nadie quiere ser maldito. Es más, ya no sabemos qué quiere decir esa palabra exactamente. Es una palabra gastada más. Tenemos muchas. Escribió, finalmente, sobre Georges Bataille. Y fue maravilloso, porque de nuevo estábamos todos juntos.
Su último libro es Ladran los hombres. Son un puñado de relatos, en los que cada uno adopta una forma. Empieza como Topor y acaba con unos microrrelatos de terror que son como gotas de lluvia en una noche de relámpagos. Entre medias está todo. O buena parte de lo que interesa...
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Diego Luis Sanromán: Pienso que una de las cosas de las que me atrae de Topor tiene que ver con esto. Y, en general, lo que me atrae de la literatura que me interesa tiene que ver con lo inquietante. Más que con el miedo o con el terror, a pesar del título que tienen los microrrelatos que cierran el libro, lo que me interesa es esa cosa tan difícil de definir que Freud llamaba, por ponerme un poco pedante, das Unheimliche. Esta idea de algo que te revuelve por dentro, algo que te inquieta, pero de lo que no sabes la razón. Y eso me parece Topor. Topor es un gamberro. Hay una cosa que me gusta aparte de todo esto, que puede sonar tan elevado: me parece que es un gamberro. Más que todo lo que hizo (me parece una cosa increíble que fuera capaz de hacer cine, pintar, dibujar, escribir, con la misma soltura… uno de los artistas más grandes del siglo XX), lo que más envidio de Topor es su carcajada, te lo decía antes. Esa risa tan franca, tan tremenda, que lo rompía todo. Era una especie de niño. Me parece que tiene algo de infantil, en lo que también tienen de cruel los niños. Eso me parece que está en Topor y me interesa muchísimo. Pero más que nada es un buscar lo inquietante, que no sabría cómo definir y tampoco sabría si he dado con la fórmula. Pero estoy a la búsqueda de eso.
Desde el primer libro.
Sí, desde cualquier libro, porque es una categoría estética fundamental.
Lo inquietante.
Lo inquietante, sí. Lo que me atrae en el cine, por ejemplo. Sabes que soy (y sale en casi cada ocasión) un fan de David Lynch. Parece que Lynch, cuando acierta (porque a veces es muy estridente), cuando lo logra, es eso precisamente. Media hora después de haber visto un episodio de Twin Peaks, o una de sus películas, hay algo que te araña por dentro, que te ha descolocado.
Topor era lo inquietante, lo asombroso, lo gamberro.
Sí. A mí también me interesa eso, esa tensión entre el humor y el horror. Son palabras que riman. Creo que Topor tiene esa habilidad: deslizarse del humor al horror y a la inversa. Consigue que la carcajada se transforme en una mueca o al revés. Uno no sabe muy bien. Te descoloca tanto que uno no sabe muy bien cómo poner la boca finalmente.
También hay esa búsqueda del humor en tus relatos.
Sí, eso lo hay. Pero es un humor también así, muy oscuro, muy negro.
Está Sade, a quién apenas conozco, pero creo que tu idea del erotismo no debe andar muy alejada de Georges Bataille.
El propio Bataille, para mí, es un viejo amigo. Es un tipo que me ha acompañado, que me acompaña desde hace mucho tiempo. De hecho yo en su día tenía previsto escribir una tesis doctoral sobre Bataille. Al final me incliné por otros asuntos y, bueno, siempre ha estado ahí la intención de escribir algo en serio sobre Bataille. Y lo del erotismo... No sé, yo casi te diría que me interesa más la pornografía, incluso. También hay ese componente católico. El erotismo en Bataille está muy vinculado al horror. Está vinculado a la muerte, desde luego. Como tú decías, a la desaparición del yo. Uno pierde los límites y se pierde en ese momento y eso, desde luego, causa angustia. Pero, bueno, no sé. Yo no aspiro a tanto. Pero sí me interesa la escritura como una suerte de magia negra, en el sentido de que sirve para invocar demonios. Como Bataille, como Sade,... Y también sirve para provocar reacciones en los cuerpos de los otros. Erecciones, humedades o que se te ericen los cabellos. Eso sí me interesa muchísimo. Y hasta qué punto se puede conseguir. Como hace Sade (ya lo dije en algún momento), cómo hacer que las páginas rezumen, sean viscosas, que rezumen semen y sangre. Sí. Y también estos autores me interesan muchísimo porque digamos siempre aspiraron a lo imposible, eso de alcanzar lo inefable. Rozar los bordes, intentar rozarlos por la parte de fuera. Sin conseguirlo nunca, porque, al fin y al cabo, somos animales parlantes, estamos utilizando un idioma y la gramática impone sus reglas. Esa tensión a mí me parece muy interesante.
A mí me interesa también. Bueno, lo reseñaste tú porque lo has reseñado todo, creo, el librito este, o el libraco, que hicimos sobre relatos de oeste. Sí, esto de recurrir a esos subgéneros que en algunos casos están condenados a los anaqueles más vergonzantes de las librerías y tal. Los westerns, por ejemplo. También la pornografía.
Siempre me ha gustado el género, porque creo que es lo más libre, porque, al partir de unos códigos ya conocidos, te permite concentrarte en otros aspectos de la escritura.
Permite otra cosa también, que es la transgresión y la perversión. Sade otra vez. No sé si era Jesús Ibáñez el que decía que el perverso necesita la ley, porque precisamente lo que hace el perverso es estar transgrediéndola continuamente. El género lo que permite es un poco esa perversidad de estar continuamente jugando con los códigos, rompiéndolos, haciéndolos trizas, recomponiéndolos de otra manera. Merece la pena, es un juego muy divertido.
Eso nos llevaría al OuLiPo de Raymond Queneau, Georges Perec, Italo Calvino,… A la imposición de unas reglas como generadoras de escritura. ¿Has sido alguna vez oulipiano?
No. Jamás. Si te digo la verdad, naturalmente no me sale eso. El OuLiPo es en cierto modo una reacción. Queneau había sido surrealista y es una reacción contra la libre asociación que proponían los surrealistas, y dejar que eso hable. Que el inconsciente hable evitando las censuras del consciente. Yo casi iría más en esa línea.
Michel Leiris escribió un libro maravilloso a partir de sus sueños que es Noches sin noche y algunos días sin día. Lo que me sorprendió al leerlo es que soñaba con su vida. Y pensaba en los sueños de los surrealistas y no podía dejar de tener la impresión de que sus sueños eran construidos y su escritura no era precisamente automática…
Pues no tengo la menor idea. Lo cierto es que el automatismo tiene un peligro, que es que hablen por tu boca todas esas lecturas que has hecho. No sé. Pero yo sí soy más de dejarme llevar. Además, las historias aparecen como a chispazos. A partir de ciertas imágenes, o de ciertos acontecimientos, o de cosas que vives. Cosas que te pueden resultar muy extrañas pero que tienen no sé, como tú decías antes (no sé si te referías al realismo mágico), muchas vivencias auténticas que uno no diría que lo son. Y ahí hay acontecimientos que están bien, que despiertan la inquietud. O ciertas imágenes que se te presentan en la mente no sabes muy bien por qué, y que si dejas que se deshilvanen ellas solas generan mecanismos misteriosos, una historia.
Leía una conversación con Louis-Ferdinand Céline, otro escritor que compartimos, pese a él mismo, que su escritura oral estaba lejos de ser una transcripción del lenguaje hablado, y que esa escritura oral debía de ser totalmente reconstruida. Pensaba que para escribir ochocientas páginas había que escribir ochenta mil. ¿Qué es para ti el oficio de escritor, el estilo?
Me has descolocado muchísimo. El oficio de escritor... Bueno, yo no tengo como oficio el de escritor. Y tampoco sabría muy bien decir qué es la escritura y, sobre todo, por qué escribo. Imagino que escribo porque llevo leyendo libros desde que sé leer y los libros me han procurado mucho placer. Y siempre he querido ser como ellos, digamos. También yo quiero hacer eso. Y el estilo... Pues para mí, desde luego, es una preocupación elemental, pero no es algo de lo que supiese la razón consciente. Cómo se genera mi estilo o a partir de qué momento puedo decir: “Ahora sí estoy produciendo mi propio estilo”. Qué es mi propio estilo es algo que no sabría decir. Algo que se me escapa. Y en cuanto a lo de trabajar mucho, que decía Céline, antes también estábamos hablando del viejo Cossery. Yo soy más cosseriniano en ese sentido. Si hay que trabajar mucho, mejor dejarlo.
Pepitas empezó a publicar la obra de Albert Cossery, que no acabó de funcionar. Lo cual es un misterio porque, vamos a usar esa palabra tan manoseada, es un escritor delicioso. No trabajó en su vida y vivió noventa y cinco años, lo cual habla de los beneficios de no trabajar. ¿No hay que trabajar nunca?
Eso decía Rimbaud. Y yo lo suscribo. En otro libro más de Pepitas, que salió hace no demasiado, el Ahora de Comité Invisible, ellos decían que este Ne travaillez jamais, que reivindicaban los surrealistas y los situacionistas, lleva camino de convertirse en una condena más que en una liberación. En efecto, ellos hablan de las revueltas en Francia contra la ley Macron, precisamente, contra la ley del trabajo, y dicen eso. Esto que antes era una frase subversiva y que podía enarbolarse como una bandera de la revolución, el capital ya lo ha cumplido. Ha cumplido eso, pero no ha permitido la liberación. No ha permitido que de verdad podamos vivir, sino meramente, a duras penas, sobrevivir. Pero sí, no trabajéis jamás. Pero la idea que tenían Rimbaud, los surrealistas, los situacionistas, es también esa idea del viejo joven Marx, de haberse liberado, emancipado, de una vez, de las cadenas del trabajo, para hacer, verdaderamente, lo que a uno le dé la gana. Escribir, pintar o pescar.
Michel Leiris decía que un creador, por definición, no podía ser un hombre satisfecho de la cultura existente.
Desde luego. Para llenar con nuevos objetos el mundo, digamos que es necesario considerar de algún modo que no está completo, que no es perfecto, que no está acabado. En general, no sé muy bien Leiris, que también es un tipo que me fascina, en términos generales, toda esta disidencia del surrealismo, que luego va a estar en el Collège, en el Colegio de Sociología, que acompaña Bataille y demás. Me parece de lo mejorcito que ha dado la cultura francesa en el siglo pasado. Pero en cuanto a lo de ir a la contra, no sé, a mí personalmente la cultura española, la cultura mainstream, lo que uno se encuentra habitualmente en los media, me parece una absoluta basura, para decirlo llana y rápidamente. Ningún interés de ningún tipo.
¿Tus libros son contra eso?
No. No son contra nada. No sé lo que son.
Tu visión de la sociedad no es muy...
Pues no. El hecho de que esté en Pepitas también indica un poco por dónde van los tiros.
En una entrevista con Tadeusz Kantor, hombre de teatro, artista, decía que una obra no debía ser comprendida. Que comprender es consumir. Y decía, igualmente, que el artista está encerrado dentro de una pirámide y que fuera, a su sombra, está el público (o los lectores). Y que estos no pueden ni deben acceder a su interior.
Lo suscribo salvo en lo del artista y lo del autor. Artista es una palabra que me da mucho miedo. Y en cuanto a lo del autor, creo que también el autor debería quedarse fuera. No creo que el autor, el que escribe, deba ser una especie de diosecillo que controle el sentido de lo que escribe. El primero que no debe entenderlo (o al menos es lo que me ocurre a mí), el que no debe tener muy claro de qué va esto es el propio autor. Lo comentábamos hace unas semanas en Barcelona. Las novelas, los escritos, los textos, que tienen detrás una idea muy clara, muy sólida, muy profunda, me parece que cierra los sentidos posibles que puede generar el texto. Y para que los sentidos estén abiertos, para que se dé la confusión (estaba hablando con un arrabaliano), para que se genere la confusión, el autor tampoco tiene que tenerlo muy claro. O sea, que sí: el público fuera, pero también el autor.
Pienso que reivindicando su derecho a que la obra no fuera comprendida por el público reivindicaba el derecho a no comprenderse él mismo.
Me parece esencial, pero por lo que te decía antes. Para que esto sea divertido, tenga alguna gracia, no sea un trabajo que exija producir no sé cuántos miles de páginas, el primer sorprendido debería ser el que está escribiendo. No tener las cosas muy claras y que broten frases que no se sabe muy bien de dónde vienen. Personajes, imágenes, cuyo sentido uno no tiene muy claro.
Decían en Bande à part, de Jean-Luc Godard: “¿No es extraño cómo la gente nunca forma un grupo unido? Sí, nunca se amalgaman. Permanecen separados. Cada uno sigue su propio camino. Desconfiado, trágico. Aun cuando están juntos en las casas, en las calles…“. Y en tus relatos tengo la sensación de que, igualmente, la gente nunca llega a encontrarse.
Es verdad. Eso es algo inconsciente. Se ha hecho consciente ahora, que me lo está diciendo la gente que los ha leído. Esto de la incomunicación. Me preguntaban si yo tengo una visión tan oscura del ser humano. Probablemente sí. Pero no es algo que haya volcado ahí de forma consciente. Pero es verdad que, curiosamente, sin pretenderlo, podría ser que una línea roja que atraviesa todo los relatos es este tema de la incomunicación. En el último, en el penúltimo texto, está más claro que en ningún otro, pero es cierto que...
No precisamente a la manera antonioniana...
No soy tan delicado. Pues mira, no lo había pensado. Ya me arrepiento de haberlo dicho.
Siguiendo con Bande à part, se dice: “Los imperios se desmoronan, las repúblicas se hunden, los tontos sobreviven”. ¿Es la definición de nuestro tiempo?
Sí. Lou Reed también lo decía en una canción: “El mundo lo conducen los gilipollas. Es triste pero es así”. Lo que pasa es que estas cosas de decir “los tontos son los otros”, o son los que dirigen el mundo... A lo mejor los tontos somos los demás, que nos dejamos dirigir.
(En el público) Es cuestión de sobrevivir...
¿Qué es sobrevivir? Aquí me vienen posos de lecturas y de cosas que hemos pensado, juntos, en movimientos sociales... Esto de la supervivencia siempre se contrapone a lo que los situacionistas llamaban la vida. La vida, la existencia plena. Cómo era aquello... gozar sin límites, gozar sin trabas. No sé, no lo tengo nada claro.
Valencia, 2 de diciembre de 2017: Librería Ramón Llull. Con motivo de la presentación del libro Ladran los hombres, editado por Pepitas.