A día de hoy, una fotografía que tenga algo de excepcional, que parezca erguirse sobre el papel para alcanzarnos, es algo esencialmente improbable. Millones de fotos banales, mezquinas, sin cuerpo propio, por no hablar ya de «aura». La experiencia de la mirada se ha depauperado de tal modo, es hasta tal punto irrelevante que, por mucho que los trabajadores se dejen el alma, el propio esfuerzo de contemplar pausadamente una fotografía ha llegado a convertirse en un acto ridículo. ¿No existía otra forma de mirar, de ser mirado? La memoria nos desgarra por dentro y el recuerdo es casi imposible.
Estas dos fotografías son de la misma persona —Roger Gilbert-Lecomte— en diferentes épocas de su vida. Las dos son en blanco y negro y las dos son lo que entendemos comúnmente por «retratos». Sin embargo, las dos son hasta tal punto singulares, no ya en su anécdota sino en su esencia que, a pesar de sus evidentes diferencias, ambas parecen sacadas de un mismo cajón de dolor y de espanto.
Hay que mirarlas bien, con calma. Hay que deshacerse de la rapidez y del aburrimiento. Acariciarlas con la mirada. La primera de ellas es, aproximadamente, de 1925, cuando Gilbert-Lecomte tenía alrededor de 18 años. En esta época está a punto de marcharse a París con Daumal. El rostro ovalado es, evidentemente, el de un ángel: perfecto en su irregularidad, en su contorno y luminosidad. Sin embargo los ojos —hundidos, tenebrosos— se retiran del contacto, replegándose hacia el interior; parecen mirar ya desde abajo, como si todo el cuerpo empezara a caer. Una invitación parece surcar sus pupilas como una llama que de lejos parece de hogar pero que de cerca se adivina como del gran incendio de Londres.
La simple visión azarosa de esta fotografía hizo que Georges Ribemont-Dessaignes moviera cielo y tierra para conocerle en persona, sin saber absolutamente nada de él. Es el poder de un rostro, desvelado de su máscara eventual gracias a un milagro ocurrido en el momento de la toma. Pues, hay que reconocerlo, no es su simple rostro lo que vemos. El rostro es sublime porque es como un día sin sombras, como una luz capaz de arrancarnos el alma. Pero su valor documental es completamente ridículo. Lo que persiste es algo profundo y complejo al mismo tiempo, algo terrible: es una fotografía sin máscara pero con distancia, que desvela de forma directa una presencia anterior, absoluta, inalcanzable. Es la fotografía del ángel en el acto mismo de caer, en el preciso momento en que sus pies avanzan por primera vez sobre el abismo. Afortunadamente es a nosotros a quién está mirando: por eso su mirada no es la del caído hacia Dios sino la del poeta a los hombres.
Y así, suspendido en el tiempo, Lecomte-el-ángel permanece. Nunca más volveremos a verlo de esta forma, ya que esta es la época en la que ha empezado a andar, y a descender, el camino de la videncia. La decisión de llegar más allá de la vida corriente está tomada. Y ciertamente aún se puede sentir, al contemplar el retrato largamente, que sus ojos están vivos. ¡Y que todavía comunican un desafío de belleza y terror!
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La segunda fotografía está tomada poco antes de su muerte, en 1943, cuando tenía 36 años. Y es igualmente desconcertante, aunque por razones muy diferentes. Aquí sí que encontramos el camino para llegar a sus bordes. La implacable realidad con la que nos encontramos es en cierto modo la nuestra. La reconocemos, al menos en su superficialidad, y podemos integrarla en nuestra experiencia, si bien de forma negativa. Esta foto parece colarse en nosotros a través de un prejuicio moral: se trata del documento de una destrucción (o de lo que creemos que es una destrucción). En cualquier caso, poseemos un recurso a nuestro alcance para reaccionar a su interpelación y reintegrarla. No obstante, si nos tomamos el trabajo de seguir mirando, la pregunta decisiva llega por sí misma: Si es un testimonio de degradación, como así parecen demostrarlo las marcas visibles del dolor ¿por qué esta fotografía no podrá servirnos jamás como ejemplo?
Eliminamos el estúpido prejuicio moral y aquí la realidad ni siquiera está presente. Todo es manifiesto. Hay una sensación desgarradora de presencia, puesto que no hay distancia en la representación. ¿Acaso no da la sensación de que podemos tocar su rostro, que no hay nada que nos impida llegar hasta donde él se encuentra? Ya no hay relato, somos nosotros, en caso de que lo consideremos necesario, los que debemos construir un espacio propicio para aceptarla. Así, el escenario, es decir, la relación, solo puede situarse dentro de los que miramos. El camino de la videncia por el exceso —las drogas, el desarreglo de los sentidos—, es una ruta transitable para nosotros, eso está claro. Pero no es solo eso. El aire negro que le rodea, el abismo incluso, y una sensación de realidad violentada surgen de esta foto como lo haría un geiser. La mirada ya no es la del ángel, aunque tampoco es la de un hombre. En todo caso, y apurando, se diría un vampiro. Esta segunda foto es el testimonio de aquél que está a punto de terminar de caer, sí, pero de caer hacia lo alto. Pues la palabra «destrucción», que antes hemos utilizado un poco a la ligera, no sirve de nada aquí. En realidad se trata (siempre fue así), de una auto-construcción a través de la destrucción, de un camino, si es que esto es posible, hacia el fondo y hacia arriba.
Diferentes velos parecen interponerse igualmente entre esta fotografía y nuestra posibilidad de aprehenderla. Y sin embargo, tampoco tiene máscara. La cámara no capta el milagro, sino que el milagro es la presencia que recoge. El objetivo encuentra lo real en la realidad, esa presencia destructiva que hace que seamos incapaces de entender lo que nos sobrepasa. De ahí su aparente carácter irreal. Irreal en cuanto rechazado, pero indudablemente real por su presencia. Nuestra impotencia es fruto de nuestra incapacidad para relacionarnos con lo que vemos de otra forma que no sea la banalidad. Por eso, lo que parece que va a salir de sus labios, aquello que atravesará el aire en una continuidad sin bordes, nos parece de nuevo un desafío: «Yo sé perfectamente aquello que soy».
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No hay separación entre las dos fotografías. Eso es una ilusión. Una y otra nos mecen en un territorio de experiencia muy concreto. Ambas son reales, pero ambas lo son de modo distinto. Si pudiéramos reducir nuestro pensamiento al máximo, casi ridículamente, podríamos decir que una es idealista y la otra materialista. Sin embargo, no hay que engañarse: el camino que va de la una a la otra es uno y el mismo. Y así, al extenderse como pasajes de una misma vida, ambas establecen espontáneamente una comunicación oscura. Son testimonio de algo que permanece escondido y que sin embargo es evidente: una metamorfosis infernal. Lo monstruoso de estas fotografías es que el tránsito de la presencia está hasta tal punto cargado de electricidad que a nosotros nos parece casi incomprensible. Nos gustaría poder mantener al primero en nuestra memoria, pero es el segundo el que aniquila nuestras esperanzas y nos devuelve al desierto. Y así, al rechazarse alternativamente, uno y otro se van construyendo y destruyendo en un proceso interminable. Finalmente, mediante esta constante aniquilación sucesiva, lo que alcanzaríamos finalmente a ver no sería más que un vacío, no podría ser otra cosa que el vacío extendiéndose, el esfuerzo, en palabras del propio Gilbert-Lecomte, de «ser eterno por rechazo a querer durar».
Pero aún existe una última posibilidad: poco antes de morir, Gilbert-Lecomte era conocido en Montparnasse como «El espectro». Quienes así le llamaban desconocían por completo su nombre y su obra. Este espectro es quizá la pieza que nos falta para situarnos frente a estas dos fotografías y hacer nuestra la relación asombrosa que ponen en juego. Pues en cierto modo es como si el espectro de Gilbert-Lecomte se hubiese refugiado en la distancia que separa y une a estas dos fotografías con nosotros. Se ha dicho que los ángeles habitan el espacio que se crea cuando miramos directamente a los ojos de otra persona, ese espacio de suspensión y silencio. En este caso el espectro, su presencia que es —ya que no puede ser otra cosa la naturaleza de un espectro— no-presencia, parece habitar en el triángulo que forman nuestros ojos y estas dos fotografías, que incluye el tiempo y por lo tanto la presencia de Roger Gilbert-Lecomte como un viento cerrando puertas.
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Si nuestras imágenes están huecas, si son vergonzosamente superficiales es porque están hechas con el deseo expreso de que solo sea posible acceder a esa envoltura tras la cual no habría fondo. Pero de la misma forma que Georges Bataille descubría horrorizado una distancia irrecuperable en la naturaleza humana entre los grotescos seres retratados en una boda provinciana de 1905, y su propio desborde vital en 1929, nosotros observamos ya con horror la imposibilidad de relacionarnos –humanamente– con el individuo que aparece en estas fotografías. Lo que reflejan ya no es nuestro, la experiencia de nuestra personalidad. Y no es únicamente que para nosotros sea imposible mirar estas imágenes con la mirada de 1925 o 1943, es decir, que hayamos perdido la capacidad de encontrar en una imagen cualquiera su doble fondo particular, aquel en el que residen aquellas relaciones que la unen a las tinieblas del mundo. No, el verdadero problema que parece surgir de estas fotografías, lo que nos lanza desesperadamente tras ellas, es que lo que representan, simplemente, no parece estar ya en el mismo plano de existencia que nosotros.
[Publicado originalmente en el número 1 de la revista Dazet, de Buenos Aires, Argentina, en 2014.]