Para ser un escritor cuyas novelas han ahondado en momentos clave de la historia estadounidense posterior a la Segunda Guerra Mundial, la presencia personal de Don DeLillo en los eventos cruciales que puntúan su obra ha sido curiosamente marginal. Cuando tuvo lugar en 1963 el asesinato de John F. Kennedy, suceso en torno al que gira Libra (1988), DeLillo almorzaba con dos amigos en el Davy Jones, un restaurante sito en el centro de Manhattan, y no se enteró del magnicidio hasta que pasó más tarde por su banco para hacer una gestión. Y durante los playoff de 1951 entre los Dodgers y los Giants, no se contaba entre los aficionados al béisbol que abarrotaron el estado Polo Grounds y con los que inicia Submundo (1997), sino en el Bronx, en la consulta de un dentista emplazada en la Avenida Crotona. Esa ubicación periférica a los hechos parece de lo más pertinente, dado que DeLillo ha argumentado siempre que el emplazamiento más adecuado del escritor se halla “en los márgenes de la cultura”, como observador neutral del punto ciego de las cosas. Es una convicción que presta su aliento a la mayor parte de su literatura. Como escritor, DeLillo no concibe novelas que puedan encajar en las plantillas convencionales de la ficción mainstream. Prefiere abordar sus argumentos de manera oblicua, suscitar estremecimientos en la topografía de la vida contemporánea cuyos efectos, en sus propias palabras, son apreciables solo “en las lindes pesadillescas de la percepción colectiva”. Cuando en Fin de campo (1972) indaga en el pánico nuclear, es a través de las experiencias humorísticas de un equipo universitario de fútbol americano. En La estrella de Ratner (1976) escribe sobre la recolección de excrementos de murciélagos para cavilar acerca de los límites de la certeza científica… Al mismo tiempo, la creencia de DeLillo en el poder de lo colateral acaba por infiltrarse también en la caracterización de las vidas que llevan sus criaturas de ficción. Sus primeras seis novelas se centran en personajes situados en núcleos de poder —deportivo, científico, financiero— pero a quienes atraen los márgenes como forma de exilio voluntario. Y aunque dicho patrón se invierte en Libra y Submundo, novelas en las que los protagonistas luchan por integrarse en la sociedad mayoritaria, el anhelo autodestructivo por existir fuera de cualquier aparato colectivo dominante es un tema que DeLillo revisita en trabajos posteriores como Mao II (1991) y Cosmópolis (2003).
Este sentimiento de extrañeza frente al mainstream puede haber fraguado en los años tempranos de DeLillo en América. Aunque él ha descrito su crianza como estadounidense por completo, nace el 20 de 1936 como hijo de una pareja italiana emigrada a Nueva York, la ciudad sobre la que más ha escrito. En la Gran Manzana de sus novelas reina el inglés afilado y apremiante típico de la vida urbana, pero, en la estrecha casa de tres plantas en el Bronx que sus padres, su hermana y él comparten con sus tíos y sus tres hijos, el italiano se habla y escucha a todas horas. La sensación de distanciamiento lingüístico de DeLillo coincide con la inmersión de su familia en el flujo de la sociedad norteamericana. Su padre calza zapatos de papel cuando llega al país desde Italia, pero consigue un ejemplo como encargado de las nóminas en Metropolitan Life, una compañía de seguros afincada en Manhattan. Por ello, salvo por un breve periodo de estancia en Pennsylvania, el clan DeLillo fructifica en el Bronx. El domicilio familiar se halla de hecho cerca de la avenida Arthur, y las noches de juegos callejeros se ven agitadas en ocasiones por la faceta más sombría de la Little Italy neoyorquina: DeLillo recuerda hasta tres ajustes de cuentas mafiosos acaecidos en el barrio.
Su alienación parece acentuarse cuando empieza a estudiar en los colegios locales. Aunque sus textos resultan notables en lo tocante a lo detallado y variopinto de sus conocimientos, cuando rememora sus experiencias lectivas de infancia y juventud cabe hablar de una ambivalencia profunda. DeLillo se educa en colegios católicos; su asistencia en concreto al instituto Cardinal Hayes se cifra en “dormir durante cuatro años”. Después ingresa en el Fordham College, donde se gradúa en Artes de la Comunicación amén de estudiar filosofía, historia y teología. Las inquietudes sobre estos temas son palpables en sus últimas novelas, pero él minimiza el influjo del Fordham College: “solo me enseñaron a ser un asceta fallido y a aprender las cosas por pura rutina”. Es significativo sin embargo que, cuando el personaje de Nick Shay trata en Submundo de recomponer su sentido del yo, una de las anécdotas formativas más destacadas tiene lugar cuando un sacerdote invoca la rutina porque “ayuda a construir al ser humano”.
En sintonía con lo apuntado hasta ahora, gran parte de la erudición de DeLillo tiene carácter autodidacta: lecturas por su cuenta, ajenas a la educación institucional, acometidas en la adolescencia y principios de la veintena. En retrospectiva, achaca su desinterés literario por la progresión narrativa tradicional a haber descuidado la lectura en la infancia. A los dieciocho años, cuando logra un trabajo de verano como cuidador en un patio de recreo, la cosa cambia, como le explicó en una entrevista a Adam Begley:
“Se me dijo que había de usar camiseta blanca, pantalones y zapatos marrones, y un silbato colgado del cuello. Me proporcionaron el silbato, nunca adquirí el resto de la vestimenta. Llevaba vaqueros y camisas a cuadros, me guardaba el silbato en el bolsillo, y me sentaba sin más en un banco del parque, disfrazado de ciudadano cualquiera. Ahí es donde leí a Faulkner, Mientras agonizo y Luz de agosto. ¡Y me pagaban por ello! Luego vino James Joyce; a través suyo aprendí a distinguir algo en el lenguaje que se traducía en un resplandor, algo que me hizo sentir la belleza y el ardor de las palabras, la sensación de que cada palabra tiene vida y tiene historia”.
La fascinación de DeLillo con la lectura prosigue, hasta el punto de comentarle años más tarde a otro entrevistador que “en mis veinte leí una cantidad atroz de ficción contemporánea”.
Tras concluir en 1959 sus estudios universitarios, DeLillo abandona el Bronx para instalarse en un pequeño estudio de otro barrio neoyorquino, Murray Hill, parte de Manhattan. Una mudanza tan exigua a nivel geográfico significa para él un cambio de mucho mayor alcance, como revela en 1997 a David Remnick: “supone toda una lucha salir de un lugar como el Bronx y establecerse en otro como Manhattan. Es una odisea que atañe a modales, lenguaje, lo que vistes, casi todo”. Aunque la escritura de DeLillo no se aventura en esa odisea personal hasta la extensa Submundo, en varias de sus obras anteriores el Bronx funciona como oscuro recordatorio de la violencia latente bajo la superficie gentrificada de la vida de la ciudad. En su primera novela, Americana (1971), un trayecto ordinario en metro desemboca al paso del convoy por Harlem y el Bronx en el pánico cuando niños de la calle bombardean con piedras los vagones abarrotados de pasajeros, un castigo a los flemáticos hombres de negocios que se han olvidado de ellos y se han mudado a los suburbios. Y, en La estrella de Ratner, el hecho de que Billy Twillig se haya aislado en la atmósfera matemática enrarecida propia de un centro de investigación, no quita para que le asalten a cada tanto evocaciones aterrorizadas de su primer hogar en Nueva York, un edificio de la Avenida Crotona “con vistas a un parque infantil de dos niveles, escenario de mutilaciones rituales”.
DeLillo confía en desarrollar una carrera profesional en la edición pero, cuando no consigue abrirse camino en ese ámbito, acepta un empleo como redactor publicitario para Ogilvy & Mather. Su desempeño en la célebre agencia tiene sin duda impacto en sus ficciones, al sintonizar su oído con las notas de la ingeniosa melodía de lo publicitario que marcó el paso del siglo XX. Por otro lado, continúa amplificando su sensibilidad artística con visitas regulares al MOMA y el club de jazz Village Vanguard y con el disfrute de películas —Jean-Luc Godard y el expresionismo abstracto son significativos en especial para él—, mientras juega un rol discreto, a la cola, tan marginal como es típico en él, en las manifestaciones y otras formas de protesta contra el intervencionismo estadounidense en Vietnam que tienen lugar en la época. Mientras, DeLillo publica su primer cuento, The River Jordan (1960), en la revista literaria de la Universidad de Cornell Epoch, al que siguen otros en la misma publicación y la Kenyon Review. Animado quizá por estos éxitos literarios tempranos —cuenta veinticuatro años—, deja su empleo en Ogilvy & Mather, aunque a Vince Passaro le aclare en 1991 que “renuncié a mi puesto por renunciar. No lo hice para dedicarme a la ficción. Sencillamente, no me apetecía continuar trabajando”.
DeLillo empieza a escribir Americana, que le llevará cuatro años materializar. Durante ese periodo subsiste gracias a encargos como freelance y a escribir los contenidos de catálogos de muebles y diálogos para dibujos animados. La novela es aceptada por la primera editorial a la que DeLillo la envía, Houghton Mifflin, y se publica en 1971. Americana introduce argumentos que en obras posteriores devienen fundamentales: la preeminencia de la imagen, los desechos —“la basura que genera te dice más de una persona que vivir con ella”, reflexiona un personaje—, y la importancia del asesinato de Kennedy para el ser norteamericano. También se detectan ecos de los desempeños de DeLillo en Ogilvy & Mather: el mapa de Estados Unidos que traza la novela es interpretable como el anuncio de un paisaje posmoderno. “Hemos de comprender que vivimos en Megamérica. Neón, fibra de vidrio, plexiglás, poliuretano, acrilita”.
Americana convence a DeLillo de que tiene lo que hay que tener para ser novelista, y, apenas unas semanas después de haberla terminado, afronta Fin de campo, con una sensación inédita de control como escritor: su segunda novela aparece justo un año después de que lo haya hecho la primera, y su experimentación lingüística y su amalgama de fútbol americano y pánico nuclear recibe críticas en general positivas. DeLillo aprovecha que está en la cresta de la ola para publicar en 1973 su tercer libro; pero, aunque La calle Great Jones preludia un interés por la paranoia recurrente en sus siguientes novelas, sus cavilaciones acerca de la soledad, las multitudes y la celebridad son acogidas con reseñas más tibias. La crítica posterior ha tendido también a descuidar la novela. Debido tal vez a la reticencia con que es acogida La calle Great Jones, DeLillo parece reevaluar sus enfoques literarios y se sumerge en el universo de las matemáticas con el fin de buscar lo que denomina “una visión del mundo renovada”.
En 1975 se casa con Barbara Bennett, una ejecutiva de Citibank que ejercerá más adelante como diseñadora paisajista, y, el año siguiente, sale a la luz el resultado de sus indagaciones matemáticas, La estrella de Ratner; como las enciclopédicas obras maestras de William Gaddis y Thomas Pynchon, esta larga novela de DeLillo sitúa su historia humana entre un flujo inmenso de datos dispares, y corre el riesgo —como escribe él mismo al final del libro— de dejarse “lectores esparcidos por sus márgenes”. La estrella de Ratner entrelaza el relato de un joven prodigio desbordado por la misión que se le encomienda, descifrar un código numérico de procedencia alienígena; la historia de la ciencia matemática; y los libros sobre Alicia de Lewis Carroll, para calibrar lo que un personaje define como “las profundidades relativas del terror moderno y protohistórico”.
Después de la larga travesía que supone para él La estrella de Ratner, DeLillo elabora en los dos años que siguen un par de novelas hasta cierto punto breves: Jugadores (1977) y Fascinación (1978), que, con sus motivos en torno al terrorismo y la cultura de la conspiración, emulan los rudimentos de la intriga de espionaje, que DeLillo intenta expandir con disquisiciones de mayor alcance acerca del consumismo y la alienación contemporánea. Aunque tan complejas como cabe esperar de él, Jugadores y Fascinación constituyen logros más insustanciales que algunas de las novelas anteriores de DeLillo, y le impulsan de hecho a tomar nuevos rumbos creativos, como sucediese tras La calle Great Jones. El escritor vuelve a centrar su atención en el método científico de cara a The Engineer of Moonlight (1979), obra teatral en dos actos protagonizada por un matemático, y deposita su mirada en el hockey sobre hielo en el caso de Amazons (1980), que firma con el pseudónimo de Cleo Birdwell. En cualquier caso, su indagación en nuevas perspectivas literarias se ve favorecida de manera crucial por la obtención en 1979 de una beca Guggenheim, que le permite embarcarse durante tres años en un viaje por Grecia, India y Oriente Medio. La distancia respecto a Estados Unidos y su exposición a otros ambientes parecen tener un influjo vivificante que DeLillo se esfuerza por trasladar a su octava novela, Los nombres (1982). “Con ese libro”, le revelaría a Adam Begley, “quise alcanzar un nivel más profundo de gravedad (...) Los nombres marca el punto de partida para una entrega desconocida por mi parte a la literatura. Tenía necesidad del brío que me aportaron lenguas ajenas y paisajes singulares, y me esforcé por hallar una prosa de claridad equivalente a la luz diáfana que baña las islas del Egeo”. DeLillo escribió, en un apartamento de Atenas cercano al monte Licabeto, sobre estadounidenses en el extranjero, con una técnica de trabajo consistente en componer cada párrafo de su novela en una página diferente. Ello le posibilita, como explica a Begley, para “ver con más lucidez conjuntos determinados de palabras (...) y concentrarme con mayor hondura en lo que escribo”. Quizá sea significativo que sus dos siguientes novelas, Ruido de fondo (1985) y Libra (1988), estén entre las que más aprecio crítico y popular le han granjeado.
DeLillo le confía a Robert Harris cuando vuelve a Estados Unidos en 1982 que, si sus novelas no han tenido hasta entonces demasiados lectores, cree que es debido a que él se ha empeñado como escritor en criticar la realidad, cuando “la gente prefiere leer sobre sus matrimonios y sus separaciones (...) Creo que a la gente le gusta leer literatura de ese tipo porque aporta un cierto lustre, un cierto significado a sus vidas”. Con esa convicción en mente Ruido de fondo, una crítica sofisticada a la cultura del consumidor, satisface en principio las expectativas del lector medio retratando “la atmósfera dispar y agitada de las familias”. Sin embargo, bajo la superficie, la textura básica de la vida en familia está atravesada por un pavor primigenio. Como cuando La estrella de Ratner dio cuenta de la naturaleza del terror contemporáneo, Ruido de fondo aborda el miedo en el seno de lo familiar desde una perspectiva racionalista. La novela se plantea el interrogante de si “no será todo una cuestión de química cerebral, de señales que van y vienen, de energía eléctrica que discurre por el córtex”, y su estructura narrativa está diseñada para resaltar las respuestas primitivas de lucha o fuga disparadas por el miedo que todavía se agitan en la zona reptiliana del cerebro cuando el ser humano se enfrenta a la vida actual. La primera parte de Ruido de fondo describe los conflictos psicológicos inherentes a la vida contemporánea; la segunda dramatiza una respuesta de huida a esa tensión; y la tercera esboza una tardía respuesta de lucha.
Las inquietudes de Ruido de fondo en torno al miedo y el lenguaje especializado arrojan sus sombras sobre el siguiente trabajo de DeLillo, la obra teatral The Day Room (1986). Pero los tres años que preceden Libra están ocupados mayormente en una intensa labor de investigación y escritura que culminan en su magistral relato del asesinato de Kennedy. Parte del fervor con que DeLillo acomete el proyecto responde al hecho de que el responsable del magnicidio, Lee Harvey Oswald, había vivido en 1952 en la calle 179 del Bronx y DeLillo en la 182; pero el escritor supo percibir además que el suceso se había constituido en momento capaz de dar origen a la aprehensión posmoderna de lo real. En American Blood: A Journey through the Labyrinth of Dallas and JFK, ensayo publicado por la revista Rolling Stone en diciembre de 1983 que puede interpretarse como prólogo a Libra, DeLillo escribirá que “lo acontecido en Dallas fue un desastre natural en el corazón mismo de la realidad (...) las ramificaciones que parten de un evento tan concreto han generado giros y circunvoluciones tan elaborados que nos obligan casi a poner en tela de juicio las suposiciones básicas que tendemos a establecer acerca de nuestro mundo”. Frente a esa coyuntura de azar y volatilidad, DeLillo brinda su ficción, su intento de “rellenar algunos de los espacios en blanco que ha dejado el registro de lo sabido”, su antídoto contra la especulación y la incertidumbre en que se ha sumido la historia.
Mao II bebe también de la historia reciente. En febrero de 1989, el ayatolá iraní Ruhollah Jomeini proclamó una fetua que incitaba al asesinato del novelista Salman Rushdie, acusado de blasfemar en su libro Los versos satánicos (1988) contra el Islam. A DeLillo, que años después ejercerá como cicerone del escritor angloindio en un partido de los Yankees, le perturba sobremanera la fetua, y todo indica que ello impregna las páginas de Mao II, que arranca en un estadio de béisbol y nos presenta a un escritor asocial que reflexiona sobre los puntos en común que tienen novelistas y terroristas. Thomas Pynchon alabó la novela por “ir más allá de las versiones oficiales de nuestra concepción cotidiana de la historia”. Hacer a un lado los velos de la historia fue precisamente el objetivo que DeLillo se planteó con su siguiente proyecto, Submundo, novela de 827 páginas que le costó seis años escribir.
Submundo fue publicada en octubre de 1997, pero sus raíces pueden rastrearse ya en Pafko at the Wall (1992), relato en torno al último de los tres partidos que decidieron la Serie Mundial de béisbol jugada en 1951. El 3 de octubre de aquel año tuvo lugar en el estadio neoyorquino Polo Grounds el partido culminante entre el equipo local, los New York Giants, y el vecino, los Brooklyn Dodgers, que resolvió un bateo y un home run del jugador de los Giants Bobby Thompson. El bateo de Thompson, que hizo desaparecer la pelota en las gradas del Polo Grounds, fue calificado a la mañana siguiente por el New York Times como “el disparo escuchado en todo el mundo” en la estela de la primera estrofa del Himno de Concord (1836), poema de Ralph Waldo Emerson que rememoraba el inicio en 1775 de la Revolución de las Trece Colonias contra el imperio británico. Lo que impresiona a DeLillo cuando releee aquella portada del New York Times cuarenta años después de su publicación es toparse, junto a la crónica del partido y su titular, con la noticia de una prueba nuclear llevada a cabo con éxito por la Unión Soviética. DeLillo emplea esa yuxtaposición periodística como hoja de ruta en Pafko at the Wall, prólogo más tarde de Submundo, una novela que recontextualiza medio siglo de historia estadounidense y la somete a un análisis dialéctico de las tensiones y contrapuntos que alberga entre las culturas de la conmemoración y el apocalipsis, la celebridad y el secretismo, y, en especial, lo blanco y lo afroamericano. Por otra parte, como era de esperar en una novela que apela a Marcel Proust en sus primeros compases, cuando el narrador confiesa sentirse “como en ese primer momento que sigue al despertar, en el que no sabes dónde te encuentras”, Submundo también es una rememoración del ayer por parte de DeLillo, una disección anatómica de su marcha del Bronx décadas atrás. En una entrevista concedida en 1998, razonará que “en cierto modo, se trata de un libro que he estado escribiendo toda mi vida sin saberlo (...) aunque no se trate únicamente de un compendio de mi obra. Versa sobre dónde he vivido, y cómo he vivido, y de qué era consciente por entonces”. Rica en sentencias aforísticas, Submundo disfruta de críticas positivas casi unánimes que realzan el perfil artístico de DeLillo en la esfera pública por su capacidad para el detalle histórico conjugado con una perspectiva panorámica sobre los hechos en que fija su atención.
Toda meditación prolongada acerca de la historia deriva de forma inevitable en exploración del tiempo y la memoria; en las novelas más recientes de DeLillo se percibe un trasvase de sus intereses desde la arqueología de la historia contemporánea a inquietudes más hondas relacionadas con el tiempo. Ya en Submundo, el veterano profesor de ciencias, Bronzini, se preguntaba mientras se disponía a cortarle el pelo a su amigo agonizante, Eddie Robles, “¿cuán profundo es el tiempo? ¿Hasta qué punto hemos de descender en el universo de la materia para llegar a comprender qué es el tiempo?” Estos interrogantes continuarán perturbando a sus personajes en sus novelas posteriores. A Submundo le siguen Valparaíso (1999), texto teatral sobre la celebridad, y otra novela, Body Art (2001), ejercicio narrativo sobrio, elegiaco, que despliega la obsesión del escritor con el tiempo ya en sus primeras líneas: “El tiempo parece transcurrir. El mundo sucede, se desdobla en instantes sucesivos”.
Body Art tiene como protagonista a Lauren Hartke, una artista de vanguardia que emplea su propio cuerpo como vehículo expresivo y que se ve obligada a lidiar con el suicidio de su marido, cineasta de culto que comparte apellido con el amigo de Bronzini en Submundo. Como viuda, Lauren se mueve entre los polos opuestos de la exhibición pública y el aislamiento, pero el tiempo constituye el auténtico sustrato de su existencia. Su soledad se ve violentada cuando conoce a un hombre afásico en apariencia, “ajeno a la lógica de lo temporal”, que le inspira una performance titulada Body Time. En escena Lauren hace de sí misma un instrumento concebido para provocar “que la audiencia perciba el transcurrir del tiempo”. La artista empieza a ser consciente de que “la única narrativa que importa es la correspondiente al tiempo. El tiempo estira y contrae el impacto de los sucesos, posibilita que lo suframos o que podamos sustraernos a ello”.
Pero incluso cavilaciones tan abstractas como estas pueden sufrir la intromisión de la violencia típica de nuestro presente: Body Art se publica en enero de 2001, ocho meses antes de los atentados del 11-S, sucesos que nos retrotraen a novelas anteriores de DeLillo, a sus reflexiones sobre el terror, más reveladoras ahora sin cabe. En novelas como Mao II y Jugadores, DeLillo había argumentado que el shock profundo causado por eventos terribles es capaz de moldear la narrativa de la vida contemporánea. Submundo, en concreto, parece ligada de manera tenebrosa a la destrucción del World Trade Center. Los personajes de la novela se abisman en la contemplación de la cuadrícula donde serán erigidas las Torres Gemelas, pero, de modo más profético, como muchos hicieron notar tras el ataque, la portada original del libro muestra un ave de gran tamaño que planea, como si fuese un avión, contra las siluetas nebulosas de las torres. Lo cierto es que cuando DeLillo escribió explícitamente sobre el 11-S en el ensayo En las ruinas del futuro (2001), las inquietudes a las que daba voz en el texto eran similares a las plasmadas en Submundo.
El coleccionista enloquecido Marvin Lundy predice en Submundo el final de la Guerra Fría, pero advierte de que “se necesitan líderes en uno y otro bando para mantener una guerra fría en marcha, una constancia (...) Cuando las tensiones y la rivalidad llegan a su fin, es cuando dan comienzo tus peores pesadillas”. En las ruinas del futuro incide en esas especulaciones, al atribuir las líneas de razonamiento de Marvin Lundy a la Casa Blanca: “La administración Bush sentía nostalgia por la Guerra Fría. Eso ya no tiene sentido con el 11-S. Todo ha terminado. Toda una narrativa ha perecido entre los escombros”. DeLillo vislumbra en el corazón del atentado el alba de una nueva narrativa derivada de la cólera de los terroristas ante una América dominada por la expansión de los mercados de capitales, y concluye su ensayo con un diagnóstico perfecto de lo que entiende como oposición entre unos Estados Unidos que creen haber inventado la noción misma de futuro, y los terroristas del 11-S, que “quieren traer de vuelta el pasado”.
DeLillo está a punto de concluir Cosmópolis (2003) cuando acontece el 11-S. Su nueva novela hace acto de aparición en el último tramo de Body Art, cuando la representación de Body Time por Lauren Hartke incluye un vídeo proyectado en un muro: “las imágenes exhibidas muestran tan solo una autopista de dos sentidos con tráfico escaso. Un vehículo circula en una dirección, otro en la opuesta. Un panel indica la hora. “Es algo en torno al pasado y el futuro”, afirma Lauren”. En Cosmópolis, DeLillo desplaza el foco literario desde la artista alienada al paisaje urbano, cuyo recorrido en coche a lo largo de varias horas atiende a las concepciones acerca del tiempo que ha suscitado en DeLillo el 11-S. El coche en cuestión es una limusina propiedad de Eric Packer, un billonario de 28 años cuyo propósito de cortarse el pelo en su peluquería favorita le lleva toda la jornada debido a que las calles están abarrotadas hasta el colapso por mendigos, manifestantes y políticos. La fecha escogida por DeLillo para ambientar Cosmópolis es previa al 11-S, abril de 2000; Packer vive los últimos días de un boom bursátil que manifiesta signos tempranos de agotamiento. Apremiado por uno de sus jefes, para quien “el tiempo se ha vuelto un activo empresarial (...) el presente es cada vez más difícil de encontrar”, Packer se esfuerza por vivir en el futuro, espoleado por “el fulgor del cibercapital”. El declive del mercado, sin embargo, corre en paralelo al del joven, arrastrado al pasado cuando su limusina pasa por las calles donde transcurrió su infancia y cuando se encuentra con un antiguo jefe que le acecha, Benno Levin, cuyo relato es contrapuesto con elegancia al de Packer.
En los prolegómenos de Fin de campo, el narrador sentencia que “la historia es un juez implacable”, y, al explorar el poder de la misma, el consumismo, la paranoia, el terrorismo, el tiempo y el arte, la obra de DeLillo ha escapado a los márgenes de la historia moderna de la literatura para situarse en su epicentro. A pesar de su querencia por la penumbra y del desinterés por su obra que ha evidenciado la crítica, existe hoy por hoy un corpus analítico amplio en torno a ella. Desde el estudio pionero de Tom LeClair In the Loop: Don DeLillo and the Systems Novel (1987) a otros más recientes como Don DeLillo: The Physics of Language (2002), de David Cowart, en el que se argumenta que las novelas de DeLillo han llegado a eclipsar el universo de ficción de su gran contemporáneo, Thomas Pynchon.
[Desde la publicación de este repaso de Stephen J. Burn a la literatura de Don DeLillo, este ha escrito tres novelas más: El hombre del salto (2007), Punto Omega (2010) y Cero K (2016)].
Este texto fue publicado originalmente en The Literary Encyclopedia en octubre de 2003 y su traducción cuenta con el permiso de su autor y de los editores, a quienes agradecemos su colaboración.