Eusebio Calonge


Eusebio Calonge

Mi primer encuentro con La Zaranda (porque escribir sobre La Zaranda es necesariamente un acto íntimo) fue tardío. Octubre de 2017, Ahora todo es noche (Liquidación de existencias). Es decir, me encontré con ellos cuando parecían despedirse, y en ese encuentro, al fin entendí de algún modo el Teatro, así, con la primera letra en mayúscula. Desde entonces, esa noche es mi orientación dentro de tantas otras. Volví a verlos, leí sus obras dramáticas e incluso me perdí en la palidez de los archivos. Entendí que el teatro es necesariamente misterio. Misterio, transmisión y comunión. Tres años después, empezaba una conversación con Eusebio Calonge, su dramaturgo. También era octubre. Fruto de su generosidad, esta conversación epistolar se extendió durante cerca de siete meses. Y ahora aquí está, con las fotografías que tomó, poco antes de una representación de La batalla de los ausentes, Francisca Pageo. Es imposible resumir en unas pocas líneas todas las emociones, ideas, pensamientos, certezas (ante dudas propias), que habitan en las siguientes páginas. En ellas todo palpita, late, se mueve entre luz y oscuridad, la palabra y su ausencia. Eusebio Calonge (y la aparición reciente de su obra completa, en Pepitas y bajo el título de Vanas repeticiones del olvido), no solo es uno de los dramaturgos más importantes de estos últimos treinta años, sino un excelente escritor y pensador del Teatro. Por estas páginas desfilará La Zaranda y una manera de entender el mundo, el arte, la vida. El resto, debería ser silencio.

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Podemos comenzar por un momento que debió ser muy importante para ti y también para La Zaranda. Juan Sánchez abandona el grupo y, con ello, La Zaranda se queda sin dramaturgo y sin director. Con Perdonen la tristeza, tú asumes el papel de dramaturgo, Paco Sánchez el de director. Es como si empezase una nueva época de La Zaranda que ha permanecido estable hasta nuestros días.

Contracorriente del pensamiento de Heráclito, Bergson decía que las aguas pasan y permanecen. Yo también lo creo. Juan nunca abandonó el grupo, creó dos obras memorables que abrieron un lenguaje teatral y entendió que lo que quería expresar dramáticamente estaba dicho. Esas obras fueron mi verdadera escuela teatral. En el teatro la mejor escuela es la de la compañía, allí aprendemos que somos siempre aprendices de todo. Tras la cima que alcanzaron Mariameneo y Vinagre de Jerez, que recorrieron el mundo, lo primero era hacer un inventario dramático, ¿qué me servía para seguir desbrozando ese camino de Zaranda? Eso fue Perdonen la tristeza, un inventario dramático. Donde nos debatíamos entre abandonar o continuar. Fue muy dura la experiencia, que recuerde en esa obra había ecos de Rulfo, Martín Chambi, El Tenorio, las chirigotas de Cádiz, Shakespeare, claro, y toda la iconografía religiosa que en Zaranda siempre ha aflorado. Creo que a las enseñanzas de Juan se fueron sumando las experiencias que recogíamos por América, el teatro que también por allí íbamos descubriendo. Esos fueron nuevos afluentes a un trabajo ya desde entonces con un lenguaje muy reconocible. Lo vivimos como una continuidad, por más traumática que fuese, no como una ruptura. Éramos ya una compañía, quiero decir un núcleo creativo, y creábamos en comunidad, cada uno daba sus aportes vitales, entre todos pudimos continuar este largo camino. Juan aún sigue, siempre me pregunto cómo resolvería él esta escena que ahora trabajo, por ejemplo. Él siempre fue y sigue siendo, porque la muerte no interrumpe nada, nuestro primer espectador.

Quizás hoy podemos hablar de épocas, de tiempo transcurrido, pero entonces solo había un presente inmediato, la posibilidad era, por otra parte, igual que hoy, el reunir lo imprescindible para armar una nueva obra. Han pasado décadas, pero en cuanto comienzan los ensayos en la oscuridad, regreso a ese instante. Sí, el arte nos hace abandonar el tiempo y sumergirnos en el instante. Donde todo fluye y permanece.

Perdonen la tristeza. Desandar las huellas, atravesar nuestra memoria para llegar a una memoria anterior, hasta, como decía Grotowski, “dejar que la canción te cante”. Siempre hay que llegar a la memoria propia del personaje a través de acciones. Los recuerdos que hoy tengo de aquellos días son como la memoria de un personaje, están en mí como siendo de otro.

Recuerdo cuando encontramos en una chatarrería de la calle de La Sangre de Jerez casi todos los baúles amontonados, era como si nos regalaran ya la escenografía. En otra almoneda había dos lienzos enrollados en un rincón, los desplegamos y aparecieron dos ángeles mortuorios de una pintora desconocida, María Águeda, no sabíamos aún para qué, pero queríamos que su vuelo estuviera sobre el escenario. Esos ángeles colgados de una vieja vara de bambalina se izaban contra la decrepitud de una época, mientras Don Leandro pedía que le subieran el telón. ¡Que me suban el telón! Ese era el final de aquel trabajo, la subida de telón de aquellos dos ángeles, una declaración de principios. Recorrimos El Rastro y encontramos trajes de guardarropía, levitas y sayas embalsamados en el olor del alcanfor, ese era el olor que queríamos para la obra. No veíamos, en cambio, no lo imaginábamos, el vestuario del viejo actor protagonista, hasta que en su primera gira internacional pasamos por una tienda “vintage” de Nueva York, donde al fin encontramos el vestuario de Don Leandro Lapena, un jubón que sirvió para un Hamlet neoyorkino nada más y nada menos. Periódicos amarillentos, dos butacas desfondadas, arrancadas de quién sabe qué platea, máscaras y retratos anónimos por el tiempo… todo lo iba incorporaba al texto, todos aquellos hallazgos tenían la fuerza de detener el tiempo y dialogar con él. Como aparecen las palabras deben aparecer los objetos, porque durante la creación el escenario es un sitio magnético, que atrae todo lo que requiere.

Otras cosas van naciendo desde las ideas, grabamos en un estudio, los pitos y el bombo de una chirigota… en contraste con la música de bandas de Semana Santa que entraría en conflicto con aquella otra, el eterno combate de Don Carnal y Doña Cuaresma, y aquí entra el visionar las pinturas de Brueghel, estudiar la riqueza inagotable de su pintura, no para recrear sus imágenes de un modo museístico sino para que su fuerza fluyera en nuestras acciones. Su universo y el de Martín Chambi, esas fotografías de difuntos vivos o viceversa, lo recuerdo como algo determinante para la estética de esa obra, pero si escarbo más allá están las babuchas de paño y el guardapolvo del tramoyista de un viejo teatro leonés como lo están las retahílas de los parroquianos en un tabanco cercano a la nave de ensayos… uno se vuelve permeable a cuanto le rodea … del mismo modo las lecturas del Pedro Páramo, o algún cuento de Kipling, las citas descabaladas y desmemoriadas del viejo cómico que hacía del Tenorio o Shakespeare, todo eso se iba incrustando a aquel universo polvoriento y clausurado.

Eusebio Calonge

Las discusiones entre los cuatro eran frecuentes y broncas, las tensiones y la desconfianza asomaban sobre cada decisión, no sabíamos entonces que la obra se desbroza y se oculta continuamente.

Como en la propia obra, cuando se comienzan a abrir los baúles de la memoria lo que surge es infinito… Sin embargo, no encuentro un espejo que me refleje.

¿Cómo surge una obra de La Zaranda? ¿Qué está en ese primer impulso? ¿Las palabras, las imágenes, los sonidos…? Entendida la creación en La Zaranda como acto colectivo, ¿surge inicialmente como algo espontáneo de alguien, luego puesto y desarrollado en común?

Diría que hay cierto ruido, ciertas voces, algo que se mueve fugazmente en la niebla… no es aún texto, no es palabra ni imagen, aunque potencialmente ya puedan serlo. Se presiente algo y se detiene la escucha. En el teatro siempre ese primer impulso sale del autor.

Se llenan de garabatos unos papeles, con voces confusas. Intenta alguna, poco afortunada, transcripción a palabras, creamos con la impotencia de crear. Nuestro estado de percepción hacia algo interno hace que estemos más receptivos a todo, estar receptivos es tener mayor apertura, ahí viene algún hecho exterior a catalizar lo que intuimos. Parece muy abstracto, pero es muy natural. Lo explico: De mi segundo trabajo, Obra Póstuma, yo tenía unos seis folios escritos con una sucesión de frases, captadas en ese oír, hablaban de naufragio, quizás algún verso de Verlaine me prestaba esa metáfora de la vida, pero fue estando en Miami, en mitad de una fiesta, que alguien sintonizó por la radio que se necesitaba sufragar el entierro de unos balseros aparecidos en la playa. Salimos corriendo para la funeraria Caballero, en la Pequeña Habana si mal no recuerdo, y allí estaban en tres ataúdes de suaves tonos, maquillados como si salieran de una apacible travesía en yate. El argumento se desencadena con virulencia en aquel momento. Se asocian músicas, recuerdo un bolero que escuchaba incansablemente, Los Tres Juanes, de Miguelito Cuní. Los tres Juanes de por sí son tres náufragos que aparecen bajo el amparo de La Virgen de la Caridad del Cobre, patrona de Cuba. Había ya una iconografía. Regresamos a nuestra nave, la potencialidad de la obra ya pugnaba por aparecer en un espacio. Por el fallecimiento de su dueño, alguien nos daba todo un viejo almacén de ropa en desuso, abrimos un sinfín de cajas que contenían camisas blancas, las desplegábamos con alicates porque estaban cogidas con alfileres ya mohosos, llenaban el escenario, eran como una marea de cadáveres anónimos. Más tarde apareció en una chatarrería un viejo carro que transformamos en carruaje fúnebre que portaba toda aquella visión que nos situaba en ese depósito de cadáveres que es la historia. Y así se va creando todo porque la creación es apertura y todo va apareciendo. Cada actor te podría contar cómo fue el encuentro con aquellos personajes, que de modo muchas veces insospechado acuden, como ánimas extraviadas. La preparación del actor es captar esa energía que viene a desplazarnos.

¿Qué lugar ocupa la obra escrita en esa creación? Tus obras, tal como las conocemos publicadas, ¿son estados anteriores a la obra representada o posteriores?

Se parte de un texto, pero un texto no es la obra. Lo interesante precisamente es eso, cuando el texto se desarrolla hasta que la obra no es de nadie.

El texto que se entrega para el ensayo sí está articulado como una obra dramática, personajes, argumento, escenas… pero sobre todo sirve para brujulear, buscar una dirección sobre el escenario, y sufre muchas variaciones según lo que vaya apareciendo en los juegos que se establecen sobre sus situaciones escénicas. A los actores se les va dando el texto según acontecen estas situaciones, escena por escena por así decirlo, como elemento de juego, pero no saben, ni nadie, cuáles son la dirección y conclusión de todo aquel material. El autor trabaja también según las formas que se descubran. Un texto dramático no es algo que nos somete, al contrario, es una potencialidad, algo latente bajo las palabras que estalla en discrepancias. Todas son corrientes abiertas, donde solo la obra es lo importante, su verdad, es decir lo que en ella aparece vivo.

Con el resultado final, a veces modifico lo publicable como libro, y otras me parece que el resultado previo es más esclarecedor por si alguien quiere internarse en su literatura, algunas acotaciones se modifican porque ya no es el actor sino un lector quien va a leerlo.

En una entrevista en la radio francesa le preguntaban a Tadeusz Kantor qué era para él la vanguardia. Y decía que era algo así como tomar riesgos, y que con cada obra ponía en juego todo lo que había alcanzado hasta ese momento. ¿Es posible entender así el teatro de La Zaranda?

Entiendo que tu pregunta es sobre las vanguardias. También Kantor dijo en una entrevista con Franco Quadri: “el camino de la vanguardia se ha convertido en una autopista muy cómoda. Porque considero que la vanguardia actual es conformista. Ya no se trata de arte, no hay nada auténtico, es academicismo, conformismo, desde el momento en que ser vanguardista ofrece ya la posibilidad de una buena carrera”.

Y otra frase que creo que podemos considerar para entrar en las dialécticas de la vanguardia, en este caso de Guy Debord: “El surrealismo quiso realizar el arte sin abolirlo, el dadaísmo quiso abolirlo sin realizarlo, nosotros queremos abolirlo y realizarlo al mismo tiempo”.

El arte contra la propia obra de arte, el arte que trasciende la obra (al menos como materia museística) para encarnarse directamente en la vida, creo que ese espíritu es el que mueve la vanguardia más genuina. Más tarde el pensamiento de la modernidad, ese todo vale, solo aportaba unos cambios formalistas, una búsqueda estética que, al ampararse en el pensamiento nihilista, a mi juicio, patina una y otra vez sobre el vacío.

Podemos leer a poetas vanguardistas “clásicos” como Eliot, Pound, Auden, Manley Hopkins y entenderemos la vanguardia tal como dice Kantor: algo que desafía al presente, no a la tradición. Algo que en muchos casos tiene algo arcaizante.

Sinceramente, no me interesa esa modernidad que ya es académica, donde como ya no se encuentran sólidos reflejos del pasado que romper, se sigue solo epatando con un supuesto público que representa a la sociedad burguesa. En ese sentido me atraen más eso que se ha dado en llamar antimodernos, con Baudelaire y Chateaubriand a la cabeza. Me interesa rescatar ese eje perdido que puede mover el futuro, pero cuando uno está creando no puede pensar qué quiere hacer, simplemente la obra se hace, interviene y te hace a ti. No al revés. Decía Michael Chejov: "He creado mi arte a partir de mis convicciones. ¿No sería mejor, para un artista, decir que ha establecido sus convicciones a partir de su arte?”

Sin el riesgo no hay nada vivo, es decir, reitero, no hay verdad en el arte. La obra testimonia ese temblor entre lo que quiere ser expresado y nuestra resistencia o impotencia. Su forma final es fruto de ese conflicto. Un lienzo que me fascina es ese que dejó Tiziano inconcluso, pintado para su tumba, expuesto hoy en la Academia Veneciana, que al tener muy debilitados sus ojos, usó en algunas partes los dedos como pinceles. Lo importante es poder trasmitir lo que se quiere expresar en nosotros, ser fiel a eso, es estar siempre por delante del tiempo, es decir en vanguardia, no pertenecer a su presente.

Ahora, Juan, ensayo con el BWV 721 para órgano. Queda fuera del tiempo, de todo tiempo, es más grande que cualquier concepción histórica, cualquier pensamiento. Una emoción que se expande es lo mismo que siento cada vez que estoy frente a ese cuadro de Tiziano, o cuando me vienen algunos versos a la cabeza de San Juan de la Cruz… eso es la tradición, lo que no tiene tiempo y por tanto no conoce pasado. Para mí sería vanguardia alcanzar ese espíritu, no esas formas, eso es el costumbrismo mustio, lo que la modernidad cambia, el excedente estético de ese costumbrismo, sin hondura, tan vacío como él.

Para percibir nuevas intuiciones que nos lleven a la obra hay que romper con toda nuestra experiencia previa, para mi ese es el riesgo. Jugársela creo que decía Kantor. Lo que nos hace permanecer es esta constante incertidumbre, crear en ese desequilibrio. Porque si no, hemos creado una formula y estas caen en desuso al ser atrapadas por las tendencias, por las modas.

Eusebio Calonge

Hay dos preguntas, Eusebio, que no dejan de darme vueltas en la cabeza desde que leí tus respuestas. Hay más, pero me vas a permitir un cierto desorden.

Primero pensé en el silencio. Pensé si para ti el silencio es de donde parte la obra o si la obra se encamina hacia él. El silencio como origen o destino. Luego he buscado en Orientaciones en el desierto y hablabas del silencio como el más profundo cimiento de la creación. La pregunta, la duda, sigue siendo la misma, después de todo. Una vez nacida la creación de él, ¿es la representación (el grito) el camino de regreso hacia ese silencio?

No sé qué es el silencio. Sí que para mí es un motivo de búsqueda o la búsqueda en sí. Soy creyente, que es creer en esa búsqueda, aun sin saber qué es. Qué se es. Sé que el silencio es la refutación de lo que la obra es. La obra grande nos acalla, nos sumerge, contemplamos un paisaje, antes de que el pensamiento intervenga, percibir ese soplo, o apenas intuirlo. Donde no somos, siendo todo. Sin ese fluir constante del silencio, motor móvil, ¿dónde se asentarían las palabras? Antes que nada, en mis textos busco el silencio, cuando no lo encuentro, entonces lo desplazo con palabras, las más próximas al silencio. Frases cortas, limadas de la retórica que lo aleja. Al traspasar las palabras al escenario pasa igual, podemos llevar al actor hasta la intemperie emocional, agotar sus recursos técnicos, acorralarlo psicológicamente. No habrá servido de nada. Porque en esa búsqueda sólo él se ha tenido en cuenta, un desafío a su voluntad, sin causar la apertura en el silencio donde percibir eso que llega, que no tengo en mis emociones, recursos o pensamientos. Dejarnos llevar por ese soplo de silencio que por ahí se cuela. La verdadera búsqueda es el encuentro con ese silencio también para él. En ese silencio se escucha brotar una respiración, los primeros pasos, la presencia. Es en lo que trabajo, no en las condiciones actorales, más o menos favorables, sino en la necesidad de expresarse el personaje. Eso necesita de una búsqueda tan difícil que nos aleja de todos nuestros ruidos. El arte aspira a ese silencio, nada que ver con la mudez, cuando ya no es búsqueda sino encuentro, con algo que nos transfigura, donde no llegan el pensamiento y por tanto las palabras. ¿Es la emoción ese encuentro? En realidad, esa expresión de “quedarnos sin palabras” habla del asombro de existir que no podemos expresar.

Desde hace tiempo (y esta tarde, repito, al hilo de tus respuestas volvió a mí) pienso en algo que me dejó muy descolocado. Vi La puerta estrecha, fui a leer tu obra y no encontraba una en la otra. Recuerdo que incluso dudé, profundamente, de si se trataba de la misma obra. Creo, no sé si me equivoco, que es un caso bastante particular en su radical diferencia. Lo cierto es que La puerta estrecha, representación, me parece una de las obras más oscuras de La Zaranda. Una obra sin esperanza.

Recuerdo que su primera imagen me vino trabajando en Lisboa, fue la puerta de un retrete de pensión y alguien dentro encerrado. Fue creciendo en toda una gira americana, donde fui encontrando sus situaciones. Acabé el texto y entramos en ensayos, tuve un grave problema, no encontraba las imágenes sobre el escenario. Como sus puertas, las palabras no me conducían a nada. El realismo en que se definían, quizás argumentalmente demasiado cerrado, prisionero de mi propia literatura dramática, no me dejaba ver los contornos de los personajes. La atmósfera iba asentándose en otros colores que el texto. Lo que iba apareciendo sobre el escenario era mucho más simbolista, y eso es a lo que hay que escuchar en primer lugar, al escenario. De modo que quedó muy restringido en cuanto a palabras en base a un despliegue de imaginería. La resistencia, el conflicto de la potencia creativa contra el texto causó su forma definitiva.

A la hora de publicar me planteé que lógicamente lo que debe de estar impreso son las palabras, para que quien acometa el desarrollo del texto, pues se han sucedido varios montajes de ese texto, pueda tener sus propias imágenes, su propia visión escénica de la obra.

Tratándose del silencio creo que siempre se habla demasiado, habiendo tanto que decir. De La Puerta Estrecha tendría mucho que reflexionar, también que rescatar. Paco de la Zaranda trabajó mucho con las atmósferas pictóricas de Los minotauros de Picasso o en los espacios novelescos de Las Muertas de Ibargüengoitia, se osciló entre esos mundos contrapuestos.

Cuando en el interior de vuestras obras se altera la composición de los elementos escénicos, no pocas veces pienso que estamos asistiendo a una especie de liturgia. No es un simple reacomodo de la escenografía, sino un ritual que se tiene que producir de una determinada manera y en un determinado tiempo.

El de la liturgia sería un capítulo aparte, Juan. En cualquier caso, no es pretendida. El teatro guarda un lejano eco de ceremonia, y a veces aparece ese tiempo litúrgico en nuestros trabajos, no es una cuestión estética, sino la espera de una revelación, en la que el teatro sucede. El teatro se hace a diario, pero realmente sucede pocas veces. Un mendigo borracho cae y dos viejas alcahuetas lo levantan, por ejemplo, cuento una situación de Cuando la vida eterna se acabe, puede ser una acción ceremonial, si buscamos en ella la profundidad y la trascendencia, entrar en otro tiempo, romper con el realismo, no con la cotidianidad, establecer una comunicación vertical, pasar de la visión óptica a lo visionario, trabajar para que aparezca lo invisible, creo que esa es la clave. En la devastación espiritual del hombre actual es difícil encontrar esto en una obra, pero creo comienza una nostalgia de lo sagrado. En Zaranda siempre se trabajó para que el escenario nos revelara algo más allá de nuestros pobres conocimientos y oficios. Trabajar con esa fe nos lleva cerca de la vía negativa que el Maestro Eckhart inspira en Grotowski. De algún modo, simplificando mucho, dejar de ser para que aparezca el ser. Propiciar el encuentro con lo que no sabemos. Eso, creo, convierte el escenario en un terreno sacro y nuestros actos en liturgia.

También contribuye a esto la conexión espiritual del grupo. “Donde se reúnen dos en mi nombre…”, dice el evangelio. Paco, Gaspar, Enrique y, claro, yo, participamos de un espíritu creativo al que ofrendamos nuestro oficio.

¿La música surge con el texto, cuando escribes, o con las imágenes, durante la representación?

La aspiración de todo arte es hacerse, ser, música. Esto ya lo habrás oído muchas veces. No necesita la materialidad del teatro, brote de una voz o unas cuerdas, se eleva dimensionando el espacio y el tiempo de otra manera. Como si de él se desprendiera. Aquí encuentro una analogía: que el actor se desprenda de su instrumento, que es el cuerpo, es algo que redimensiona el tiempo y la percepción del espacio. Es fácilmente comprobable cómo la música libera el movimiento que marca la psique del actor, desborda las emociones previsibles y ayuda a hacernos diáfanos en las atmósferas.

Desde luego la empleo constantemente, no solo cuando escribo sino cuando ensayo o en mis cursos. Escuchando la radio, en una sala de concierto, en una calle, el oído se detiene ante unas notas, una canción, sabe que ese ritmo puede impulsar una acción teatral. La integración de la música a nuestras obras se hace de un modo muy natural, la música se escucha antes que la palabra, está desde los primeros movimientos que nos hacen descubrir el espacio. Estriba siempre en dos polos, hay música sacra y música profana, muchas veces esa música sacra era al mismo tiempo popular, marcadamente rítmica en las marchas de Semana Santa, idóneas porque hace que todos tengan un mismo paso, un ritmo que inconscientemente va pasando de la música al escenario. Eso crea una armonía en el andar independientemente de las formas de caminar de cada personaje. Otras veces es un subrayado emocional o llega allí donde la palabra se agota. Creo que en nuestras obras hemos sido muy eclécticos, desde música antigua a música del siglo XX, que me vengan ahora a la cabeza Charles Yves o Dmitri Shostakóvich, boleros o música pop… todo lo que potencialmente eleva la escena.

Eusebio Calonge

Francis Bacon (pintor) decía que sus obras eran producto de accidentes. Accidente, revelación. Y detrás de todo, el misterio. Un misterio nunca resuelto, tan solo ocasionalmente iluminado por un momento en el que la obra se eleva. Pienso (aunque es evidente porque está muy presente en tus escritos) que el misterio es algo esencial en La Zaranda. Y esas iluminaciones algo que no se puede alcanzar de una forma consciente y que sin embargo llegan. ¿Cuándo sois conscientes de esos momentos, de que esa revelación se produce? ¿Lo encuentras ya en la escritura, en los ensayos, a través de la puesta en escena, con los actores? ¿Piensas que es necesaria la presencia del público, esa comunión, para que esa iluminación, ese misterio, puedan darse?

Estas preguntas que me haces ahora son como una continuidad de la anterior y, más que una respuesta, abren una reflexión que no cesa. Son las preguntas que me gustan, las que no se agotan, las que no tienen entonces respuesta. La última vez después de contestarte tenía la impresión de que me evadía de mi propio pensamiento, sigo reflexionando sobre términos como liturgia aplicada al teatro, donde la sacralidad sufre una amplísima devastación, secularización. Pero quizás ahora la sacralidad me interesa desde el punto de vista de un emerger al arte más que las consecuencias que provoca en la época que cruza.

He seguido la pista de Dionisos antes de su arribo como Dios a Grecia, aún antes de la cultura Minoica, hasta que se pierde en la noche de los tiempos. Génesis terrible la de un Dios. Ciclo en que baja y surge del Hades. Esa verticalidad que se abre desde el infierno. Se vuelve ceremonia al reactualizar el mito. Dicho de otro modo, la liturgia es reactualizar el Misterio. Los personajes de Zaranda siempre buscan esa verticalidad, habitan sus infiernos, pero no renuncian a la esperanza, suben como Jacob por una escalera que transforma su fracaso en belleza. Su fracaso es tan hondo como el ser, está en la propia esencia. Recuerda la caída en el tiempo. Cuando esta soledad humana es anterior al espacio, al tiempo, a los destinos que se reúnen en un argumento, estamos en la sacralidad. Lo religioso sería otro concepto. La sacralidad, como toda potencia del ser necesita detener sus formas, creo eso sería el rito. Esos ritos que vinculan la violencia con lo sagrado. Imposible no mencionar a René Girard. Al mismo tiempo que lo sacrificial, la pirámide donde se inmola, la sangre, la elevación… algo común a muchas culturas. El acto ceremonial despliega ya en sus formas unas medidas, lo que hoy entenderíamos por una estética, se busca un sentido de belleza en ese ofrendar a los dioses. El teatro es ofrenda. Sus raíces están en ese ofrendar. Búsqueda de elevación y ofrenda, son dos elementos que encuentro en Zaranda que son también la esencia de la sacralidad.

El misterio creo que más que un no saber es un no sabernos. En ese no sabernos algo nos llama, algo demanda respuesta, entonces comenzamos a esculpir la roca buscando dentro la obra, que ya está allí. Solo que no sabemos. Misterio es esa percepción de lo que no sabemos. No tiene nombre, de tenerlo deja de serlo. Un temblor.

Lo religioso, que antes decía, es para nosotros fuente de inspiración inagotable, es tan inagotable como lo sea la fe. La fe es la combustión de lo religioso. Sin esa fe solo son modelos estéticos que podemos copiar, es falso que puedan inspirarnos, porque la inspiración también es fe. Música, iconografía, poesía, depuradas en una larga tradición vuelven a fluir vivas, nuevas de sus afluentes al río de tu propia creación.

¿Somos conscientes de que se da el misterio? No. Somos trasmisores, el recipiente. El recipiente sé que hay que tenerlo limpio, reluciente, puro. Algo muy difícil en estos tiempos tan turbios. Nosotros tenemos eco de que ese Misterio, ese milagro, se da cuando tú lo citas, por ejemplo.

Grotowski fue quien más trabajo para que el actor fuera un oficiante donde la ceremonia ya no dependiera de ese último eslabón que era el público. El vehículo como arte, es una vía muy atractiva, pero en mi experiencia, parateatral. Empleo ahora lo sagrado como símil. Un texto Sagrado, un oficiante, la ceremonia, y los creyentes, quienes comulgan con ese rito, en quienes se da la devoción. Igualmente, el teatro sólo existe en la fe que se realiza para la fe que lo ve.

Hace unos días que pienso en ello, la esencia del personaje está en el texto, la forma la hace el actor, y lo que este irradie es el personaje. El teatro es ese espacio de emanación entre el actor y el público. En el teatro no podemos buscar la comunicación exclusivamente con Dios, aunque sea un dios vacío de dios, como busca Grotowski tras las huellas del Maestro Eckhart, camino místico donde se busca al “actor santo”, otro término del polaco. El riesgo es dirigir la búsqueda a un ego que no es el ser, donde la intensidad de ese irradiar carece del horizonte de la comunión.

Si saltamos muchos siglos en el tiempo podemos llegar a los Autos Sacramentales, de ellos quedé impregnado en el modo alegórico. Hay un argumento, pero por debajo transcurre “el asunto”, lo verdaderamente importante, el que encadena las metáforas. Los que ríen los últimos es un viaje, una peregrinación, donde hay que escoger entre dos caminos, dos opciones (este motivo del Bivium es muy frecuente en los Autos). Las opciones entre cielo o infierno. ¿Trabajamos para las ratas o para nuestro padre? La metáfora del vertedero, o del difunto padre (desde la proclamación de Nietzsche de tanta resonancia) nos lleva a una decisión que se resuelve en la verticalidad… ese viaje hacia la gloria en la escala del circo…una elevación, y una iluminación en quien lo contempla.

Siguiendo por el camino del misterio y de lo que expresas, pienso que en la liturgia debe haber algo así como conciencia de estar transmitiendo ese misterio y una búsqueda de esa comunión con el otro. Y entonces pienso en el papel del actor y en lo que decías de ofrendar. Eso me lleva a un lugar lejano. Hasta Michel Leiris cuando escribía sobre los ritos de posesión que se dan en algunas culturas africanas, por las que un espíritu se apropia del cuerpo del practicante, totalmente. Y entonces pienso hasta qué punto podría llegar a estar ahí el actor o si debe guardar una distancia (vamos a decirlo así) litúrgica. Más preciso, en La Zaranda, que creo que debe ser, necesariamente, algo particular.

Y eso me lleva hasta otro punto, que sería la representación de tus obras para La Zaranda (entendidas como una creación colectiva) por otros grupos de teatro. Entiendo que habrás llegado a ver alguna representación, pero a mí me resulta particularmente complicado imaginarlas. Y pienso de nuevo en Tadeusz Kantor y cómo su teatro, representado, murió con él.

Me tomo tiempo, se necesita, para reflexionar sobre las cuestiones a las que me acercas. El actoral es un arte, y por tanto tiene un conjunto de reglas, un oficio. En un proceso creativo, en ensayos, se atraviesan varios estadios creativos para que el personaje tenga verdad, es decir, para que esté vivo. Hay en principio una resistencia al personaje, porque el actor quiere preservar lo aprendido, y esto hace que no pueda prender en él esa nebulosa que ya tiene frente a sí. Hay un tránsito de esa niebla a una realidad. Un trabajar la energía para que deje de ser actoral en función de lo que tiene que aparecer. Creo en la aparición, la aparición de fuerzas, de campos de energía que el actor puede armonizar en la encarnación del personaje. El personaje ha comenzado al transitar un texto, la dependencia al argumento del personaje es como la de la persona a su destino, pero ¿podemos romper con nuestro destino para vivir nuestra existencia? Ese diría yo es su vinculación con el texto. El milagro de la transustanciación, de tinta en sangre, lo hace el actor. Pero debe procurar que por sus venas corra otra sangre, como respirar otro aire. Debe apartarse de sí para palpar la carne del personaje. Ese personaje debe palpitar dentro del espectador, no necesariamente dentro de él. Desde luego no debe emocionarse, no es la bebida sino el recipiente. La emoción se puede confundir con una posesión. Pero todo en el teatro debe ser trasmisión. El personaje es una irradiación. No creo que sea un espíritu, o acaso el espíritu sea ese campo de fuerzas contrapuestas. El personaje nace cuando se desborda de la intención del actor a la acción del escenario. Nace del escenario, con el otro en una situación de conflicto. Al menos en Zaranda. No hay ninguna implicación psicológica, el pensamiento del personaje no es el nuestro. Sí hay un instinto, una desconfianza previa, un tantear quién puede ser aquel que debe aparecer. En la literatura el personaje tiene un componente más imaginativo, prestamos nuestras vivencias a la imaginación, en el actor ese imaginar debe volverse orgánico. En cualquier caso, es poseído el cuerpo, no el pensamiento del actor que debe seguir atento a réplicas, a medidas, durante la función. Todo para que irradie ese espíritu que va más allá de las limitaciones de un texto o un cuerpo.

Eusebio Calonge

Sería un error querer llevar esa posesión, cosa frecuente en los autores, a las obras teatrales de otros. El texto es una semilla, y germina según las condiciones que encuentre, dije alguna vez. Algunas personas se han interesado por hacer brotar esa semilla. Ese será su mundo. Pero aquí distingo necesariamente a mi persona de la Zaranda. Lo que hace Zaranda es irrepetible, sus actores son únicos, pero las palabras quedan en el papel y otros pueden emprender otros caminos. Que serán lícitos si sirven para recorrer su propio lenguaje y una equivocación si es para plagiar a la Zaranda. “Bienaventurados los que nos plagian porque de ellos serán nuestros errores” decía Bernard Shaw. Y en efecto he visto estos plagios, y sin siquiera mis textos, sino copia de lo que entienden por una estética, algo sin fondo, una parodia. Pienso en Calderón y la versión del Príncipe Constante de Slowacki-Grotowski, la semilla germinó en el contexto histórico de resistencia, la de la independencia polaca. Creo que se esperó muchos siglos para que Calderón estuviese de nuevo vivo sobre los escenarios, lejos de esas puestas en escenas arqueológicas, que no descubren sino que encubren la obra. Y pienso en Kantor, que le debe a una concepción espacial calderoniana la puerta de la vida y la sepultura, pienso que esto se dio en Polonia por un emerger del catolicismo contra el comunismo, que de nuevo impulsó un espíritu contrarreformista, dado a desarrollar el sentido espiritual que guarda esa imaginería. No se puede hacer un Auto sacramental si no se cree en el sacramento, lo rebajaría a un plano estético, como siempre vemos con nuestro teatro clásico. En el caso de Kantor además están enmarcados en una pintura muy intensa, que carece casi por completo de palabras y cuando las emplea es de uso casi meramente testimonial. No puede ser por tanto semilla reproducible, esta como dije antes es la palabra.

Y algo que también abunda en todo esto, pienso. En España, al menos, una obra tiene un recorrido determinado para acabar desapareciendo y dejando su lugar a otra. Rara vez se vuelve sobre una creación anterior (más allá de la penúltima). En el caso de La Zaranda, que en su inestabilidad es un núcleo estable, qué impide volver sobre obras anteriores. ¿Qué sensaciones volverían o serían imposibles de devolver con una nueva representación?

Esa semilla literaria permanece, pero el teatro tiene su grandeza en su fugacidad, como la danza. Nunca hicimos repertorio, no se puede volver a soñar un mismo sueño. Los impulsos que te llevan a una obra pueden acabar siendo rutinarios, los personajes se mecanizan, ya no irradian, sino que se mueven en una dirección. Cuando la obra no tensiona, cuando su resultado es asimilado es el momento de dejarla. Para que la pasión siga viva, nosotros después de estrenar seguimos trabajando en la obra, limaduras, e incluso cambios de ritmo, porque la obra crece con el público, si no se atrofia en sus intenciones. La pasión en la obra se genera en su creación, es su combustión, de ahí sale y dura el tiempo de una explosión. A veces queda el humo que se esparce por la memoria. No hay más.

En entrevistas contigo o con Paco Sánchez, sale alguna que otra vez lo mucho que representó para vosotros ir a América y lo que allí encontrasteis. ¿A nivel de público, de acogida, de ver lo que estaban haciendo otros autores o compañías? ¿Qué representó (o sigue representando) América para vosotros?

En América fue nuestra formación como hombres de teatro, esto no es sólo un método de formación, sino que comporta un compromiso ético, en una década que fue allí muy fecunda (del 1985 al 1995, aproximadamente). El contexto político de aquella sociedad se daba en un marco existencial que lo hacía poético. La falta de medios también era un estímulo para la creatividad. La marginalidad, el hecho de estar proscrito del poder le otorgaba una gran libertad. Libertad no solo de discurso sino de formas. El trabajo colectivo, la compañía, hacía posible trabajar en el desarrollo de un lenguaje dramático, no en el éxito de una obra. Toda estas fueron claves que nosotros intuimos antes de ir y que luego desarrollamos en paralelo con lo que fuimos descubriendo allí. El TEC de Cali, La Candelaria, Tato Paulovsky, Ricardo Bartis, Piolin en Brasil… Con el tiempo y esto tan lamentable culturalmente de la globalización, prácticamente todo ha sido abolido. Y sinceramente ya lo veo lejano.

¿En qué momento el teatro puede encontrar lo universal, hacerse entender más allá de las lenguas y los lugares?

Intento no tener respuestas hechas, prefiero que el escribir me traiga el pensamiento, y no al contrario. En mi trabajo con las últimas actrices he podido constatar que el personaje se crea en una irradiación del actor al espectador y que esa trasmisión es el nombre que hoy le daría al teatro. Esa trasmisión es fluctuable según cada uno. El espectador imagina un aparecer que se proyecta simultáneamente sobre el cuerpo del actor, y es el espectador quien hace que lo óptico sea visión, su mirada ya no es profana, comienza a ver lo que no se ve, la textura de lo invisible. Todo artista trabaja para que eso se produzca. Toda maestría consiste en hacer surgir de improviso lo invisible en lo visible. La necesidad del percibir eso que escapa a lo óptico no es posible al creador, recipiente, pero no contenido, que se dará al otro.

Una irradiación, un fluctuar, una trasmisión. Que se libera mediante las acciones del desencadenamiento de las palabras. Por tanto, no supeditado al lenguaje literario, sino a una unificación de espacio-tiempo propio de la liturgia. El teatro es un arte autónomo de la literatura, por tanto del idioma, un actor puede sacudirnos emocionalmente sin entenderlo, pasa porque hemos estado centrados en sus mínimos gestos, en sus entonaciones expresivas más que en las palabras. De ahí que pueda emocionarnos el Teatro Noh (tampoco un japonés actual entiende en su totalidad lo que se dice) o una obra de la Shakespeare Company. Decía Unamuno que él escribía “teatro para el alma del espectador que la tuviera” (cito de memoria). El alma es mayor que cualquier geografía. La recepción del teatro sería más que dependiente de cada lugar de cada persona.

Fuera de la Zaranda, algunos de tus textos también han sido dirigidos por Paco Sánchez. ¿En qué cambian las dinámicas de trabajo entonces con respecto al trabajo del grupo?

Entiendo que todo el teatro está en función de la aparición del personaje, y este revelarse está muy mediatizado según los actores que participan del misterio. En Zaranda los tres actores básicos ya tienen un lenguaje propio de ese revelar que, con otras compañías, por más que sea mío el texto y la dirección de Paco, sería imposible darse. También elijo para estas compañías textos que no sean asumibles por Zaranda, por ejemplo “Convertiste mi luto en Danza”, su patrón es de tres actrices, “El Alimento de Las Moscas”, un monólogo para un actor al que vi posibilidades de encarar ese texto. Ojalá tenga oportunidad de ver esas obras porque tienen una gran intensidad teatral. Por supuesto que hay un mismo rigor, y un universo que es el nuestro. Esos infiernos en que no está ni el Diablo ni Dios, esos abismos a los que me asomo para encontrar al otro. Como un poeta que trabaja con su melancolía, el dramaturgo modela la angustia del otro. Y ese otro viene a ti. Uno no elige sus personajes. Mira al fondo de los ojos de una persona y aparecen los abismos de su desesperación, de su soledad, esos mismos que uno ha fondeado o esquivado.

¿Cuál es tu relación con la luz? Pensando que fue lo primero de lo que te ocupaste con la Zaranda, si no me equivoco, y que luego es algo que has seguido haciendo...

Trabajo ahora, Juan, en un próximo texto, que titulo Escarbar en la luz. Creo que esa es para mí la primera fuente de la vida. Lumen de lúmine. Sentir la simple apertura a la luz. Un haz de fuerzas físicas convergentes en el interior para generar luz. Necesitamos que la materialidad corpórea del actor se haga transparente a la luz, a la palabra, al espacio. Para irradiar una imagen, imaginada, inducida por una idea que, al ser traída a la luz, tiene una materialidad revelada. Ese desvelar en otra luz restituye una imagen sagrada.

La presencia en el espacio nos da la realidad de su aparición, la imagen corpórea del personaje se descubre a la luz de una atmósfera. Hay actores capaces de emitir y absorber luz, porque sienten que respiran energía. La voz también debe proyectar luz.

Eusebio Calonge

La iluminación, la técnica que estudia la dirección de fuentes lumínicas, siempre me ha interesado como un modo poderoso de pintar en la escena. Estudié mucho por afinidad estética el tenebrismo, ese iluminar desde dentro, contrastes duros entre el alma y el cuerpo, he buscado texturas de pintores que he sentido próximo, esos colores entre tierra y sangre, esos ocres tan españoles desde Altamira a Solana. Y he pasado muchas horas en el Prado pidiéndole sus secretos a los bufones Velazqueños. No entiendo el teatro sin pintura como no lo entiendo sin poesía, o sin preguntas, es decir sin filosofía. Es un todo del que se desgajó todo. El principio fue el verbo, es decir, una palabra que contiene una acción, una palabra actuada.

Recuerdo que viendo tus obras de nuevo, Francisca Pageo encontraba, como te llegó a comentar, innumerables composiciones que respondían a motivos pictóricos. ¿Qué papel juega el arte, la pintura, en la Zaranda? ¿Es algo que surge espontáneo o hay una intención?

Sí, en efecto, Francisca (qué bonitas composiciones hace) me dijo que le recordaban nuestros trabajos a Bacon. Con Kantor, por ejemplo, Bacon compartió fascinación por Velázquez. Se han citado muchos pintores. Nunca se ha buscado una recreación museística de las imágenes, sino ser habitado por el espíritu grande de la pintura. En ese momento de la creación en que nada es pasado y todo vuelve a la corriente del creador. El paso de lo óptico, el lienzo es plano, lleno de pigmentos o trazos, a la tridimensión de la visión. Luz y color, creo es la anunciación de Fra Angélico la primera pintura en que encuentro que ambas cosas se diferencian. El pensamiento que se hace forma para que al espectador la forma se le haga pensamiento. En el teatro la imagen fluye, esa movilidad de la forma es nuestra pintura. La pincelada nunca se detiene. Dos amigos pintores, por desgracia ya fallecidos, Joaquín Terán y Alberto Ycaza, me enseñaron muchísimo a ver, a detener la mirada, ese paso atrás, ese buscar la precisión de la mirada, con el que luego he mirado el escenario. El escenario no se puede mirar desde un punto fijo, hay que estar constantemente mirando desde todas las perspectivas posibles, porque la óptica de los espectadores será distinta. De cerca o de lejos, frontal o en diagonales, desde abajo si es un patio de butacas o desde distintas alturas si es una grada. Todo esto lo debe tener en cuenta un director a la hora de crear o su obra será plana. Todas estas líneas no distan de la que hace un pintor en sus bocetos, la búsqueda de la lontananza, los puntos de fuga. Esto es aplicar la pintura al teatro, luego vienen tus gustos hacia ciertos colores, que parte de preparar el escenario como se prepara un lienzo, un fondo negro con cenitales que se reparten donde suceden las acciones, por ejemplo. Luego se busca la tonalidad del vestuario, donde una armonía se alcanza por contrastes. Se van superponiendo texturas, tomando relieve la pintura escénica. Todo eso lo considero pictórico en el teatro, cosa muy alejada de intentar recrear un cuadro determinado en la obra. Podría decir que la pintura ha tenido más influencia en mis textos teatrales que hasta la propia literatura dramática. Los desastres y disparates de Goya por citar sólo ejemplos que creo muy verificables.

En una entrevista con Juan de la Zaranda dice que la vida no tiene sentido sin la espera. Y también, en la misma, que el teatro es la emoción cosmogónica.

“La espera forma parte de la alegría”, en famoso verso de Rosales. El nuestro es un idioma en que espera y esperanza tienen una misma raíz, pero también existe la espera como antesala al infierno, purgatorio burocrático que es una muerte de tiempo, construcción de un vacío en la existencia. Esa metafísica con que Gabriel Marcel relacionó la espera con la burocracia. En alguna parte escribí que era la obra maestra de mi existencia, la espera. Siempre hago ejercicios de espera, de tipos de espera en mis cursos. Cómo se espera un diagnóstico, una sentencia, un tren que trae al amor o al verdugo, algo que nos convierte en receptores, en escucha… Es curioso porque siempre tenemos que argumentarla, no es un acto puro, intuitivo, necesita de un novelar en nosotros. La novela curiosamente la relaciono con tiempos de espera, con trayectos de espera, de Tisma, creo, he leído todo lo editado en el metro. Es un novelista que me gusta, tiene un universo propio, los personajes que merodean por su imaginario, salen de su memoria, de sus añicos, eso se nota.

La cosmogonía, el decir el teatro está en el origen y evolución del universo era una idea muy hermosa de Juan, el teatro es entonces un lenguaje con el que Dios se dirige a nosotros. Si la emoción no fuera común a los humanos, el arte no se daría. Debemos desarrollar los sentidos para percibir eso, educar el espíritu, en realidad que se pueda crear la oportunidad de la contemplación, todo esto que hoy intenta abolirse.

¿De qué manera la realidad afecta a tus obras? Ya no solo en unos tiempos como estos, en los que es difícil abstraerse de ella, sino en un teatro que, después de todo, surge desde el interior. Y en el que el individuo, pienso, queda fuera de la sociedad y de la Historia, abandonado por ellas.

Un ángel arrastrando las alas por el fango. Esa sería la imagen con que compararía este arte del Teatro. La música, la poesía, la pintura, puede elevarse desde lo corpóreo, no así el teatro. Un escenario siempre es un marco donde la sociedad se mira. Hemos perdido muchos de los códigos de crítica social que encerraban muchas obras en su tiempo. Al desaparecer su tiempo no parecen sino meros ornamentos de una época. Toda obra se hace contra alguien o algo. “La vida es indignación”, es una de las ideas que constantemente repite Cioran. El Teatro es un arte cuyo núcleo es el conflicto. Protagonista-antagonista. Batalla entre ángeles y demonios que convierten al escenario en una escalera de Jacob. El actor es Icaro, y en su vuelo antes de la caída contempla el mundo, el mundo contra el cual reventará. El escenario es el abismo que abre en su caída contra el suelo. (Pienso en la Caída en el tiempo) Esa es su realidad. No un lastre sino una potencialidad de su lenguaje. El dolor del mundo nos cerca, hasta que nos permea, entra en los huesos. Entonces el mundo está dentro. Es un buitre que escarba en nosotros o nos convierte en perros rabiosos (Prometeo o Hécuba). Pero esa realidad no es actualidad. Es el presente que arrastra todos los ecos de injusticias desde el fondo de los tiempos. Ese grito es el alma. Eso confiere a esa realidad un sustento interior. No es posible abstraerse, la concentración del actor es hacia afuera. Se interioriza hacia afuera, lo contrario es un error muy extendido.

Yo he trabajado mucho el Auto Sacramental, para convocar estos personajes/símbolos hay que buscar sus raíces, es decir, confrontar las mismas interrogaciones que en su tiempo dieron vitalidad a la obra. Lo que hace los montajes de clásicos españoles tan poco interesantes (por usar un eufemismo) es que no saben extraer de esa riqueza interrogantes, carece de puentes entre la tradición y el futuro. Llamamos teatro clásico a ese espanto de figurines y ripios que sólo encubre el olvido de la tradición, o acompañar las palabras de Lope con una chupa de cuero y un saxofón. Dentro de ese diálogo que yo he intentado con Valdivielso o Calderón, he podido comprobar la vigencia de algunas de sus obras, basta recordar el Príncipe Constante, el que esas obras supieran ser rescatadas por Grotowski o Meyerhold para refutar esto. Modestamente he establecido puentes entre mundos que pueden parecer muy opuestos, contraponiendo estéticas, en mi último trabajo surgía un juicio del demonio, la poética, y la muerte al artista, asistido por su ángel o musa, en la atmósfera de un cabaret desahuciado. Son dos polos, Juan, como en nuestras músicas, suele haber sacra y popular, mambos y cantatas… de fondo se enjuiciaba el sentido del teatro.

Quiero decir con todo esto que si no hay una tradición desde la que venir a interpretar la historia caemos en la superficialidad de las propias opiniones. La actualidad es eso, opiniones cambiantes, pero la realidad contiene también el pasado y ahí hay cosas que se mantienen.

Eusebio Calonge

Y ahí surge un conflicto, una reacción...

Acción / reacción. Es el principio activo actoral, base del conflicto teatral. Una erosión continua de lo que quiere establecer el argumento. Culturalmente, esta tensión también mantiene activa la sociedad, un pensamiento que desde el poder se establece y va siendo cuestionado por ideas que emergen contra él. Como en los motores, una revolución necesita una reacción. Un volver al inicio para propulsar de nuevo el movimiento. El término reacción, en la política, ha devenido en reaccionario, que sería quien cuestiona a la revolución que propugna el marxismo. Para desmentir este pensamiento establecido solo habría que acudir a la Historia reciente. En la literatura, el arte, el pensamiento, podemos encontrar quien pertenece a su época y quien sólo es alcanzado en el futuro. Por citar un ejemplo, un reaccionario que se denominó así, Nicolás Gómez Dávila, no fue conocido hasta después de su muerte. Y ese pensamiento reaccionario activa las ideas contra un bloque de pensamiento único. Esto podría ser perturbador, primero crearía la duda, y esta es ya una indagación. Hay obras que han sido capitales en nuestra vida porque nos hicieron tambalear lo que hasta entonces se ofrecía como valor seguro. Suelen ser obras silenciadas más que silenciosas. Al margen de la corriente de eso que hoy se denomina como cultura. En el teatro, volviendo a nuestro tema, y perdona el largo circunloquio, estas obras son fugaces, la literatura dramática, o los videos, son solo un soporte material, como el lienzo o las pinceladas lo son de la pintura. En el tiempo lo que se pensó perturbador, solo fue un epatar con su época. Las formas se asimilan, y languidece el discurso. Queda entonces en un estrato más hondo de la obra, ese que no se descubre en su totalidad, ni siquiera al autor, la revelación es ese desbroce. Desbrozar es un modo de ocultarse, aunque sea oscuro Heidegger tambaleó muchos conceptos, los cambió por una dinámica, unas fuerzas que pugnan. Ese territorio es escénico, conflictivo. Donde revolución y reacción se dan simultáneamente. Donde lo político y lo poético tienen una delimitación brumosa, no determina unas parcelas ideológicas. Creo, Juan, que cuando se te da la Gracia del encuentro con ese silencio que citas, de algún modo una apertura a esa contemplación honda, es cuando el artista se siente bendecido, por algo que lo excede, del que es mero trasmisor.

La fugacidad del teatro... A diferencia de otras artes, no se puede volver sobre él. Una vez la obra deja de representarse se convierte en algo que nos pertenece íntimamente, condenada a desaparecer, a transformarse en memoria (con todas sus falsificaciones). ¿Entiendes lo efímero del teatro como una cualidad o como una pérdida?

Hablar del tiempo creo es hablar de muchos tiempos, podemos acudir a su medida, “el tiempo es un reloj que mide a otros relojes” decía Bergson en una cita famosa. La obra comienza a las 8:30. Si no soy capaz de, en algún momento de la obra, escindirme de ese tiempo, ese tiempo profano, realmente no habré descubierto la obra. “El tiempo es enemigo del instante” decía Valery. Podré tasarla como un crítico, desmontarla y conocerla semióticamente, pero estaré ajeno a ese encuentro con el tiempo de la obra. Ese instante para el que trabaja el autor, los actores, el de llevar esa ruptura espacial y temporal al testigo, al espectador. Esto no creo que sea algo particular del teatro, he visitado muchas veces a Rubens, puedo admirar la fluidez de sus formas, el movimiento de lo corpóreo que crea con sus colores, pero el verdadero secreto, aquel que se mantiene cuando se agotan las palabras, solo me conmocionó una vez. Quizás porque me pilló por sorpresa, me metí en su sala, huyendo de una caterva de turistas que asediaba a Velázquez. Pero aquí ya he hecho una clara diferencia entre el tiempo del artista y el del espectador. Acabo de estrenar otra obra. En los ensayos se trabaja desde dentro, pero la obra se acaba desde fuera. A su origen interior ya no podré regresar, tampoco lo podría hacer un novelista una vez acabada la novela, sabemos que podemos hacer una obra, pero en realidad ese poder no existe, no nos pertenece. Ese origen interior ya solo podrá encontrarlo algún testigo. Como todo, en el teatro, hay algo permanente, en este caso el texto sería el mejor ejemplo, y un fluir, lo actuante. En la pintura tendríamos pigmentos, perspectivas, bocetos… pero su fluir es el momento contemplativo en que captamos su esencia, ese silencio de revelación, el instante eterno que mueve a todo creador. Como la alegría, se consigue muy pocas veces en la vida. El teatro tiene además, diría yo. una característica que añadir a todo esto, lo actuante no se detiene en el tiempo profano, es decir, no disponemos de una tarde para contemplar el cuadro, o si no lo encontramos su “material” permanente será el mismo, o podemos volver a releer el poema, se desliza siempre hacia el adentro, no creo que sea pérdida, que es la fugacidad. A menudo olvidamos que comparte esto con la música, la reproducción sería otra cosa. Como la vida, fugaz, de ahí su grandeza. Luego estaría ese tiempo que se abre en toda obra, el tiempo de la memoria, el de la huella que deja, tiempo de visión donde la imagen siendo ausente se hace presencia. Tiempo que abre otros tiempos, infinitos, el de los sueños, el de las influencias…

Fue muy mágico cómo llegué a ver a Kantor, algún día te lo contaré, más que la obra que vi: “No volveré jamás”. Que la recuerdo bien, pero desde una platea, con todas las molestias que muchas veces el teatro ofrece al “recogimiento”. Mis experiencias grandes, donde ese péndulo daba del lado sagrado, siempre fueron en América, Eduardo Paulovsky, La Candelaria, Bartis, etc…, en espacios muy pequeños, de algún modo es lo que me gustaría hacer, si eso me fuese posible, regresar a la vinculación con la comunidad más que con el público. Es más fácil ahí la abolición de ese tiempo profano, la verticalidad.

Pienso en la última escena de La batalla de los ausentes. Esa puerta hacia la oscuridad. Cuando la obra acaba, cuando anochece y muere, tras tantas representaciones, ¿ahora qué?

Nunca proyectamos nada hacia el futuro, nuestro presente transcurría con demasiada intensidad como para pararnos a prever el porvenir, todo ha ido sucediendo, como tanteando en la oscuridad. De algún modo el teatro es intuir el instante, ese momento en que algo aparece. Trabajamos para sentir esa revelación, que en tantos años de oficio raras veces se dio. Ese “no sé qué” que diría San Juan de la Cruz. Continuar es buscar ese algo que nos trasciende, que hace que el teatro también sea vehículo. Hacia detrás queda siempre un camino de cenizas. Esos epitafios que, sin yo quererlo, siempre fueron mis títulos: Vanas repeticiones del olvido.

Creo que Zaranda más allá de sus logros creativos, ha mostrado una dignidad ejemplar en este oficio y ese es un modo de devolverle belleza al teatro Y hablo de Zaranda como grupo humano, no como empresa, de Paco Zaranda, de Gaspar Campuzano, de Enrique Bustos, de las actrices y actores que vinieron a ayudarnos en tramos difíciles de nuestro recorrido. El nuestro fue un camino solitario. En realidad, porque nos interesó el Teatro, y nunca el mundo del teatro. Sabemos que algún día emprenderemos el vuelo y solo se quedará la rama cimbreando, quizás el eco de nuestro canto, que sea ese canto de alabanza.


Conversación epistolar mantenida entre el 12 de octubre de 2020 y el 2 de abril de 2021, revisada y ampliada en septiembre de 2022. Agradecemos su enorme generosidad a Eusebio Calonge y al resto de los miembos de La Zaranda: Francisco Sánchez, Gaspar Campuzano y Enrique Bustos. También a la editorial Pepitas y al Festival de Teatro de Molina de Segura, Murcia, donde se tomaron las fotografías

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