A propósito de Barbados, etcétera escribí hace unos años sobre la manera en la que su autor, Pablo Remón, enganchaba, a través de sus personajes, anécdotas, historias, situaciones, a veces simples bocetos para trasladar sus interioridades. Quizá porque nos ayudan a crear nuevas memorias y, también, a darle un poco de aire a las viejas. Como quien abre las ventanas de la casa para ventilar un interior que ha permanecido cerrado durante demasiado tiempo, en una maniobra que, inevitablemente, también puede sacar a la luz no pocos fantasmas del pasado.
Ya desde La abducción de Luis Guzmán, la obra de Remón gravita en torno a un núcleo familiar en el que la realidad naufraga. O, mejor dicho, en el que cuesta establecer un vínculo fuerte con la realidad. Hecho de ausencias, de heridas del pasado cada vez más extendidas y personajes que habitan en dos planos diferentes de la vida. Hermano loco, hermano pragmático. Psicodrama familiar en el que Remón describe las penas de esas dos Españas que aún hoy cohabitan el mismo escenario. La castiza y cateta, aferrada a una inocencia que en el pasado sirvió para ponerse una venda frente a la realidad, y la que mira hacia ese pasado con un inevitable complejo de culpa. Acosada por el fantasma paterno cuya figura lo ha arruinado todo -como en 40 años de paz– o ha paralizado el tiempo hasta convertir el hogar familiar en universo paralelo, como sucede con Luis Guzmán.
Si en Los mariachis los cabezudos del pueblo y la figura de San Pascual Bailón -como el San Dimas de Los jueves milagro– son el escenario de una familia fracturada por los pelotazos, el dinero negro y una ambición a fondo perdido, en Barbados, etcétera es la narración infinita de anécdotas estrambóticas la que describe una especie de obsolescencia sentimental. La incapacidad, en definitiva, de saber cómo hablarnos. O cómo querernos. Quizá por la cantidad de cicatrices que llevamos en la mochila, cuyo lastre invita a huir de la realidad para inventarnos otra. Abducidos, en definitiva, por la promesa de unas nuevas memorias que nos ayuden a tragar con el dolor inútil que nos traen las viejas.
El tratamiento es, en este sentido, una propuesta más ambiciosa. Aquí Remón explora, más bien explota, las tribulaciones emocionales de un guionista perdido en el maremágnum de la escritura y sus fantasmas sentimentales. A menudo, unos y otros se confunden, en tanto que la escritura de la ficción se entremezcla con la de la propia vida, con las desventuras del protagonista atrapado en el bucle infinito del proceso creativo. Y, sin embargo, Remón se las apaña para disparar en múltiples direcciones. Me gusta, en especial, esa visión desmitificada de la creación como vertedero de ideas, como fábrica de los argumentos más descacharrantes y absurdos que dejan en mal lugar al arte y sus verdades, a esa pureza con la que en demasiadas ocasiones revestimos a la creación. Y, también, la desmitificación del propio guionista, atrapado entre los insustanciales cursos de escritura de ficción y el trabajo de pitching en el que se imponen las razones comerciales más peregrinas.
La comicidad de El tratamiento, su gusto por la ironía de alto octanaje, no es un impedimento para construir algunas imágenes de gran belleza: ese momento, casi extraído de un 8 y ½ felliniano, en el que Martín coincide en un balneario con su antigua novia; esa escena inicial en la que Aura Garrido cuenta las primeras líneas de una historia romántica inconclusa; esa coda final en una sala de cine en la que el fantasma del hermano muerto sirve de sutura para las heridas interiores de Martín… Todo está bien encajado en la obra de Remón y las risas son agradecidas, el ritmo alocado permite respirar a los momentos de melodrama y la alegre fisicidad de actores como Francesco Carril o Emilio Tomé recuerda a la de aquellos cómicos de estirpe que hacían de su presencia un lugar, un espacio, para la comedia. Y así, a caballo entre la metaficción y la reflexión sobre el oficio de escribir, los juegos entre los diferentes narradores y las historias contenidas, Remón dibuja, una vez más, un brillante trabajo sobre las pequeñas miserias, también las pequeñas virtudes, de la vida corriente.
Doña Rosita, anotada podría ser una relectura de Lorca. Un cambio de aceite o una puesta a punto, que con Lorca parece que no haga falta más. Pero en realidad es algo más. Una caja de resonancia, digamos. Una historia de fantasmas. Porque Remón acude a sus páginas con ciertas reservas, como a quien le piden restaurar un cuadro y no sabe qué es lo primero que debe tocar. Pero, en el proceso, se percata de esa fuerza que desprende Rosita y el grupo de mujeres a su alrededor; la forma tan tierna, tan personal y prácticamente única, con la que Lorca pone sobre la hoja a todas ellas. Y eso, de alguna manera, es una invitación a recordar. A escribir unas cuantas notas al margen que propongan otras tantas lecturas paralelas. A situarse en el lugar, en las coordenadas emocionales exactas, y componer una miniatura alrededor de los recuerdos familiares. De esa madre ausente a la que Remón convierte en ficción, a la que trae de vuelta (como a sus tías) para dar cuenta, para intentar superponer en escena, sus coordenadas emocionales.
Hay en la miniatura teatral El autor y la incertidumbre otro momento clave: esas últimas palabras del padre en la habitación del hospital. Palabras normales y corrientes. Todo muy prosaico. Y la identificación de Remón con la fuerza (o su carencia) de ese momento. Con la duda que le traslada a la hora de escribir una ficción sobre el confinamiento, porque no parece que haya demasiadas palabras para darle, digamos, otro vuelo. Otro envoltorio. Un traje más ajustado a la ficción, en definitiva. Y eso, precisamente, es lo que resulta más emocionante. Esa incertidumbre, la sensación de caminar continuamente por un terreno inestable o de estar componiendo algo que en cualquier momento se va a venir abajo. No importa demasiado, en realidad. Lo básico, lo fundamental, es que es un vehículo para recordar, para seguir contando, para no dejar de escribir. Para dar cuenta del tiempo, el pasado y el que queda. Y aquí cada cual tiene su método. Para caminar por ruinas, recoger higos o dibujar un buqué de flores como si se tratase de un archivo de la memoria. Son formas, son palabras, son recuerdos. Y, en definitiva, son teatro.
Estos días he vuelto a un libro que me gusta mucho, Amistad, el último toque Lubitsch, de Samson Raphaelson. Aquí un extracto sobre el que no dejo de pensar (a propósito de escribir un guion con Ernst Lubitsch): “Escribíamos hablando. De todas formas, siempre he escrito hablando, no se me daba muy bien eso de estar solo frente a la máquina de escribir. Por suerte, Lubitsch también prefería hablar y, por supuesto, siempre había alguna secretaria con nosotros. Él escribió alguna de mis mejores réplicas y yo inventé algunos de los típicos toques Lubitsch”.
Lo que me hizo volver fue, precisamente, leer Los farsantes, el último texto teatral de Pablo Remón publicado por la siempre imprescindible La uña rota. Y no, precisamente, porque Remón hable de Lubitsch, sino porque, igual que aquel tenía un toque para explicar los hallazgos de su comedia, Remón, obra a obra, también ha perfilado su propio toque. Hago un paréntesis. Aunque no tenga manera de justificarlo, con sus textos teatrales tengo la sensación de que podrían estar escritos hablando, como si el propio Remón permaneciese rodeado por sus personajes y adaptase cada diálogo con la facilidad con la que convierte hasta el menor gesto, el más insignificante, en teatro.
Los farsantes podría ser la continuación, mucho más desarrollada, de esa miniatura, con la figura casi fantasmal del padre como metrónomo para marcar el ritmo de ese mundo que se mide por su relación con el éxito, las ideas, los papeles que encarnamos, las ficciones que construimos y la forma en la que convertimos en sátira nuestra intimidad, nuestro alrededor, los anhelos y cada colapso cuando no somos capaces de sacarlos adelante. Pero donde radica el toque Remón es en ese instante final, el más pequeño, sencillo y directo dentro de una pieza que se lee precisa, riquísima en matices y de lo más divertida, en el que el fantasma paterno vuelve a ser la clave para transformar lo cotidiano, cualquier cosa, en teatro. En comedia, drama o lo que sea. Así de fácil, así de sabio. “Escribir es dar testimonio de lo que está pasando, para que, de alguna forma, no se olvide”. Así, también, el teatro.
Sobre todos estos asuntos mantuvimos una charla con Pablo Remón, que os invitamos a leer a continuación:
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Me gustaría, para empezar, que nos contases cómo se gesta tu contacto con el teatro, cuándo se produce ese primer acercamiento (como espectador, pero también como creador) y de qué manera toman forma tus primeros textos dramáticos.
El primer encuentro con el teatro (que yo recuerde) fue en el colegio, siendo niño. Propusimos a una profesora que nos dejara hacer una obra de teatro, un pequeño sketch que no creo que durara más de diez o quince minutos. Lo que pretendíamos, claro, era saltarnos parte de la clase. No recuerdo de dónde salió la idea, si se la inventó alguien o era algo escrito en algún sitio, pero sí que me acuerdo del argumento: la obra era el rodaje de una película. Los actores hacíamos de cámara, director, etc., y simulábamos que rodábamos una escena que salía mal reiteradamente. Después de muchas tomas, el gag final era que el cámara se había olvidado de meter película en el carrete y todas las tomas (algunas más rápidas, otras más lentas, unas gritando, otras llorando) no habían servido para nada. Lo recuerdo como algo muy divertido. Tuvo mucho éxito entre los compañeros y nos invitaron a "salir de gira" por otras clases.
Como creador, fue un acercamiento tardío, porque yo llevaba al menos ya diez años trabajando como guionista de cine. Empecé a interesarme más por el teatro, muy poco a poco, sobre todo a raíz de leer obras. Yo quería, en primer lugar, escribir una obra. Lo intenté varias veces y fracasé. Y entonces se me ocurrió que estaría bien hacer una obra contando con los actores desde el principio. Quería alejarme de los procesos eternos (y muchas veces frustrantes) del cine. Reuní a unos actores amigos e hicimos un proceso de improvisaciones que fue el germen para después escribir la que fue mi primera obra, La abducción de Luis Guzmán. Lo que más recuerdo, lo más gozoso, es que no tenía ni idea de lo que estaba haciendo. A partir de ahí, el teatro me atrapó.
La primera de tus obras que vi fue Barbados, etcétera, y entonces pensé que en tu teatro, más que cualquier otro elemento dramático, era fundamental el diálogo. Que a través de los diálogos construías a los personajes, su microcosmos, su intimidad, etc. Al repasar el resto de tus obras, especialmente El tratamiento o 40 años de paz, ya no lo tengo tan claro. Y me deja con la sensación de que Barbados... propone un camino diferente en tu trabajo. Que es, casi, una versión depurada, reducida al esqueleto, de tus temas. Me gustaría que nos contases un poco más en detalle sobre la obra.
Yo intento en cada obra no dar nada por hecho, es decir, inventar unas reglas nuevas, particulares para esa obra concreta. Pero, dicho esto, es verdad que Barbados es probablemente la más diferente a las demás. En ella no hay, se podría decir, personajes ni situaciones, al menos no explicitadas. No hay trampa ni cartón. No hay nada más que lenguaje.
A pesar de ser una obra corta, tuvo una gestación muy larga. Los primeros textos surgieron en un mes de improvisaciones con los actores, en los ensayos de lo que después sería 40 años de paz. Probé muchas cosas, muchos textos diferentes... (a muchos aún no les he dado forma). Creí que todo aquel material se quedaría en un cajón, pero trabajando con Fernanda Orazi y Emilio Tomé (los dos actores que interpretaron Barbados, etcétera) se nos ocurrió darnos la licencia de seguir con ese material, a ver dónde nos llevaba.
Yo tenía la idea de un camino paralelo, una especie de cara B de las otras obras. Me gusta mucho cuando los grupos sacan sus discos con maquetas, demos... y yo estaba pensando en eso. En algo imperfecto, abierto... Enseñar las costuras de la escritura, que es algo que me interesa. Y de ahí surgió la obra. Fernanda y Emilio fueron tremendamente generosos y son muy autores de esa obra. Está hecha entre todos.
Tenemos la idea de seguir haciéndola cada tanto. Por ejemplo, cada cinco años. Reescribirla y remontarla con ellos dos. Ver cómo el tiempo cambia la obra. Creo que es una obra que invita especialmente a eso. Siempre bromeamos con que podríamos seguir haciéndola con ellos hasta que envejezcan. Y entonces sí que va a estar maravillosa, con ellos todo arrugados y la voz temblorosa.
Uno de los ejes que más me interesan de tu obra es cómo recuperas, a través de los diálogos, el espacio o las situaciones, un cierto acervo cultural español. Un acervo que trasladas a las familias y los personajes (pienso en La abducción de Luis Guzmán o 40 años de paz) y que se mueve entre lo político y lo onírico, entre el esperpento (que creo que actualizas muy bien en tu teatro) y la crítica. ¿Podrías hablarnos de su importancia, del papel que juega en tu teatro?
No soy ningún estudioso del tema (y de hecho lo conozco mucho más por el cine que por el teatro) pero a mí el esperpento me apasiona. Yo puedo leer teatro anglosajón y quedarme fascinado por, no sé, Pinter, Crimp, Stoppard, pero nunca se me olvida que mi caldo de cultivo es Azcona. Es decir, todo lo que representa Azcona. Porque su cine, como él decía, viene de la vida, y la vida que yo he vivido y que he conocido, mi propia familia, mi infancia, es eso: es Azcona, es Berlanga, es Saura, es Almodóvar. Y cito ejemplos cinematográficos porque ya digo que lo conozco mucho más. Así que no hay posición estética a priori. Cada obra sale como sale; algunas son más lo que yo relaciono con lo español, y otras son más abstractas. Pero son obras españolas, no pretenden ser otra cosa. También es una forma de ahondar en la raíz de lo que somos. De que las obras surjan de la vida (y no de otras obras).
Con El tratamiento creo que se produce un giro muy interesante en tu obra. La escena gana músculo, una fluidez casi cinematográfica, y también lo hace esa forma tan meta de narrar, contar o colocarnos en la obra. Y, sin embargo, tengo la sensación de que todo ese esfuerzo es como una especie de paso previo para lo que vas a llevar a cabo en Doña Rosita, anotada. Que, de alguna manera, se trata de un ensayo sobre el proceso creativo, sí, pero también sobre cómo situarte como dramaturgo en escena.
Puede ser. El tratamiento requería esa fluidez. Quería que se viera como una película, es decir, con continuos cambios de tiempo y espacio. Y es verdad que en Rosita tuve que utilizar todo lo que había aprendido en las obras anteriores. Ahí el reto era hacer una obra donde fuera cambiando, no solo el argumento, sino también el tipo de obra. Hacer una obra con varios estilos de obras dentro. Esa era la apuesta. Ahí se llevan al límite esas exploraciones de las que hablaba antes sobre enseñar el proceso de construcción de la obra. De alguna manera, Rosita son dos obras en paralelo, la obra de Lorca y la obra mía mostrando mi relación con la obra de Lorca. Es la obra y su making of, en paralelo.
Al hilo de El tratamiento y Los mariachis, que diría que son tus obras más ambiciosas, o más grandes, quería preguntarte sobre cómo ha evolucionado tu teatro. Es decir, ¿cómo te has ido relacionando obra a obra con los diferentes elementos dramáticos? Con la escenografía, el trabajo de iluminación, unos actores que prácticamente has hecho tuyos (me cuesta, por ejemplo, no identificar a Emilio Tomé, Fernanda Orazi, Fran Reyes o Francesco Carril con tus personajes). Cómo cada uno de ellos ha madurado tu visión del teatro.
He ido aprendiendo, espero. Lo que a mí me interesa es que todos esos aspectos estén en relación. Es decir, que la escenografía, las luces, la interpretación... formen parte de un todo, que no sean elementos separados. Para mí, es como si hubiera una ecuación a resolver en cada obra: cada elemento está en función de los otros. Todo influye en todo. A eso me ha ayudado mucho repetir con la misma gente. No solo con los actores, que también, sino con los creadores técnicos. Ahora tengo con ellos (con Mónica Borromello, Ana López, Sandra Vicente y David Picazo) una relación ya de varias obras. Y eso hace que nos conozcamos y nos pongamos retos. Yo, cada vez más, tengo una relación tremendamente práctica con el teatro: es decir, que me influye muchísimo saber en qué espacio se va a hacer la obra, con qué dotación técnica, con cuánto dinero... tengo esas cosas en mente desde el primer día de la escritura. Lo que me importa es lo que luego se ve y se oye allí, lo que pasa en el escenario. No la obra en abstracto, ni mucho menos el texto.
Al leer Fantasmas, editado por La uña rota, tuve la impresión de que esta última parte de tu teatro la has enfocado a tratar de poner en escena lo natural o lo sencillo con absoluta transparencia. O, mejor dicho, de convertir lo natural o lo sencillo, cualquier gesto en apariencia insignificante, en teatro. Me gustaba esa imagen que describes de Israel Elejalde evocando a la figura paterna en El autor y la incertidumbre y me resulta conmovedor el retrato de la madre y la coda final de Doña Rosita, anotada.
Muchas gracias. Era la idea. ¿Qué es teatro? ¿Cuándo empieza el teatro a ser teatro? Es una pregunta que no es fácil resolver, y que a mí me da para indagar. Creo que es la mirada de alguien lo que convierte un gesto aparentemente insignificante en teatro. Mi padre cogiendo un higo de una higuera, por ejemplo (que es una imagen real, que yo viví) se puede convertir en teatro porque yo lo vi y lo recuerdo y lo pongo en escena.
En esas dos obras, como tú dices, hay un esfuerzo por hacerlo transparente, por que no haya artificio, por invitar al espectador a jugar ese juego. Al final, cada espectador va a tener su "colección de recuerdos". Y es una invitación a recordarlos, a vivirlos. Ponerlos en escena es hacer que vivan otra vez, los recuerdos y las personas que los habitaron. De ahí lo de Fantasmas. A mí el teatro me sirve para conjurar esos fantasmas, para hacer que regresen.
Uno de los elementos que más se repiten en tu teatro es el tiempo y su relación con núcleos como la familia, los lugares, las costumbres o la visión de España. En Literatura, tu hermano Daniel habla del tiempo como una construcción, casi como un juguete narrativo, y creo que ese es un gesto que comparte tu teatro. No solo por los saltos o el ritmo que imprimes a las escenas, sino también porque, poco a poco, se trata de una herramienta que te ha permitido (o así lo veo desde fuera) pasar de reflexionar sobre esa tradición cultural castiza llena de claroscuros a pensar en tu papel como dramaturgo, como creador. ¿Qué importancia tiene el tiempo en tu obra?
Toda. El paso del tiempo, lo que el tiempo hace a las personas. Ese es el tema, casi el único tema. El teatro para mí es un artefacto que de alguna manera permite congelar el tiempo. Atrapar el instante. Por eso el teatro es fascinante y (en ese sentido) tan distinto del cine. Porque el tiempo en el teatro es distinto cada vez. La duración, la densidad de la experiencia. Seguro que comparto eso con Dani, además de muchas otras cosas. Su novela, que me apasiona, dialoga con muchas cosas que he escrito yo. Y muchas de las cosas que yo he escrito las podría haber escrito él, me parece. Estamos los dos en lo mismo.
Si, como escribes en Doña Rosita, anotada, “Y me pareció entender lo que Lorca estaba haciendo: estaba recordando. Recordando su infancia. A las mujeres de su infancia. Y eso tenía que hacer yo”. ¿Qué sería lo que evoca el teatro para Pablo Remón?
Diría que el teatro es un campo de juegos en el que soñar colectivamente.
Hay en tu teatro algunos guiños cinematográficos. Los hay más o menos formales (el momento del balneario de El tratamiento bien podría evocar a 8 ½) y también temáticos (tanto La abducción de Luis Guzmán como Los mariachis me traen a la memoria esa ironía afilada de gente como Regueiro o Fernández-Santos, capaces de encontrar, a través de lo grotesco o lo esperpéntico, todos esos matices oníricos o fantasiosos que tiene lo real); además, tú mismo eres un guionista cinematográfico consolidado. ¿De qué manera conviven ambos mundos, cine y teatro, en tu obra?
Me encanta que cites a Regueiro, que me gusta mucho. Me siento muy heredero de ese tipo de cine. Pues yo me he educado en el cine, y he vivido por y para el cine muchos años. Así que los dos mundos (cine y teatro) colisionan, se mezclan, se contagian... Cuando empecé a hacer teatro, tenía los dos medios muy separados en la cabeza: "esto es una película, esto es una obra". Después, con 40 años de paz, empecé a mezclarlos. Entendí que en teatro se puede hacer todo o casi todo. Que el teatro no se deja encerrar. Así que me atreví mucho más a buscar ideas, personajes, situación, que a priori fueran mucho más propios del cine (estoy pensando, por ejemplo, en la escena de la cafetería de Los mariachis, entre un padre y su hijo de nueve años).
Me interesa tratar de hacer cosas en teatro que todos tenemos muy asumidas del audiovisual: una voz en off, por ejemplo, o un plano secuencia, o una secuencia de montaje, o un jump cut. Todo el mundo entiende esto intuitivamente, porque casi todo el mundo se ha criado en el audiovisual. ¿Cómo se hace esto en teatro? ¿Se puede hacer? Ese tipo de contaminaciones me apasionan.
Ahora me doy cuenta, hablando contigo, de que no es casual que la primera obra que hiciera en el colegio mezclara cine y teatro. Ahí estaba ya el germen de muchas de las cosas que he hecho después.
Por último, te quiero preguntar, también, por tu adaptación de Traición, de Harold Pinter. ¿Cómo llegas al texto? ¿Qué es lo que te marcas como fundamental, como lo que quieres trasladar, al llevar a cabo la versión?
Hacer esa versión fue como un curso intensivo de escritura. Israel Elejalde quería montarla y yo me propuse para hacer la versión. Por amor a esa obra y a Pinter en general. Lo conozco muy bien, creo que he leído todo lo que ha escrito, pero convivir de esa manera con una obra suya hace que comprendas mucho más de la cocina de la escritura. ¿Por qué ha utilizado una palabra y no otra? ¿Cuándo hay una pausa? Aprendí muchísimo y me gustaría seguir haciendo ese trabajo. Meterse así en una obra maestra es como visitar el interior de una catedral.
Agradecimientos a Joaquín Pérez, Juanma Artigot, Carlos Rod, Teatre El Musical, El Pavón Teatro Kamikaze y La uña rota.
Fotografía Pablo Remón: Flora González Villanueva. Resto de imágenes base de los collages extraídas de su página web: laabduccion.com