Bacon desnudándonos | Andrea Reyes de Prado



Desencajada la mandíbula, en un instante de accidente Francis Bacon arroja un feroz ángulo negro sobre el violáceo rostro fantasmal. Tormenta de morados y rosas como anillos de Saturno, indirigibles, infinitos, presos. Y brevísimos azules como luz espectral. El corazón en sacudida, violenta elipse su cuerpo. Gira y gira su mano, en tensión, se agita y grita todo su ser en silencio, impregnado de azar, en trance, consumado y consumido, desquebrajado, entregado al Infierno o Paraíso. Pintar se vuelve sinónimo de éxtasis. Vocación maldita latiendo. Tras el último asalto se detiene. Y respira. Exhala lo que queda de ráfaga dentro de sí, de vida en carne viva. La mandíbula encaja de nuevo en su hueco nato, desequilibrándose en ese torpe ascenso del rostro amoratado, recién nacido en el cosmos, que acaba de crear. En ese agujero negro ya palpita el vacío humano.


Entre el caos preciso e indispensable de su estudio, bajo la primera luz de un día, Francis Bacon ha terminado un Papa. Un dibujo de 1989. Aunque terminar es verbo poco apto para él. Sólo cuando sus obras pasan a otras manos y hábitats se rinde, impidiéndose de forma definitiva el regreso a la creación. Un dios incansable, voraz de vida y arte, dios sin fe y sin instinto, su rostro en estallido de llamas, ávido, ciego como el Papa malva que le escruta. Pronto se lo llevará como regalo, junto a otras obras de estos años últimos, a Cristiano Lovatelli Ravarino –quien fue periodista y pareja del pintor. En el lento retorno a la conciencia ignora que, treinta años más tarde, aquella metamorfosis mortal y rosa del Inocencio X de Velázquez se convertirá en la imagen de Francis Bacon. La cuestión del dibujo, exposición con la que el Círculo de Bellas Artes de Madrid reivindica la faceta de dibujante del artista. Y provoca el reencuentro, quizá también sin conocimiento, entre el hombre o mujer que la visita con su monstruo.


Se decía, él decía, que no dibujaba. Que no había nunca boceto, esquema o pentagrama. Que todo era pintura, directamente pintura en azaroso orden, fruto de la fuerza invisible que le invadía, arrasaba y guiaba. El accidente, o lo que él llamaba suerte. Aquello que, en cualquier caso, le otorgó la voz. Una voz inconfundible, perseverante, ambiciosa e intensa, cuya ambigüedad, cuya figuración convulsa, bebió de todas las corrientes pictóricas. Una voz que en la memoria colectiva, por ser motivos de obsesión, ha adquirido la forma de tenebrosos papas, retratos, trípticos de la desolación o crucificados. Hálitos de todos ellos, más de medio centenar, forman parte de una muestra cuya impresión primera contrasta brutalmente con las obras de su inquilino: blanco puro en las paredes, luminosa madera como suelo. Y colores. Amarillos, rojos, verdes, azules. Fáciles y limpios, componiendo collages casi infantiles. Antifaces que en su aparente sencillez y sus títulos abiertos dejan caer insinuaciones de lo perverso.


Como los prototipos sin oxígeno de Munch, las máscaras de Ensor o las agudas marionetas de Schiele, las figuras de Bacon son círculos imperfectos que parecen girar en torno a un eje de tormento: cuerpos esbozados, sujetos por el desconsuelo, como péndulos flotando de un destino. Si en sus pinturas el rostro ya adquiere cierto protagonismo y magnetismo, en los dibujos, de los que renegaba, la ovalada residencia de raciocinio y locura se convierte en núcleo de almas de sí mismas desterradas. Esbozos de hombres, que en ocasiones son el propio Bacon, solos frente a una nada que no ven. Separados de su circunstancia, si algún día la tuvieron. «No es que no quiera contar una historia –explicaba el pintor en una entrevista–, pero deseo, profundamente, hacer lo que dijo Valéry: transmitir la sensación sin el aburrimiento de su transición. Y en cuanto aparece la historia, aparece el aburrimiento» (1). Desprovistas de todo contexto, de toda razón de estar, las siluetas se convierten en sinrazones de ser aisladas y perdidas, dejadas a una intemperie que él reconvierte en angustiosa soledad cromática. Aplastadas sobre láminas lisas de papel, apenas trazadas en un ágil gesto sus ropas, el retorcimiento moldea sus cuellos fusionados con la boca en una gran e irregular mancha oscura. Lo que el artista llamaba diagrama: «Es como si, de un solo golpe, se introdujera un Sáhara, una zona de Sáhara, en la cabeza; es como si se extendiera en ella una piel de rinoceronte vista al microscopio, es como si se descuartizaran dos partes de la cabeza con un océano; es como si se cambiara de unidad de medida, sustituyendo las unidades figurativas por unidades micrométricas o, por el contrario, cósmicas» (2). Catástrofe anunciada. La imagen del abandono tras la furia. Restos de universo sobrantes tras colisiones, o las últimas cenizas de la muerte de una estrella.


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«Todos los días veo en el espejo trabajar a la muerte». Esta cita de Cocteau, que perseguía en sueños y pesadillas a Bacon, se hace presente en caras donde la muerte no las visita como el punto y final que es, sino más bien como un atronador paréntesis que irrumpe al ser humano cuando se halla al borde de un precipicio interior. Asfixiado grito sobre rosa en los doce Papas expuestos, reinterpretaciones de las que años más tarde se arrepintió. Asfixiado grito sobre rosa en sus Crucifixiones, Retratos (entre ellos, del propio Lovatelli) y Cabezas, todas ellas, como todos sus cuadros, en vertical; estrechamiento del alma, acentuación de angustia. Figuras todas ellas deformadas, derrotadas, saturadas de información, consumidas por pecados, hirientes y heridas, equilibristas del desasosiego. El hombre en su estado más puro de desamparo irreversible.


Conversaría tal vez Bacon, en cada implosión artística, en cada expulsarse a través de pinceladas o grafito, frente a frente con sus propios agujeros negros. La soledad frente a sus padres, la soledad por la sexualidad, la soledad desde el ateísmo. La soledad, también, en el arte. En el talento, la exigencia, la búsqueda, la perfección. Hablar la guerra, la entreguerra y la posguerra, hablarse a sí y de sí mismo, hablar de los hombres, de la humanidad. En sobrecogedoras pinturas como Cabeza VI (1949), Crucifixión (1965), Tres estudios de figuras en la cama (1972) o Figura escribiendo reflejada en un espejo (1976); mas también en sus dibujos, inesperados, repetitivos, redundantes, intensos en la culminación. Trazos de rojo en mantos imaginados, brazos zigzagueantes de manos embutidas, iris sin pupilas, sospechosos de aniquilación. Y fieros retornos enjaulados de congoja en cada semblante, abrasados por la cotidianeidad o desnudos frente a la trascendencia.


Condenados al ruido interno en la finita eternidad. Impactados, hieráticos, como si momentos antes de ser dibujados se hubieran dado cuenta de la pesada carga que resulta ser humano, de la oscuridad de su belleza, del porqué de esta existencia. En su pequeñez darse cuenta el hombre de que nadie diseñó nunca respuestas para él. «Insostenible / es esta angustia, este rondar terrible / por dentro de ti mismo prisionero; / diseñado en ti llevas tu sendero / en cerrado contorno inamovible», en dulce boca de Lucía Sánchez Saornil (3). Negar como negaba Bacon el horror en sus pinturas, cualquier intención de pavor. Negar aquello que termina saliendo porque siempre en nosotros estuvo. Pobre criatura en pos de la sonrisa que jamás en arte le fue otorgada. Nunca la calma, sólo el hombre solo. Jamás el hombre es más hombre que cuando contempla el universo o se adentrar en su memoria. Allí estamos y por un momento somos, en cada papa, crucificado o arañado rostro que grita. Pues esos fascinantes anónimos, moribundos y hastiados, se hacen espejo sobre las paredes blancas de la Sala Goya del Círculo de Bellas Artes, y ese inocente suelo de madera, en su nostálgico crujir, sin darnos cuenta y sin piedad está aflorando en realidad nuestros propios aullidos. Sin historia, sin narración, sin lugar; nosotros somos ese pálpito de vacío.



(3) SÁNCHEZ SAORNIL, Lucía. Poesía. Valencia: Pre-Textos, 1996, p. 164.



Andrea Reyes de Prado



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(1) SYLVESTER, David. La brutalidad de los hechos. Entrevistas con Francis Bacon. Barcelona: Ediciones Polígrafa, 2009, p. 59.


(2) DELEUZE. Gilles. Francis Bacon. Lógica de la sensación. Madrid: Arena Libros, 2005, pp. 101-102.


Andrea Reyes de Prado | Francis Bacon