Araya: entre dos mundos | por David Flórez

Araya | Margot Benacerraf

Araya, el documental dirigido en 1958 por la directora venezolana Margot Benacerraf, pertenece a la amplia categoría fílmica de las grandes películas semiolvidadas, aun cuando en su momento recibió el premio de la crítica del Festival de Cannes, así como menciones en otros eventos no menos prestigiosos. Dejando aparte el crédito que puedan merecernos los galardones de los festivales (1), lo cierto es que hay razones objetivas que justifican este olvido. Única obra de su directora, no contó con los réditos que otros cineastas obtienen de producir una nueva obra regularmente: en concreto, que se hable de ellos y que su nombre no caiga en el olvido. Por otra parte, no debemos olvidar que se trata de una película dirigida por una mujer a finales de los cincuenta, lejos por tanto de la explosión de directoras en décadas posteriores que permitió abrir una puerta a las mujeres en esta disciplina artística. Una disciplina que, no lo olvidemos, aún sigue siendo mayoritariamente masculina, y en la que, en abierta confesión de un machismo insospechado para los tiempos que corren, aún sigue exigiéndose a las directoras que demuestren habilidades que no se piden a ningún hombre.


Creo que no necesito recordarles las operaciones de acoso y derribo (2) que se han llevado a cabo contra ciertas directoras recientes por parte de cierta crítica. Pero, si esto es así actualmente, pueden imaginarse lo que era antes de la década de los 60, cuando la revolución sexual y la explosión del feminismo moderno estaban, como quien dice, aún por hacer. No obstante, aunque lo anterior es importante y casi suficiente para justificar su olvido, al quedar reducida Araya a una excepción sin continuidad, tengo la impresión de que las razones del eclipse de la obra de Benacerraf tienen otras raíces. En concreto, que 1959 es casi el momento en el que del cine clásico, completamente definido estilísticamente en los primeros 1940, habría de surgir el complejo de personalidades que conformaron lo que llamamos Nouvelle Vague.


En ese sentido, Araya es una obra que mira hacia el pasado, ya que su estilo es claramente el del documental clásico, el surgido y definido en los años 20 con la obra de Flaherty y los cineastas revolucionarios rusos como Vertov. Estas personalidades fundadoras, como es sabido, serán asumidas como precursoras y modelos de todo el cine post 1960. Pero, al igual que ocurriera con todos los supuestos preimpresionistas que ese movimiento pictórico descubriera (o con la fijación por Lumière de los cineastas experimentales de los años 60), entre el documental clásico y el, llamémoslo así, moderno media un profundo abismo.


Por definirlo de forma negativa, un documental clásico es un documental que no tiene dudas sobre la veracidad de sus imágenes, en oposición, por ejemplo, al continuo cuestionamiento de la obra de Marker; tampoco muestra explícitamente el proceso de recreación de la realidad inherente a todo documental, como procedería a explorar una y otra vez Jean Rouch; ni por supuesto se convierte en vehículo de las meditaciones/divagaciones del documentalista, como es el caso de Louis Malle. Definido de forma positiva, el documental clásico, que ha sobrevivido hasta nuestros días en su formato televisivo, se propone como un medio de transmisión objetiva de lugares y culturas extrañas (o no tan extrañas ni lejanas) al espectador. Así, permite que este pueda compartir las vivencias de esas otras gentes como si realmente estuviese allí presente, sin que el equipo de rodaje introduzca perturbación o distorsión alguna en la realidad filmada.


Araya | Margot Benacerraf

Como muchas obras realizadas en periodos de transición entre estilos artísticos, Araya se constituye como el documental clásico perfecto, en el que todas las normas de ese estilo son utilizadas en su medida justa y adecuada. Es precisamente esa doble cualidad de obra perfecta de un estilo, pero cierre y conclusión del mismo, la que debió constituir el mayor obstáculo para su supervivencia, puesto que puede ser fácilmente identificada, y confundida, con el enemigo a batir por los artistas jóvenes. Mientras que la lejanía temporal de sus progenitores espirituales, Flaherty y los rusos, permite que estos sean asimilados como precursores por la nueva generación, tanto más fácil cuanto más alejadas estén esas obras del momento presente y por tanto parezcan ser más puras, más desprovistas de artificio o de los vicios acumulados en el tiempo de plenitud de un estilo.


Esa adscripción de Araya a un estilo que se considera viejo y caduco se ve agravada por la belleza formal de cada uno de sus planos. De cualidades casi pictóricas, colisiona frontalmente con la espontaneidad y el descuido que ansiaban los directores adscritos al nuevo cine, signo identificador de todos ellos, así como marchamo de autenticidad y sinceridad frente a la artificialidad del cine comercial. Considerado desde estos presupuestos estéticos, el rigor de los encuadres de Benacerraf en Araya debía parecer una auténtica aberración, el mejor ejemplo posible de cómo no debería ser capturada la realidad, especialmente esa realidad ilustrada por la película de la directora venezolana. Esa perfección estética en realidad constituiría una traición, la traición por antonomasia, a los fundamentos del documental clásico aunque ninguno de sus cultivadores hubiera sido capaz de descubrir. Sin embargo, visto ahora, medio siglo más tarde, cuando demasiadas de esas escaramuzas estéticas han perdido gran parte de su validez (3), es precisamente esa belleza formal, en ocasiones casi sobrenatural, de los planos de Araya su mayor virtud.


Aunque esa belleza pueda equivaler a una mentira.



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Naturaleza vs. Género Humano


La anécdota que motiva la película es la descripción de la dura vida de los salineros de Araya, representada por la historia de tres familias concretas, una de salineros de día, otra de salineros de noche y la de los pescadores que alimentan a estas dos clases de trabajadores. Araya, por tanto, es un documental humano, entendiendo humano en el mismo sentido que geografía humana, y por tanto en la línea de la obra de Flaherty, que busca caracterizar a  personas humildes mediante la descripción minuciosa de sus tareas cotidianas. Esencial a estos documentales, típicos de la primera mitad del siglo XX e imbuidos de clarísimas influencias socialistas, es la transformación del trabajador manual, ya sea campesino u obrero, cuya única riqueza es su propio esfuerzo, en un auténtico héroe, ennoblecido por su lucha constante contra el cansancio agotador y las miserias cotidianas. Un posicionamiento moral y político que ahora, en tiempos de cinismo y desengaño (4), puede resultar algo ingenuo, pero que es tan necesario como entonces, especialmente cuando los únicos que merecen alabanza y respeto social son aquellos que ascienden mediante la mentira y el engaño.


Araya | Margot Benacerraf

Sin embargo, y volviendo a Araya, estos documentales clásicos estructurados como documentales humanos son, ante todo, documentales de naturaleza. Tan importante como describir la actividad de estos grupos humanos es la tarea de definir el entorno natural que habitan. Y es en esta ilustración donde Araya alcanza su primera cumbre, justo al comienzo de la película. Con una serie de planos sobrios que se limitan a lentos giros de cámara, cubriendo 180 grados, se nos muestra con una contundencia incontestable la extrema dificultad que representa  vivir en Araya. En esos planos no hay otra cosa que tierras desoladas, en donde nada crece; cielos casi perennemente azules en los que las nubes no son promesa de lluvia, sino símbolo de desesperación; y mares de color metálico, que son doble fuente de riqueza, al renovar con las mareas la sal que será luego extraída y exportada de las salinas, mientras que en ellos se guarda  la casi única fuente de alimento de los habitantes de Araya.


Esta descripción es narrada, como digo, en planos de una ejemplar sobriedad, sin ningún movimiento de cámara que no sea estrictamente necesario. También en planos de exquisita belleza, cuya fortaleza bebe de la las tradiciones a las que hacía referencia al principio del artículo, Flaherty y los rusos, pero que pocas veces han alcanzado la intensidad con la que se construyen en esta película, bien por los maestros en los que se inspira o por imitadores posteriores. De esta manera, cuando aparece por primera vez la figura humana, el escenario donde se va a representar el drama ha sido perfectamente definido. Sabemos que el ser humano es un extraño en ese paisaje, alguien que no debería estar allí, en medio de esa naturaleza hostil; una presencia innecesaria imposible de mantener si no es por medios artificiales.


¿Es así realmente? Como he apuntado, la película realiza un esfuerzo notable en describir la dureza y la pobreza de la vida en Araya para sus habitantes. Un trabajo cotidiano que ocupa de sol a sol, más de doce horas en la mayoría de los casos, cuya única interrupción son las pocas horas de sueño entre turno y turno, sin admitir ni fin ni remisión, excepto la huida de la isla, que a sus protagonistas parece no un sueño, sino un imposible, comparado con la seguridad de su condena diaria. Este trabajo enloquecedor, entre la sal que quema el cuerpo y el sol que termina de abrasarlo, es descrito con una exactitud tal que el espectador parece sentir en su cuerpo las temperaturas asfixiantes que invaden la isla según amanece, así como el peso de los sacos de sal que transportan los salineros.


Es por tanto un régimen de absoluta explotación, en el que por unas pocas monedas, apenas las suficientes para mantener a estos trabajadores y a sus familias con vida, otros harán grandes negocios con la sal que extraen. Sin embargo, como se indicará más adelante, el punto de vista ennoblecedor que adopta Benacerraf convierte esta crónica de un trabajo enloquecedor en una narración épica, donde estos héroes olvidados son capaces de vencer a la naturaleza y a sus propios explotadores, situándose, en un plano superior al de sus esclavizadores, como los únicos seres dignos de auténticos elogio y alabanza.


Araya | Margot Benacerraf

¿También por encima de la naturaleza? Benacerraf subraya insistentemente el contraste entre esa naturaleza, mortífera y cruel, enfrentada a un ser humano que no debería estar allí. Pero, al mismo tiempo, destaca cómo estas familias de salineros llevan tanto tiempo viviendo en Araya, desde hace tantas generaciones y siglos, repitiendo eternamente los mismos gestos y girando sin descanso en los mismos ciclos diarios, que ellos también han devenido parte de esa naturaleza enemiga.


Para los extraños, para nosotros los espectadores, para Benacerraf y su equipo de rodaje, aquellos hombres y mujeres de Araya son ya inconcebibles fuera de las salinas, fuera de ese trabajo, así como Araya es inconcebible sin ellos. Son una única unidad, interdependiente y simbiótica, que se sustenta, replica y continúa en el tiempo, olvidada ya de su principio, incapaz de imaginar su final.



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Araya | Margot Benacerraf

Tradición vs. Progreso


¿Sin fin imaginable? Como es sabido, el progreso, la industrialización, todo lo que definimos con la etiqueta de mundo moderno, no conoce límites ni fronteras. Cuando Benacerraf rodó las salinas de Araya, ese mundo, esa sociedad que había sobrevivido durante siglos, estaba a punto de desaparecer. Las máquinas que acababan de desembarcar en Araya, abriendo salinas por toda la costa, no solo la laguna original, eran capaces de obtener el rendimiento de decenas de salineros con la acción de un solo hombre al mando de un volante. En cuestión de unos pocos años, todas aquellas familias que Benacerraf había documentado en su película se verían forzadas a abandonar Araya. El mundo de arena, cielo, sal y mar, que había parecido eterno e inmutable, se desvanecería completamente.


Frente a este cambio imparable, aplicado sin piedad ni miramiento sobre aquellos desgraciados atrapados entre sus engranajes, la postura política de Benacerraf es extrañamente similar a la de Kaneto Shindo en La isla desnuda (Hadaka no Shima, 1960) (5). En la obra del director japonés, una familia tiene que sobrevivir con esfuerzos sobrehumanos, siempre a punto de perecer, en una isla apartada del resto de la sociedad. Este trabajo enloquecedor, sin el alivio de las técnicas modernas, puede parecer al espectador no avisado una denuncia de las condiciones en el Japón de posguerra, pero no es así. Shindo, un cineasta de izquierdas, lo utiliza para denunciar el comercialismo y el conformismo de la sociedad japonesa posconflicto mundial. Así, aboga por una vuelta a las esencias nacionales, más puras y sobrias, donde todo asomo de contaminación occidental haya sido abolido (6).


Benacerraf también es una cineasta de izquierdas. Esa deriva hacia la idealización de un pasado libre de las influencias disolventes del capitalismo occidental se filtra en Araya, sin llegar al radicalismo de Shindo, produciendo una contradicción incómoda que queda sin ser resuelta. La impresión que un espectador obtiene, y que perdura en él, de las imágenes de Araya, a pesar de su belleza sobrenatural, es la de unas personas sometidas a un trabajo inhumano, cuya duración les ocupa todo el día y les impide otras actividades que no sean la mera supervivencia. Una esclavitud diaria que poco a poco destruye los cuerpos, corroe las almas, hasta aniquilar a todas sus víctimas.


La realidad de esa explotación es innegable y las imágenes de Araya no dejan lugar a dudas sobre ella. Aquí es donde surge la contradicción, producto indeseable y paradójico del proceso de ennoblecimiento al que los habitantes de Araya son sometidos por la cámara de Benacerraf: su cualidad de supervivientes, indestructibles, de seres humanos capaces de mantener su propia dignidad en medio de las peores circunstancias convierte a los salineros en personas dignas de admiración; su vida, en un ejemplo. Y casi hace desear y exigir que ese modo de supervivencia sea protegido y preservado, sin que ningún cambio, ninguna mejora, venga a turbarlo.


Araya, no obstante, es un documental clásico, producto, sin embargo, de un tiempo en el que el turismo de masas aún estaba por inventar (7). Esta protección por la que aboga la película no es la actual, que pretende crear paraísos artificiales para disfrute de turistas aburridos, sino la que intenta mantener un modo de vida único en el mundo… Aun cuando ese modo de vida no traiga la felicidad a las personas que se ven forzadas a él. La contradicción es aún más terrible cuando se tiene en cuenta que ese progreso liberador cuya llegada constituye el fin de la película no trajo el bienestar a los habitantes de Araya, sino su emigración de la isla, al cerrarles sus fuentes de sustento, dispersándoles por otras regiones de Venezuela, en destinos individuales que repentinamente se revelaron frágiles e inseguros.


En resumen, tremenda paradoja aquella que implica que para proteger a unas personas y a su modo de vida, frente a las fuerzas destructoras del progreso y la civilización, el único medio posible sea mantenerlos sumidos en su pobreza e ignorancia originarias. O, dicho con otras palabras, que quizás eso que llaman bienestar y avance social no sea más que una breve ensoñación entre servidumbres sucesivas.



Araya | Margot Benacerraf

Conclusión


Araya, por tanto, se constituye como el epítome del documental clásico, la encarnación perfecta de todas sus virtudes de estilo y también de todas sus paradojas, en más de un sentido. La primera es simplemente que, como muchos documentales clásicos, Araya es un intento desesperado por conservar en imágenes gentes, culturas y tradiciones que estaban a punto de desaparecer, realizado en un estilo que tenía los días contados y que pronto sería puesto en cuestión para afrontar su propia disolución y olvido. O, dicho de otra manera, cómo en la lucha por salvar a la diversidad humana del efecto aplanador del mundo moderno, el primer paso debe ser asegurar la pervivencia del soporte, entendiendo este como las maneras en que ese material fílmico sigue siendo de interés para las generaciones posteriores.


No obstante, esta perfección antes del abismo no es algo excepcional en la historia del cine. Solo hay que pensar en las películas del último mudo, cada una superando a la anterior en una cadena de aciertos y hallazgos que serían terminados por la llegada del sonoro. O en la edad de oro de la animación fotograma a fotograma (stop-motion), espoleada por la competencia de la animación 3D, justo cuando está a punto de ser arrumbada por ella como si fuera una curiosidad polvorienta del pasado.


Porque en realidad, todo, absolutamente todo, está sometido a cambio, especialmente las certezas estéticas.



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(1) Siempre me ha resultado curiosa la admiración universal que despiertan ciertos de estos festivales, transmutado inmediatamente en indignación cuando su palmarés no satisface nuestras obsesiones… O cómo muchos de ellos son indistinguibles de los afamados Salones decimonónicos.


(2) Por resumirlo, a una directora se le puede afear tanto que demuestre sensibilidad como que no. Es decir, se le puede acusar tanto de ser “mujer” como de no serlo.


(3) Piénsese por ejemplo, el efecto devastador que tuvo Youtube sobre el dogma del travelling de Kapo, o la apreciación creciente de la animación incluso entre críticos cuyos mentores espirituales la consideran como la encarnación de la abyección.


(4) O quizás ya no tanto.


(5) Voy a describir ahora una serie de contradicciones de ambas películas, lo cual para algunos puede parecer un medio de minar su importancia y prestigio. Quede dicho aquí que para mí ambas son auténticas obras maestra, no en menor medida por esas mismas contradicciones que las hacen especialmente interesantes.


(6) Por una extraña paradoja política, izquierdas y derechas acaban confundidas en su ensoñación por los paraísos de un pasado ideal que jamás existió… en clara contradicción con el núcleo de sus pensamientos económicos que aboga por la eliminación radical de esos mismos pasados.


(7) Recuerdo la impresión que me produjo, en una visita al mar rojo, descubrir que los paisajes vírgenes rodados por Cousteau se habían convertido en una línea de hoteles que ocupaba todo el horizonte.