Múltiples Chinas: Revolución cultural y petrificación capitalista observadas desde el documental | David Flórez



Joris Ivens, Marceline Loridan | Comment Yukong deplaça les montagnes

Introducción: Mitos, estereotipos y cambios


Observadas desde Occidente, las diferentes civilizaciones orientales siguen ocultas bajo una espesa capa de clichés y estereotipos. Incluso ahora, cuando las comunicaciones instantáneas y las descargas vía Internet permiten un contacto directo con la cotidianeidad cultural de esas regiones.


Esos estratos de imágenes estereotipadas pertenecen a diferentes periodos históricos, normalmente los de los diferentes tiempos de contacto europeo con estas culturas, lo que provoca que muy a menudo sean contradictorios. Por ejemplo, en el caso del Islam, su condición de enemigo constante del cristianismo europeo se ha mezclado con el reciente auge del terrorismo islámico, para acrecentar y confirmar esa impresión de guerra eterna sin posibilidad de reconciliación (1). Sin embargo, al lado de esa percepción negativa de toda una cultura, pervive también una concepción que une la herencia árabe con la sensualidad y el refinamiento, representada en sus jardines, donde el agua y la sombra son protagonistas; la preeminencia de la poesía, la música y el estudio como los mayores bienes a los que puede aspirar un ser humano; o la belleza sublime alcanzada por medios únicamente abstractos, por la gracia de una curva, un arabesco, un diseño geométrico.


Ambas visiones son parciales, equivocadas, e interfieren con nuestra percepción de esas sociedades en su forma actual. Impiden que tomemos las medidas sociales y políticas apropiadas para relacionarnos con ellas, como demuestra el reiterado fracaso de Occidente en su relación con los países islámicos y su no menos habitual tendencia, tanto en derechas como en izquierdas, a apoyar a fanáticos religiosos que luego se revelan sus peores enemigos. Sin embargo, esta proyección de mitos, malentendidos y equívocos culturales no es privativa del Islam, sino que afecta, como les apuntaba, a todo Oriente.


Siguiendo esa línea de pensamiento, la India sería una mezcla de religiones y sabidurías antiquísimas, tierra de profunda espiritualidad en claro contraste con el materialismo occidental; pero al mismo tiempo sería un país de irresoluble discriminación, atraso, miseria, hambre, todo ello conjugado con una masa de trabajadores técnicos especializados que amenazarían con deslocalizar el desarrollo tecnológico de Occidente a esas tierras. El Japón, por su parte, sería un lugar donde los hombres continuarían siendo samuráis con corbata que se regirían siempre por el código del bushido, mientras que las mujeres, todas las mujeres, se conformarían con seguir siendo sumisas geishas. En oposición, el Japón sería también centro de todos los excesos culturales, especialmente en el campo sexual, ejemplo de un posmodernismo absoluto en el que todas las tribus urbanas, todos los frikismos imaginables, serían tolerados, incluso alentados.


Tras estos opuestos particulares se esconde otro opuesto genérico. La idea de Oriente como conjunto de civilizaciones congeladas en el tiempo sin posibilidad de evolución a menos que Occidente intervenga, conjugada con el temor al peligro amarillo de antaño, islámico ahora, de forma que el despertar de esas sociedades, su dinámica demográfica, les llevase a abatir y humillar a un Occidente en abierta decadencia. El caso extremo de este desconocimiento y desencuentro, no obstante, podría ser China, porque si en los ejemplos anteriores tenemos una serie de imágenes en competencia, una positiva enfrentada a una negativa, la característica esencial del ámbito chino es precisamente su opacidad. Mejor dicho, nuestra ignorancia sobre esa cultura y su evolución histórica.


No es un problema que se limite a la percepción popular, sino que se extiende incluso a los ámbitos académicos. En mi biblioteca tengo varias historias de China y todas parecen hablar de países diferentes. No porque las interpretaciones sean distintas, algo que sería normal y enriquecedor, sino porque no se ponen de acuerdo en el marco factual, en la propia secuencia de los hechos, más allá de la rutinaria sucesión de unas dinastías por otras. Así, si cuando se lee historia europea, la sensación es que se exploran habitaciones laterales de un edificio cuya distribución se conoce a grandes rasgos, en el caso de la historia china parece que nos guían por construcciones completamente distintas, como si existieran múltiples Chinas que no se pueden reducir a una única.


En realidad es así, o mejor dicho, es así en el ámbito de las imágenes recibidas. Tenemos la China de sabiduría milenaria, lección y modelo para el presente, aunque no se sepa muy bien a qué filosofía o religión nos referimos, si al confucianismo, al taoísmo, al budismo en sus muchas corrientes… o al comunismo marxista ateo. Tenemos también la China inescrutable, encerrada en sí misma, refractaria a todas las influencias externas, segura de su superioridad y plenitud. Frente a ella, la China inerme e impotente, expuesta a la rapacidad de las potencias extranjeras, repetidamente expoliada e invadida, sumida en una serie continua de rebeliones, revoluciones y guerras civiles. Surgida de ella, la China Comunista, restauradora del orgullo chino y de sus glorias imperiales, pero al mismo tiempo destructora de todo lo antiguo, de todo lo externo en aras de un ideal superior y un mañana glorioso. Finalmente, la China transformada en gran potencia capitalista, presente en todos los rincones del mundo, sea con su poder económico o su fuerza militar, dispuesta a hacer oír su voz y a que se obedezcan sus normas.


Múltiples Chinas, simultáneas en nuestra conciencia, irreconciliables entre sí. Los que tenemos cierta edad hemos conocido ya varias de ellas, la milenaria e incompresible, la poblada por salvajes sedientos de sangre como ilustraba 55 días en Pekín (55 days in Peking, 1963,  Nicholas Ray), la artera y fecunda en engaños de Fu Manchu y el peligro amarillo, la que fue el faro de la revolución socialista, la que puede ser nuestro cliente o nuestro jefe en un mundo capitalista completamente globalizado. Cada una de ellas ha fascinado -o repelido- a una generación y a veces a la misma persona en diferentes épocas de su vida. La que vamos a abordar aquí es una imagen, podríamos decir un espejismo, que apenas duró diez años, pero que tuvo una repercusión desmesurada en un Occidente que se debatía en medio de una revolución propia, la de los años sesenta, a ambos lados de la fecha mágica y amarga del 68.


Esa China es la de la Revolución Cultural. Para los penúltimos marxistas europeos, desencantados con la fosilización del régimen soviético, el énfasis que el Maoísmo ponía en una intervención revolucionaria desde abajo, dirigida por la juventud contra los estratos dominantes del partido, les parecía una confirmación de la contestación juvenil que tenía lugar en Europa por esas fechas. Hoy sabemos que poco de espontáneo o de juvenil había en esa Revolución Cultural. En realidad, no era otra cosa que una jugada a la desesperada de Mao para sobrevivir a una lucha despiadada dentro de la cúpula del partido, normalmente concluida con la ejecución de los perdedores.


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La Revolución Cultural se plasmó así en una purga masiva que, como la de finales de los 30 en la URSS, comenzó en la jerarquía del partido y se extendió luego a toda la población. Además de las considerables pérdidas humanas, el deseo por hacer tabula rasa de la cultura china, de eliminar lo viejo para dar paso a lo nuevo, arrasó gran parte de la riqueza cultural de ese país, mientras lo arrojaba a un caos económico. Sus elites técnicas, científicas y culturales fueron diezmadas, con el correspondiente daño en sectores, como la medicina, la industria o la educación, hasta llegar incluso a amenazar la propia disciplina y solidez del Ejército Popular Chino. Fue entonces cuando los mismos revolucionarios comenzaron a ser purgados por sus supuestos excesos, la revolución cultural aplazada sin fecha.


Nada de esto se supo entonces, sino que el régimen chino gozaba de una prensa inmejorable desde la izquierda, quien cantaba loas a sus múltiples victorias y, sobre todo, a constituir la vía correcta y definitiva hacia la sociedad comunista ideal. En ese contexto se produjo un continuo tránsito de intelectuales hacia China, con el objetivo de conocer la realidad de ese país y propagarla entre sus seguidores. Poco fue lo que llegaron a ver de esa “realidad china”. Como en los años 20 y 30 en la URSS, las autoridades del partido les enseñaron lo que querían que se viera o lo simularon si era necesario. Consciente o inconscientemente, bien porque querían creer en esa mentira, bien porque el bien de la causa justificaba no contar la verdad, estos intelectuales aceptaron el juego y se convirtieron en sirvientes de los propósitos propagandísticos del régimen chino.


Fue en ese tiempo cuando Joris Ivens, junto con su esposa Marceline Loridan-Ivens, y Michelangelo Antonioni rodaron sendos documentales sobre esa realidad china y las consecuencias de la revolución cultural.



Joris Ivens, Marceline Loridan | Comment Yukong deplaça les montagnes

Por el bien de la causa: Joris Ivens y la propaganda como arma política


Aunque cronológicamente Chung Kuo, Cina (Chung Kuo, China, 1972), de Michelangelo Antonioni, es posterior a Comment Yukong déplaça les montagnes (Como Yukong movió las montañas, 1976) del matrimonio Ivens, ideológicamente es este último el que debe tratarse antes, ya que constituye una loa sin reservas a los logros de la revolución cultural.


El cine de Ivens es una paradoja en sí mismo, puesto que incluye documentales que destacan por su formalismo a ultranza y otros por su compromiso político. Curiosamente, la orientación de su obra de combate impide una valoración objetiva de su producción más esteticista, como Regen (Lluvia, 1933), À valparaiso (En Valparaiso, 1965) o Le mistral (El Mistral, 1966), puesto que desde ciertos sectores se considera que Ivens sería mejor director, más valioso y más respetable, si sus documentales fueran siempre de ese último tipo. Por el contrario, su vertiente comprometida se caracteriza por la defensa a ultranza de la causa de izquierdas del momento, sin fisuras ni desviaciones, siguiendo la línea política definida por el partido comunista, al cual pertenecía. 


Así, en una fecha tan temprana como 1932, Ivens rodó Pesn o geroyakh (La canción de los héroes) donde se glosa la creación en la URSS de ciudades nueva planta como Magnitogorsk, diseñadas para servir al desarrollo industrial de ese país… pero levantadas utilizando la mano de obra esclava del Gulag, hecho que el director nos hurta. De la misma manera, Ivens fue un testigo de primera mano de la lucha contra el fascismo en la guerra civil, aunque en Tierra de España (The Spanish Earth) pareciese que el PCE luchaba en solitario contra los sublevados. Igualmente, en Le 17e parallèle: La guerre du peuple (El decimoséptimo paralelo, 1968), el protagonista era la lucha del pueblo vietnamita contra la agresión americana, sin que se nos indicase que el régimen del norte estaba infringiendo la legislación internacional al utilizar con fines militares la zona desmilitarizada trazada en ese paralelo.


Desde un punto de vista propagandístico, la obra maestra de Ivens (y de su esposa Marceline Loridan-Ivens, no lo olvidemos) es Comment Yukong déplaça les montagnes (2) que con sus 763 minutos de duración, más de medio día, pertenece al grupo de las películas más largas de la historia. Aunque no he visto todos sus episodios debido a la imposibilidad de encontrar una edición completa (3), lo que he tenido la oportunidad de revisar es una defensa a ultranza de los logros de la revolución cultural china, encarnada en ese Yukong de la leyenda que consiguió mover montañas con sólo su trabajo y fuerza de voluntad.


No hay atisbo alguno de crítica en la película, aunque fuera la más inocente, fidelidad que resulta tanto más irónica -y amarga- por cuanto en ese mismo 1976 del estreno del documental moriría Mao y al año siguiente los principales promotores de la revolución cultural, la llamada Banda de los Cuatro en la que figuraba su viuda, Jian Quing, serían víctimas de una purga encabezaba por el superviviente nato del régimen chino Deng Xiaoping. China abjuraba así de la revolución cultural y comenzaba la andadura que le llevaría a convertirse en un sistema capitalista de partido único, ese que tanto ansían nuestros neoliberales patrios.


Resulta instructivo, por tanto, hacer una lectura paralela de los ejemplos revolucionarios que nos proponen los dos Ivens a la luz de lo que sabemos ahora de ese periodo. En Une histoire de ballon - Lycée n°31 Pékin (Una historia de futbol, el Liceo número 31 de Pekín), se ilustra un debate público entre alumnos y educadores sobre cuestiones de disciplina. El objetivo de los Ivens -y claramente de sus anfitriones chinos- es mostrar cómo en la nueva sociedad surgida de la revolución cultural la educación es realmente participativa, de manera que ambas partes tienen voz y voto en el proceso educativo y son capaces de debatir y acordar la dirección en que puede moverse.


Loable propósito si fuera cierto y no se notase demasiado a las claras que se trata de una representación para consumo externo (4). La falta que se discute es casi irrelevante -uno de los jóvenes ha dado una patada a un balón después del toque de silbato que anuncia el fin del recreo- y recuerda demasiado a los pecados veniales que se inventan los alumnos de los colegios católicos cuando llega el momento de la confesión con el sacerdote. Ni demasiado grave para que pudiera suponer una auténtica sanción, ni demasiado leve para que no sea creíble, simplemente lo justo para no tener que ir con las manos vacías a esa cita obligada.


Así, el problema que se plantea no puede ser de mayor entidad, como sería el caso de un robo en el colegio, copiar en clase o abusar de un compañero, puesto que eso implicaría que la nueva sociedad no era tan perfecta como lo pretendía la propaganda oficial. Los argumentos presentados en el debate entre educadores y educandos suenan por ello a falsos y huecos, tanto como el supuesto final feliz, en el que ambas partes se reconcilian. Sin embargo, si sabemos ver entre las imágenes, hallaremos restos de una realidad mucho más sombría. Por una parte, el debate no es directo entre alumnos y profesor, sino que está moderado por otra persona, claramente perteneciente a un organismo de autoridad superior, cuyo papel y poder no quedan muy claros. Por momentos, lo que presenciamos se acerca a una de las famosas sesiones de autocrítica en los partidos comunistas, donde alguien era acusado de faltas que tenía que confesar si no quería ser purgado. Con el agravante de que, en demasiados casos, esas faltas eran completamente imaginarias y sólo se pretendía buscar un chivo expiatorio en el que cargar el fracaso de las políticas impuestas desde arriba.


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Por otra parte, los alumnos que toman la voz cantante en el debate portan en el antebrazo un llamativo brazalete rojo. Se trata de guardias rojos, que fueron utilizados como fuerza de choque en esa purga contra la jerarquía del partido disfrazada de contestación juvenil, lanzada por Mao una década antes de la filmación del largometraje. A esas alturas la virulencia de la revolución cultural se había disipado casi por completo, pero es visible una clara inquietud en la profesora que es acusada de estricta e inflexible. Unos años atrás, una denuncia de ese estilo por parte de los guardias rojos habría bastado para llevarla a un campo de reeducación. Como mínimo.


En La pharmacie N°3: Shanghái (La farmacia número 3: Shanghái) el documental se traslada a una ciudad central en la vida económica china, Shanghái, tanto en el siglo XIX y primera mitad del XX cuando era la puerta de la influencia extranjera, a través de la concesión internacional donde no tenían vigencia las leyes chinas; como ahora, que es la sede del capitalismo salvaje al estilo chino que ha tornado irreconocible a esa ciudad y a ese país. Lo que se nos propone en la película, como ejemplo de otra de las victorias de la revolución, es una farmacia imbuida del espíritu revolucionario, que ejerce tanto su labor de venta de medicinas como de consultorio médico del barrio, decidiendo asimismo en la política de producción y distribución de medicinas.


Esa farmacia número 3, si creyésemos a la propaganda, sería así un engranaje básico en el sistema sanitario de la revolución, al poner en contacto a la industria médica con la población, para conseguir que se fabricasen las medicinas más necesarias y útiles para la salud del pueblo. Sin embargo, como siempre, la realidad tras la fachada es mucho menos brillante. Uno de los primeros objetivos de las purgas de la revolución cultural fue precisamente la profesión médica, a la que se veía como burguesa y contrarrevolucionaria, ligada a las antiguas clases dominantes del régimen anterior, la china nacionalista de Chang-Kai-Chek. Poco importaba que gran parte de estos médicos ya hubieran sido formados bajo el gobierno de la China popular, la consigna era su reeducación, a las buenas o las malas, y así se hizo (5).


Para evitar una catástrofe sanitaria, las farmacias tuvieron que asumir las funciones de consultorios médicos, algo para lo que no están preparadas, ni allí ni aquí. Lo primero que se puede observar en el documental es cómo el personal está sobrecargado de trabajo, aunque esta farmacia modelo claramente tiene más empleados que cualquiera en otro país, no sólo China. Ese exceso de tareas y la falta de preparación de los trabajadores, junto con la obligación de cumplir los objetivos planificados de producción, les lleva, literalmente, a recetar cualquier cosa a los enfermos. Uno de los momentos más incómodos del documental es cuando un anciano aquejado de cataratas acude en busca de un remedio y el farmacéutico jefe le receta unas pastillas porque “son buenas para la vista” y porque sin ellas “su visión irá a peor”, tras un examen más que sumario.


Por si no fuera poco trabajo, los empleados de la farmacia tienen además que recorrer las zonas agrícolas limítrofes, en visitas relámpago que no dan más que para un reparto apresurado de medicamentos, sin importar los padecimientos del enfermo, sino la consecución de los objetivos impuestos desde arriba. A esas alturas, el espectador empieza a pensar que lo que está presenciando es un uso del efecto placebo a escala estatal (6), lo que se confirma porque el arma principal en el arsenal de estos farmacéuticos itinerantes no es otra que la acupuntura, que como veremos más adelante, era mostrada por el gobierno comunista como la gran aportación a la medicina moderna comunista, pero cuyos efectos curativos siguen sin tener un auténtico respaldo y confirmación científica (7).


La farmacia modelo tiene por tanto más de escaparate que de auténtica organización efectiva. Como en el caso del Liceo número 31, aquí también se ilustran los consabidos debates organizacionales, a los que asisten representantes de las zonas rurales y las fábricas de medicamentos, además de los empleados de la farmacia. Sin embargo, no vemos una auténtica discusión sobre la efectividad de los remedios que se venden entre la población o si se están usando realmente. Eso sería admitir que hay un error en la política diseñada desde arriba, así que es mejor centrarse en que un empleado dio un día una mala respuesta a un cliente o insistir que son necesarias más horas para la concienciación política, aunque ni el día ni las fuerzas den para más. (8)


No obstante, no todo es concienciación política o celebración de los logros de la revolución. Con más tiempo a su disposición para explayarse, los Ivens se permiten incluir fugaces escapadas por las calles de Shanghái, bien para observar a los practicantes del Tai-Chi, bien para explorar tiendas y puestos de comida. A veces, sólo para observar la multitud, la variedad de rostros y expresiones, aunque por aquel entonces sólo hubiese tres tipos de vestimenta, el de soldado, el de escolar y el de trabajador. Esa búsqueda de una mirada directa, más próxima a la realidad china, hace aún más acuciante la pregunta ¿hasta qué punto los Ivens se dejaron engañar por sus anfitriones chinos? ¿Hasta qué punto sabían y consentían?


A esta pregunta pueden ayudar las propias declaraciones Marceline Loridan-Ivens, muchos años tras el rodaje (9). En ellas, Loridan-Ivens deja bien claro que su propósito era ciertamente glorificar la revolución cultural, mejor dicho, trabar contacto directo con la población china, hacer pública su lucha y su heroísmo en el camino de la revolución. Ese propósito político les llevaba obviamente a callar los aspectos negativos, para no dar argumentos al enemigo capitalista, pero al mismo tiempo, paradójicamente, les ponía en ruta de colisión con la cúpula directora del país. Entre otras cosas, porque no era la primera vez que Loridan-Ivens había visitado el país y, ya desde entonces, se las había arreglado para dar esquinazo a sus anfitriones y buscar el contacto directo con la gente normal.


Ese comportamiento, según nos cuenta la directora, lo repitió durante este rodaje y llevó a que ella y su marido muchas veces declinasen algunas de las localizaciones propuestas, aquellas de intención propagandística más que evidente. Únase a esta conducta díscola de ambos, el hecho de que habían sido invitados a realizar el film por Zhou Enlai, primer ministro de la película y auténtico Hamlet del periodo, reticente ante los excesos de la revolución cultural, pero de fidelidad inquebrantable hacia Mao, y se entenderá la inquina que la mujer de este y líder de la Banda de los Cuatro sentía por Loridan-Ivens, hasta acusarla de espía.


El rodaje, de nuevo según la directora, acabaría de manera casi catastrófica. Vueltos al país tras una pausa en Francia para montar lo rodado, para así poder mostrar ya montado parte del material, se vieron sometidos a una sesión de crítica por parte de la jerarquía del partido, durante las que se les conminó a mutilar su obra, además de prohibirles seguir con el rodaje e incluso visitar los lugares donde habían estado antes. No les quedo otra solución que seguir el consejo de Zhou Enlai, por entonces ya agonizante, y huir precipitadamente del país.



Michelangelo Antonioni | Chung Kuo, Cina

No tenéis nuestra aprobación: Michelangelo Antonioni y la censura china


Las respuestas a estas cuestiones están más claras en el caso de Antonioni. A pesar de haber sido rodada con todo tipo de facilidades por parte del gobierno comunista chino, Chung Kuo, Cina fue duramente criticada ni más ni menos que por el propio Mao.


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Las razones de este rechazo son claras casi desde la primera escena, cuando el equipo de rodaje abandona la plaza de Tiannamen, para recorrer en coche las avenidas de Pekín. De repente, nos informa el narrador, los acompañantes chinos les ordenaron taxativamente que dejasen de rodar. Acaban de pasar ante la residencia del Gran Timonel de la Revolución, Mao. La anécdota dejaba bien claro la presencia de una censura estricta, completamente ausente del relato de los Ivens, pero que siempre estaba atenta a lo que se podía rodar y lo que no. En ambos casos.


Es el primer indicio de que no todo es perfecto en la patria de la revolución, pero habrá otros. En la segunda parte de las tres que forman el documental -de casi cuatro horas de duración- el equipo de Antonioni se adentra en las regiones rurales del interior de China. Allí ruedan las consabidas obras de ingeniería que han asegurado el autoabastecimiento alimentario de la nación -no busquen huellas de la hambruna causada por el Gran Salto Adelante a finales de los cincuenta (10)- y el no menos inevitable poblado modelo, cuya pobreza llama más la atención porque sabemos que ha sido elegido especialmente por las autoridades.


La auténtica sorpresa surge un poco más adelante cuando viajando por la región el equipo de Antonioni observa una multitud en las afueras de un pueblo. Al pedir parar allí para rodarlo, se encuentra con una negativa; al insistir, con la advertencia de que eso “no gustará en las altas esferas”. Finalmente consiguen convencer a sus guías y detenerse, para descubrir un mercado clandestino en el que los habitantes de las granjas colectivas intercambian enseres, a espaldas del régimen comunista. La llegada de los extranjeros -y sus acompañantes del partido- es recibida con clara desconfianza. Con evidente miedo a las consecuencias que puedan derivarse, una vez que las visitas se hayan marchado.


Son los momentos más claros en los que se percibe la existencia de un poder que está controlando toda la visita de Antonioni, decidiendo qué se puede ver, qué se debe mostrar y cómo, pero esa presencia invisible continuará gravitando durante toda la película. El director italiano nos la indica, nos hace conscientes de la manipulación a la que está siendo sometido utilizando recursos muy sencillos, pero no menos eficaces. Simplemente, renuncia a todo contacto con la población, evita participar en la vida diaria, entrevistar a sus protagonistas, al contrario que los Ivens, que querían vivir entre los protagonistas humildes de la revolución, compartiendo sus experiencias. Antonioni, por el contrario, se niega a actuar en la representación que sus anfitriones le habían preparado y nos hace conscientes, con esa negativa, de la existencia de esa falsedad original.


Además de este distanciamiento visual, indicador de un abismo insalvable entre el documentalista y la realidad que retrata, Antonioni limita al máximo las intervenciones del narrador, dando la impresión en bastantes ocasiones que se está limitando a leer una lección impuesta y que le falta información -libertad- para poder explicar y juzgar lo que ve.  Su silencio es convertido así en una forma de rebeldía. Este tratamiento es central, por ejemplo, en otra de las primeras escenas de la película, justo tras rodar la residencia de Mao. Como siempre, las autoridades chinas deciden mostrar las bondades de la acupuntura como medicina alternativa, en este caso permitiendo que se ruede una impresionante operación de cesárea sin anestesia.


En esta larga escena, el narrador se limita a relatar los datos suministrados por la propaganda, como que dos tercios de las operaciones se realizan con acupuntura como método anestésico, para luego callarse. Su silencio es tan terco y tan estentóreo que no recibimos ninguna información sobre el procedimiento concreto que se está utilizando ni del resultado de la operación para madre e infante. Sin embargo, ese mismo silencio permite precisamente que fijemos nuestra atención, sin distracciones, en lo que está sucediendo. Porque no estamos asistiendo a una aplicación pura de la acupuntura, sino que a través de las agujas se están aplicando corrientes eléctricas a la paciente que pueden conseguir, ellas y no las agujas, el efecto anestésico que se pretendía.


Silencio y distanciamiento son las armas más poderosas que tiene Antonioni para luchar contra la presión del partido, con efectos a veces sobrecogedores, en especial en la tercera y última parte del documental. Allí, largas escenas se muestran en absoluto silencio, sin explicarnos nada, mientras la cámara se limita a rodar multitudes, compuestas por individuos anónimos. Ese continuo trasiego sin fin de gentes, bicicletas y camiones, contrasta radicalmente con los omnipresentes carteles de propaganda. Las gentes en ellos representadas, soldados, obreros y campesinos sonrientes, en marcha continúa hacia un futuro esplendoroso, parecen pertenecer a un mundo completamente diferente al real. No puede haber, ni debe, comunicación alguna entre esos titanes sobrenaturales y las multitudes agotadas y sudorosas que se apretujan en camiones y autobuses. Ni mucho menos con las gentes que arrastran pesadamente carros llenos de mercancías o que transportan fardos más grandes que ellos. Escenas más propias de un país explotador capitalista que de la orgullosa patria de la revolución socialista.


El silencio continuado del narrador llega a ser opresor en la parte final del documental, confluyendo en una larga secuencia dedicada a una actuación de malabaristas y equilibristas chinos, sin relación con lo narrado anteriormente. Da la impresión de que Antonioni ha dado todo por perdido y renunciado a narrar la China real. No se puede conocer la China, nos dice el narrador, y así parece ser, no por culpa de la población de ese país, de Antonioni o de un supuesto abismo infranqueable entre ambas civilizaciones.


No, lo que ocurre es que todo lo que le dejan ver es simulación y mentira. Y Antonioni no está dispuesto a consentirlo.



Joris Ivens, Marceline Loridan | Une histoire de vent

¿Para qué sirvió todo? Joris Ivens y las resacas ideológicas


El matrimonio Ivens volvió a China en los años ochenta. La película que rodaron allí, Una historia de Viento (Une histoire de Vent, 1988) se halla más próxima a la rama lírica/formalista de la producción de Ivens que a sus filmes de agitación política. Sin embargo, en esta última película del director está presente también una reflexión sobre la carrera del propio Ivens, su implicación en la lucha por una sociedad nueva y el resultado -o fracaso- tanto su de labor como de los sistemas políticos que apoyó. Una mirada retrospectiva a toda una obra y una vida que tiene mucho de irónica y de amarga, especialmente si se tiene en cuenta que Ivens moriría al año siguiente, sin asistir a la caída del comunismo en el este de Europa ni la disolución de la URSS, pero justo en el mes, junio, en que la cúpula gobernante china aplastaba la revuelta estudiantil en la plaza de Tiananmen.


Nada de esto se intuye en la película de los Ivens, pero sí se aprecia desencanto, desaliento y amargura. La película es una mezcla de escenas documentales y de ficción, de ensueños y representaciones, cuyo Leit-Motiv es la búsqueda por parte de un director anciano de un milagro en imágenes: ser capaz de rodar el viento. Esa persecución de un imposible se entremezcla con otro: la definición del alma de la cultura china, en cuyo esclarecimiento Ivens apela a leyendas populares, poemas clásicos, ópera china e incluso las creencias religiosas que el régimen comunista creyó poder abolir. Todo, menos la retórica de ese régimen, mucho menos la de la Revolución Cultural.


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Llama la atención ese desapego y desencuentro con las autoridades de un país al que claramente ama con pasión y a quien había dedicado un manifiesto político tan completo como la ya comentada Como Yukong desplaza las montañas. En uno de los momentos más desagradables de la película, a Ivens se le niega la entrada al museo donde se guardan in situ los guerreros de Xian, a pesar de tener permiso para rodar. Tras largos días de negociaciones -ocho, según nos indican los subtítulos- lo único que consigue es autorización para rodar diez minutos en total, en ocho localizaciones distintas decididas de antemano por las autoridades. En ese momento, Ivens se levanta y les deja plantados, para la sorpresa y el terror de los negociadores chinos.


Más tranquila y más mesurada es otra larga escena en la que la revolución cultural es mostrada como una representación teatral. Dentro de un estudio de filmación, en diferentes áreas, se representan escenas sacadas de la propaganda que decoraba las calles del país en ese tiempo, con el resultado de que representadas así, en vivo, muestran sin lugar a dudas lo falsas y ridículas que eran. A Ivens no le basta con eso, sino que introduce un personaje de la literatura popular, el rey mono Sun Wukong en su papel de trickster (11), para que sabotee el mitin de un dirigente del partido. En vez de la larga lista de objetivos cumplidos del plan quinquenal y la glosa del heroísmo revolucionario de trabajadores y campesinos, lo que se escucha es música de baile americana.


¿Qué nos quiere decir Ivens? ¿A qué se debe este giro de 180 grados en su consideración de la Revolución Cultural? Se podría pensar que hay un resentimiento frente al gobierno de la China de esa época, cuyo máximo dirigente, Deng Xiaoping, superviviente de las purgas de la Revolución Cultural, había sido también el principal impulsor de su demolición. Ivens estaría criticando ese cambio hacia un capitalismo de estado, que habría impedido la consolidación de la sociedad ideal descrita en Como Yukong desplaza las montañas. Sería una interpretación lógica, sin fisuras, sino fuera porque al final de esa escena el propio Ivens aparece caracterizado como Sun Wukong. Como él, nos había tenido engañados. Contado lo que le interesaba para que le creyésemos y le siguiésemos.


Esto se confirma porque al contrario que en Como Yukong desplaza las montañas, Ivens interviene en la propia historia. No es simplemente que asuma el papel de personaje, el de ese director que busca filmar un imposible, sino que intenta ponerse en contacto con la gente, apareciendo en el plano junto a ellos. Ha dejado de ser el director médium que permanecía al margen, pretendiendo observar sin modificar la realidad, como si esto fuera una garantía de verdad y objetividad. Ahora Ivens cuenta a las personas con las que se cruza lo que siente, sus miedos y temores, para así obtener una respuesta, o si eso no es posible, granjearse al menos su comprensión. Incluso algo más, solidaridad, reciprocidad, que su esfuerzo por sincerarse ocasione ese mismo movimiento recíproco en las personas con las que se relaciona.


El efecto conseguido es así muy distinto que el de su película anterior -o incluso el autismo autoinfligido del documental de Antonioni. Si allí lo que veíamos, rodado del natural, parecía artificioso y acartonado, aquí, en esta fantasía cuyas escenas se conectan siguiendo las reglas del sueño, todo parece sincero, real y espontáneo. No menos un Ivens que ha visto fracasar tantos y tantos ideales, revelarse hueras las mayores esperanzas, tornarse en mentiras las más atractivas promesas. Alguien que se sabe ya al final de su vida, sin fuerzas para seguir luchando, ni posibilidades para que ocurra un milagro.


A solas, ya para siempre, con sus fantasías de infancia. Las del niño que, en Holanda, construyera un avión con sus propias manos y soñase que la fuerza del viento bastaría para hacerle remontar el vuelo.



Joris Ivens, Marceline Loridan | Comment Yukong deplaça les montagnes

Conclusiones


La amargura con la que finaliza este artículo no es casual. El siglo pasado ha visto la muerte de todas las utopías, unas yuguladas a manos de las derechas, las otras traicionadas por las mismas izquierdas que las impulsaron. En ese último bando ha sido demasiado habitual actuar por el bien de la causa, dejar a un lado el espíritu crítico y ponerse al servicio del totalitarismo, en aras de un bien futuro cuya consecución compensaría el sufrimiento presente. Al final, el paraíso continuó siendo imaginario, mientras que lo único real y tangible fueron nuestras miserias, nuestras humillaciones y nuestro dolor. No es que hayamos aprendido mucho, puesto que hoy mismo, los que presumen de mejores intenciones y aún más altos ideales, no dudan en proteger el obscurantismo y la opresión, siempre que sea a cargo de sus aliados del momento y no ocurra en la calle de al lado.


Esta servidumbre voluntaria del intelectual al ideal es la mayor objeción que se le puede hacer al documental. A pesar de todas sus pretensiones de Kino-Eye, Kino-Pravda o Cinéma-Verite, a pesar de todos los edificios ideológicos para mostrarlo como única manera verdadera y sincera de representar la realidad, hasta el extremo de que el propio cine de ficción se considera tanto mejor -y más noble- cuanto más cercano esté al desaliño de este género cinematográfico, lo cierto es que lo que vemos en la pantalla siempre estará mediatizado por el ojo que lo rodó. Por sus ideas y convicciones, que intentará convertir en argumentos, demostraciones y refutaciones visuales.


Así, dos documentales coincidentes con el absurdo mortífero de la revolución cultural, rodados en el país donde tuvieron lugar esos hechos, guardan un impenetrable silencio sobre los mismos. En los Ivens, por su fidelidad a una causa cuyos errores seguramente se podrían corregir, pero de la que había que evitar el descrédito y la derrota a manos de los enemigos de la guerra fría. El de Antonioni, por su timidez a la hora de desenmascarar ese mismo régimen, por refugiarse en un altanero silencio que no comprometía a nadie y que exigía, para detectarlo, una libertad intelectual que no era frecuente en ninguno de los bandos enfrentados.


¿Juicio condenatorio, entonces? No. En ningún caso. Sabemos ahora que, tras esas imágenes amables, caso de los Ivens, ambiguas, caso de Antonioni, se ocultan difíciles historias de rodaje. El conflicto entre la sinceridad y honestidad que es característica de todo buen documentalista y las imposiciones de las autoridades oficiales, siempre preocupadas por demostrar a sus gobernantes que viven en el mejor de los mundos posibles. Un afán que no se limita a los antiguos gobiernos comunistas, puesto que nuestros actuales sistemas liberales han aprendido demasiado bien de ellos el cómo controlar y motivar a las masas. Hasta tal extremo que muchas de las rutinas, lemas y campañas utilizados por los sistemas soviéticos y maoístas son moneda corriente en nuestro mundo empresarial contemporáneo. Al fin y al cabo, ambos, comunismo y liberalismo, intentan que cumplamos los planes quinquenales en cuatro años, que muramos trabajando por un bien superior, sea el triunfo de la revolución o mayores beneficios para los accionistas


Pero no he respondido a la pregunta. ¿Condena entonces? No, porque nunca hay que prohibir o barrer los productos culturales incómodos bajo la alfombra. Hay que ponerlos en su contexto, explicarlos para desactivarlos, convertirlos en puertas hacia una historia que aún sigue siendo la nuestra, cuyas consecuencias nos afectan y determinan lo que somos ahora mismo, lo que pensamos y como juzgamos.


Puertas. Sí, esa es la idea. Porque precisamente eso fueron esos documentales para mí hace muchos años, cuando migraba de la niñez a la adolescencia. Puertas de acceso a otros mundos, a otras gentes, con las que compartía la misma dolorosa humanidad.



David Flórez



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(1) O, por el contrario, la consideración del Islam como religión que no se puede ni se debe criticar.


(2) Tengo el vago recuerdo de haber visto esa serie a finales de los setenta en RTVE, pero no he encontrado confirmación de su emisión.


(3) Después de tener escrito el artículo conseguí hacerme con ella. He preferido dejarlo lo escrito en mi ignorancia, tal y como quedó, excepto en el tramo final.


(4) No obstante, según cuenta Marceline Loredine-Ivens, el incidente fue del todo espontáneo, aunque obviamente su instrumentalización no lo fuera. Algo que llega incluso a traslucirse brevemente en el mismo documental.


(5) Forzar la aplicación de políticas a nivel estatal sin considerar sus consecuencias locales sigue siendo una constante del uso político chino, entonces y ahora. Recuerden la presa de Las Tres Gargantas y como obligó a evacuar una amplia zona del país.


(6) Como ocurre entre nosotros con la homeopatía a escala empresarial.


(7) El mayor pero a la acupuntura es que su sistema de puntos y líneas corporales no tiene un correlato físico en el cuerpo humano. Como mucho, puede tener efectos relajantes y anestésicos, al interesar al sistema nervioso, pero nunca curativos.


(8) No presumamos mucho de nuestro sistema. Muchas de estas técnicas comunistas de concienciación laboral han sido adaptadas por el capitalismo contemporáneo.


(9) En entrevista a Adrien Gomebaud, el 5 y 10 de marzo de 2014.


(10) Aún se discute el número de muertos que causaron la colectivización forzada y el empeño de convertir a toda aldea en una planta siderúrgica, pero no bajan de los millones.


(11) Concepto de difícil traducción, un trickster identifica a un dios cuya naturaleza es el engaño y la burla, pero que precisamente por eso puede convertirse en benefactor de los humanos.


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