Divagaciones
Hablaba en mi artículo Animación:Abstracción de la aparición de un cine anarrativo, el cual busca desligarse de cualquier relación con la literatura reduciendo los elementos del guión a un mínimo, casi de la misma manera que el modernismo en pintura se caracterizó por su renuncia al tema narrado. De esa manera, se abandonaron géneros, como la pintura de historia o la religiosa, que habían constituido el núcleo del trabajo pictórico hasta bien entrado el siglo XIX, y que no volverían a resurgir hasta la crisis del modernismo en los 70, esta vez en forma de arte conceptual. Un estilo, como se sabe, en el que lo esencial es el mensaje, y se propone desprovisto de cualquier tipo de intenciones formales, como bien conviene al movimiento en el que se inscribe, el posmodernismo, esencialmente literario.
No deja de ser paradójico, por tanto, que esta preferencia por un cine anarrativo, que huye del guión y de la ilustración de la historia, se dé en tiempos posmodernos, que todo lo reducen a literatura y que son especialmente sensibles al modo en que se transmiten a los mensajes verbales y cómo se traducen a otros formatos. Una paradoja que lastra gravemente cualquier propósito de ensayo crítico cinematográfico aplicado a estas nuevas propuestas, puesto que se ve obligado a describir con medios escritos expresiones que no lo son o se niegan a serlo, especialmente cuando aún no se ha asistido a la eclosión de una crítica basada en elementos estrictamente formales, como ocurrió en el pasado con las otras artes que encabezaron la revolución modernista. O por decirlo de otra manera, cuando llegó el tiempo apropiado para esa evolución, la época era la equivocada.
Dicho así, puede parecer extremadamente complicado, digno de aquellos que intentan ocultar su ignorancia tras resmas de palabras, pero en realidad es extremadamente sencillo. En pocas palabras, la mayoría de las críticas se basan en aspectos puramente temáticos, valorando la obra según esté la sintonía con los ideales políticos del comentarista, sean estos evidentes o disimulados. Así ocurre que, una vez pasado el tiempo que las inspiró, estas obras tan loadas, esas críticas tan profundas, se revelan completamente de circunstancias. Peor aún, ese enfoque exclusivo en el tema impide que se señale qué es lo que realmente caracteriza a un artista, qué le hace distinto a los demás de su época, cometiendo el mismo error que si juzgara el valor de las pinturas barrocas en función de los edictos del concilio de Trento a los que debían ceñirse.
En otras palabras, para que no se me confundan y extravíen, en este breve artículo, para mis parámetros acostumbrados, me sería muy sencillo realizar un análisis cronológico de la obra de Yuasa, y desmenuzar el contenido de cada una de sus series, pero en ese proceso se perdería completamente la apreciación de por qué es distinto a tantas figuras del anime reciente, o por qué sus obras son distintas de tantas otras producidas en serie y ya completamente olvidadas en el instante mismo de su nacimiento.
Tarea difícil, lo sé, y para la que no creo estar a la altura, pero en la que intentaremos hacer lo mejor que podamos.
Esencias
La primera obra importante en solitario de Yuasa fue el largometraje Mind Game (Juego Mental, 2004). Cuando llegó a occidente, en festivales especializados, se la calificó como obra primeriza, típica de un novato que intentaba abarcar demasiado y no llegaba a alcanzar ninguna de sus pretensiones. En cierta manera, tal juicio era una deformación de la crítica cinéfila, que supone que existe una única manera de rodar, o al menos una más noble, la basada en capturar la realidad sin distorsiones, borrando la figura del director completamente (paradójicamente en un medio que también supone que el director es el amo y señor) pero que resulta completamente ajena en la animación, donde la aparición temprana de multitud de técnicas distintas, perfectamente válidas e igualmente dignas, junto con su evolución y transformación en muchas otras más a lo largo de la historia, provoca que la variedad de aproximaciones, de soluciones, a disposición del autor sea casi inagotable y, lo más importante, permitida y promovida.
En otras palabras, lo que para muchos significaba dispersión, en Yuasa no era otra cosa que exuberancia, el deseo y la voluntad de experimentar con las posibilidades que ofrece el medio, apurándolas hasta el extremo, donde el disfrute del creador y del espectador no es la menor de las motivaciones. Un punto de partida en el que la historia narrada, su cohesión y coherencia, la disposición de los elementos en un todo armónico que conduzca a una conclusión racional, son completamente secundarios, mientras que los aspectos formales, en concreto la utilización de los mismos para conseguir un placer visual puro basado en el movimiento se tornan fundamentales. O en otras palabras, para unir con las pautas apuntadas en la introducción, que la historia no es otra cosa que una excusa sobre la que construir un edificio de propuestas formales que bien podrían ser otras completamente distintas, perfectamente intercambiables entre sí, idea fija y recurrente en el transcurso de la película.
Este plano de igualdad entre soluciones completamente dispares, que permite transitar de una a otra sin solución de continuidad, como digo, confundió a muchos críticos, que sólo vieron indecisión e inexperiencia en esos bruscos cambios estéticos, cuando en realidad suponían una enmienda a la totalidad de nuestra manera de contemplar el cine, a esa percepción de un único camino válido y noble. No obstante, aparte de esta conciliación de contrarios, la repulsa de Yuasa se expresa de otro modo más sutil, que puede pasar completamente desapercibido. Me refiero a su posicionamiento frente al problema de las esencias cinematográficas.
En la tradición de la crítica francesa se supone que el cine, el mejor cine, fue el realizado por los pioneros, aquellos a quienes los medios técnicos, las reglas diseñadas para narrar mejor una historia, las servidumbres del obligado aparato de producción, no les habían hecho perder la inocencia, contaminado su mirada. Partiendo de este axioma, el mejor cine se supone aquel que propone una vuelta a ese tiempo paradisíaco, burdo pero sin artificios, torpe pero inocente. Posición que oculta una grave paradoja, ya que supone un único camino válido en un tiempo en que no había aún ninguno definido.
No obstante, como bien muestra Yuasa en una secuencia crucial de Mind Game, esa idea de que el primer cine era y es el mejor cine, y por tanto el único que debe cultivarse, es una enorme impostura, ya que entre esas primeras imágenes en movimiento que vieron nuestros antecesores, se encuentra la animación, el anticine por antonomasia para muchos de los críticos de la línea dura, al exigir preparación y planificación absoluta, frente a la espontaneidad y el azar que deben ser la norma en el cine de verdad, ése que sigue a los pioneros.
Más aún, puesto que, como ilustra Yuasa, en esa secuencia crucial, en realidad el primer cine que nuestros antepasados vieron fue animado, mediante de esos zootropos y praxinoscopios del siglo XIX, en cuyo interior, al hacerlos girar, lo estático cobraba vida ante los ojos asombrados de toda una generación pasado.
Lo cual debería hacernos replantear qué esencias tienen mayor alcurnia, para así elegirlas como modelo, o abandonar esa idea por completo.
Distorsión
Uno de los reproches que se suelen hacer al anime es que su animación tiende a ser especialmente estática, casi inexistente, interrumpida en el mejor de los casos por breves secciones en las que cobra la vida y la flexibilidad que suponemos asociada a la gran animación, la full animation, que dicen en inglés. A esta objeción se une el hecho de que, en la mayoría de los casos, el diseño de los personajes parece repetir siempre los mismos patrones, asociados a determinados rasgos de carácter, los únicos que posee el personaje; o en los casos menos aparentes, recurrir siempre a la misma panoplia de recursos gráficos, lo que hace especialmente fácil copiar el aspecto externo del manga y el anime, pero no su fondo.
Por supuesto, si miramos a nuestra propia casa, la situación no es mucho mejor, a pesar del boom animado de las últimas décadas. Por un lado, la animación televisiva se caracteriza por limitarse a animar entre poses, rellenando mecánicamente ese lapso espacial y temporal, para convertir a la animación en esclava del guión. Tal ha sido la evolución de series como Los Simpson (The Simpsons, Matt Groening y otros, 1990-) donde la efervescencia animada de las primeras temporadas ha sido paulatinamente limada y domada, o de Padre de Familia (Family Guy, Seth McFarlane, 1999-), donde los personajes alternan su movimiento entre dos posturas básicas y se reutilizan una y otra vez los mismos diseños y situaciones incluso entre los sucesivos spins-offs, tal y como hicieran Hanna y Barbera durante décadas, productora de la cual son los auténticos herederos, por muy modernos, revolucionarios y transgresores que pretendan ser.
La situación no es mejor en el caso de la animación 3D. La increíble fluidez en la animación que permite el ordenador oculta bastantes defectos, no siendo el menor su clara subordinación a la realidad, puesto que parece tener como único objetivo reproducirla con absoluta fidelidad. Curiosamente, este corsé autoimpuesto no lo ha sido tanto por las características de la técnica usada como por las preferencias del público que, paradójicamente, sólo acepta (o sólo se atreve a aceptar) la animación cuanto más próxima está de la imagen real, pero que al mismo tiempo continúa adorando el canon creado por Disney en los cuarenta: personajes entrañables de rasgos redondeados envueltos en historias sentimentales de superación personal, restricciones heredadas a las que ni siquiera una productora tan importante y tan original como Pixar ha podido escapar.
Sin embargo, en paralelo al Canon Disney, y sin necesidad de adentrarse en los mundos de la animación independiente y experimental, ha existido siempre otra forma de crear animación. Una manera que se podría llamar expresionista, y que se basa en la distorsión y la caricaturización, aplicada a los diseños de personajes y de ambientes, buscando alejarse de la realidad, para así señalar y evocar el tono de la historia por medios exclusivamente visuales. Una animación consciente, por tanto, de la distancia que le separa de la realidad filmada y de la imposibilidad de replicarla, empeñada en intentar abrirse su propio camino. En esta tradición, y siempre que hablemos de full animation, la animación no se limita a registrar las poses, sino que sabe que dependiendo de cómo se realice la transición entre ellas, variarán la fuerza y la expresividad del movimiento conseguido, siendo precisamente esa deformación y distorsión en las fases intermedias la que distingue a la animación de una mera proyección de diapositivas y permite expresar en imágenes lo que la historia o el tono deseado requieren.
Con estas precisiones en mente, es fácil darse cuenta, en cuanto se ven sus obras, que Yuasa se aparta por igual del anime que de las formas modernas de la animación comercial occidental. En primer lugar, sus diseños de personajes buscan apartarse de los clichés de ambas tradiciones, buscando individualizar y caracterizar a sus criaturas, evitando así en la medida posible que los estereotipos enturbien y contaminen nuestra mirada.
Ya en su primera pareja de obras en solitario, la Mind Game ya citada y la serie Kemonozume (2006), los personajes parecían sacados del cómic underground occidental, y la manera en que estaban dibujados era intencionalmente abocetada e inacabada, dejando al descubierto los trazos que los componían, deformándolos según exigiese la ocasión, en un estado de variación constante que contribuía a crear una atmósfera inquietante e inestable. Este punto de partida inicial no cristalizó en un reconocible estilo Yuasa, con el peligro evidente de anquilosarse y plagiarse a sí mismo, sino que en sus siguientes producciones, el corto Happy Machine (La máquina feliz, 2008), encuadrado en el ómnibus Genius Party (La fiesta de los genios, 2008), y la serie Kaiba (2008), adoptó un estilo retro, recordando al Tezuka de Astro Boy (1952-1968), pero traduciéndolo a nuestro mundo actual, y por tanto desprovisto de cualquier tipo de inocencia e infantilismo, sin caer tampoco en la ironía, sino resaltando aún más con esa sencillez de los diseños la dureza y la crueldad de la historia en que se veían envueltos sus personajes.
La obra de Yuasa más cercana hasta la fecha al modelo de diseño de personajes que identificamos como propio del anime y el manga, ha sido Tatami Galaxy (Yojōhan Shinwa Taikei, 2010). Aún así, cada uno de los personajes ha sido profundamente personalizado y su diseño anuncia, antes incluso de que los veamos actuar, cuál será el carácter de los personajes representados, sin recurrir a los estereotipos grabados en la mente del otaku medio. Sin embargo, es también en esta serie de diseños más convencional donde se puede apreciar esa otra característica a la que hacía referencia más arriba, un tanto oculta en otras series anteriores por la asimetría y novedad de sus caracteres
Se trata de que la animación de Yuasa no es una sucesión de poses, por muy distorsionadas y fuera de lo ordinario que éstas sean. La animación de Yuasa sabe, como saben la mayoría de los auténticos animadores, aunque luego razones económicas les fuercen a olvidarlo, que lo que diferencia a una animación mediocre de otra notable es el control de los tiempos, es decir, que ese esqueleto de poses que caracterizan su movimiento acabe por asemejarse al ritmo de una partitura musical y, sobre todo, que ese esqueleto se vista como se rellenan con notas los compases, confiriendo vida, personalidad y originalidad, con todos esas imágenes intermedias a acciones tan cotidianas y sencillas como levantar un brazo.
Un objetivo que no puede conseguirse meramente con la reproducción de la realidad, sino que primero obliga al animador de genio a ser capaz de observarla con la mayor atención y luego a restaurarla deformada para que el espectador pueda reconstruirla en su mente a partir de elementos que no son, ni nunca podrán ser, los reales. Una misión en la que Yuasa triunfa plenamente y que le coloca, por méritos propios, entre los grandes de la animación universal, lista que cada cual puede rellenar con sus favoritos.
Colectividad
Hablaba, en la introducción, de cómo uno de los dogmas que rigen la expresión crítica es la del autor como amo y señor de la película, cuya intervención es decisiva a la hora de definir el estilo final de la obra… una opinión que, curiosamente, contradice la idea del cine más noble como aquel basado en el azar y en la casualidad afortunada, que se limita a encontrar y capturar lo que ocurre ante él, sin deformarlo ni componerlo, borrando toda huella del autor y de sus decisiones.
No engaño a nadie si les cuento que la imprecisión de esta definición es un secreto a voces. En muchos autores respetados por la crítica, o al menos por esos críticos/directores que dieron origen a esta opinión crítica, sus decisiones estaban fuertemente limitadas por el sistema de producción comercial en el que se movían, hasta el extremo de que en ocasiones su intervención se restringía a firmar, y su decadencia coincide curiosamente con la misma decadencia de ese sistema de producción industrial de películas, al quedarse sin los recursos que les permitían dar lo mejor de sí mismos. En realidad, ese modelo de director/amo absoluto sólo es posible en el caso del solitario que documentase su propia vida sin recurrir a la ayuda de otros.
La animación, por supuesto, nunca ha sido la obra de solitarios, o al menos esa es la idea que se nos ha transmitido. En tiempos de la época dorada de la animación norteamericana, se requerían pequeños ejércitos para producir los cortos y las películas. Una situación que llevaba a la (errónea) impresión de que al ser un trabajo de muchos, en realidad no eran de nadie, no pretendían nada y no merecían atención alguna.
Por supuesto, las obras de Yuasa son de Yuasa, independientemente de sus muchos colaboradores. En cada una de ellas, se observa una recurrencia de los mismos temas, la cuestión sobre la realidad de la realidad o cómo dependemos de nuestros recuerdos para definir nuestra existencia. Asimismo, como ya he indicado, en su estilo existen unas constantes más que evidentes, las cuales le separan del común de producciones animadas, no sólo de anime. No obstante, Yuasa es perfectamente consciente de que el trabajo animado es un trabajo colectivo e intenta que nosotros también lo seamos. Mejor dicho, no tiene miedo de ceder ese poder omnímodo que suponemos consustancial a un autor, permitiendo que secciones enteras de su obra sean creadas por otras manos.
¿Qué significa esto? Que en series como Kaiba, capítulos enteros han sido dirigidos por diferentes animadores, sin otros condicionantes previos que unas vagas indicaciones sobre la continuidad de la historia y la conservación de los diseños base de sus personajes, aunque no de su interpretación. Antes de que digan nada, piensen en la última palabra que acabo de escribir. Interpretación, esa es la clave. A los artistas encargados de ciertos episodios se les entregaba un material de partida y podían elaborarlo de la manera que quisieran, lo cual convertía a cada episodio en una sorpresa para el espectador y hacía esperarlo con la ilusión y anticipación que parecen ausentes de la mayoría de las producciones animadas contemporáneas, enfrascadas en repetir siempre lo mismo.
Lo asombroso no es ya que una serie con ese planteamiento tan poco acostumbrado presentara al final una unidad y un acabado formal casi únicos, a pesar de las diferentes aproximaciones y soluciones adoptadas (en realidad, no hubiera importado en absoluto si cada capítulo hubiera sido radicalmente distinto del anterior, sin relación argumental alguna). No, lo sorprendente es que, a pesar de ser una obra que afirma el concepto de animación como colectividad, muchos de estos capítulos que no son de Yuasa han sido realizados por un creador que trabajaba casi exclusivamente en solitario, como si se tratase de auténticos cortos independientes y experimentales, que obedecen a la idea de un solo creador sin apenas presupuesto, en clara contradicción con la idea común de una animación realizada por comités y por tanto sin responder a una visión personal definida.
Así que, en resumen, nos encontramos con una deliciosa paradoja, capaz de destruir muchas de nuestras convicciones acomodadas. Una obra que es de autor, en el sentido de tener un estilo claro, definido y original, y responder a unos presupuestos estéticos y temáticos perfectamente definidos. Pero al mismo tiempo, una obra que se sabe colectiva y que reniega de servir a un único amo, entregando la resolución de secciones enteras a otras personas que puedan hacer con ellas lo que quieran en casi completa libertad. Pero, también, unas secciones que han sido concebidas y producidas como auténticos cortos experimentales e independientes, donde la mayor parte de lo que vemos en pantalla ha sido creado por un único individuo, trabajando en solitario, a cargo del guión, de los diseños, de los dibujos, de la animación final… Deliciosa paradoja, en efecto.
Conclusión
Con esto termina este brevísimo y tortuoso camino por la figura de Masaaki Yuasa (y de algunos temas relevantes sobre la naturaleza del cine, la animación y el ejercicio de la crítica). Como siempre, lo mejor que puedo recomendarles es que acudan a las fuentes y que juzguen por Uds. mismos. O, mejor dicho, que tengan presente una idea, que entre los exponentes del anime contemporáneo, ya estén a punto de retirarse o prematuramente fallecidos, Yuasa tiene un lugar entre los grandes, aunque su nombre no haya llegado aún a sus oídos.