“Las películas de Rossellini simplemente prueban que los italianos son actores natos, y que todo lo que necesitas en Italia para pasar por director es conseguir una cámara y poner algunas personas frente a ella” - Orson Welles [1]
Uno de los proyectos más ansiados por Roberto Rossellini fue Francisco, juglar de Dios (Francesco Giullare de Dio; Roberto Rossellini, 1950), una adaptación de los episodios sobre la congregación del santo que aparecen narrados en Florecillas de San Francisco y Vida de Fray Junípero y que co-escribió con Federico Fellini. La adaptación hace uso de auténticos monjes franciscanos, los mismos que habían participado con el director en Paisà (1946). Rosellini trataba de buscar la naturaleza de las enseñanzas franciscanas en el comportamiento candoroso de los monjes, donde chapotean en la lluvia, se alegran ante el sonido de las campanillas de las ovejas, juegan y ríen como niños. Esta naturalidad no fue bien recibida en el festival de Venecia de su año, con críticas a su “falta de realismo” aunque aquí se cumplieran preceptos del neorrealismo como la ausencia de decorados, la improvisación y, por supuesto, el uso de actores no profesionales. Era la extravagancia de aquellos intérpretes lo que más chocaba, donde la santidad era representada con regocijo y piruetas en lugar de con impavidez, lo que la crítica acabaría calificando de una actitud “poco digna” [2]. El director premió el inocente deseo de sus frailes con un espectáculo de fuegos artificiales y, a cambio, en honor al hijo que Rossellini acababa de tener con la actriz Ingrid Bergman, los extras del rodaje le regalaron un requesón.
El Requesón podría ser la traducción literal de La Ricotta, el segmento de Pasolini en el largometraje colectivo Ro.Go.Pa.G. (Jean-Luc Godard, Roberto Rossellini, Pier Paolo Pasolini, Ugo Gregoretti; 1963); en dicha pieza, un Orson Welles que recita fonéticamente sus frases en italiano, interpreta a un alter ego del cineasta tratando de sacar adelante una película sobre la vida de Jesucristo. Sin embargo, el protagonista no es Welles ni El Mesías sino Stracci (Mario Cipriani) un actor que interpreta al “buen ladrón” como un extra hambriento que encuentra en la ricotta el único consuelo para un estómago vacío y, por ello, termina muerto por un corte de indigestión, crucificado ante la cámara, las fuerzas vivas y el calor del Sol. Ben Rivers, citando esta pieza como una de las influencias para The Sky Trembles and the Earth is Afraid and the Two Eyes are not Brothers (2015), describió La Ricotta como “la mezcla del tiempo mítico y contemporáneo, y el uso de no-actores interpretando papeles importantes en sus películas, como una forma de encontrar la autenticidad en la ficción” [3].
Aquí, la referencia al mito cae en la confusión de la homofonía de la palabra “icono”. El icono pasoliniano tiene tanto de signo de semejanza formal (Orson Welles ejerce de Director pero representando al “verdadero” director, el propio Pasolini) como de imagen religiosa (los tableaux vivants manieristas representados en color: El descendimiento de la Cruz de Pontormo y Descendimiento de Cristo de Rosso Fiorentino). La historia de La Ricotta, que contó con su propia controversia por las menciones irónicas a la corona de espinas, bien podría ser un anticipo de las polémicas que acabaría generando El Evangelio según San Mateo (1964). En ella el papel de la representación religiosa se muestra a través de las desinhibiciones espontáneas de los intérpretes, lo que parece marcar todo un lenguaje verbal oculto. Así, los apóstoles de Pasolini son interpretados por burgueses intelectuales, pertenecientes a la clase dominante de su época, con suficiente preocupación política y teológica como para prestar atención al discurso de Cristo pero con el matiz añadido de las diferencias sociales. Los no-actores son parte del proceso de iconicidad, de la representación a través de lo mundano.
Condición y rostro definen a estos no-actores en términos de presencia, pero es una presencia que, por errática (que no siempre orgánica) no llama la atención sobre sí misma, dando importancia al conjunto, al “icono” que representa. La muestra más evidente está en la tendencia que el propio Pasolini describe de dar una orden concreta al actor, como saludar a otro personaje, y cambiar el significado de sus palabras en el doblaje, imponiendo capas de la propia ficción que lo integran en el relato para desviar la atención del naturalismo del no-actor. [4] Pasolini define su método de casting basado en la potencialidad: “Siempre he acertado, desde el mismo momento en el que escojo el rostro que me parece perfecto para el personaje, instintivamente se revela como un actor potencia. Cuando elijo no-actores, elijo actores potenciales”. [5] De ese modo, Welles es Pasolini pero también El Director en cuanto a oficio, Stracci es el figurante que interpreta al buen ladrón y, a su modo, un “buen ladrón” hambriento, los apóstoles son intelectuales curiosos y, a la vez, parte de la élite romana contemporánea y el Totó de Pajaritos y pajarracos (Uccellacci e uccellini; 1966) es Totó pero también el monje franciscano Ciccillio: la ingenuidad de los franciscanos de Rossellini pasa a un icono de la comedia, fuera de su zona de confort [6].
Este aproximamiento a lo sagrado desde el actor no profesional tiene que ver con un efecto de realismo (acentos, rostros, vocabulario, espontaneidad) pero también aporta un tipo concreto de “misterio”, donde la no-actuación es una representación explícita de la individualidad del actor no profesional, de su existencia como, según Bazin, una criatura “viva”. [7] El uso de los actores no profesionales es carne de polémica cíclica: sirve tanto para colmar de alabanzas a Victoire Thivisol por Ponette (Jacques Doillon, 1996) como para ofenderse de los premios en Cannes a Séverine Caneele y Emmanuel Schotté por L’Humanité (Bruno Dumont, 1999). El actor no profesional obedecía, en muchos casos, a una forma de abordar un cine de menor presupuesto que debía hacer de su precariedad un motor y no una excusa. Sin embargo, como consecuencia, abría el cine a un mayor espectro que ahora se podía ver reflejada más allá de las estrellas de cine. La interpretación se ajusta a ese “misterio” cuando Robert Bresson habla de transmitir desde el exterior al interior, y no al contrario como haría un actor convencional: es más importante lo que el intérprete/modelo oculta que lo que es capaz de exteriorizar. También pone de manifiesto, como en el caso del cine de Jean-Marie Straub y Danièle Huillet, una nueva relación entre “los seres corrientes y el texto” [8]
Sicilia! (Jean-Marie Straub y Danièle Huillet, 1998), es un lugar detenido en el tiempo a través de su paisaje y su cultura propia. El relato del regreso a casa de un emigrado siciliano y su reencuentro con el hogar materno proviene, en palabras del propio Straub, de “que a la burguesía le gusta tener un protagonista en un viaje iniciático, en lo posible reencontrándose con su madre, etc. Por eso también anduvo bien Crónica de Anna Magdalena Bach (1968). No se pueden cambiar los vicios de la burguesía…” [9] Straub dice sobre su uso de actores no profesionales “Algunos tienen la impresión, porque rechazamos la verosimilitud y el cine televisivo, ‘Dallas’ y esas mierdas, incluso Woody Allen, Cassavetes, etc, de que no hay psicología en nuestras películas. Pero no es cierto. Todo esto es psicología. No hay psicología en los términos de interpretación del actor porque hay una abstracción dramática más profunda que la llamada verosimilitud. Pero está ahí, entre los planos, en el propio montaje y en la manera en que los planos enlazan unos con otros. Es una psicología extremadamente sutil”. [10] La diferencia con Bresson es que la psicología no proviene del no-actor sino de los procedimientos a los que los actores no profesionales, como herramientas, están sujetos. De este modo, el silencioso paisaje de Siracusa es tan importante como los habitantes que se prestan a interpretar el texto de Elio Vittorini.
El aspecto mítico se impone en Pasolini o en Straub y Huillet de un modo parejo a Albert Serra. Su interés en el icono tiene mucho menos de devocional, incluso puntuado con un singular sentido del humor. Los no-actores de Serra obedecen a una serie de reglas que se contradicen una vez ante la cámara o que se ven puntuadas por ejercicios de distracción. Serra busca de este modo coger en un renuncio al no-actor: un momento de espontaneidad y confusión verdadera que no sólo sea propia a la naturalidad del intérprete como una aportación a la humanidad del icono representado. Un “desenclavo” de la figura literaria o cinematográfica que se representa, implicando con ello que el icono debe situarse en un lugar de reverencia antes de ser desprovisto de cortesía.
El personaje de Stracci en La Ricotta sufre dos humillaciones importantes por parte del reparto de la película: la primera es privarle de comida y agua mientras está clavado en la cruz, provocándole; la segunda suponen las risas y el lanzamiento de comida cuando es encontrado comiendo a escondidas, ahora acusado de gula. Las viandas de la Última Cena (una mesa de catering, que, como “icono” dentro del relato, terminará siendo no sólo la última cena en vida de Stracci sino el motivo último de su muerte) son un motivo recurrente en el cine de Cipri y Maresco, cuyo Palermo tiene tanto protagonismo como la Siracusa de Straub y Huillet. La mesa llena de alimentos como motivo recurrente sobre los apetitos humanos.
Descubiertos por el crítico Enrico Ghezzi y auspiciados por la maquinaria mediática berlusconiana, Daniele Cipri y Franco Maresco fotografían un universo post-apocalíptico, una Italia en ruinas, donde ya no se mantiene en pie la civilización pero quedan ridículos vestigios de la clase de comportamiento que promovía, personajes apenas vestidos con la ropa interior, con una notable ausencia de actrices en favor de hombres interpretando nada convincentes versiones de mujeres, casi siempre, ancianas y sin ningún niño, reforzado el árido paisaje y el estéril porvenir de la humanidad en sus historias. Con frecuencia repiten los mismos no-actores en cortometrajes, mediometrajes y largos. En su cine se habla del provincialismo y la superstición, la degradación y el abandono que nos alejan del ideal del hombre renacentista. Esta resignación a la polimatía se convierte en un infierno íntimo para sus personajes. Personajes que buscan romper con su situación actual y ello les lleva a tomar decisiones radicales para su entorno, aunque rara vez consiguen escapar del profundo acervo que les sujeta.
Cipri y Maresco se conocen en un cineclub de Palermo, en un periodo donde las guerras entre mafias conviven con la apatía de los habitantes de barrios residenciales. De ahí surge un sentimiento anti-autoritario que les lleva a centrar su trabajo en las víctimas de la sociedad, los marginados y los pobres que ni se perciben a sí mismos como tales. Desde 1986, los dos directores cultivan en común una serie de piezas extrañas, de carácter experimental, en torno a las condiciones de vida de Palermo y la Italia rural del sur. En 1992 realizan cincuenta obras de diferentes duraciones bajo la etiqueta Cinico TV. En su transgresión, la parrilla televisiva se interrumpía ante imágenes en blanco y negro de aquello que la Italia de la carineria [11], acostumbrada a la programación de las velinas, no quiere ver: los cuerpos se presentan retorcidos, deformados y obscenos ante esta ideología, pero también naturales, parte intrínseca de nosotros. Como una interpretación “marginal y limítrofe de Beckett que ha llegado filtrada a Italia” [12] Es un rechazo explícito a la imagen romántica, casi turística y publicitaria, con el que la sociedad dibuja incluso lugares tan atávicos como Sicilia. La fealdad, la enfermedad mental, la mutilación, la parafilia son parte de la metralla de estas piezas pequeñas, a veces meras postales, pero cargadas de una tremenda agresividad.
Debutarán en el largometraje con Lo zio di Brooklyn (El tío de Brooklyn, 1995) con la imagen (repetida posteriormente en su filmografía) de un intérprete tuerto sacándose su ojo de cristal, invitándonos a “ver” a pesar de la incomodidad que ello suponga, una imagen con la que es difícil no comparar el ojo sesgado de Un chien andalou (Luis Buñuel, 1928). El fuerte acento de Palermo de sus intérpretes suponía un mayor desafío a una historia que comienza con actos de bestialismo. Se narra la historia de los cuatro hermanos Gemelli, forzados por dos mafiosos enanos a dar cobijo a un importante miembro de la mafia proveniente de Estados Unidos que está siendo buscado por el peligroso capo Don Marino. Tras sufrir el abuso de los mafiosos, los hermanos ceden a la presión y aceptan el encargo, hasta que la desaparición repentina del “tío” les fuerza a salir en su búsqueda y encontrar, sin más explicación, un plano existencial donde el miedo y las diferencias de clase se han desvanecido y hermanos, mafiosos, imitadores de Elvis y hasta el abuelo fallecido de los Gemelli, bailan y entonan en su propio festival de la canción, su paraíso artificial, desinhibidos de sus ataduras mortales. Procesiones y autoridades en elegantes salones se ven mancilladas por gritos y alaridos, por el alboroto de una masa o las interrupciones espontáneas, citando el ejemplo del funeral del padre de los Gemelli, que,como en una escena similar del cortometraje Entr’acte (René Clair, 1924), pasa de ser mostrado a cámara lenta a ser acelerado, volviendo una y otra vez al mismo punto, atrapado en la propia maldición de la tierra siciliana en un ciclo de muerte y farsa.
El rechazo explícito a embellecer las condiciones de Sicilia y a la glorificación de la mafia (llegando, incluso, a omitir su violencia sin que por ello dejen de ser una presencia opresiva y nefasta) determinan su siguiente largometraje. No se puede ser más explícito en su continuismo que empezar la película en una sala de cine, donde los protagonistas de la nueva historia ven la escena de zoofilia con un asno que daba comienzo a la anterior. Totó che visse due volte (Totó que vivió dos veces; 1998) fue, a través del Ministerio de Cultura italiano, la primera película en ser condenada por la censura en su país desde El Último Tango en Paris (Ultimo tango a Parigi, Bernardo Bertolucci, 1972) y las protestas en contra fueron encabezadas por el propio Bertolucci. La Comisión Ministerial de Censura arguyó que “la película es, desde el principio hasta el fin, un sacrilegio”. Es una evidente reacción al derribo de iconos que la película ejerce, desde el cómico Totó en el título, pasando por la religión como método de control y manipulación antes que como alivio espiritual y la obsesión por la sexualización de la sociedad y el comercio con el cuerpo.
Construída como un tríptico, Totó che visse due volte insiste en una Sicilia carente de vida, más post-apocalíptica sí cabe en su visión de Juicio Final, de ser testigos de un mundo que desaparece poco a poco. El Totó cómico, el Totó como diminutivo de Salvatore (Salvador) y el Don Totó como líder de la mafia reúnen en un solo no-actor todo el discurso apóstata de la película. Los milagros se convierten en peticiones egoístas y las representaciones artísticas son tan sórdidas como la realidad: una tradición cinematográfica italiana representada en forma de Trinidad (Totó-Pasolini-Mafia) muestra su peor rostro. El hombre sagrado sucumbe a su “yo” mafioso y el materialismo se impone. Ni los tableaux vivants ni la música de Bach o Beethoven elevan a los personajes por encima de los arraigados problemas sociales que les han obligado a llevar vidas de miseria. Por ello, sus pecados parecen menos una ofensa a Dios que una necesidad de sobrevivir: la lujuria del ladrón reprimido que roba una reliquia para pagarse los servicios de una prostituta, la codicia del viejo homosexual que acepta de buen grado la enemistad de todo el pueblo y, por último, la intención de Totó de salvar el mundo aún cuando el mundo insiste en no ser salvado, a las tres historias les espera el mismo final, una triple crucifixión donde pagarán no tanto por sus pecados como por los nuestros.
A diferencia de como Albert Serra llena a sus intérpretes con instrucciones confusas, a la espera de una reacción, o como Straub y Huillet hacen del hieratismo y la repetición un condicionamiento para el no-actor que cobra otra significado en montaje, los no-actores de Cipri y Maresco reciben las órdenes como una serie de acciones automatizadas: si un hombre a la cabeza de una multitud insulta a otro, la multitud y el hombre empiezan y terminan a reírse en el mismo instante, volviendo al rostro inexpresivo del comienzo del plano, una cola que muestra con mayor claridad la falta de naturalidad de dichas órdenes en secuencia. Retratados como árboles secos en un paisaje marciano, ante las ruinas de edificios y los límites entre lo rural y lo suburbano, enraizados y condenados por un paisaje yermo. Virgilio Fantuzzi [13] compara las escenas de crucificados en Totó che visse due volte y La Ricotta vinculadas al pintor siciliano Antonello da Messina, poniendo énfasis en cómo el cuadro Crocifissione (1457) dibuja las tres tristes y largas figuras al frente de un paisaje urbano, de casas y castillos, como punto focal. El paisaje de Crocifissione representa el estrecho de Messina, la separación entre Sicilia y la península Itálica; Sicilia como un mundo aparte. En él, los personajes son, como esas tres cruces de madera, árboles surgiendo de la tierra que pacientemente les observa nacer.
Su tercer y último largometraje será Il ritorno de Cagliostro (El retorno de Cagliostro, 2003), dedicada a uno de sus no-actores habituales, Francesco Tirone. Arranca con un pequeño informativo que narra el descubrimiento de la película homónima, un “clásico” de cine siciliano de los años 40 y nos introduce en el contexto donde tuvo lugar. Esta ubicación temporal es una excepción dentro de la filmografía de ambos directores, convirtiéndolo en una película de época. Empieza entonces la historia de una pareja de escultores, los hermanos La Marca, que, cansados de hacer vírgenes para las iglesias, deciden aventurarse en el cine con la ayuda de un cardenal y el dinero del mafioso Lucky Luciano. La película es interrumpida con frecuencia por críticos de cine y periodistas como Gregorio Napoli o Tatti Sanguineti que establece extrañas interpretaciones de la propia obra en la que se encuentra, como considerar un grupo de ovejas una metáfora de un cine italiano contemporáneo y homogéneo. Desde el comienzo, la Il ritorno de Cagliostro arranca entremezclando su habitual catálogo de no-actores con actores profesionales como Robert Englund, mientras que las películas que el dúo de escultores realizan son, a su vez, una constatación de los problemas de rodar con no-actores. Hay una mayor dependencia del montaje (más fragmentado y con mayor variedad de recursos) impuesta por los ritmos de los actores profesionales que, en el automatismo de los no-actores, no parecía necesaria. De este modo, la película es la más artificial de su trilogía de ficción precisamente al mostrarse como la más convencional en sus planteamientos.
Es inevitable no verla como una enorme parodia de los procesos para hacer cine en Italia, más con la resaca de la polémica censora de su anterior obra: los protagonistas piden permiso a la Iglesia, que facilita los contactos capitalistas para poner en marcha la producción. Los realizadores montan su propia compañía, Trinacria (símbolo solar pagano de la bandera siciliana) en fiera oposición a la más norteña y opulenta Cinecittá. Uno de los prelados califica el cine de los escultores de “surreal”, y son esas piezas “surreales” las que vemos proyectadas en salas de cine, con otros extras reaccionando a ellas, en una realidad igual de insólita, donde los curas bailan música moderna en sotana (ya sin la inocencia de los franciscanos de Rossellini) pero donde al menos los intérpretes se adhieren a la imagen convencional que tenemos de sus tareas. De esta manera, el absurdo de los personajes invade los tres niveles narrativos de la película: los fragmentos de falso documental en las entrevistas, las “ficcionadas” pugnas de los directores para poner en marcha sus proyectos y las escenas de sus propias películas, que, por contraste, parecen más coherentes en cuanto a la uniformidad que establecen entre ellas: un estilo propio. Esas películas pasan del obligado film religioso para complacer al clero a los melodramas migratorios y a, en poco tiempo, películas de ciencia ficción con la precariedad de Ed Wood. Incluso el proyecto que da título a la película parece imponer la idea de devolver un viejo esplendor a Sicilia a través de la figura de Giuseppe Balsamo, conde de Cagliostro y famoso ocultista al que Orson Welles interpretaría en Cagliostro (Black Magic; Gregory Ratoff y Orson Welles, 1949) como villano carismático antes que como modelo de rebeldía. La presencia de Englund como la estrella invitada Errol Douglas es el elemento exógeno que, parece indicar, la influencia del cine norteamericano en el posterior desarrollo artístico y comercial del cine italiano posterior en que Douglas/Englund es un “icono” de lo que un actor debe ser según los cánones.
Sicilia (e Italia, así como las culturas que disfrazan y reniegan su atavismo) no puede pagar sus pecados sin afrontarlos primero en toda su crudeza. Las decisiones sobre interpretación de Cipri y Maresco tienen, de este modo, una triple dimensión: la aproximación al subproletariado como elemento icónico (devota y trascendental, pero valioso en sí mismo), el cinema povero en contraste al modelo comercial de cine italiano y a la visión romántica de su pasado cinematográfico y el extrañamiento necesario para entender su naturaleza ficticia y alegórica: revelado el enorme artificio del relato siciliano, con rechazo explícito de la sociedad “pseudo-civil, pseudo-democrática” de Berlusconi [14] contrasta más fuerte la esencia de aquello que, en estos pesimistas escenarios, aún muestra el valor de sobrevivir sin alteraciones. Y, ante todo, en el cine de Cipri y Maresco late el interés por personajes de la vida real que, convenientemente contextualizados en escenas de degradación e irreverencia, se muestran carentes de naturalidad pero revelan ante la cámara un valor espontáneo en sus peculiaridades, unidos a Sicilia, singulares como ninguna otra presencia cinematográfica y, por tanto, de un valor universal.
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[1] Orson Welles: Interviews. Mark W. Estrin. 2002. University Press of Mississippi.
[2] Francisco, un santo de película. Carmen Pugliese. 2014. Ed. Punto Rojo.
[4] Pasolini: Forms of Subjectivity. Robert S.C. Gordon. 1996. Oxford University Press.
[5] Althusser and Pasolini: Philosophy, Marxism, and Film. Agon Hamza. 2016. Palgrave McMillan.
[6] The Resurrection of the Body: Pier Paolo Pasolini from Saint Paul to Sade. Armando Maggi. 2009. University of Chicago Press.
[7] Qu’est-ce que le cinéma? André Bazin. 1971. Éditions du Cerf.
[8] L’etrange cas de Madame Huillet et Monsieur Straub. Philippe Lafosse. 2007. Editions Ombres.
[9] Sicilia! si gira (Jean-Charles Fitoussi, 2001)
[10] Où gít votre sourire enfoui? (Pedro Costa, 2001)
[11] Italian Cinema: New Directions. William Hope. 2004. Peter Lang Ag.
[12] The International Reception of Samuel Beckett. Mark Nixon y Matthew Feldman. 2011. Bloomsbury Academic.
[13] Landscapes in between: Enviromental Change in Modern Italian Literature and Film. Monica Seger. 2015. University of Toronto Press.
[14] The Seeing Century: Film, Vision and Identity. Wendy Everett. 2000. Editions Rodopi B.V.