Es un año aciago por el repunte en la violencia de género en España. Es cierto que nunca habíamos tenido tantas plataformas a través de las que escuchar testimonios en primera persona, y mantengo la impresión de que hay una mayor conciencia respecto a la violencia contra la mujer, pero no es menos cierto que esas mismas plataformas también dan voz al acosador y muchas reacciones airadas tratan de esconder un profundo machismo definiendo un espacio de falsa objetividad. En cierto modo, todo esto conlleva una ampliación del espacio que definimos como violencia: nuevas oportunidades para mostrar la percepción desde el punto de vista del Otro, incluso experimentando esa realidad en primera persona, y hacernos más conscientes de la repercusión de nuestras acciones o de cómo estas han sido moldeadas en nosotros de un modo sobre el que no reflexionamos lo suficiente.
Lo que ocurre con la reacción indignada de quien es señalado como machista es que ofrece una imagen de nosotros mismos con la que no nos identificamos. Hemos aceptado el machismo como un rasgo tan negativo que de ningún modo puede ser una parte inherente a nosotros ¿Por qué entonces surgen grupos organizados que reivindican su identidad como misóginos?
Un villano sigue siendo una estrella en la ficción, algunos dirían que la única estrella que ejerce tensión gravitatoria sobre el relato. Un villano es alguien a quien se puede admirar como rebelde o incomprendido. El villano es quien puede mirar por encima del hombro a los demás, emitir un juicio sentencioso contra todo lo que no le complace y convertir su incomprensión en una justificación para el cinismo. Todo el mundo contra ti. Esa indomabilidad es atractiva y evita entrar en un proceso interno de autocuestionamiento, es la imagen del Joker como alguien que puede “reírse” de las desgracias ajenas, llegando a provocarlas, porque sólo Él ha llegado a comprender el mundo. Es la misma idea que deja caer el personaje de El Comediante en Watchmen cuando aún queda un atisbo de decencia en él, pero también el retrato inexpresivo, en blanco y negro, de Rorschach: un objetivista con traumas sexuales de los que culpa a su madre y con un sectario sentido de la justicia y el honor que le coloca como una presunta figura trágica. Como el chiste donde la radio anuncia al conductor que hay un coche en sentido contrario y este afirma: ¿sólo uno? Todos los demás se equivocan.
El singular caso que ilustraba Elephant (Gus Van Sant, 2003) procedió a establecer algo más que el debate sobre el control de armas en EE.UU. La matanza de Columbine dibujaba en sus perpetradores una doble identidad, la de las víctimas del acoso escolar (bullying en su más conocido anglicismo) y la de la plataforma a la fama o el ejercicio de poder. No se trataba de un estallido espontáneo en forma de venganza por años de abuso: había planificación en sus métodos pero no objetivos definidos, lo que pone como fin en sí mismo el acto de matar ¿Qué mejor forma de hacerse valer que mediante una demostración de fuerza, de violencia, donde no quedaría duda alguna de su preponderancia? ¿Cómo no desear pasar a la historia en el país donde la gente se fotografiaba ante el cadáver de Jesse James o recogía la sangre en el suelo con el cadáver de John Dillinger?
Cuando se trata de articular un relato en torno a hechos tan traumáticos surge el problema del enfoque. Se trata de dejar constancia, de forma inequívoca, de la diferencia entre los asesinos y sus víctimas. Elephant, que tenía que lidiar con las ansias de fama de los perpetradores de la matanza, optaba por nombrar a sus personajes con los nombres reales de los actores que los interpretaban -esto es, señalar su condición de ficción, de constructo o lienzo sobre el que Van Sant exploraba cierto ennui adolescente- lo que llevaba a los asesinos a convertirse en “Álex y Eric” frente los verdaderos nombres de “Eric y Dylan”.
Las grabaciones en vídeo que los verdaderos Eric y Dylan dejaron a la posteridad fueron etiquetadas bajo el acrónimo NBK, atribuido a la película Asesinos natos (Natural Born Killers, Oliver Stone, 1994) (1). En esas mismas cintas discutían qué director sería más apropiado para contar su historia, reduciendo las posibilidades a Quentin Tarantino -guionista de la mentada película- o Steven Spielberg. Hay una clara conciencia del valor explotativo de la tragedia que cometieron y de cómo la inmortalidad de la fama les resulta más atractiva que el motivo mismo de dicha fama. Pero sobre todo es importante entender la necesidad de crear un legado, lanzar un mensaje a través de esas cintas. Hay una demanda por parte de los perpetradores de tomar control sobre la narrativa de lo ocurrido y dibujarse como protagonistas de estas historias, y, en consecuencia, la ficción en torno a esta clase de hechos se articula.
En Polytechnique (Denis Villeneuve, 2009), el caso que quiero abordar, se opta directamente por eliminar cualquier referencia al asesino. Su manifiesto antifeminista disfrazado de nota de suicidio es leído al comienzo de la película, pero ninguna imagen refuerza su descripción como víctima: todo se reduce a los preparativos de la matanza, los motivos con los que él justifica su plan no necesitan ser ilustrados. El manifiesto es leído en off mientras contemplamos a ese ausente Marc Lépine preparándose para disparar contra veintiocho compañeros de facultad, matando a catorce mujeres.
La historia que nos relata Villeneuve se sitúa en diciembre de 1989, pero la película se estrenó solo cinco meses antes de que el estadounidense George Sodini entrase una mañana de agosto en una clase de fitness de Collier Township, Pennsylvania, matando a tres mujeres e hiriendo a nueve antes de quitarse la vida. Sodini también dejó vídeos domésticos, de disponibilidad online, donde confesaba sus problemas para expresar sus sentimientos y una enorme presión social por tener éxito entre el sexo femenino, hasta el punto de articular los años que le quedaban para seguir siendo atractivo como una cuenta atrás en su “misión”. Entre esos vídeos se incluye un paseo mostrándonos el interior de su casa donde se puede ver un ejemplar del libro How to Date Young Women For Men Over 35, de cierto prestigio entre los PUAs (2). Es aquí cuando se hace evidente que Sodini grabó y subió esos vídeos a la web como parte de un ejercicio para un seminario de autoayuda donde estaba aprendiendo a salir con mujeres.
Más reciente es Elliot Rodger, tan reciente (2014) que cualquiera puede visitar los veintiún videos de su cuenta de Youtube, una experiencia tan directa y sin filtros con los pensamientos de un asesino. Rodger, conviene recordar, mató a seis personas e hirió a catorce en Isla Vista, California, antes de suicidarse. Rodger subió un último video donde, como en anteriores, aparece en el interior de su coche, en el asiento del conductor hablando a cámara. Allí lista sus motivaciones como “soledad, rechazo y deseos insatisfechos” desde el inicio de su pubertad. No entiende que las mujeres elijan a otros hombres frente a él, un “sumo caballero” o un “verdadero macho alfa” pero no tarda en revelar que se siente tratado como inferior. Rodger también se dio a sí mismo un plazo: tenía 22 años cuando cometió la matanza y estaba en la Universidad de California, proyectando una narrativa donde si él no tenía experiencia sexual durante su estancia universitaria, jamás la tendría.
Ninguno de ellos se ve como un villano, sino como víctimas. Víctimas de promesas incumplidas, víctimas de sistemas donde cualquier posición que no implique dominancia del otro es vista, por descarte, como sumisión e inferioridad. Ese discurso domina tanto nuestra cultura como la muy específica de los seminarios de autoayuda donde, a cambio de arañar el dinero de sus bolsillos, los gurús eximen de culpa a sus clientes y los cubren de derechos inalienables, que una sociedad “políticamente correcta” les ha usurpado, una sociedad donde minorías étnicas (3) o el feminismo alzan sus voces mientras ellos se sienten acallados. Es por ello por lo que resulta vital dejar un testimonio de los motivos de sus actos: son alegatos que buscan encender la mecha en otros que comparten esas visiones distorsionadas del mundo.
Es por ello que el asesino de Polytechnique no se identifica como un inadaptado tanto como un rebelde a la norma establecida, exhibiéndose como víctima de un sistema que lanza promesas irreales y luego carga la culpa en ti cuando estas no tienen lugar. Se ve a sí mismo como alguien que aún tienen posibilidad de infligir más daño a quienes le han condenado, señalado por no cumplir los objetivos que otros han marcado para él. Es ahí donde se equivoca: su ideología está lejos de ser una proclama antisistema y, en cambio, lo que refuerza es una visión irracional de los sexos. Villeneuve consolida esta idea cuando muestra cierta semejanza en la actitud del señor Martineau, autoridad en pasantías que trata al personaje de Stéphanie con la esperada condescendencia que se presencia en el mundo de las ingenierías hacia la mujer. Martineau es la representación misma del Sistema contra el que el asesino cree rebelarse y, resulta obvio, es un Sistema que comparte hostilidad hacia la mujer.
Hay intención de retratar una realidad cultural que busca moldear a las personas dentro del sistema: tanto la constante patronización de las mujeres como planos que contextualizan la época de exámenes, la presión y nervios de un embudo donde al otro extremo se presenta la vida adulta. El apremio por las notas, la competitividad, la salida al sistema laboral y la constante angustia generada por una enseñanza: cómo esto va a definir tu vida. Es importante que esto destaque a la hora de señalar un problema educativo, que es causa para todos pero que tiene distintas consecuencias.
Para hacer hincapié en lo que distingue el discurso de Villeneuve al respecto, podríamos remontarnos hasta If… (Lindsay Anderson, 1968) donde la idea de contracultura, de rebelión frente a un caduco y patriótico Reino Unido, se expresa a través del contraste entre los castigos de corte homoerótico y el cortejo animal a una desconocida, fuera del sistema-escuela. Esta revolución por despegar -la película se estrenaría en su país de origen en Diciembre, seis meses después de Mayo del 68- quedaba reflejada tanto en el póster de la película como en la secuencia final, donde se escenificaba un tiroteo escolar, un fusilamiento de las viejas autoridades donde sólo los jóvenes están llamados a protagonizar los cambios por llegar. Aunque mucho de lo que expone es discutible, esta metáfora de la explosión de violencia juvenil como proclama antisistema es inequívoca, y sin embargo, al trazar la comparación con Polytechnique vemos que If… sería la película en la que el asesino se ve a sí mismo (4), más no es la que protagoniza.
Para reflejar esa disparidad es necesario construir un punto de vista diferente. A lo largo de la película se articulan ciertos elementos no lineales, empezando por un flashforward, que acaban contribuyendo a una suerte de tensión dramática, aquella por la que tanto se acaban definiendo los relatos como “abyectos” -muchas veces desde el puritanismo- al estilo de la espera en las duchas de La lista de Schindler (Steven Spielberg, 1993). Cabría preguntarse si lo que diferencia al relato de la mera reconstrucción es esa misma tensión dramática que permite no ser sólo testigos de una reproducción de los hechos, sino partícipes de la misma. Es relevante explicar cómo la edición funciona en esta película, mostrando una misma escena desde dos puntos de vista, marcando los dos puntos de giro que sostienen la estructura, usando hábilmente el espacio y el sonido para generar ecos y sincronicidades, pero que, como muestra Kevin B. Lee en este vídeo, no hay una correspondencia simétrica. Sería más sencillo explicarlo como una cuestión de ritmo -una escena que ya hemos visto desarrollada se nos presenta una segunda vez, con nueva información pero resumida-, por el hecho de que marquen la diferencia entre el punto de vista de Jean-François y el de Valérie.
Stéphanie niega ser feminista cuando el asesino encañona al grupo de mujeres en el aula y enuncia su odio al feminismo… solo para ser tiroteada antes de terminar la frase. Incapaz de moverse, su amiga Valérie va a buscar ayuda y, temiendo que el asesino regrese al aula, se tumba junto a Stéphanie y le pide que finja estar muerta. En un gesto enfatizado por el montaje, Valérie tapa la boca de Stéphanie: no es posible razonar con quien ha perdido la razón, y, por tanto, aquí la palabra ha perdido su poder. El feminismo acaba siendo un término peyorativo del que muchas mujeres han terminado por renegar, más esa interpretación de la lucha por los derechos no está más que en la cabeza del asesino, que no acepta la renuncia explícita: la mujer que no complace su visión de la feminidad es un enemigo, que esta se vea a sí misma como activista le resulta irrelevante.
El personaje de Jean-François es el contrapunto al asesino: su empatía le lleva a tomar partido, si bien acabará por lamentar no haber cumplido un rol más enérgico y haber dado por muertas a las mujeres en el aula. Jean-François es esa figura del heteroaliado, que evita ser víctima del sistema por algo tan aleatorio como su género, abrumado por una violencia que sucede ante él y revuelve sus principios pero manteniendo el temor de quebrantar la función (o “misericordia”) que el propio asesino, como demiurgo, le ha otorgado.
La película hace un paralelismo entre el blanco y negro de la fotografía y el “Guernica”, con su escala de grises lúgubre, dolorosa, el color de la (entonces) crónica periodística por la cual Picasso tuvo conocimiento del famoso bombardeo. El blanco y negro niega cualquier uso inadecuado de la sangre, otorgando un tono definitivamente melancólico al que contribuye el paisaje nevado de Montreal y los pasillos -vacíos, monótonos, fríos- de la facultad.
Es en este contexto donde nos detenemos en la representación del asesino. En su alienación como individuo no se recurre a la excusa freudiana de, por ejemplo, My Son, My Son, What Have Ye Done (Werner Herzog, 2009), que exponía la motivación como un misterio de la mente; ni tampoco el retrato de Tenemos que hablar sobre Kevin (We Need to Talk About Kevin; Lynne Ramsay, 2011), donde oscilamos como espectadores entre una narradora no fiable y la posibilidad de una psicopatía innata o incluso congénita. Pero, sobre todo, no recurre como Elephant a establecer una serie de patrones aleatorios (5) mientras se encoge de hombros.
¿Por qué no se actuó ante las banderas rojas que levantaron estos asesinos antes de sus crímenes? Así es como se rompe tanto una premisa al comienzo de este artículo como un mito entre los MRA: la idea de que la mentalidad imperante es la que repudia el machismo. Si bien reconocemos el machismo como pernicioso, nos encontramos diariamente debatiendo entre definiciones fluidas, atribuyendo otras causas, aceptando un discurso de resignación que trata de legitimar el sexismo como algo atávico -o “natural”, en un intento por suavizarlo- contra lo que es imposible luchar, sobre todo por parte de quienes menos perjudicados o incluso más beneficiados salen de ello. La idea dominante es que, sí, el machismo es negativo pero es siempre un concepto exógeno. Cuando no responde a esta percepción, no se percibe como machismo y, por tanto, se justifica o se elude, pero no se aborda como un problema constitutivo de la sociedad actual.
A la hora de adaptar sucesos de tal gravedad ya no estamos afrontando una visión consensuada del hecho relatado. Esas adaptaciones en la ficción tienen que convivir con la imagen real de los asesinos, con sus propias versiones de los hechos y acaban por establecer un diálogo donde se corren muchos riesgos. Es entonces cuando el lenguaje cinematográfico tiene que ofrecer algo más que una mera reconstrucción de lo sucedido: tiene que ser una firme contestación al acto en sí. Villeneuve tiene la inteligencia de no ceñirse a la masacre y extiende el relato para mostrar algo que suele obviarse: las consecuencias que arrastran, el futuro de quienes han podido morir aquel día y la sensación de impotencia, incomprensión e injusticia que acompaña a sus personajes. Es un eco que repetirá en Incendies (2010) al apostar por la esperanza tras descender a un mundo de horror. Concluye la película con esta frase: “Si tengo un hijo, le enseñaré a amar. Si tengo una hija, le enseñaré que el mundo es suyo”. Pone así de manifiesto la necesidad de educar en nuevos valores, desde temprana edad, como principal prevención ante una violencia que hasta hace no tanto no era considerada como tal.
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(1) Así lo atribuye Ralph W. Larkin en su libro “Comprehending Columbine”.
(2) Pick Up Artists, artistas del ligue o seductores científicos: cualquier gurú que, por un módico precio, reduce la seducción a fórmulas o frases hechas.
(3) La relación entre el mito del “salvaje” que viene a robar “nuestras” mujeres y muchos de los grupos más misóginos está muy extendida. Incluso entre hombres de distintas etnias y culturas, unidos por la misoginia, se comparte una enorme xenofobia. Además del obvio clasismo, muestra un temor a que sea otro quien realice la propia fantasía que sostienen: Roosh V, estadounidense hijo de inmigrantes armenios e iraníes, gurú antifeminista y defensor de la legalización de violación (sic), es autor de varios libros que dan “consejos” para tener sexo con mujeres de distintas nacionalidades.
(4) Considero importante destacar que el papel de Malcolm Mcdowell como Mick Travis -que repetiría con Anderson como director en O Lucky Man! (1973) y Britannia Hospital (1982)- llamó tanto la atención de Stanley Kubrick como para ofrecerle el rol de Alex en La naranja mecánica (1971). Me resulta inevitable ver similitudes entre el proceso de alienación que Mick Travis sufre en If… y La chaqueta metálica (1987).
(5) Un ejemplo sangrante: Van Sant incluye un plano subjetivo que simula la perspectiva en primera persona de un First Person Shooter durante la matanza, tras haberse detenido en que ambos asesinos juegan a videojuegos con frecuencia, una correlación habitual entre la prensa más sensacionalista. Hoy ese plano adquiere un elemento más perturbador tras el pasado 26 de Agosto, cuando Bryce Williams grababa un plano subjetivo mientras apuntaba -y más tarde disparaba- a los periodistas Alison Parker y Adam Ward, a los que mataría en directo para, más tarde, subir el vídeo a las redes sociales. Chúpate esa, Peeping Tom (Michael Powell, 1960).