Phineas y Ferb. Bildungsroman | por Ignasi Mena

Muchas veces se culpa a la industria de masas, esto es, a la producción en “serie”, del decaimiento del poder y la intensidad del arte (en mayúsculas) para dar paso a la cultura popular (o de masas), inferior en cuanto a calidad, profundidad y sobre todo en cuanto a lucidez y capacidad redentora del ser humano. Por el contrario, servidor opina que la industria de masas ayudó a poner en evidencia la condición también serial de toda creación intelectual y artesanal humana previa, lo que reveló a su vez los grandes contenidos y los grandes valores como enormes bultos puestos bajo la superficie estética y conceptual de las grandes obras, lisa en el momento de su concepción. Hablar de la secularización del arte o de una estatización de la vida cotidiana forma parte de la condición psicológica del siglo XX (y por lo tanto del siglo XXI) y no tiene más repercusión que esa. Se crea a día de hoy como siempre se creó en su momento. La importancia que el acto en sí pueda tener -o la que puedan tener los productos surgidos de él- será siempre más cuestión de fe que de cerebro. Pero eso no nos impide seguir elaborando imágenes y formas a expensas de todo lo que supuestamente han perdido. Al contrario. También es cierto que el arte como tal ha dejado de hacerse. El arte es. Podemos mirar hacia el pasado, hacia el futuro, en su busca, y veremos que está ahí, a nuestro alcance. Puede ser aquello que queramos, puesto que ya no existe, o no existe en cuanto tal. Cada uno da al arte lo que puede y quiere (y debe) pedirle. Y eso es una invitación perfecta a la creatividad y a la libertad de cada sujeto de relacionarse como crea conveniente con lo que quiera que sea el arte.


Phineas y Ferb

Este artículo empieza con la industria de masas. Phineas y Ferb, como todo producto cultural, ha nacido en su seno. Y como toda serie de televisión nos revela a la perfección los entresijos y los recovecos de la creación contemporánea. Como opina Baudrillard, la pérdida de “profundidad” de las obras de arte lleva implícita la conversión del arte en pura superficie, superficie banal, equiparable a cualquier objeto cotidiano, a cualquier mueble. Su carga semántica es reemplazable, y su sentido, fugaz. La creación de imágenes se convierte en producción por producción. Nada significa nada y sin embargo el número de cosas -de superficie(s)- se multiplica. Todo son versiones de versiones, referencias de referencias, citas de citas, todo se ha creado ya y el único modo se seguir (pro) creando es buscando qué combinaciones siguen siendo posibles, cuáles quedan por hacer, hasta que el lenguaje (artístico) quede agotado u olvidado y se ponga el esfuerzo en otra parte. Reinventando la anécdota que recoge Habermas (p. 201), la historia cultural no es otra cosa que repeticiones e investigaciones sobre el gesto artístico primero, esencial, que dibujó un bisonte en la pared de una cueva o, aún mejor, que zarandeó con garras peludas un coco o una banana porque hacía disfrutar al resto con su ritmo.


En Phineas y Ferb confluyen una larga serie de tradiciones literarias, audiovisuales, culturales, etc. que se revelan aún como profundamente fructíferas y productivas. Pero, como siempre, lo importante en estos casos no es solo el qué, sino que por encima de ello -puesto que integra todo lo demás- se eleva el cómo, esa conjunción de forma y contenido en la que existe la obra como un todo. Como buenos posmodernos, los directores y los guionistas de esta serie de televisión optaron por la vía irónica y autorreferencial como modo de dar cierta entidad al producto, una entidad que nos llega en forma de una cuidadísima estructura de perspectivas y puntos de vista, en la que todo, absolutamente todo, es material sígnico, esto es, de reflexión, pero ya no solo por parte de los espectadores, sino de los personajes mismos de la ficción. La ficción no solo se vive: también se comenta. A lo largo de los capítulos, los personajes hablan de los créditos iniciales, de sus propias constantes, de lo repetitivo de un verano que dura ya más de cien capítulos, de su objetivos siempre incumplidos y de sus deseos siempre insatisfechos. Ya veremos más adelante cómo esto puede convertirse perfectamente en un manual infantil para luchar contra el horror vacui. Pero que la ironía -tan adulta- no nos engañe. El único modo de seguir viviendo es seguir creando, seguir avanzando, aunque sea dando tumbos. La serie entera es un mismo esquema repetido hasta la saciedad. Curiosamente, esa “prisión” del esquema permite a los distintos guionistas sacar a la luz -de sí mismos- resultados brillantes, bromas ingeniosas, y toda una retórica de la repetición que haría las delicias de Bill Murray en Groundhog Day (Ramis, 1993).


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Quizás podríamos hablar aquí, como a propósito de las obras de Damien Hirst o de cualquier otro tipo de subproducto cultural, de la pornografía de la imagen repetida, esto es, de cómo, aunque la imagen ya no tiene secretos (le hemos visto el ano, el coño y las tetas), y aunque ya sabemos que su esencia es lo no esencial, nos sentimos atacados, agredidos, excitados por ella, y la seguimos consumiendo como si aún creyéramos en su poder. El vacío de sentido de la imagen, su desnudo, nos incita a explorarla en busca de aquello que nos llega, de aquello que nos emociona, sin que sea posible especificar qué o cómo o por qué, a sabiendas de que quizás solo tiene sentido para nosotros, para uno entre un millón, en un instante perdido, y que intentar ponerlo en común con los demás sea una pérdida de tiempo porque lo que no se ha sentido no se puede comprender. Nuestro sentir se vuelve cada vez más caduco, más secundario, quizás precisamente por esa imposibilidad de compartir sus frutos con alguien.


Phineas y Ferb

Sin duda ocurre que la repetición de escenas, de tópicos, de costumbres, y su transformación, su modificación, su “perversión”, da sensación de profundidad, de conocimiento, de un algo que existiera debajo de la serie y que no está ahí. Uno podría rascar en las imágenes de Phineas y Ferb buscando encontrar la idea inicial, el esquema inicial, ese momento en el que nació la base a partir de la cual se empezó a crear... la esencia. Pero acudir al primer capítulo de la serie, por poner un ejemplo, no serviría de nada. La creación, el mundo, existe en cada momento como fruto de una posibilidad encarnada dentro de una larga serie de momentos y posibilidades encarnados o no realizados. No hay un instante más veraz que otro. Solo la oscura certeza de que en otro momento las cosas fueron de otro modo, si bien, en esencia, siguen siendo exactamente lo mismo.


Phineas y FerbSorprenden la pesadez, la desgana, la crueldad con la que los personajes -en especial Doofenshmirtz y Candace- hablan de sí mismos, de sus vidas, de su propia existencia. Es como si en cierta forma representaran un cierto tipo de retóricas creativas, de ánimos, de valores espirituales incluso, que ya no pudieran seguir representando con la misma pasión su papel, aunque al final sigan haciéndolo. Sorprende encontrar en Phineas y Ferb ese aburrimiento existencial tan propio el mundo adulto, ese asco por una situación que es siempre la misma. Allen, en The Purple Rose of Cairo (1985), juega con el “¿Y si...?” que pudiera liberar a los personajes de su prisión. Esa situación no se da en Phineas y Ferb. Los personajes son esclavos de su condición (Doofenshmirtz de sus inventos fallidos, Candace de su deseo de “pillar” a sus hermanos haciendo travesuras) como si cambiar de situación, lograr algo, avanzar, no fuera posible, sino que lo único que pudiera servir de alivio fuera la evasión, el juego, la imaginación -representados por los niños y sus aventuras.


Los niños ociosos hacen por naturaleza lo que los adultos han olvidado hacer, y si los adultos participan de la imaginación es de manera indirecta, casi por descuido. Los adultos también sueñan, pero en cosas reales. Y aunque la posibilidad de cumplir esos sueños sea más o menos remota, los adultos se mueven, hacen cosas reales, mientras que los niños no hacen “nada”. Los niños se mueven por miedo a aburrirse. Los adultos se mueven porque no tienen alternativa. Y en ese moverse constante, en ese producir constante, dejan entrever, y se escapan por sus agujeros, los mundos posibles que nunca llegaron a ser.



Fuentes


HABERMAS, Jürgen. El Discurso filosófico de la modernidad, Madrid, Taurus, 1989

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