La felicidad debe ser absoluta | por Ferdinand Jacquemort

En los confusos años treinta parisinos, Roland Travy regresa de un viaje por las islas griegas, un viaje en el que se reencuentra consigo mismo y asume que realmente quiere a Odile. Odile, que le espera en el puerto de Marsella. Años más tarde, Michele Apicella piensa en Bianca, no sabe qué hacer con ella, cómo estar a su lado, e invadido por ese desasosiego se toma un vaso de chocolate enorme. En los primeros sesenta, Odile y Franz ven desplomarse a Arthur, abatido a disparos. Nuestra historia termina mucho tiempo después, cuando Ho Po-Wing apoya su cabeza en el hombro de Lai Yiu-Fai, en aquel taxi que cruza Buenos Aires y su desesperación, es decir, su amor.


En esta historia, como en todas las historias, hay un principio.


Moretti, primo tempo


Nanni Moretti confesaría mucho más tarde que cuando empezó a realizar cine tenía tres cosas claras: primera, contarse a sí mismo y su ambiente generacional, político y social; segunda, no tomarse en serio, hablar de todo esto desde la ironía; tercera, no solo estar tras la cámara sino también delante: dirigir, escribir, interpretar.


Io sono un autarchico cuenta la historia de un grupo variopinto de teatro experimental que se reúne para realizar una nueva obra... Lejos de las exploraciones de Jacques Rivette, que también hizo lo mismo alguna vez, Moretti utiliza por primera vez en la pantalla el personaje multiforme de Michele Apicella, un tipo perturbador que se mueve entre la imposibilidad de poner expresiones dulces, una infancia nunca abandonada (que surge espontáneamente en los momentos más diversos) y la rabia. La búsqueda de actores, la preparación (física), los ensayos y la propia obra, junto con la separación del matrimonio de Michele y Simona, más el hijo de ambos, sirven para formar una primera aproximación demoledora a su mundo, que tiene el valor de una primera obra que soñaba con el cine (y tenía pesadillas con él).


Está la música de un debutante Franco Piersanti, llena de momentos propios y también ajenos. Suena un piano, un sintetizador: Michele camina de la mano de su hijo, que tendrá tres o cuatro años, fruto de un matrimonio joven que ni tan siquiera recuerda el motivo por el que se casaron. Van al encuentro de Simona (ella). Michele corta un pedazo de su cabello, lo mete en una cajita y se lo da. Ella quiere besarle a modo de despedida, pero él se echa para atrás y le da tan solo la mano. Le hemos visto llorar al teléfono, incapaz de decirle nada, echarse por los suelos, suplicar, buscar motivos (sin demasiada convicción). Ese gesto, ese beso negado, último acto de su relación en pantalla, es ese movimiento constante entre el querer y el ser, del mismo modo que es el comienzo en el cine de Moretti del camino que lleva del yo al otro. Es decir, el camino que lleva de la autarquía hasta Bianca... Un camino en el que empleará siete años, cuatro películas, un hijo, dos madres, un padre, cuatro Micheles (quizás más, debido a su personalidad trastornada), varias compañeras, amantes, rupturas, desencuentros... En fin, tantas cosas.


Apuntes para una adaptación (godardiana) de Odile


Nos preguntamos si es posible realizar la adaptación cinematográfica de una obra literaria prescindiendo de todas las cosas, absolutamente de todas, excepto de un estado de ánimo...


«Vi a tantos irse lejos. No pedían más que tibieza. Estaban contentos de tener tan poco, su rabia era tan pequeña. Yo oía sus pisadas, oía sus voces. Hablaban de tantas cosas superficiales. Como las cosas impresas en los diarios. Como las que se dicen en casa. ¿Qué les han hecho, hombres y mujeres? Son como piedras gastadas, como esqueletos de animales cazados. Mi corazón se rompe para verte. La vida continúa como siempre. La tierra se sacude de vez en cuando. La miseria refleja la miseria. Es un abismo. Sé que querés creer en cielos azules. A veces, yo también creo. A veces lo creo, lo admito, hasta que no puedo dar crédito a mis oídos. Sí, soy uno de los de tu clase. Sí, soy como vos. Somos tan parecidos como granos de arena, como la sangre, siempre vertida, como los dedos, siempre heridos. Sí, soy uno de los tuyos.»


Bande à part es la historia de Franz y Arthur, que conocen a Odile, una Odile que no es la Odile que escribió Queneau, pese a que Franz cree reconocerla en ella (pero es una mentira más, la tercera). Bande à part está filmada en clave B: un robo, una chica inocente, un curso de inglés, una bistrot y un baile, una carrera por el Louvre, un río espejado, unos puentes suspendidos,... Puede parecer poca cosa pero en realidad lo es todo. La vida, el amor, la muerte. Los deseos y los no deseos. Todo. Todo menos Odile, novela. Los personajes no son los personajes, la época no es la época, el argumento no es el argumento, el tiempo no es el tiempo.


En el cine de Godard las cosas rara vez son como parece que son, ni tan siquiera como dice que son... Franz a Odile:


«¿No es extraño cómo la gente nunca forma un grupo unido? Sí, nunca se amalgaman. Permanecen separados. Cada uno sigue su propio camino. Desconfiado, trágico. Aun cuando están juntos en las casas, en las calles».


Así, Bande à part es la adaptación más maravillosa (como un objeto) que se hará nunca de aquella novela de los años treinta que acababa con un regreso, como en el cine acababa con una partida. Si alguien hubiera pensando en su momento que esta película no era una obra menor, si hubieran visto en ella esa manera de ser más libres, más bellos, más justos y también más tristes... Sobre la fotografía profundamente otoñal de Raoul Coutard sonaba la música de Michel Legrand, igualmente otoñal, llena de instrumentos de viento, como aquellos con los que Franco Piersanti recorrió las imágenes de Giuseppe Pinori en Ecce Bombo...


El hombre que deseaba a las mujeres


«Sólo una mirada de ella bastaba para darse cuenta que su mundo se estaba derrumbando.» (Bande à part)


Si Io sono un autarchico habla de la dificultad (quizás imposibilidad) de estar, Ecce bombo habla de la dificultad de ser.


Volvemos a encontrarnos con Michele Apicella (¿será el mismo?), esta vez suspendido en el tiempo que va desde los estudios hasta saber qué hacer con ellos. Moretti actualiza y se inscribe en un movimiento histórico de vitelloni que va desde aquellos de Fellini, perdidos (prisioneros) en un Rimini a la orilla del mar, hasta aquellos otros de Accatone, que no hacían nada porque no tenían nada que hacer. Las generaciones cambian, los tiempos también, los sentimientos permanecen. Los amigos soñadores de su primera película se desmoronan en la segunda: «tengo frío y estoy cansado», «hemos fracasado en todo», afirman, en un movimiento de deriva (opuesto a ese «avanzar firmemente hacia ningún lado» de sus predecesores) y una desorientación que les lleva a esperar el amanecer sin saber ni tan siquiera por dónde va a salir el sol. Despertados por los gritos del trapero que pasa en bicicleta por la carretera vecina, lo ven alejarse y piensan seguramente que les gustaría que se llevase todos sus trastos viejos, sus viejos pensamientos y también su vida pasada, en una necesidad de renacer, de cambiar, necesidad que son incapaces de materializar.


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Ecce bombo | Nanni MorettiSu tormentosa vida pasa por una familia a la que tiene tiranizada (sí, esa es la palabra), con una madre atormentada por todos, un padre que debe abandonar el hogar por miedo al hijo y una hermana que se va de encierro al instituto un poco porque es lo que hacen todos. Para Michele, la familia tiene que ser algo que responde a sus esperanzas, a sus anhelos o quizás tan sólo a su humor. Un mecanismo complicado que debe funcionar según sus días y sus horas.


Ecce bombo | Nanni Moretti

Le queda la pareja.


En Io sono un autarchico lo habíamos intuido y en Ecce bombo tenemos la confirmación (primera de tantas otras): la mujer es el único ser en su cine que tiene un punto de cordura. Preferiblemente la mujer -amante, especie de paraíso perdido o nunca encontrado, lugar de reposo para un hombre enfrentado a todo y a todos, espacio de certezas. La pareja siempre es algo misterioso, o bien porque no comprende los mecanismos por los que ha llegado ahí o bien porque esos mecanismos le superan. Así, Bianca será seguramente la última mujer (y en cierto modo, podríamos pensar que no está demasiado alejada de las «últimas mujeres» de Marco Ferreri, con ese aire de fatalidad o de imposible). A medida que los miedos de Apicella se multiplican, sus manías se hacen más exuberantes y su rabia más profunda; conforme todo esto ocurre, sus mujeres se vuelven más y más acogedoras, más ideales o idealizadas...


Construcción del monstruo


«Tierno y cruel

Real y surreal

Aterrador y divertido

Nocturno y diurno

Sólito e insólito


¡Michele Apicella!


Ligera variación del poema que Marianne Renoir compone para Ferdinand -Pierrot en Pierrot le fou (en realidad el poema es del escritor francés Jacques Prévert).


Jean-Luc Godard siempre quiso hacer un musical y realizó Una femme est una femme. Luego bailaban aquí y allá, al menor descuido. Moretti siempre quiso hacer un musical y realizó uno sobre un pastelero trotskista. En su cine también bailan y bailan, con cualquier excusa y con cualquier canción. Ya en su segunda película, asistimos a la construcción de un universo peculiar lleno de elementos extraños que acaban por sernos cotidianos: está el baile, sí, la música, también, y una cierta concepción del mundo a través de los dulces, en especial del chocolate.


Moretti construye su personaje de una manera chejoviana: a través de ligeros trazos y de los demás, de los otros o de lo otro. Una conversación, un trozo de tarta, una canción y no otra, o tantos otros elementos, lo afirman o contradicen hasta crear una personalidad extremadamente compleja.


Sogni d’oro, tercera entrega, será el punto de inflexión en el que el monstruo Apicella termina de formarse, un ser enfrentado a todos no queriendo ser ya parte de nada. Construida a través de varias narraciones, Sogni d’oro será (cómo no) su 8 1/2, solo que, mientras aquel reflexionaba sobre la creación a los cuarenta y tres años, Moretti se propone hacerlo desde sus veintiocho años, con la arrogancia y la amargura quizás de intuir que será el último gran cineasta italiano.


Despojado su cine de esa idea social de la vida, la sociedad pasa a convertirse en un enemigo más, o al menos en algo hostil. En ese progresivo distanciamiento, esa transformación en Doctor Cordelier (a la manera de Renoir), la mujer empieza a ocupar el lugar no ya de una compañera sino de un objeto extraño y único, un objeto precioso, tanto que Silvia (el objeto del deseo en este filme) habita solo en el territorio de los sueños, como un paso más hacia esa mujer final.


Apuntes para una adaptación (imposible) de Odile


Quién sabe, quizás Bianca tan solo sea una adaptación de la Odile de Raymond Queneau... En la novela del escritor francés, ajuste de cuentas personal con el surrealismo y (tal vez) con su propia juventud, el protagonista afirma haber nacido a los veinte años y carecer de cualquier pasado (de su recuerdo), aunque nos va dejando caer algún ligero apunte. Michele Apicella también nace con esos veinte años y solo en La messa è finita, confrontado a un presente que le recuerda demasiado su inmediato pasado (esos amigos que insistentemente le devuelven a él o mejor, a sus fracasos), es capaz de rememorar una vida anterior a ese momento: la infancia, la hermana, la madre,... Pero antes, antes no hay nada. El vacío. Como en Roland Travy, su vida es la inexistencia de una vida propiamente dicha (o convencionalmente dicha, con un amplio margen de error). Pero tanto Michelle como Roland se agarran, incluso dolorosamente, a esa vida llena de vacíos, cada uno a su manera. Roland encerrado en sus matemáticas y las relaciones con los amigos (el grupo surrealista de Breton y Aragon, más algunos delincuentes); Michele con sus compañeros y ese ambiente cinematográfico algo anárquico. La aparición de Odile o Bianca se convierte así en una contradicción, un elemento destructor que se opone a ellos y lo que es peor, les enfrenta a su propia existencia y a la necesidad de decidir (lo cual es tremendamente fatídico: tanto el uno como el otro se dejan llevar... tras su carácter en apariencia decidido, responden a los deseos de los otros). ¿Y qué deben decidir? Si quieren ser felices. Tontería. ¿Hay alguien que no quiera ser feliz? Seguramente. Ambos dudan entre mantener una vida gris, que igual no les resulta muy satisfactoria pero que tampoco les causa grandes decepciones, antes que entregarse a ese amor que tanto Odile como Bianca les anuncian. Dudan tanto que su duda se convierte en un rechazo tácito (Roland) o explícito (Michelle).


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Pero a ambos matemáticos hay algo que les distingue finalmente: Roland, cede, Michele, resiste. Roland gana. Michele pierde. Pero esta no es una historia de buenos y malos: tan solo de gente que tarda más o menos en encontrarse, y que quizás no acabará por encontrarse nunca, no acabará de reconocerse.


La felicidad debe ser absoluta


Michele-Bianca: escena antepenúltima, acto final.


«No es justo que continuemos viéndonos. Yo tal vez no sea perfecto, pero al menos quiero ser coherente. No debemos vernos más. Pero, ¿por qué? La felicidad es una cosa seria, ¿no? Si la hay, debe ser absoluta.  ¿Y eso qué quiere decir? Quiere decir sin sombra, sin pena. Es difícil para todos, pero en cambio para mí es imposible. Tal vez no esté habituado. Pero las cosas cambian, las personas se transforman, las situaciones... No entiendo esta cosa forzada, como si entre nosotros no hubiera pasado nada. Más tarde o más temprano tú me dejarías. No puedo pensar que un día, tal vez estando en la terraza, contigo ya viviendo en casa, te acercarás y me dirás: “Sabes, Michele, debo decirte algo”. Y después me explicarás que ha sido bello, pero que no se puede seguir adelante... El amor acabó.  Pero, ¿cómo puedes saberlo? Lo sé. Entonces, para no sufrir luego, lo haces ahora, así, sin razones, sin motivo. Sí. Juzgas, ¿sabes? Decides, estableces la culpa, condenas. ¿Por qué no? Me juzgo a mí, lo puedo hacer también con los otros. Los otros no son un teorema. Tú estás loco. ¿Y no son locos los que aceptan todo? Yo al menos digo: esto es sano, esto es enfermo, esto es bello, esto es feo. Qué es el bien, qué es el mal. Tú estás realmente loco. Sí, Bianca. ¿Por qué todo este dolor? ¿Te parece justo? A mí no. Debo defenderme.»


Bianca, finalmente


Hay algo que recorre los primeros instantes del cine de Moretti, esos primeros cuatro filmes, algo que los une más que cualquier otra agrupación, que les da un sentido, los amalgama, los hace uno solo: la música de Franco Piersanti. Piersanti empezó en la música de cine con Io sono un autarchico. Tras Bianca, sus caminos se separan. El suyo es un recorrido emocional y emotivo, y la relación de esa música con las mujeres de sus películas nunca está improvisada, nunca es fruto del azar del momento. Es más, responde a una necesidad de trasmitir algo...


En Sogni d’oro nos encontramos por primera vez a Laura Morante, que es Silvia, una estudiante de la que se enamora Michele, profesor. Silvia solo existe cuando Michele duerme, una pesadilla más, una hermosa pesadilla. Solo ocupa unos pocos minutos de esa película, pero tiene su propia música, su propia textura, su propio sentido. «Soy un monstruo, sí, y te quiero... No quiero morir...», se convierte el grito final de Moretti, un Moretti que, a través del amor, deja escapar toda su desesperación, la de todos esos otros yoes: el cineasta, el hijo, él.


El regreso de Laura Morante, esta vez como Bianca, es algo diferente, aunque quizás no deja de ser lo mismo, y tan solo la desesperación deja lugar a la resignación, a una cierta tristeza, ya desde el primer instante, cuando la ve desde el autobús de ese extravagante colegio en el que ambos dan clase. Michele es una persona que cree que los demás deben ser felices, casarse, formar una familia, tener hijos, algo que por otro lado es incapaz de llevar a cabo, ser solitario. Su intromisión en la vida de los demás llega al delirio. Sueña con encontrar a alguien como Bianca y confía en no encontrarla nunca. La emoción de ese primer encuentro, de verla materializada, se diluye poco a poco en sus miedos, que son tantos. No sabe qué hacer con ella, cómo estar junto a ella. Su desesperación crece de nuevo, pero ya no como en Sogni d’oro. El monstruo no está dispuesto a correr detrás. Prefiere renunciar, abrazar una vida gris, a ir hasta el final. Y todo es terrible, todo es amargo. Para él Bianca solo puede ser un ideal, una esperanza. Y nadie tiene piedad de él, quizás tampoco nosotros.


La relación del personaje Apicella con sus mujeres es la del encuentro de alguien que solo piensa en sí mismo con un objeto extraño que le perturba, que no entiende, que no quiere después de todo entender... Si Bianca es la mujer que logra sacar de él algún sentimiento profundo, algún instante que le conmueve, es porque Bianca le asume, y eso, eso es algo nuevo para Michele, el principio del fin.


* * *


Bianca | Nanni Moretti

Amanece. Michele duerme en el sofá envuelto en una manta. La luz cae dulcemente sobre los rincones, las esquinas. Se levanta, camina, vaga. En la habitación, Bianca duerme. Se sienta junto a ella y la mira. Ella abre los ojos. Michele mira.



Este texto fue publicado originalmente en el número ocho de L'Atalante, revista de estudios cinematográficos, aparecido en julio de 2009


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