El filme Sauve qui peut Trotsky, un proyecto de los estudiantes de cine del IDHEC parisino que estaba tomando forma en la primavera de 1968, desapareció “misteriosamente” casi en su totalidad antes de poder proyectarse públicamente, sobreviviendo una única bobina.
Este involuntario cortometraje, La reprise de travail aux Usines Wonder, registrado oportunamente por Jacques Willemont y un exiguo equipo, documenta la vuelta al trabajo de unos huelguistas que llevaban varias semanas protestando por el salario y las condiciones de sus labores en la fábrica Wonder, sita en la pequeña ciudad francesa de Saint-Ouen. En poco más de diez minutos, los trabajadores discuten en la calle con los representantes de los sindicatos acerca de la votación hecha para decidir qué hacer, que todos sospechan fue manipulada, y vemos cómo la improvisada asamblea termina con la entrada de los obreros por la puerta de entrada a la fábrica para reincorporarse.
Una panorámica descrita por la cámara hacia la derecha, donde está la mencionada puerta, enfoca al Jefe de Personal que ha salido a llamar, acoger y “perdonar” paternalistamente uno a uno a los empleados que entran, aún entre los reproches de los más combativos, acallados, fuera de plano ya. Quizá coartado por la presencia del objetivo, no responde a lo que escucha. Antes del fundido a negro, solo una mujer, la que antes se ha mostrado más nerviosa y descorazonada, sigue repitiendo que allí no vuelve más.
Las promesas patronales y las “pequeñas conquistas” que habían esgrimido como avances los sindicalistas para aplacar la revuelta no importan y se evaporan con ese sencillo movimiento de cámara, que tiene una virtud inconmensurable: no vuelve sobre sus pasos, cierra con ese ángulo el filme. Son los ganadores y el tiempo siempre correrá a su favor. Todos saben que a la dirección le interesa que todo proceso que les acabe obligando a pagar e invertir más, cuanto más largo y lento sea, mejor y que a los sindicatos les conviene que nunca se solucionen del todo los problemas para hacerse necesarios y perpetuarse.
Filmadas en bruto, las imágenes de este corto, si se quiere, elemental (porque es sinónimo de fundamental), tan cotidianas que resultan terribles, constituyen la más directa plasmación de la derrota de los movimientos que habían sacudido al país (y que no fueron solo estudiantiles o culturales, sino algo mucho más amplio y grave: ¿tan grave como lo que contenían los restantes rollos perdidos del filme?) pasando a formar parte inmediatamente de las obras que habían tratado de asir, fabulando, la desesperación y el malestar de una generación.
Conceptos, símbolos, metáforas sí, pero ¿y las personas?
Esa misma pregunta debió hacerse el director Hervé Le Roux muchos años después.
Preguntó y preguntó hasta localizar a los protagonistas de aquel episodio, los entrevistó, les refrescó las imágenes y construyó un filme que se supedita a una última búsqueda, la de la mujer que se negó a volver a la fábrica, la única que no pudo localizar.
Ese filme, Reprise, de 1996, que puede pensarse que sobre todo trata de responder, muy extemporáneamente, a aquella vieja cuestión en la que había insistido Godard(¿cómo puede un medio intelectual, industrial, elitista en suma como el cine, ser un verdadero medio de expresión de gente corriente, trabajadores, de todos los que no tienen posibilidad de hacer una película?), es también una apasionante indagación -de la estirpe de Sans soleil de Chris Marker- sobre la permanencia de la memoria.
En efecto, nadie conoce a aquella mujer.
Sus sollozos, su angustia… se fueron, desaparecieron de la conciencia de cuantos son interpelados, por muy cerca que físicamente estuviesen de ella o por mucho que les afectase y hasta representase cuanto decía.
A partir de aquí, el camino fácil era volver a las metáforas, presentar el espectro de ella como el de la heroína perdida de la clase trabajadora y hacer sonar de fondo a John Lennon.
Pero casi treinta años después, deprimida la zona (perdió 20.000 empleos desde finales de los 60, muchas industrias se trasladaron buscando abaratar costes) y con tantos de los azarosos intervinientes en aquel corto de Willemont habiéndose buscado la vida como mejor pudieron, a veces muy lejos de sus orígenes y precariamente y en el mejor de los casos viviendo (pre)jubilaciones, Le Roux se muestra poco interesado en apremiar a sus entrevistados para sonsacarles gestos o frases que pudieran servir de inscripción para la lápida de la tumba de la clase obrera.
Antes bien, les deja explayarse, conduciéndoles directa e indirectamente (mediante sus preguntas y mediante el montaje) hasta un destino más tangible, el de congregar las vivencias de unas personas que una vez, casi sin saberlo, pudieron formar parte de una revolución -la que más temen los poderosos, la acumulativa: muchas pequeñas rebeliones en muchos ámbitos distintos- y cómo esa mínima posibilidad (apenas un recuerdo, un instante en sus vidas) gravita aún en sus pensamientos aunque de fondo solo se vean los más desalentadores retiros de la vieja fuerza motora del capitalismo: calles sucias, neones apedreados, chabolas junto al mar, pisos sombríos, ruidosos trenes de cercanías.
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