En cierta ocasión, el crítico norteamericano Armond White acuñó el término Kinetic Art para referirse al lenguaje que se pone al servicio de la imagen y la dinámica de la acción que transcurre en ella. Cineastas y francotiradores del audiovisual como Zack Snyder, Michael Bay, Brian Taylor y Mark Neveldine o Peter Berg representan, con su constante búsqueda del estímulo más primario y visceral, la apoteosis de ese nuevo lenguaje híbrido de muchas fuentes (cómic, videoclip, publicidad o videojuegos) que ha dinamitado las convenciones del cine tal como lo entendemos.
Ahora que los videojuegos nos permiten volcar en cada avatar rasgos de nuestra propia identidad, eludiendo así la experiencia vicaria del juego, el cine no deja de exprimir sus límites narrativos, éticos y estéticos para hallar, en esa polinización cruzada entre diferentes ámbitos, el reenganche sensorial con el espectador. Esa búsqueda estética, auspiciada por los grandes estudios y jaleada por las nuevas tecnologías, ha aflorado en obras seminales como Matrix, 300 o Transformers, pero también otro tipo de productos culturales que, hijos de la pos o hipermodernidad, tanto da, se empeñan en dotar de una rebeldía y falta de prejuicios a sus discursos.
Kinetic Art es, de esta manera, una historia de búsquedas y hallazgos, de narradores partisanos obcecados en vulnerar los límites del cine y de un lenguaje audiovisual en constante renovación. Una historia que se articula en torno a las relaciones de poder entre el cine y los videojuegos; las invectivas que un autor como Zack Snyder desarrolla en el corazón de la industria mientras dinamita cualquier formalidad a través de la rebeldía de Sucker Punch; o la ironía y autoconsciencia asumida por un producto como Phineas y Ferb, que reflexiona sobre su propia (id)entidad a través de los recursos que la imagen pone a su alcance. Una historia, en definitiva, abierta al cambio.