“Two cliches make us laugh. A hundred cliches move us”
Umberto Eco
En sus Observaciones acerca del sentimiento de lo bello y lo sublime, Immanuel Kant dice de la imagen exterior del español que “tiene un alma orgullosa y más sentimiento para las acciones grandes que para las bellas”. Cuando el realizador vigués Manuel Mur Oti califica al Capitán Loureiro, protagonista de su novela Destino negro, como “dos veces español” por su condición de gallego, está tomando la proyección del filósofo alemán como parte idiosincrática de aquellas condiciones de las que, lejos de rechazar, gusta de ensalzar y hacer de ellas el centro de su discurso como autor. Mur Oti mantiene la obsesión por la búsqueda del espíritu noble, no en el calificativo de honrado sino en lo que Kant califica como sublime, austero y de gran tamaño. De ese modo, el cine de Mur Oti se convierte en una lucha por alcanzar ese estado noble a través de obras muy ambiciosas, de amplias miras y un tanto aparatosas.
Manuel Mur Oti nace en Vigo en 1908 pero en 1923 se va a Cuba para no regresar hasta diez años después. Sus aspiraciones artísticas se ven recompensadas con el éxito de Destino negro, novela inabarcable de estructura de matriuskas que busca en el trabajo de los esclavistas españoles entre África, Cuba y la Península Ibérica los últimos vestigios de un espíritu sublime, que él transforma en una búsqueda universal mediante un retrato pormenorizado e internacional al estilo del Moby Dick de Meville. Esta novela de aventuras mantiene el tono melodramático que marcará su carrera y su búsqueda de héroes nobles perseguidos por el infortunio; esa lucha del hombre digno contra la mediocridad y mezquindad de sociedades dispuestas a hundir cualquier atisbo de honra. Destino negro es una pieza esencial para entender las obsesiones de Mur Oti, como la influencia de su educación en Cuba o la visión magnánima de los españoles y la generosidad de sus personajes idealizados como seres aguerridos, cultos y tenaces. La novela se alzó con el prestigioso Premio Nadal en 1948, y se convirtió en un guión -irrealizable por su desmedida ambición y la censura de su delicado contenido- para el Sindicato del Espectáculo. Adaptada por el propio Mur Oti, supuso el salto de este gallego al cine en entrada edad.
Antes de posicionarse como director a seguir, sus primeros trabajos fueron cuatro guiones para su amigo Antonio del Amo, del que fructificarían las películas Cuatro mujeres (1947) -cuatro hombres discuten sobre si la mujer que acaba de entrar es alguna de las cuatro mujeres que cada uno guarda en su pasado-, El huésped de las tinieblas (1948) -historia inspirada en la vida y obra de Gustavo Adolfo Bécquer-, Alas de juventud (1949) - dos aviadores enamorados de la misma mujer- y Noventa minutos (1949), una película que transcurría, a la manera de Solo ante el peligro (Fred Zinnemann, 1952), en tiempo real. Ambos, directores y amigos, pertenecen a esa generación del cine español conocida como “los renovadores”, que supuso un puente entre el cine de posguerra y el Nuevo Cine Español; esta situación es la que ha ocasionado su olvido, pues se han dispuesto en una tierra de nadie cronológica, en algún lugar de transición entre las “españoladas” de los dramas rurales -y su utilización propagandística por parte del franquismo- y la influencia del neorrealismo.
Su primera película como director será Un hombre va por el camino (1949), la historia de un Juan Nadie que, vagabundeando, termina con sus pasos en Monte Oscuro, donde una viuda y su hija le acogen. Cuando las habladurías son demasiadas para el hombre, decide abandonarlas, solo para volver en el momento más oportuno. Aquí se sientan las bases de gran parte de la filmografía murotiana (1), como la vinculación pagana de la mujer a la tierra, el sentimiento de culpa heredado -generalmente por una sociedad que impone una actitud recta ajena a la realidad- y el uso del drama rural como alegoría más compleja. Mur Oti traza aquí el gran conflicto en el honor y reconocimiento social de su protagonista, un despojado, hasta que demuestra no solo su valía sino también su pertenencia a otra clase social; esa oportunidad de redención está vista con cierto cinismo, igual que el final impuesto en El último (F.W. Murnau, 1924), y con una atrevida identificación del personaje con los veteranos de la Guerra Civil. El uso de espejos y fotografías durante toda la película nos traen un sorprendente y nada disimulado uso del psicoanálisis. Con un ligero eco de Recuerda (Alfred Hitchcock, 1945), el protagonista, desaprovechando su oportunidad por orgullo, tendrá que encontrar su propio honor en aquello de lo que huía.
Tres años más tarde, dirige su película más popular, la que se ha dado en incluir en incontables lista de las mejores películas españolas pero que no es más que un reflejo de su obra completa, siendo más conocida por el largo travelling que cierra la película que por otras destacables virtudes. Así pues, Cielo Negro es la historia folletinesca de una muchacha que, enamorada del hijo de su jefa en un taller de costura, se cita con él en una desastrosa noche de la que el hombre sale espantado. Para burlarse de ella, sus compañeras le remiten cartas en nombre de su amado pidiendo su mano, lo que la lleva a la desesperación cuando descubre el engaño y la obliga a utilizar a un pobre poeta para aparentar ante su difunta madre que ese es el hombre con el que va a casarse. Ahí está latente la sordidez del Madrid de la época y el maltrato a las clases más bajas, tanto en la protagonista como en el personaje de Fernando Rey, un carismático pillo que intercambia en los cafés mala poesía por ensaimadas que llevarse a la boca; ese hambre de posguerra ejemplificado en el artista con principios. Mur Oti deja entrever sus malintencionadas críticas en la figura ausente del padre de la protagonista, un republicano fallecido, o en el cierre de la historia, donde la religión se convierte en un refugio ante la desesperanza, un último acto tan lleno de significado como absurdo, donde el gesto no es tan piadoso como atormentado.
Con Condenados, en 1953, llega la sublimación expresionista del estilo del gallego. La música de Beethoven acompaña a este drama del campesinado con ecos fantasmales y alma de western. La historia del trabajador enamorado de su señora, ajeno a que el marido de esta ha de volver de prisión en un pueblo expectante al desenlace, como un coro teatral o una platea que contiene el aliento. Aquí, y como también se verá en Duelo en la Cañada (1955), la confrontación se hará no con pistolas sino con la más apropiada navaja, en un cruce entre los dos hombres por el amor de la misma mujer. La propiedad privada y marital, en lo que viene a ser el tema más recurrente de Mur Oti, como la vinculación de la mujer a la tierra, se convierte en el objeto del enfrentamiento, relatando la insensatez de la justificación religiosa y moral del patriarcado más obtuso. El sentido del deber neutraliza la libertad de Aurelia, la protagonista, que rechaza una vida más feliz a favor de un discutido honor en manos de un pueblo morboso.
Pero la ambición de Mur Oti no habría de ceñirse a esta obra de estética grandilocuente. Aún estaba por escribir su propia opus magna con el muy elocuente título de Orgullo. Realizada en 1955, la combinación de dos géneros con los que ya estaba familiarizado como el western y el melodrama narra con tesura una historia de amor entre los más jóvenes de dos familias enfrentadas, un panorama clásico de tintes shakesperianos que deviene en la ambición desmedida por la tierra, que vinculo en mi memoria cinéfila con Horizontes de grandeza (William Wyler, 1958). Mur Oti entiende el western no como el paisaje de arquetipos en el que devendría el género, sino como algo más puro, menos contextual, con un fuerte interés por el entorno como parte intrínseca y la figura de los ganaderos como alma estética. Así, este “primer western español” parte de nuevo de la imagen de la mujer y la tierra, dejando ver atisbos de sexualidad incluso en las secuencias más inocentes, como el nacimiento de un caballo observado por la protagonista sin contraplano alguno. La mujer es aquí una fuerza luchadora contra el hambre y la pobreza, una representación de la entereza y el desafío que se rebela ante las fuerzas de la naturaleza y las costumbres, centrándose en el proceso de endurecimiento de carácter de esa chica, criada en ciudad pero vuelta a nacer en una escalada terrible. Esa figura femenina llena de fortaleza es lo que la vincula con Lo que el viento se llevó (Victor Fleming, George Cukor y Sam Wood, 1939), influencia que Mur Oti no solo no rehuye, sino que le dedica el plano final, eso sí, punteada por la misma lluvia que purgaba todo en Cielo Negro. Por si fuese poco, otro momento, imposible de realizar en nuestros días, se clava en la memoria entre todas las secuencias del cine de este director: el despeñe de una carreta con bueyes descendiendo brutalmente por un barranco, de un modo incluso más salvaje que la secuencia de inicio de Pa Negre (Agustí Villaronga, 2010), un vínculo que no es lo único que comparten, pues en ambas resuenan los terrores de la Guerra Civil, que Mur Oti utiliza para hablar de una reconciliación nacional en forma de arenga de su protagonista.
Pero el gran éxito habría de llegar con Fedra (1956) la película más vista de aquel año y adaptación de la historia del cordobés Séneca el Joven. Fedra empieza con los compases fúnebres del poema Negra sombra de Rosalía de Castro, tal y como fue musicado por Xoán Montés Capón. Este comienzo funesto emparenta con las mismas intenciones del sobrecogedor documental sobre la Guerra Civil Tierra de España (Joris Ivens, 1937). Mur Oti inicia esa secuencia con los barcos acercándose a la costa levantina, pero la presencia de unas columnas griegas cubren todo nuestro imaginario del Mediterráneo, y el canto gallego le dota de una universalidad propia. Esa sensación de atemporalidad que imprime a un relato clásico tiene algo que ver con el eterno retorno y cómo Mur Oti retorna a temas anteriores, como las habladurías del pueblo como motor de conflicto, la culpa heredada, la sexualidad reprimida y la mujer telúrica, ahora vinculada, cual sirena, a la espuma de mar. Originalmente pensada con un final menos moralizante, donde Estrella, la protagonista, acababa besando a su amado, la censura forzó un accidentado “suicidio” que, curiosamente, convierte la película en una obra considerablemente más hostil, dejando a Fernando como un homosexual encubierto ante la masculinidad de Estrella. Es el personaje de Emma Penella quien toma las riendas del cuidador de caballos y quién se deja llevar por sus pasiones mientras él se domina, obediente a su papel social.
El batallón de las sombras supone una de las películas más inclasificables del cine español. Comedia de intenciones feministas (aunque de resultados al respecto más que discutidos), arranca con un gag sobre un narrador que, lejos de derribar la cuarta pared, la construye en la manera en la que los soliloquios de Larry David en Si la cosa funciona (Woody Allen, 2009) resultaban parlamentos de un excéntrico. Una vez construida esa muralla con el espectador, cae la que sostiene el bloque de pisos de los protagonistas, enclaustrados en sus diminutos pisos cual viñetas de la 13 Rue del Percebe, representando a esos hombres dispuestos en actividades creativas (el actor, el músico, el inventor, el artista…) y las sufridas mujeres que han de aguantar con resignación -esto es, en las “sombras”- el peso de los frustrados sueños de sus parejas. Con increíble audacia sortea Mur Oti la cuestión de una prostituta, interpretada por Emma Penella, en su afán por convertirse en señora al cambiar de hábito. El director nos presenta al personaje por su sonoro paso, por los pies de aquellos zapatos que se ha visto obligada a calzar y que ahora ve en el amor su vía de escape.
Cansado de las críticas negativas, Mur Oti plantó un punto y aparte en su trayectoria conLa guerra empieza en Cuba (1957), en la que se citan los epítetos que tanto tiempo se había dedicado a su obra en boca del descarado personaje cupletista de Emma Penella: “recargada, pedante, ostentosa, fría”, aunque sea para referirse sutilmente a la casa del gobernador civil donde tiene lugar la mayor parte de la trama. Mur Oti tiene entre manos una comedia insustancial donde dos gemelas, una gobernadora represiva de la sexualidad y una fresca cupletista muy popular cuando sustituye a su hermana. Esa dicotomía marca un comentario más político de lo que aparenta, en una película donde se llega a decir “Viva la república.... francesa” con cierta retranca.
Con Duelo en la Cañada, Mur Oti vuelve a aproximarse al western desde su particular perspectiva. El Cádiz de 1890 cobra ecos de paisaje fordiano y sirve como excusa para una historia ecuestre. El sentimiento de culpa vuelve a pesar sobre su protagonista femenina, Soledad, dividida por causas del destino entre su nada disimulado captor y el hombre que tiene a bien devolverle la dignidad. Distribuida por Warner Bros, la película no es una de las mejores de su director, sobre todo a causa del retrato excesivamente caricaturesco de Soledad, centrado en sus toscos modales. Pese a lo insatisfactoria que puede resultar, mantiene una secuencia de coche de caballos de una fuerza inmensa en su agresividad, y un último acto tenso, con uno de los personajes sosteniendo un Winchester sobre una empalizada y un silbido como señal de amenaza. Una vez más, Mur Oti tampoco esconde sus desmedidas metas al finalizar el relato con un plano sacado de El crepúsculo de los dioses (Billy Wilder, 1950) sin ningún tapujo, un acto barroco que, sin embargo, empieza a saber a poco.
Pescando millones (1959) fue la nueva apuesta de Mur Oti por la comedia, a través de la obligación contractual de usar a los cómicos Zori, Santos y Codeso. Escrita en un tono próximo a los trabajos de Berlanga -sobre todo al pesar económico y los anhelos de Bienvenido Mr. Marshall (1953)- la esperanza de la riqueza es el motivo de estos tres pescadores que, tras varios infortunios, se hacen con un yate del que esperan sacar rédito solo para descubrir que estaba siendo usado por traficantes de pieles. La confusión y el enredo trae ahora al pueblo no como sociedad condenatoria sino como posible redentor que exculpa a los pescadores al estilo de Fuenteovejuna; la vuelta al estado de origen y a apreciar más lo que se tiene que lo que se anhelar cierra un relato impropio de su director, pero aceptable en su contexto.
Es con Una chica de Chicago (1960) donde Mur Oti empieza a perder gran parte de su tino. Esta comedia, que arranca con un divertido prólogo sobre los complejos culturales y el anhelo de huir de una Celtiberia cateta, se diluye rápidamente para convertirse en adaptación ridículamente conservadora de Lisístrata de Aristófanes. El feminismo mal entendido es devuelto al redil en una película que hoy sería hasta ofensiva por su condición de matrimoniada salpicada de comentarios homófobos, que, cómo no, termina con su protagonista rindiéndose ante la evidencia de que “Las mujeres en España están para cocinar para sus maridos” (sic), seguida de un elocuente plano en el que un representante de la Iglesia bendice esta conclusión. La arenga que Carmen Arocena le dedicó en Las protagonistas femeninas en el cine de Mur Oti pone en su sitio la falta de energía y rebeldía de la mujer murotiana, siendo este el caso más escandaloso. Pero, dejando de lado su moral machista, si por algo debemos despreciar Una chica de Chicago es por su torpeza y dejadez, una película que parece abandonada tras su prometedor arranque de réplicas ingeniosas y equívocos amenos para trazar un esperpento en el peor sentido de la palabra. “Una no sabrá mucho, pero una va al cine” espeta la criada al servicio del Señor Blanco en el comienzo de la película, comentario que Mur Oti utiliza para exculpar al cine de cualquier valor didáctico al llevar a dicho personaje a confundir Norteamérica con un país desértico asolado por pieles rojas. Será el Señor Blanco, exiliado a Cuba para criar a su hija como una mujer americana, la que hable por voz de Mur Oti y ponga de manifiesto el radical giro del cine de su director, ahora tan alejado de la búsqueda de lo sublime para enfatizar la necesidad de lo bello: “En este país faltan las pequeñas cosas”, dice con atino.
A hierro muere (1962) es una de sus películas más infravaloradas siendo de un sano disfrute sin igual. Muy influida por Alfred Hitchcock -es inevitable relacionar el vaso de veneno con Sospecha (1941)- pero con rasgos notables de Clouzot. Una trama que recuerda a los mejores años del cine negro en España y que sabe reinventarse pese a que erradica cualquier rasgo de la temática murotiana para sucumbir a la estética expresionista. Sin embargo, una película a revindicar como noble entretenimiento, ajeno a las dobles lecturas y la grandilocuencia del gallego.
Milagro a los cobardes (1962) es una de las películas más extrañas del cine español: se trata de la recreación de la pasión de Cristo desde el punto de vista de dos fieles, Ana y Rubén, que preparan una conspiración para liberarle con un grupo de seguidores que han sido curados por el mesías. Los conflictos para ponerse de acuerdo son el principal obstáculo, y deja patente la gran deuda que los conspiradores tienen con Cristo; el miedo y el temor les genera duda y, antes que un filme sobre la fe, estamos en una historia sobre el egoísmo. El gran miedo de los conspiradores convocados es que, tras la muerte de su maestro y sanador, vuelvan sus dolencias, así que incluso la intención de rescatarlo supone un acto de autopreservación antes que un gesto desinteresado. Finalmente, llegará la misericordia y el arrepentimiento cuando ya es demasiado tarde; por suerte, la mitología cristiana nos recuerda que esa conclusión tiene un epílogo positivo y la muerte de ese hombre no es el final, pero Mur Oti tiene la suficiente maldad para insinuar que lo importante no era el arrepentimiento ante esa muerte, sino el acto en sí de liberarlo que nunca llega a cometerse.
Para hablar de su siguiente película, Loca Juventud (1964), hay que armarse de valor, no solo porque, probablemente, sea lo peor que ha filmado jamás, con una desgana patizamba; sino porque su propia condición ya levanta suspicacias. Efectivamente, estamos hablando de una película que no solo está protagonizada por el inefable Joselito, niño cantor relegado para siempre a los abismos de Cine de Barrio, sino que, para colmo, es un Joselito crepuscular, que ha perdido la inocencia de su voz y que se encuentra en la que sería su penúltima película de juventud, como adolescente repipi. Este subproducto nos devuelve esa imagen irreal del cine del franquismo donde un muchacho rico termina como jefe de una banda de delincuentes yeyé que acaban chantajeándole cuando este ve mal las acciones del grupo que creía liderar. Lo que podría ser la premisa de un cómic de Frank Miller es, en realidad, una parsimoniosa estupidez cargada de los tópicos más rancios, con protagonistas recitando los pasajes más “ejemplares” de la Enciclopedia Álvarez. Sin embargo, es inevitable ver que algo queda de la mano de su autor en este producto alimenticio: la secuencia inicial divide, mediante una falsa voz en off que ya era recurso en El batallón de las sombras, el hombre guerrero del hombre santo, el hombre salvaje del civilizado, falseando un imaginario eje entre el Coliseo romano y la Plaza de San Pedro que es una hermosa introducción a un despropósito. El padre de Johnny, nuestro protagonista de origen americano, cita a San Agustín y su “solo en el error está la verdad” pero, en realidad, podemos considerar esta película como un enorme error, sin verdad adjunta.
Mayor rareza será El escuadrón del pánico (1966), donde el hispanoamericanismo de Mur Oti se pone al servicio de un batallón portorriqueño inmiscuido en la guerra de Corea. Un batallón que se presenta como una fuerza especial, cimentada en la amistad de sus miembros, pero que poco ve fallar su confianza. Aquí el honor se disfraza de un deber suicida, y convierte a los hombres de esta cinta antibelicista en despojos suicidas que, sin embargo, se ven impulsados por su mutuo apoyo y sus nobles intenciones. Un paso más en la búsqueda de Mur Oti de lo sublime que, sin embargo, se encuentra por primera vez con el escollo de la inutilidad moderna.
Pasaron nueve años hasta que Mur Oti dirigió su siguiente película, La encadenada (1975), ya despojado del cariño crítico que se le había profesado tantos años. De vuelta a su Galicia natal, se entrega aquí a una historia en clave de Vértigo (1958) sobre una nanny que deviene en madre adoptiva y en deseo edípico. El psicoanálisis ya apuntado en Un hombre va por el camino también nos devuelve a la mujer delincuente de A hierro muere y al incesto de la figura materna en Fedra. Conviene destacar el sorprendente parecido de esta película con la no suficientemente ponderada Reencarnación (Jonathan Glazer, 2004) que, si bien no contiene la sensibilidad en las formas de la norteamericana, construye un falso relato de suspense sustentado en los sentimientos más desgarradores.
Y llegaremos a su última parada, con el shakesperiano título deMorir… Dormir… Tal vez soñar (1976), un filme fantasma en doble sentido pues se trata de la descripción de una saga familiar en su dolorosa existencia desde 1916 a 1966, pero también de una obra prácticamente desaparecida, que pone en relieve cómo el legado de Mur Oti ha sido menospreciado y permanece oculto al ciudadano de a pie, en ese afán de la Cultura de Transición por reescribir el pasado, renegar de todo y empezar de cero como si nada de lo anterior tuviese validez. Así, mientras la película de Mur Oti trascendía finalmente a lo sublime partiendo de lo bello, quienes deberían haber colocado a este hombre en su altar particular han preferido rendirse a actos políticos entregados a la mediocridad y la anécdota, convirtiendo a este realizador en una nota al pie escondida en favor del victimismo que aqueja a nuestro cine y sus responsables.
Daría sus últimos años en la realización, como guionista, de las magníficas series de TVE Cañas y barro (1978) y La barraca (1979) -que hoy podemos gozar en streaming-, series que nada tienen que envidiar a esta edad dorada de la ficción televisiva que llegó de ultramar y que resultan tan impactantes, viscerales y brillantes como lo fueron en su día, demostrando la enorme capacidad de escritor del gallego una vez libre de ataduras dictatoriales, suerte que no corrió casi ningún otro realizador contemporáneo, que vieron como su cine perdía brillo y fuerza para siempre. En ambas se mantenían los deseos telúricos y de honor que palpitaba en el cine murotiano, y fueron la despedida a lo grande de un hombre que siempre soñó con ser el mejor.
Así, Mur Oti, un personaje de obra esquiva, fue desarrollando su carrera entre la picaresca con los productores, regateando el dinero para conseguir sacar sus demenciales proyectos adelante; llegó a distribuir desde Cine Spain, una empresa ubicada en Manhattan, películas españolas en Estados Unidos y ya los últimos días de su vida los pasaba en su despacho de la calle de Santa Engracia de Madrid, recitando poesías inéditas a sus pocos y fieles visitantes. Se trataba ya de una figura olvidada, un personaje polémico al que se miraba con condescendencia desde casi sus inicios en el séptimo arte, y ese tono despreciativo no se supo contextualizar posteriormente, relegándolo al pasado, sin desprenderse de juicios estéticos de puro absurdo. Su humor ácido se combinaba con su atrevimiento hacia la grandeza, lo que le ocasionaba las burlas de muchos, pero él se mantuvo firme como intelectual rendido ante el melodrama. Acusado de esteticista y barroco, algunas tardías y esporádicas defensas de su cine -como el monográfico de 1992 Las raíces del drama,a cargo de Miguel Marías- han rescatado su memoria. El maltrato a su cine se traduce no solo por valorar a Oti si no por la dificultad de encontrar su obra y demás obras españolas de la época en un país tan acomplejado e ingrato con su propio pasado. En 1993 recibió el Goya de honor a su carrera, aún con la esperanza de ver otro nuevo proyecto salir adelante; pero fallecería 10 años más tarde sin ninguna obra entre medias. Reza el epitafio de esta figura abandonada por el tiempo: “Dejadme descansar, que estoy transido de tanto desear lo que he logrado y de tanto llorar lo que he perdido”. Esta es, pues, la historia de Manuel Mur Oti, la narración más grande que ha escrito y la que mejor ha dirigido, la historia de su vida, que no podría ser más sublime y noble.
(1) Adjetivo utilizado por Jose Luis Castro de Paz en su esencial libro “El cine de Manuel Mur Oti” (1999).