La intimidad del otro. Tarnation | por Laura Menéndez

Tarnation es una película que como dice su propio director (refiriéndose a su madre): «No puedo escapar de ella. Vive dentro de mí». Mucho se ha escrito sobre dicho filme, y constantemente reaparece en los debates sobre el uso de las nuevas tecnologías, las home movies y la exhibición de la privacidad. Desde un principio plantea un juego macabro que muchos se toman a pitorreo y del que otros tantos optan por exiliarse. Lo que está claro es que representa una nueva ramificación que, gracias a la democratización de la tecnología, permite reconstruir una memoria, un camino existencial, a traves de pedazos de vida recolectados. Un filme intuitivo y de aspecto documental, montado con un programa de edición casero, que inicialmente da la sensación de película pequeña. A medida que avanza, el metraje va mutando, desnudándose  —literalmente—, convirtiéndose en algo enfermizo y perverso de lo que no puedes escapar. Un laberinto sin salida que horroriza y fascina al mismo tiempo.

El filme de Caouette es el caso más extremo del llamado trauma cinema, óperas primeras que, en base a metraje preexistente, exploran la vida privada de su director. Documentales familiares, relatos íntimos que llegan a convertirse en universales. En los que siempre aparece un asunto peliagudo de fondo. Ante la imposibilidad de volver atrás, las imágenes son recuperadas para ensamblarlas con otras, adquiriendo un nuevo sentido que permite canalizar todo el odio, el sentimiento de culpabilidad y un amplio catálogo de emociones confusas que, inevitablemente, terminan por trasladarse al espectador. Películas que buscan una reconciliación con el pasado que permita explicar el presente. Otra manera de exorcizar fantasmas.


1. El pasado, la ausencia y la familia


El pasado es motor de la narración. Si bien la película comienza en tiempo presente (2002), el viaje en autobús que emprende su protagonista sirve para justificar la retrospección hacia los orígenes de la familia (años 50). Y esa regresión imposible se produce en repetidas ocasiones, como si una fuerza aniquiladora empujase a Caouette a reencontrarse continuamente con las ruinas del punto de origen, forzándole a reconciliarse con su pasado. La madre, por su parte, sufre una particular recesión a la infancia que parece degradarla a pasos agigantados. Muñecas de trapo, risitas, juegos, bailes y canciones infantiles que le hacen avanzar hacia el abismo total de la locura.


La ausencia es una entidad con vida propia. Ausencia desoladora de verdaderos vínculos afectivos a los que aferrarse: familias de adopción, orfanatos, abuelos que se convierten en padres imposibles, la madre —siempre referenciada por el nombre propio, nunca como auténtica madre—  internada durante largas temporadas en hospitales psiquiátricos y la figura paterna desaparecida, auténtica intrusa en la historia que, más que ausente, parece expulsada continuamente y que nunca llega a regresar del todo. Esta expulsión, absolutamente deliberada, esconde detrás un rencor íntimo, una brecha que no acaba de cicatrizar aunque se produzca esa extraña reconciliación final (la escena de los tres en el sofá). El padre es sin duda un personaje idealizado y de algún modo, culpable de no acudir al rescate de Caouette cual salvador montado en un caballo alado.


En este sentido, la película está íntimamente emparentada con otro gran retrato familiar, El desencanto (Jaime Chávarri, 1976), estructurada en base a la ausencia paterna. Culpable aún después de muerto de todos los males de la familia, imposible de olvidar. También aquí la enfermedad mental lo sobrevuela todo. Psicosis, paranoia y esquizofrenia: una historia enferma. Las ruinas de la casa familiar son recorridas con la esperanza de encontrar algún resquicio de los buenos tiempos. El retorno es, cuanto menos, imposible.


Y a partir de aquí, surgen unas ganas incontrolables de escapar. En coche, tren o autobús, a cualquier otra ciudad, pero lejos del núcleo familiar para intentar crear otros vínculos más estables. Con la excusa de los estudios o del ambiente artístico en el que desenvolverse, pero manteniendo siempre el contacto aún cuando renegamos del origen.


2. La vida del otro


La sensación de distanciamiento es omnipresente a lo largo de todo el filme. Su protagonista/director es incapaz de diferenciar entre ficción y realidad, llegando incluso a concebir su vida como una ópera rock. La música acompaña todo el filme a modo de banda sonora, alejándolo del documental más puro. Con la presencia de un narrador omnisciente en tercera persona que no es otro que su propio protagonista delirando acerca de sí mismo.


Las imágenes  grabadas por Caouette se entremezclan con las de Viernes 13 (Friday the 13th, Sean S. Cunningham, 1980), La semilla del diablo (Rosemary's baby, Roman Polanski, 1968), Heat (Paul Morrissey, 1972) y Trash (Paul Morrissey, 1970), que le pertenecen de la misma manera que sus grabaciones familiares. Del mismo modo en que Tarnation nos pertenece tanto a nosotros como a él. La vampirización es, por tanto, constante y recíproca. Videoclips, programas de televisión, musicales, películas y cortometrajes pasan a formar parte de un todo, descontextualizando las imágenes y adquiriendo un nuevo significado.


Una vida detrás de la cámara le convierte en demiurgo de su propia existencia, creador de un universo particular e íntimo. Una vida delante de la cámara lo transforma todo en un Big Brother permanente, una marioneta de sí mismo. La pérdida de consciencia es ya total, resulta imposible distinguir delirio de realidad. En un determinado momento, Caouette hace referencia a las drogas y la sensación de estar soñando todo el tiempo que aquellas le provocaban, aunque es obvio que su trastorno de despersonalización estaba presente en su cabeza mucho antes del episodio del polvo de ángel. Así, es lógico que los sueños formen parte del relato: su protagonista habla de un sueño en el que contactaba con el padre ausente. Como rompiendo definitivamente esta barrera entre ensoñación y vida real, el reencuentro finalmente se produce, y entre las pocas palabras que el padre es capaz de pronunciar, aparece la siguiente frase: «this is so surreal».


 

 

Por tanto, lo único real y palpable a lo que puede aferrarse son las grabaciones de su familia y de sí mismo, las cintas de audio y las fotos. No mienten, están ahí. Pero a partir de aquí cabe preguntarse si estas grabaciones esconden la perversa intención de documentar su escabrosa existencia para  poder, en un futuro, enseñarla al mundo o si, en cambio, Caouette es inconsciente desde un principio y lo hace sólo como un entretenimiento más. Probablemente, la solución pasa por una mezcla de las dos opciones, en la que, progresivamente, y cada vez de un modo más consciente, se da cuenta de que su vida es, cuanto menos, peculiar, y decide forzar la situación hasta que la presunción de inocencia termina por quebrarse.


3. Pornografía de las imágenes


La videocámara de Caouette no es un intruso, sino una presencia natural. No produce reacciones de extrañamiento, al contrario, los personajes del relato parecen competir por acaparar su atención. Entonces aparece la duda de si estos personajes son tratados como ratas de laboratorio con quienes se experimenta para un bien mayor o si, por el contrario, son auténticos cómplices de semejante perversión narcisista. Quizá un poco de las dos cosas: ocurre lo mismo que con la consciencia del director, en un principio tal vez diluida y bienintencionada, y con el paso del tiempo pervertida y desencantada. La paranoia conspirativa llega hasta tal punto que en determinado momento se habla de la posibilidad de que la familia sea un experimento del gobierno. Lo que está claro es que aquí nadie es inocente.


El filme es una constante lucha consigo mismo por mostrar la imagen última y total. La podredumbre moral y el mal gusto van revelándose en pequeñas dosis, superándose hasta llegar al momento “do the pumpkin”, el delirio total. Se trata de la escena más larga de la película, cuatro minutos sin cortes, lo cual resulta llamativo en el conjunto de planos cortos y montaje frenético que forman Tarnation. Como si durante todo el filme nos hubiesen estado preparando para esto. Antes ya nos habíamos escandalizado con la grabación de Caouette con 11 años haciendo de mujer maltratada y con la imagen de la abuela catatónica con la peluca. De alguna manera, ya estábamos bien avisados y anestesiados. Así que no nos pilla por sorpresa.


Llegado un punto, hacia el final de la película, incluso los cómplices-protagonistas renuncian a seguir con el experimento (la madre no quiere hablar, el abuelo amenaza con llamar a la policía si insisten en grabarlo), huyen de la cámara que tantos minutos de gloria les había proporcionado. Como si la vergüenza y el arrepentimiento apareciesen de pronto. En ese momento, se hace imposible continuar, el final se revela por sí solo. Al final de tamaño experimento, Caouette se da cuenta de que todo tiene un límite y decide cerrar el filme con una reconciliación consigo mismo, con su pasado y su familia. Vuelve a grabarse como cuando era pequeño, pero de alguna manera sentimos que sigue actuando. Se ha acostumbrado a hacerlo continuamente. Arropa a su madre y se duerme a su lado. «It is still a beautiful world».


4. Tarnation como espectador


La película en ningún momento apela directamente al espectador, sino que lo agrede. Sin pedir ningún tipo de permiso previo, como un puñetazo en la cara. Desde el principio intuyes que, si entras en su juego, no saldrás indemne. Entonces, ¿por qué tanta gente se siente estafada/horrorizada/escandalizada? A lo mejor  la solución pasa por planteárselo como un juego. Un juego macabro y voyeurista, sí, pero al que te expones asumiendo todos los riesgos. La privacidad aquí no tiene razón de ser, se juega continuamente a romper las barreras de lo íntimo en un crescendo degradante, por muy contradictorio que resulte. La belleza de la destrucción y la miseria nunca habían sido tan fascinantes.


Las personas, como es lógico, nos sentimos agredidas cuando se vulnera nuestra privacidad. No hay nada más agresivo que una pregunta incómoda y malintencionada en el plano de lo psicológico, o la violación de nuestro espacio vital y el contacto no deseado en el sentido físico. Lo curioso es que Tarnation juega a darle la vuelta a todo esto, y hacernos sentir incómodos penetrando en la vida del otro. Lo peor de todo es que muchos no se sentirán agredidos, acostumbrados como estamos a airear nuestras miserias por doquier.


Ya no estamos hablando de nimiedades como que aparezca algún desnudo, o se hable de temas como la sexualidad, las drogas y  los conflictos familiares, sino del catálogo de sensaciones que parten de la película, para pasar, inevitablemente, al espectador. Las emociones del filme repercuten en quien lo está mirando, cada uno las interioriza a su manera: furia, extrañamiento, sorpresa, asco, compasión. Variables en cada persona, pero más o menos intercambiables. Un muestrario del alma humana. Ya había mencionado más arriba que sus imágenes nos pertenecen tanto como a su director, pero ahora me doy cuenta de que la película somos nosotros, la construimos en base a sentimientos. Poco importa si nos sentimos estafados al finalizar o si salimos asqueados del encontronazo con el filme: hemos sentido.


Y si de alguna manera Caouette me golpea, no me queda más remedio que reaccionar. Y si me provoca, yo le contesto que su película me fascina y me revuelve las tripas a la vez. Que desearía no haberla visto nunca y que me resulta imprescindible al mismo tiempo.


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