Filtraciones del mal en Le corbeau, de Henri-Georges Clouzot | por Jordi Revert

«No sabéis qué es el miedo, pero lo veréis.

Y es contagioso como la peste.

Y cuando lo coges, es para siempre».


Dick (Jeronimo Mitchell) en El salario del miedo



Malditos bastardos, o el proceso Clouzot


Le corveau | Henri Georges-ClouzotLa primera vez que nos aproximamos a la entrada del cine de Shoshanna en el París ocupado de Malditos bastardos (Quentin Tarantino, 2009), puede observarse en la marquesina la película que se proyecta: Le Corbeau, filme de 1943 que suponía la segunda incursión tras la cámara de Henri-Georges Clouzot, es la referencia elegida por Tarantino, no sin cierta astucia. Si tenemos en cuenta el momento escogido por la trama para la cita -1944- y el contexto que implica -la Francia ocupada por los nazis-, advertimos que la elección no podría ser más acertada. Por un lado, el realizador se ajusta a la realidad proteccionista del régimen sobre el cine que se podía ver en las salas. Y por otra parte, se decanta por un ejemplo significativo, pues se trata del título representante por excelencia de los peores desencuentros entre el férreo control del nazismo, la osadía creativa de un autor no sumiso y la pasividad de la Francia de Vichy, rendida a sus invasores. El germen de la controversia estaba en el hecho de que Le corbeau había sido financiada por la Continental, compañía con intereses pro-nazis que ya había producido El asesino vive en el 21 (1942), primer trabajo de Clouzot. Sin embargo, aquella ópera prima no había levantado el mínimo escándalo en su limitación a un whodunnit que ya le valía al cineasta las primeras comparaciones con Alfred Hitchcock. Su segundo largometraje, en cambio, iba a costarle a la acusación de colaboracionismo: el CLCF -Comité de Liberation du Cinema Français- lo denunció junto a su co-guionista Louis Chavance; pero en tanto que Chavance salió indemne del proceso al alegar que la concepción del proyecto venía de años antes de la guerra, Clouzot fue condenado en 1945 a una suspensión de por vida -luego reducida a dos años-, después de que el comité considerara que Le Corbeau había sido probablemente proyectada en Alemania bajo el título Province Français (1).


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Cartas envenenadas


Le Corbeau se sitúa en una pequeña población de la Francia ocupada. En ese escenario, la tranquilidad de la comunidad se ve quebrantada cuando un misterioso anónimo que firma con el apodo de Le Corbeau -en francés, El Cuervo- empieza a enviar cartas a varios habitantes. Se trata de misivas que sacan a la luz secretos indignos, que ponen en conocimiento verdades terribles de cada uno de sus destinatarios. Y todos ellos se esfuerzan en negarlo o tacharlas de difamaciones, pero de nada sirve cuando la sospecha se extiende como una infección galopante y la presión se traduce incluso en muerte: las víctimas son particulares, pero la culpa es pública; y las víctimas, en muchos casos, lo serán antes de la inquina insostenible que el entorno dispone hacia estas -al fin y al cabo, primer mecanismo de defensa de la respetabilidad moral de esa sociedad cerrada- que de su propio remordimiento. Como recuerda César Santos, "En la Francia ocupada, como en cualquier país que viva bajo un régimen de terror, los comportamientos heroicos son la excepción, la caída en la abyección es, malhadadamente, la regla" (2). Pero Clouzot no es una suerte de juez de la moral dispuesto a poner de manifiesto las peores villanías fruto de la condición humana, sino alguien que se atreve a disertar sobre la podredumbre inherente a esa condición, y a hacerlo, además, en el lado de las víctimas oficiales. No es de extrañar, pues, que fuera esta una película antipática a ambos bandos, una piedra en el zapato incómoda para unos y otros, pero en realidad sólo comprometida con los principios de una estética del miedo que apuntaba aquí y que consumaría más tarde en El salario del miedo (1953) y Las diabólicas (1955), quizá sus dos películas más célebres. El lugar que ocupa Le Corbeau, rodada una década antes, es el de germen y obra seminal que empezaba a definir constantes que no habían aparecido en su debut -más allá del marcado humor negro- y que iban a determinar una filmografía breve y tortuosa -muy a menudo, y no sin conveniencia, comparada con la difícil vida del director-, constituida no sólo en torno al miedo, entendido este como sentimiento que conduce a la miseria humana y de ahí, a la esencia misma del mal, sino también en torno a la verdad y su naturaleza frágil, imposible (3).


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El mal existe: De Las Piedras a Tulle


Las Piedras es el pueblo ficticio en el que se sitúa El salario del miedo, un punto de encuentro irrespirable y polvoriento en el que desarraigados y malditos vagabundean sin más perspectiva de futuro que la de morir de hambre o de aburrimiento. En el primer plano de la película, un niño semidesnudo juguetea con unos insectos en la tierra -inicio que Sam Peckinpah emularía años después en Grupo Salvaje (1969). Poco después, vemos a uno de los aburridos apátridas en el porche del Corsario Negro, taberna del lugar, tirando piedras a un indefenso perro. En otros momentos del cine de Clouzot vemos gatos que se enzarzan en una pelea, tarántulas que interrumpen la ducha de una escultural mujer de color: encontramos, en fin, la abyección misma del paisaje como estrategia en el asentamiento de un nihilismo salvaje, del pesimismo humanista del director. Le Corbeau inspira su incómoda trama en hechos acontecidos en Tulle, pueblo de la zona de Corrèze, durante los años 20. En el Tulle anónimo de Clouzot -«Una pequeña ciudad, aquí o en otro lugar», reza el título inicial-, dos décadas después, no hay siquiera esperanza en la idea de traer una nueva vida al mundo. En el inicio, un plano general lleva a lo particular de un cementerio, presentado en un misterioso travelling hasta unas puertas que se abren; de ahí, el corte salta a una casa en los exteriores de la villa. Tres mujeres esperan enfrascadas en sus labores hasta que el doctor Rémy Germain (Pierre Fresnay) sale por la puerta y lava sus manos manchadas de sangre. La más anciana de las mujeres se acerca y le pregunta si ha sido capaz de llevar a cabo la operación que ya sospechamos. Germain reconoce el aborto con toda honestidad, sin la menor alteración, y sugiere que habrá que esperar de 6 a 8 meses si quiere un nieto. El tajante reconocimiento del aborto pone en aviso al espectador de la problemática configuración del personaje de Pierre Fresnay: un hombre que produce desconfianza o incluso rechazo allá donde va debido a sus prácticas, pero que sigue a pies juntillas su propio código ético y actúa en honesta consecuencia con el mismo. Ese es el héroe de Clouzot, y ese es el contraste clave respecto al resto de personajes que pueblan ese Tulle de ficción, el enésimo lugar podrido en el cine del director. Tras la presentación de Germain, da paso a un catálogo escalofriante de personajes mezquinos, inmediatamente definidos por sus pecados o, en el mejor de los casos, por sus maldiciones: Marie Corbin (Héléna Manson), enfermera en el hospital donde transcurre buena parte de la acción, trafica con morfina y en su lugar suministra agua al paciente número 13; este, sin saberlo, se muere de cáncer de hígado mientras asegura que el número de su cama trae mala suerte; y el jefe de médicos del centro invita a Germain y a un colega a asistir a una gangrena como si de un espectáculo se tratase. Se trata, únicamente, de los rasgos primeros para definir a una galería humana en la que apenas hay bondad, y que luego completará su descripción con las acusaciones que vierte El Cuervo en sus cartas: alcoholismo -«Viejo borracho. El alcohol te nubla la vista. No ves el circo de Germain que deshonra tu hospital.»-, corrupción -«.ni el manoseo de los fondos por parte de Bonnevie, el crápula. Pregúntale cómo obtuvo para su amigo Griot la licitación del 15 de enero»-, adulterio -«Pervertido, juegas con la mujer de Vorzet, la puta. Ten cuidado, tengo una vista aguzada y se lo diré a todos»- e incluso enfermedad -«Viejo cadáver, tienes un cáncer de hígado (...) que te conduce a gran velocidad hacia los gusanos»-.


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La publicidad perniciosa


Si en el cine de Clouzot el miedo conduce a la miseria humana, en Le Corbeau la miseria antecede a ese miedo y este tiene como consecuencia más miseria. Los habitantes del pueblo indefinido en el que transcurre la trama han cometido, casi sin excepción, actos moralmente reprobables a ojos de casi cualquier estructura social conservadora. La aparición de un anónimo que airea esos secretos que cada uno se empeña en enterrar supone un juego malicioso en el que los acusados tienen dos opciones, o bien reconocer sus errores y quedar a merced de apaleamientos y a la espera de otras confesiones, o participar de la gran mentira que conduce a negaciones, acusaciones recíprocas y un enviciamiento de la vida pública que raya lo insostenible. Ni que decir tiene que, salvo Germain, aquí los personajes escogen el segundo camino, hasta el punto de derivar en dos situaciones que revelan lo pernicioso que resulta para las relaciones en común la publicidad de la inquidad propia, también quizá dos de las secuencias más memorables en la obra de su autor. La primera corresponde al entierro del enfermo número 13, que se suicida tras recibir una carta de El Cuervo anunciándole la gravedad de su estado. El pueblo entero desfila tras el coche que porta el ataúd, cargado de ramos de flores y acompañado por un canto más allá de lo fúnebre, casi embargado por lo siniestro. En un momento dado, una carta se desliza de entre las flores y cae al suelo. Una alternancia de picados y contrapicados muestra cómo las dos filas indias que forman la procesión se separan dejando la carta en medio y cómo los rostros que la advierten expresan repulsa, horror o se empeñan en ignorarla. Sin embargo, es imposible obviar su presencia por mucho tiempo, y finalmente un grupo de niños, tal vez los únicos ajenos a la escalada de miedo y depravación al descubierto, la toman para leerla. Una vez la carta pasa por las manos de varios de los presentes, ni siquiera el respeto por el sepelio tiene cabida y se disparan las acusaciones entre unos y otros, estallando la cizaña que era ya incontenible. El mejor resumen lo da el titular del periódico que se hace eco del suceso: Tinta que hace correr sangre.


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La otra ignominia colectiva de El Cuervo tiene lugar, de nuevo, en un contexto religioso. Durante una misa y en medio de un sermón sobre la posibilidad de la misericordia para una ciudad tomada por el pecado, una carta cae desde lo más alto de la tribuna de la iglesia, de nuevo interrumpiendo la ceremonia y con doble intención provocadora: romper el silencio de dos días que justificaba la presunta culpabilidad de Marie Corbin y dirigirse al pueblo en un tono decididamente profano y relamido. En ambas escenas descritas, la publicidad es el factor que amplifica los pecados personales para convertirlos en dominio común, en sentimientos de malestar general y culpa exacerbados, hasta el punto de que la desesperación por descubrir la verdadera identidad del Cuervo se instala en prácticamente todos los miembros de la antaño apacible comunidad. Todos, claro está, salvo el mismo Cuervo.


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Sombras y encarnaciones del Cuervo


Durante su etapa como director de doblaje para la UFA en la Alemania de los años 30, Henri-Georges Clouzot se interesó por el movimiento expresionista y, especialmente, por el trabajo de Fritz Lang. En Le Corbeau, esa pasión expresionista queda reflejada en la amplia galería de sombras que, aquí más que nunca, disponen las dualidades monstruosas que subyacen bajo la piel de los personajes. No hay más que observar la silueta de Vorzet (Pierre Larquey) agigantándose cuando se despide tras la visita a Germain, o la escena que ambos comparten más tarde en la escuela, con una bombilla que se balancea de un lado a otro como única iluminación. No obstante, hay en el filme un uso insólito de la sombra expresionista, un gesto mínimo que generalmente pasa desapercibido en los primeros visionados y que puede resultar imperceptible la mayoría de veces. Después de pasar una noche juntos, el doctor Germain y Denise Saillens (Ginette Leclerc) vuelven a encontrarse al día siguiente en una habitación en la que el doctor lee la última carta que le ha mandado El Cuervo. Él justifica su actitud de la noche anterior como un malentendido y anuncia que abandonará la villa en cuanto se resuelvan los problemas. Ella reacciona negativamente:


«Eres cobarde, un débil. De nosotros, eres tú la zorra. Me da igual, no cederé. Me viste cojear porque iba descalza, si no, nadie lo nota. Me llevó 5 años conseguirlo. Tuve a todos los hombres que quise, yo, la inválida. Cada hombre es como una revancha. Ahora, haz lo que quieras.»


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Ante un Germain petrificado, Denise se dirige hacia la puerta y abandona la habitación no sin antes dedicarle una mirada de desprecio al doctor. En ese instante en que la puerta permanece entreabierta, apenas un segundo, se divisa al fondo y tras el marco una silueta que se proyecta sobre la pared de la escalera. Es la silueta de una figura con sombrero, inmóvil que permanece al acecho o a la escucha de la discusión. La maniobra de Clouzot es brillante por muchos motivos: por perversa, por virtuosa y por sutil. Pero también lo es porque, con ese fotograma casi invisible al ojo del espectador, refuerza el sentido de un mal que aguarda en la sombra sin hacerse explícito, que genera vileza con su mera condición de vigilante de la moral pública. También, el plano podría servir a justificaciones narrativas: sabemos bien que El Cuervo está entre los ciudadanos afectados y conoce a cada uno de sus vecinos; sin embargo, y ante la imposibilidad de una omnipresencia cotidiana, la entidad de los secretos revelados requeriría, en más de un caso, dosis de espionaje que quedarían apuntadas con el recurso descrito. Es, quizá, el único momento en el que El Cuervo adquiere una presencia manifiesta, definida aunque casi indetectable. Lo cual, por supuesto, no significa que su existencia no esté ampliamente reforzada a través de diversas estrategias, pluralidad de formas y símbolos para recordar en todo momento su acecho, desde el cuervo disecado que encuentra Germain, a la madre de François -el malogrado enfermo número 13-, envuelta en negro luto. En el inspirado último plano de la película, vemos a esa madre de duelo alejarse calle abajo y su figura se empequeñece para adquirir reminiscencias del agorero pájaro, mientras que en primer término del plano, un grupo de niños juega en el suelo, ajenos -una vez más, ajenos- al hecho de que el mal cizañero abandona un lugar en cualquier caso ya moribundo y sin remedio.



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(1) Clouzot negaba la acusación alegando que la película no se había doblado y que, por tanto, sólo podía haber sido mostrada en Bélgica y Suiza más allá de las fronteras francesas (WATSON, 2005)..


(2) SANTOS, César. El misterio Clouzot o el salario del miedo ajeno, Guipúzcoa: XXIII Festival Internacional de Cine San Sebastián, 1975, páginas 62-63..


(3) Una de sus últimas películas, La verdad (1960), abordaba la temática de forma explícita y desde el género judicial, a través del proceso contra una mujer (Brigitte Bardot) acusada de asesinar al hombre del que estaba enamorada. El juicio invita a una reflexión: la imposibilidad de establecer una verdad única, o de determinar su validez frente a otras verdades. Por otra parte, el filme vuelve sobre la particular visión de Henri-Georges Clouzot de la moral de la mujer, veta explotada en su controvertida Manon (1949) y cuyo tratamiento le valió al director, junto a alguna que otra leyenda de rodaje, el título de misógino..


FUENTES


SANTOS, César. El misterio Clouzot o el salario del miedo ajeno, Guipúzcoa: XXIII Festival Internacional de Cine San Sebastián, 1975.


WATSON, Fiona. «Henri-Georges Clouzot». En: Senses of cinema. Mayo 2005 [ref. de 2 de octubre de 2009].


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