Intro al contrato comunicativo
Antes incluso de que cualquier imagen ofrezca algún indicio de relato, Sucker Punch empieza con un contundente contrato comunicativo que se dirige de forma directa al espectador. No se trata de estilización, sino de algo más: en los primeros segundos de la película de Zack Snyder, nos ubicamos dentro de un teatro; la cámara avanza desde el patio de butacas hacia el telón, en el que se muestran los logos de Warner Brothers y Legendary Pictures, compañías productoras del filme; la voz en off de Babydoll (Emily Browning) acompaña a ese movimiento hasta que las cortinas se abren dejando a la vista el escenario y, en él, una gris habitación en cuya cama permanece sentada y solitaria la protagonista; a través de la puerta, adivinamos la profundidad del decorado, y a un lado, permanecen al descubierto las bambalinas, el esqueleto interno de la función. El mensaje es claro: desde el primer minuto, Snyder delimita la conciencia de vodevil de su criatura, reafirmada poco después, y obliga al espectador a aceptar desde ese momento el desplazamiento de la narrativa a formatos y códigos tradicionalmente considerados menores. Es la historia de siempre, aquella en la que se niega la entidad para la ficción libérrima a esos modos de representación desdeñados automáticamente como marginales, pertenecientes a ese otro reino de la subcultura que nunca puede pervertir el cine, pero quizá sí a la inversa. Es aquella en la que esa subcultura se rebela una vez más para recordar la primigenia y dionisiaca esencia del cine, y también su razón de ser como arte apriorísticamente estético. Es la misma justicia que reclamaba Edgar Neville, tal vez sin saberlo, en sus vindicaciones de los subgéneros populares, o los hermanos Wachowski en la (infravalorada) proteica fantasía anime que era Speed Racer (2008). Todo el ímpetu visual de Sucker Punch habla desde el reciclaje de códigos directamente extraídos del videojuego o el cómic, entre otros, y lo hace con una norma irrevocable que guía su permanente subversión de la realidad: la narrativa puede supeditarse a las necesidades de la imagen, hasta el punto de que las reglas del juego se reinventan a cada paso, y las dinámicas y acción que tienen lugar en cada plano, cambian. No es tanto anarquía, sino una exploración de posibilidades que hoy tiene perfecto sentido cuando el formato multimedia es la nueva palabra y esa palabra se ve sometida a constantes mutaciones. Y como muestra, ese prólogo que también supone el mencionado contrato comunicativo. Los primeros minutos de Sucker Punch, como lo fueron los primeros de Watchmen (Snyder, 2009), establecen el diálogo entre el fotograma y la viñeta al que alude Ignacio Pablo Rico en su texto sobre la película (1), y en el camino la pieza consigue, de paso, una plena identificación con el videoclip. La cámara, al contrario que hará más tarde, se mueve lenta cuando no permanece estática para ceder el protagonismo a la acción o el símbolo -el botón que rueda en el suelo, como metáfora de la violación a punto de perpetrarse-, y cuando ese movimiento se manifiesta más evidente, lo hace para incidir en el detalle o enfatizar transiciones que buscan el paso natural de una viñeta a otra. En este último apartado, dos ejemplos resultan particularmente convincentes: el zoom imposible que lleva, por del ojo de una cerradura, al iris de Babydoll y, de ahí, al contraplano a través del reflejo sobre éste de aquello que mira; y el travelling que se desplaza desde su rostro dormido en el asiento del copiloto a la ventanilla del de atrás, en la que unas gotas de lluvia escriben sobre el cristal el título de la película. En definitiva, toda planificación en la escena responde de manera directa al lenguaje de la novela gráfica, incluso si eso significa permitirse un plano -el de los policías llegando a la escena del crimen- que bien podría estar referenciando a la estética neo-noir de obras como Torso, de Brian Michael Bendis, o Sin City, de Frank Miller.
Arte kinético
En un mundo en el que el cine pudiera zafarse de viciados discursos y clasismos a la hora de abordar el análisis fílmico, no sería necesario recordar que la fascinación primitiva que emanaba el medio pertenecía al movimiento de la imagen. Armond White, en su defensa de Transporter 3 (Olivier Megaton, 2008) sobre El Caballero Oscuro (Christopher Nolan, 2008), empleaba la locución kinetic art para constatar que la reinvención del género pasaba por el movimiento y la cinética de la acción desbocada de Megaton, antes que por las formas pomposas y graves de Nolan (2). En otras palabras, el género de acción, aquel que más ha permitido la evolución del cine como constante dialéctica con la imagen, pasa por la manera en la que la cámara revisa, reinventa y consolida nuevas relaciones con aquello que filma, generalmente para transportar al espectador a un nivel superior en la experiencia de alcanzar lo imposible, de subvertir la realidad un paso más allá. Queda ilustrado, por ejemplo, en el caso reciente de Transformers: El lado oscuro de la luna (Michael Bay, 2011), que rompe con las dinámicas de montaje de sus predecesoras para proponer una caligrafía que maximiza el efecto del 3D: la acción se redefine como largos pulsos con la cámara, planos secuencia que privilegian el espectáculo de robots avanzando en la batalla o protagonizando breves set pieces de plano único que se integran cómodamente en la escena matriz. Ahora bien, si el objetivo de dicho proceso puede significar sacar el máximo partido, corregir y aumentar el espectáculo vía las innovaciones técnicas que refuerzan el concepto de cine de atracciones, las inversiones que habilitan esa nueva expresividad debemos buscarlas, también, en los trasvases que se establecen en mayor o menor grado entre el cine y otros medios. Obviamente, es el videojuego el más prominente en esos intercambios y es Sucker Punch un ejemplo claro de esos trasvases.
En los términos en los que hablamos de mirar la acción, de seguir los movimientos que dicta ésta (y no al revés, recordemos), la película que nos ocupa se revela como fantástico laboratorio de pruebas que tiene en la escena de la cuarta misión (el enfrentamiento de las protagonistas con una tropa de robots en un tren, en un escenario futurista) su más osado experimento: toda la batalla transcurre en un único plano secuencia que acelera y ralentiza la imagen según las necesidades de la acción; al tiempo, lleva a cabo continuos cambios de angulación que le confieren una virtual movilidad de 360º a distintas velocidades, sin que por ello se ataña a unas coordenadas en su incesante desplazamiento. La supuesta cámara, por tanto, es libre para violar todas las presuntas limitaciones espaciales que acompañan al ejercicio de la filmación, y por tanto la acción retratada se permite llegar todavía más lejos. Puesto que la escena elimina el siempre inevitable, básico nivel de consciencia en el espectador de la existencia de un intermediario en la creación de esa ficción (esto es, la cámara), lo que se consigue es la inmersión total, la sensación de que el receptor ha ingresado en una fantasía plenamente autónoma y desgajada de realidades superiores. O lo que es lo mismo, la abstracción absoluta en un mundo específicamente generado para sus sentidos. Ese es, precisamente, el objetivo que persigue la cada vez más compleja narrativa de videojuegos en una buena parte, y a ella se debe, en mucho, la planificación en la secuencia descrita. En un texto sobre las técnicas abordadas por Stanley Kubrick para lograr la inmersividad en 2001: Una odisea del espacio (1968), Vicente Luis Mora es terminante al respecto: «La narrativa actual más preocupada por la inmersividad es, desde luego, la narrativa de videojuegos (…) un videojuego, sobre todo los de acción, es tanto más valorado cuanto más capaz es de transmitir la sensación de estar dentro de él, aislándose sensorialmente del resto del mundo» (3). Y he aquí la razón de ser misma de los episodios virtuales de Sucker Punch. Cada uno nace desde el proceso (individual) de la danza sensual de Babydoll, la cual nos es sugerida pero nunca mostrada. Pero, una vez culminada la inmersión e hipnosis del público, queda atrás ese nivel preestablecido de representación y nos adentramos en otro mental, sólo existente en la imaginación de su protagonista pero compartido, como misión colectiva, con el resto de compañeras que en ambos niveles deben cumplir un cometido. De esta manera, Snyder encuentra un perfecto mecanismo de entrada a esa capa subconsciente que equipara la experiencia del espectador con la del jugador sumergido en la empresa de pasar otro nivel con éxito (4).
Ética del mestizaje
Así pues, no iba tan desencaminado Antonio Weinrichter cuando en su crítica tildaba a Sucker Punch de «fantasía masculina, de adolescente salidillo o de cerebro absorbido por los videojuegos, comics» (5). Lo que, alejándonos de la diatriba y vía una conveniente reinterpretación, nos lleva a la conclusión que apunta Rico cuando afirma que «los adolescentes son el público idóneo para el último film de Zack Snyder porque buena parte de ellos se mueve, sistemática y asiduamente, entre viñetas y final stages, y opera, por tanto, con las últimas formulaciones de la interactividad audiovisual» (6). En el cine reciente, son varios los ejemplos que han emergido en defensa de esas formulaciones, en el diálogo con éstas como base creativa para nuevos modelos de cine que aprueban un mestizaje sin complejos. Ahí está el ejemplo de Crank: veneno en la sangre (Mark Neveldine y Brian Taylor, 2006), bebiendo de la narrativa in itinere, de infinitas posibilidades que ofrece la saga Grand Theft Auto, amén de revelándose como anfetamínico relato que sustituye la experiencia de la jugabilidad por la del caos más contagioso. O Scott Pilgrim contra el mundo (Edgar Wright, 2010), comedia genuinamente teen que reinterpreta el microuniverso de sus protagonistas a través del lenguaje de los videojuegos, la novela gráfica y hasta la música (7). Hablamos de obras comprometidas con la idea de abarcar la cultura audiovisual e interactiva que nos envuelve como un todo, de derogar esquemas anquilosados y hacer que la ficción hable a través de un gran abanico de códigos que tanto se pueden significar a través del control de un joystick como en la experiencia (presuntamente) pasiva del espectador. Códigos, en fin, perfectamente transplantables de un soporte a otro, con beneficios encontrados en una nueva expresividad o en el ánimo de reventar, volviendo a Sucker Punch, todo margen temporal en pro del anacronismo, última frontera de la libertad creativa más salvaje. En este apartado, imagen y música hablan en igualdad de condiciones en el último trabajo de Snyder. Por un lado, la trama principal (relegada luego a mero hilo conductor) se sitúa en Lennox House, una institución mental en los años 50. Pero más allá de las precisiones que sí pueda contemplar (8), pronto dicho contexto queda trasgredido en los límites de representación histórica. En los episodios virtuales que nacen de los epifánicos bailes de Babydoll, el punto de partida contextual queda desintegrado cuando asistimos a un deformado escenario de la I Guerra Mundial en el que las protagonistas se enfrentan, con un robot de combate entre sus armas, a un ejército alemán reinventado como hueste de soldados zombis y steampunk. O a una batalla tolkieniana en la que un ejército de orcos defiende de invasiones y ataques aéreos una fortaleza en cuyo interior mora una descomunal dragona guardando su nido. Está claro que Snyder entiende que, si la imaginación no entiende de límites ni lingüísticas, su representación debe ser igual de libre e ir más allá de puntuaciones temporales. El otro elemento decisivo en la consolidación de ese feliz y coherente anacronismo, es el uso de la música. Los temas que suenan en la banda sonora durante el transcurso de dichas batallas son, en todos los casos, versiones y remezclas de diversos éxitos posteriores a los años 50. Diseñada a cuatro manos por Tyler Bates y Marius DeVries, la selección incluye relecturas de Sweet Dreams (Are Made of This) de Eurythmics, Where Is My Mind? de Pixies, White Rabbit de Jefferson Airplane, Search And Destroy de The Stooges, Tomorrow Never Knows de The Beatles, Love Is The Drug de Roxy Music, y un mash-up con nervio hip hop de I Want It All y We Will Rock You de Queen (9). Con algunos de los temas co-interpretados por algunos de los integrantes del reparto, la banda sonora no sólo secunda las bondades del mestizaje y la abierta atemporalidad, sino que va más allá en las transformaciones sonoras que experimenta acorde al desarrollo de la acción (ciñéndose a la composición original, suspendiendo el tempo de la canción, desviándose hacia improvisaciones que van de la intensa épica a la fuga melodramática). DeVries, en el documental dedicado a la música de Sucker Punch, confirma así intenciones: «Hay una cantidad substancial de reinvención. En diferentes direcciones (…) La exploración sobre cómo estas canciones podían ser usadas para contar la historia y comentar la acción ha sido una de las más inusuales y más satisfactorias partes de este proceso» (10). Y por supuesto, más allá de estructuras compositivas como notas al margen del fotograma, no es casual la elección de los hits destinados a ser revitalizados con naturaleza bastarda: White Rabbit apela de inmediato a Woodstock, la psicodelia y el abandono de los sentidos al viaje lisérgico; Sweet Dreams (Are Made Of This) invoca el onirismo que envuelve a la película desde su mismo comienzo; y Love Is The Drug, interpretada como descarado vodevil en los créditos finales por Oscar Isaac y Carla Gugino, quizá esté conciliando la letra de Bryan Ferry con el “amor” psicótico de Blue y el afecto maternal de la doctora Gorski.
Erotizar la mirada. Excitar los sentidos
En última instancia, es el perfecto autoconocimiento de su esencia dionisiaca y su desvergüenza a la hora de reconocer intenciones y fuentes, lo que hace de Sucker Punch la potencial cabecilla de un cine consistente y perfectamente cómodo en los trasvases con las mal llamadas subculturas. En todo momento, la cinta de Snyder reconoce como ley suprema el derecho del espectador multimedia a disfrutar de los placeres adulterinos, como atracción principal en una obra que no necesita más justificación que la de su propia alteridad como ficción. De hecho, quizá sea su conclusión y moraleja final, lanzada como mensaje de auto superación para el mundo real, lo más decepcionante en una obra que pone todo su empeño en convertir el acto de mirar en un proceso altamente escopofílico, si no erógeno. Claro está, y volviendo a la crítica de Weinrichter, se corresponde éste proceso con una fantasía explícitamente masculina, y preferiblemente adolescente: las heroínas son lolitas semidesnudas que protagonizan set pieces propias de la acción macho más desaforada. Pero no por acotar la mirada que maximiza esos placeres pierden interés sus mecanismos para conseguirla. Está la calidad metaficcional de esa maniobra de excitación/hipnosis que lleva a la abstracción/acción: mientras nos atenemos a ella, también lo hacen el resto de personajes que se arremolina en torno a cada actuación de Babydoll, estableciéndose para ellos el mismo contrato de abandono de la realidad y sublimación de los sentidos que nosotros hemos aceptado. Pero también, una sorna implícita hacia las patibularias condiciones en las que se gesta esa mirada, como es el caso de la escena en que Sweet Pea (Abbie Cornish) detiene la representación teatral de una lobotomía para protestar por lo enfermizo de esa búsqueda de la excitación, o el hecho mismo de que, de forma ocasional, los personajes se refieran a ese estado vegetal tras la operación como “paraíso”. Se trata de apuntes que señalan de nuevo la autoría socarrona, casi maliciosa de Zack Snyder, en todo caso sujeta a un compromiso mayor de renovación visual que dota de coherencia a toda su filmografía. Un compromiso que, hasta ahora, se definía en relación a sus fuentes (todos sus trabajos anteriores eran adaptaciones), pero que en Sucker Punch, pasa a definirse desde ellas, desde todas ellas. Una desregulación, democratización de los formatos que supone un valioso paso más hacia el relato epidérmico, la definitiva sublimación de los sentidos como genuina experiencia extrema para el espectador del siglo XXI.
(1) RICO, Ignacio Pablo (2011). «Sucker Punch: Resistencia y promiscuidad». En Miradas.net [en línea] Abril 2011 [ref de 4 de octubre de 2011]. Disponible en web.
(2) WHITE, Armond (2009). «Better-Than List 2008». En: New York Press [en línea] 7 de enero de 2011 [ref. de 4 de octubre de 2011]. Disponible en web.
(3) MORA, Vicente Luis (2011). «2001 como videojuego». En Diario de lecturas [en línea] 18 de agosto de 2011 [ref de 4 de octubre de 2011]. Disponible en web.
(4) Un recurso tradicional del videojuego, como es el jefe de final de fase, encuentra aquí su equivalente en algunas de las fantasías encapsuladas en la imaginación de Babydoll. En una, es el mariscal de un ejército de soldados zombis en una I Guerra Mundial reinventada en clave steampunk. En otra, es una gigantesca y enfurecida dragona. Y en otra, tres mitológicos guerreros samuráis. Ya fuera de estos episodios virtuales, en la trama que transcurre en Lennox House (la supuesta capa de realidad), encontramos un personaje hecho a la imagen más chusca y vacilona del boss de fin de fase: un alcalde orondo, con la chaqueta dorada y las pieles de un padrino exagerado y hortera, que fuma puros de la marca ‘El Jefe’ y que derrocha ostentación en cada movimiento, en cada gesto.
(5) WEINRICHTER, Antonio (2011). «Crítica de Sucker Punch». En ABC.es [en línea] 25 de marzo de 2011 [ref de 4 de octubre de 2011]. Disponible en web.
(6) RICO, Ignacio Pablo. Op.Cit.
(7) La batalla de bajos en la que Scott Pilgrim se enfrenta a uno de los ex novios de Ramona Flowers sería un ejemplo, si bien el logro mayor lo encontramos en la serie de cómics de Bryan Lee O’Malley en que se basa la película: allí el dibujante incluso llegaba a detallar cuáles eran los grupos y temas de la banda sonora en la que teníamos que sintonizar las andanzas de su protagonista.
(8) Podríamos hablar largo y tendido de las coincidencias en cuanto a escenario, trama y momento histórico que Sucker Punch comparte con Shutter Island (Martin Scorsese, 2010): una institución de aspecto tremebundo y aislada de la civilización; la lobotomía como estación término y liberación final de su protagonista; y el contexto en el que dicha práctica se hallaba en crisis de legitimidad frente a procedimientos más innovadores, si acaso más humanos, y en cualquier caso en fase experimental (la terapia ensayada por el Dr. Cawley [Ben Kingsley], en Shutter Island, y la representación teatral de traumas bajo la dirección de la Dra. Gorski [Carla Gugino], en Sucker Punch).
(9) Completan la tracklist Army of Me, remix a cargo de Skunk Anansie de la canción de Björk, y Asleep, tema de The Smiths interpretado por la propia Emily Browning.
(10) Declaraciones de Marius DeVries en el documental Sucker Punch: Detrás de la Banda Sonora, incluido en las ediciones en DVD y Blu-ray comercializadas en España por Warner Home Video.