Entonces hizo llover Jehová sobre Sodoma y sobre Gomorra azufre y fuego de parte de Jehová desde los cielos; y destruyó las ciudades y toda aquella llanura, con todos los moradores de aquellas ciudades y el fruto de la tierra. Entonces la esposa de Lot miró atrás, a espaldas de él, y se volvió estatua de sal.
Genesis 19, 24-26
Pobre Edith. Condenada a no tener ni siquiera un nombre que le de entidad propia. Convertida en estatua de sal por querer contemplar la belleza de la destrucción, el origen de la Nada. Incluso a esta se dio una Entidad por medio del Nombre.
A Edith no.
La mujer de Lot volvió los ojos a sus espaldas, las espaldas de Lot. Miró atrás para contemplar la grandeza del cataclismo divino anunciado a una velocidad de 343 metros por segundo. Para extasiarse con la Ausencia Absoluta proclamada por un sonido de belleza incomparable, de una intensidad de frecuencias como nunca antes había sido oido. Lo que había sido la Nada pasó a ser el Todo. Por una milésima de segundo antes de que sus ojos cristalizaran y sus tímpanos se solidificaran, Edith fue.
Las ondas expansivas arrasaron la estatua, lanzando los átomos de sal como proyectiles infinitesimales sobre el campo circundante y los cuerpos de su marido e hijas, tiritantes de miedo e ignorancia. Ciegos y sordos por no haber tenido el valor de contemplar y escuchar.
Oh Elohim, Tú el El, oh Yaveh, Tú que eres el que existes por Ti mismo. ¿Por qué ocultas la sinfonía del universo a tus criaturas más devotas? ¿No es el sonido conocimiento? Pues Tu palabra fue originariamente transmitida por via oral durante cientos de generaciones... ¿Por qué entonces nos dejas en la oscuridad del silencio? Qué egoismo tan terrible. Qué crueldad hacia tus hijos.
Quiero ser Edith.
Quiero ser Sal.
Quiero ser la Nada.
De noche, asomada a la ventana, cierro los ojos para concentrarme en el sonido. No en el que se arrastra alrededor mio, el regurgitado por seres similares a mí. No. Mis sentidos se dirigen al cielo, para percibir las ondas acústicas que ahora mismo, y desde hace miles de años, han sido provocadas por las eternas tormentas sobre la superficie de Júpiter, tan grandes como tres Tierras y que devastan su superficie una y otra vez.
Una y otra vez.
Los científicos afirman que no hay posibilidad de oir el sonido en el vacío. Dicen también que las ondas de Jupiter son de una intensidad tal que transforman la atmósfera en un infierno de mil grados de temperatura para desaparecer consumidas por su propia energía.
Yo, sin embargo, las siento. No se lo he contado a nadie. Pensarían que estoy loca por oír algo que para ellos no existe. Su Nada.
Mi Todo.
Quizás Edith las hubiera intuido ya siendo todavía una niña. Se sentaba por las noches sobre una duna y miraba con ojos adormecidos el cielo estrellado, la infinita superficie del universo llena de cuerpos celestiales que se comunicaban unos entre otros, lanzando frecuencias al vacío como semen caliente que se derramaba sobre otros cuerpos y volvía a ser expelido por ellos. Un juego de billar de proporciones inimaginables.
Lloro. No puedo concentrarme. No puedo llegar al Absoluto Vacío en medio de esta maraña de imágenes, sonidos, pulsaciones y gemidos.
Mis ojos abiertos captan imágenes que me impiden alcanzar la meta, son derroteros que mis pies no pueden dejar de seguir, alejándome del objetivo último. Cierro con fuerza los párpados, pero los destellos de lo visto siguen distrayendo mi mente, mis pensamientos.
Llamé hace un año a un equipo de científicos. Tras escuchar mi petición realizaron innumerables pruebas para convencerse de mi cordura. Su empirismo confirmó lo que yo ya sabía: no estoy más loca que ellos. Quizás incluso menos.
Llego al laboratorio. Me tumban en una camilla. En los últimos momentos de conciencia sonrío a la luz catódica, su ronroneo me acompana hasta el sueño. Cuando despierto compruebo con las puntas de los dedos que no tengo ojos. Tardo unos días en acostumbrarme. Distingo todavía centelleos, simple ecos de lo visto. Tumbada, espero. Al fín desaparecen, casi de forma remolona, como si sintieran despedirse de mí.
En su lugar, el dolor. El sonido de mi respiración jadeante y mis gemidos se vuelve lentamente insoportable. Quisiera destriparme los oidos, extraer a punta de cuchillo los tímpanos y engullirlos. Me atan las manos y me dan tranquilizantes. Pero estos sólo me obnubilan y me alejan aún mas de la Nada. Hemos de dar el siguiente paso y extraer todos los nervios del sistema periférico.
Me anestesian. Yo querría estar despierta, notar con cada tajo, con cada nervio arrancado, cómo mi conciencia se expande al alcanzar la cota superior del dolor. Sólo han podido convencerme de lo contrario al obligarme a oír la grabación de los aullidos de un cerdo al ser desollado en vida. Una hora. Mi operación durará diez. Me lo han rogado: si no por mí, al menos por la salud mental del equipo quirúrgico.
Sé que despierto porque oigo susurros lejanos, corrientes confusas que se acercan y alejan.
Soy tan feliz.
Me acerco a Ella, tanteando sin tocar en un túnel que me me aleja de ellos, los seres humanos. Siento lo que nunca han podido sentir. Y al mismo tiempo soy capaz de no sentir lo que ellos nunca han podido no sentir. Soy ya un poco del Todo-Nada.
Escucho el ritmo de mi cuerpo: su hambre, sus crujidos bajo la fuerza de la gravedad, sus jadeos y corrientes internas. El latido de mi corazón y el susurro de mis huesos contra los músculos. Los percibo con una intensidad que pocos antes pudieron apreciar: quizás algunos en el lecho de muerte, los enfermos en coma, un vegetal.
Qué delicia este nuevo percibir.
Al cabo de un tiempo, sin embargo, este contínuo murmullo de mi ser me anonada y enoja. Esto es el yo, lo contrario a la Nada.
Las distracciones han de ser extirpadas. Fuera con los pulmones, corazón, estómago, huesos, sistema nervioso central.
Peso ahora apenas diez quilos, un amasijo de carne deshidratada sobre el que han colocado de forma pulcra el cerebro, del que sobresalen mis orejas cual trompetas extraterrestres. Han encerrado este fárrago informe en un contenedor negro cuya forma cúbica perfecta hace olvidar a los pocos que todavía quieren seguir con el experimento lo que se encuentra dentro. Cada hora soy regada con sangre ajena, borboteante. Implantan un cable en mi cerebro que de forma silenciosa manda informaciones. La sonda funciona sólo durante una hora al día. Yo ya no respondo: he decidido hace meses callar. No saben si voluntariamente o a consecuencia del proceso de cambio.
Me hablan y siento en el susurro cada vez más desesperado que se encuentran al borde de la locura. O lo que es lo mismo: de tirarme por el váter y volver a sus hogares. Estoy demasiado alejada de su idea de humanidad como para que puedan dudar por mucho más tiempo.
Algunos rezan, esperando así despertar mi conciencia. Me rezan. Rogando mi permiso para actuar, pidiendo una señal que les guíe en su desesperación. Se arrodillan frente al cubículo y lloran y gimen, las manos en alto, en una plegaria deseperada.
Soy su Dios. Soy el que existo por Mí mismo. Inconmesurable, inexplicable. Más allá de su alcance, de su comprensión. La Nada.
No puedo quedarme más tiempo aquí. Al fín hablo y anuncio mi último deseo. Tras la Anunciación queda de mí solamente un trozo nimio de carne al que han pegado los órganos auditivos y la parte del cerebro necesaria para traducir e interpretar los sonidos captados.
No siento los bamboleos del transporte en avión, ni cómo me sacan del cubículo y me meten en otro que ha sido construido especialmente para la misión. Me colocan en un lugar preferente de la Sonda que durante los siguientes cinco años deambulará por el espacio para estrellarse contra Júpiter.
El arranque del cohete me lleva casi al delirio. Estoy a punto de ensordecer a merced de una orgía de vibraciones brutales y un calor cada vez más ardiente. Grito y nadie me oye, aúllo de terror y placer ante la imaginación de lo que será Jupiter. El júbilo extremo de mis células ateridas por la excitación hace temblar la gelatina proteínica en la que me han colocado.
Cinco años son largos para contar aquí.
Cómo describir la paz que me envolvió durante los primeros meses hasta que me dí cuenta de que oía. Oía algo que no era el satélite en que me encontraba. Tardé casi un año más en llegar a entender que se trataba de la inquieta estela de los cometas danzando jugetones a nuestro alrededor, los murmullos apagados que lanzaban al espacio Fobos y Deimos en su perpetuo deambular alrededor de Marte en un vals eterno.
La fría caricia del vacío a mi alrededor al abrirse por error el cubículo en que me encontraba. El abotargamiento casi instantáneo por la congelación y el lento despertar, que no pude entender durante mucho tiempo hasta que los restos de un organismo que había chocado en su vuelo interestestelar conmigo comenzaron a interactuar y mezclarse con mis células, a centuplicarlas. La mitosis creó miles de tímpanos y trompas de Eustaquio, yunques y estribos, mezclados y unidos en combinaciones nerviosas y perceptoras nunca soñadas por el ser humano y para los que no hay definición posible en la Tierra. Este conglomerado auditivo rodeó poco a poco la Sonda, la protegió de las inclemencias del frío universal y saltó con ella alegremente en medio de las estrellas y el polvo cósmico en dirección a Júpiter.
Cómo explicaros lo que he podido oír. No hay palabras para ello. La Nada es tan inmensa en comparación con vuestro Todo que solo puedo sentir compasión hacia vuestra limitación, incomprensión. Ceguera.
Jupiter se acerca, finalmente. O nosotros a él, nos recibe con los brazos abiertos. El ojo enorme del huracán eterno parece seguir nuestra trayectoria. Juno tiembla: las ondas de calor nos mecen en su marejada cada vez más potente. Ío lanza una carcajada monumental para recibirnos y Calisto no se queda atrás con sus mugidos salvajes.
Venid, venid -Claman.
Y nosotros obedecemos.
Continuamos cayendo. Ahora no hay posibilidad de pensárselo dos veces: la gravedad nos ha atrapado y ni siquiera podemos controlar la trayectoria.
La temperatura asciende de forma exponencial. Siento cómo me quemo, entiendo a Edith y su necesidad de volver la mirada, la exuberancia del conocimiento último y extremo, en una milésima de tiempo, el sonido que me ensordece y me enardece, me aplasta, me abraza, me ama.
Quiero ser lanzada por este estallido acústico de vuelta al universo y como Edith cubriros a todos vosotros conmigo, impregnar vuestros ojos y oídos.
Ser la Sal Eterna que os regale el Conocimiento de la Nada.
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