Germaine Richier. Esculturas del sigilo inamovible | Andrea Reyes de Prado



Andrea Reyes de Prado | Germaine Richier

«Nous sommes, qu'on le veuille ou non, des machines délicates et mystérieuses et c'est bien ainsi (1)».


Germaine Richier



Se han ido, de sí, porque las hemos visto. Porque las hemos visto enmudecieron, volteáronse hacia adentro, como hiedra se encerraron, regresando a su ausencia, hermosa, mística, extraña. Sin darse nadie cuenta protegieron una vez más su secreto, partícula vegetal o humana que las alienta.


Las esculturas de Germaine Richier no se dejan tocar, temblar, conocer. Son hieráticas como esfinges egipcias, serias, en ocasiones inaccesibles y tristes como una mujer decaída, lentamente cayendo, de Modigliani. Huidizas y recónditas. «No hay un solo punto de vista en la obra de Richier –cuenta Valérie da Costa (2)–, sino una multiplicidad de puntos desde los cuales se puede descubrir la complejidad de la construcción, los detalles ocultos. Se nos escapa, no podemos captarla con una sola mirada, debemos fragmentar nuestra visión y siempre una parte nos huye. Pensamos entonces en la frase de Lacan, que podría transponerse a la lectura de su obra: “Nunca me mires donde te veo”». Poseen la discreción y el grito ahogado de las plantas, la nostalgia del bronce y la certeza cruel de los humanos. Sólo ella, nacida de quién sabe qué bosque, sabía la fórmula exacta para dotar a sus extrañas figuras de esa fragancia visual y sensitiva que provoca en el espectador atracción y recelo al mismo tiempo. A medio camino entre la fantasía y la advertencia, sus ligeras siluetas parecen siempre a punto de escapar, de volatizarse. De decirnos algo y huir, lejos, de la amenaza que somos.


1902 y 1959 fueron los paréntesis de Historia que vivió Germaine Richier. Sus creaciones son en parte lágrimas que derramó ante el desconsuelo, la rabia y la impotencia de ver a sus contemporáneos odiarse, atacarse, eliminarse de tal modo entre sí dos veces. La otra parte nació del amor que le dio, que da, que es, la naturaleza. Supo verla desde niña, desde Castelnau-le-Nez. Rodeada de la tímida luz de las uvas –su padre era viticultor– y los infinitos juegos con sus hermanos, la mirada pronto se le acostumbró a las texturas del campo y su lenguaje. Sus manos nunca fueron finas, delgadas, poéticas podría decirse. Pero nacieron con firmeza para el arte: negando la piedra y experimentando con el cemento o el plátano, árbol común en el sur de Francia, comenzó a dar forma y voz a sus primeras figuras, revelándose así en ella la vocación, brotando de ella la necesidad. En 1922 ya asistía a clase en la Escuela de Bellas Artes de Montpellier.


Fue Louis-Jacques Guigues, director de la escuela y discípulo de Rodin, quien primero guio sus manos, aquellas manos redondeadas y anhelantes. Durante tres años se dejó asentar en la base y, una vez preparada, la niña-uva voló a París. «Si quieres trabajar en serio, hay que estar en París –le dijo Sherwood Anderson a Ernest Hemingway cuando éste aún estaba en Chicago–. Es donde ahora se encuentran los escritores de verdad. Siempre hay cosas que hacer. Todo es interesante y todos tienen algo que aportar. París, Hem» (3). París, Germaine. Los felices, exuberantes, díscolos y pasionales años veinte. En el taller de Antoine Bourdelle conoció a Otto Bänninger, con quien se casó en 1929, y coincidió con un joven italiano de su misma edad y tendencia vertical y triste, Alberto Giacometti. Aprendieron juntos, pero sus estilos llevaban distinto camino: él se dejó seducir por el cubismo y el surrealismo mientras ella, contraria a las corrientes, latía al ritmo sereno y armónico de los patrones clásicos. Escogía un rostro y un cuerpo, modelaba materiales frente a ellos, copiaba sus líneas definitorias, minuciosamente («solía hacer posar durante mucho tiempo, a veces durante noventa sesiones tenía que tener el modelo a mi merced» [4]). Después se refugiaba en el silencio de su acto creativo, aislada y abierta, dejando que la futura Germaine Richier, la verdadera, dictase cómo continuar, qué milímetro conducir, con qué rigidez o ángulo de escama terminar.



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Y así, como no podía ser de otra forma, de las reminiscencias verdes de su infancia surgió, al fin, su característico y poderoso híbrido esculpir. Crear es recordar, crear es escuchar. Crear es comprender el motivo de lo creado. «En la tímida curva de un declive / –como un cielo parado y consistente– / se diría que callas, perezoso –versa Ramón Gaya en honor de la escultura (5) . Eres algo que vive y que no vive, / ni eterno ni mortal: eres presente / sucesivo, ya quieto, aún tembloroso». Como en el poema, Germaine aprendió a captar esa vida/no vida, ese ser/no ser perpetuo, con sus manos. Confiada se animó a tener su propio estudio, y desanimada comprobó lo difícil del camino independiente, viéndose obligada a recurrir económicamente a uno de sus hermanos. Pero ya había hallado su voz, y también el amor. Dos pilares fundamentales para todo ser humano ya eran en ella brújula, timón y ancla.


Llenos de un sosiego místico y salvaje, sus hijos mitológicos hicieron crecer su nombre. En 1934 la galería Max Kaganovitch de París le dedicó una exposición individual, ganó premios como el Blumenthal en 1936 o el Diploma de Honor de la Exposición Internacional de París en 1937. En ese próspero clima la vida, para equilibrar su siempre paradójica y quisquillosa existencia, hizo estallar la Segunda Guerra Mundial. Otto y ella estaban en ese momento en Zúrich, de donde él era originario y donde pasaron los años de una guerra en la que Germaine no estuvo. Pero la guerra le afectó como si su piel hubiese respirado humo, su boca sequía y sus manos pérdida. Su escultura, como la obra de todos sus contemporáneos, sufrió un giro, una brecha, una ruptura inevitable e irreversible (cómo la poesía después de Auschwitz…).


Para los artistas predominantemente figurativos, el cuerpo humano, el ser humano; ya no suponía un todo único y equilibrado, y la oscuridad empezó a predominar, en todos los sentidos, sobre la luz. En ella se instaló ese aspecto feroz, dañado, incluso a veces espectral que inspiran obras como La Mante (1946) o Storm man (1947-48). O La Feuille (1948), tan leve, vulnerable, a punto de desfallecer o evaporarse. O L’Araignée I (1946), omnipotente y hastiada, donde por vez primera aparece el geométrico juego de alambres que desde entonces se hizo habitual en su trabajo. La angustia era palpable entre las fibras, la corteza cubrió la piel y, junto a la huella del dolor, se enraizó ese aura de secreto indescifrable que aún hoy celosamente guardan. «Tengo miedo de los bustos de Germaine –decía Jean Paulhan–, creo que nunca hemos visto algo parecido antes». Enigma que tras la guerra se volvió enigma emponzoñado. «En el inicio hiere la resina: bala de miel. / Después la luz resbala y se sostiene adentro / el amuleto sangra por debajo del hombre», versa Víctor Bermúdez. Por debajo del hombre que tal vez resida por debajo de la hidra.


Venecia, Sao Paulo, Sudamérica, Londres, Nueva York. Germaine, convertida en fértil polen, se vio viajando de país en país, exponiendo, vendiendo, compartiendo. Mientras, en el ritmo del crear, cambiaba de textura y expresión a través de grabados para las Iluminaciones de Rimbaud (1951), hacía nacer la duda en Personage (1949), el abandono en La Tauromachie (1953) o la sinuosidad en Water (1953-54). Brechas, huecos, muecas, pequeñas geografías irregulares. Magia de duelo que supura. La controversia por el Cristo de Notre-Dame de Toute Grâce du Plateau d'Assy. El «collage», mezclando materia de escultura con materias de pintura, mezclando voces extranjeras (como las de María Helena Vieira da Silva o Hans Hartung) a la suya. Mezclando emociones, tensas, tan sobrias como expresivas, vivas, que dieron lugar a muy distintas interpretaciones. Mas siempre el silencio permaneció en los ojos de sus criaturas. Silencio en aullido, en susurro, en viento que las hojas mecen hablando dialectos de la tierra. También el viento, como se la había llevado de una esquina a otra del mundo, la alejó de Otto Bänninger y la depositó en René de Soldier, director y crítico que se convirtió en su segundo marido y la entrelazó con las letras francesas del momento. Asentada y sumida en sus «metáforas de supervivencia», como definió David Sylvester, en el cuerpo de Germaine descubrieron un cáncer terminal. Se alejó brevemente de París, sin abandonar nunca sus manos el movimiento, hasta que éste, a finales de julio de 1959, decidió suavemente enmudecerla y reunirla con su origen.


«En ella la fe es un movimiento del corazón, un compromiso instintivo. Hay una especie de creencia animista en esta mujer supersticiosa, aterrorizada por los elementos naturales. En su taller, las imágenes de las Vírgenes Negras de Saintes-Maries-de-la-Mer acompañan su vida cotidiana, así como los elementos de la naturaleza, madera flotante, insectos y conchas» (6). Instinto planificado, fragilidad indestructible. Equilibrios que la naturaleza le donó. Qué universos del iris son de planta, cuáles de animal, cuáles de humano. Cuáles de Germaine. No se sabe, no se sabrá, no debe descifrarse. La incomodidad de la pregunta la salva. «Mi naturaleza no me permite estar tranquila –escribió a Otto en una ocasión–. Somos como somos, y la edad no me hace dulce y serena, no es que yo lo combata, pero está en mí, está conmigo. Cuanto más voy, más estoy segura de que sólo lo humano cuenta». Máquinas delicadas y misteriosas. Y está bien así, Germaine. El misterio impide, pero protege.



Andrea Reyes de Prado



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(1) «Somos, lo queramos ver o no, máquinas delicadas y misteriosas y está bien así».


(2) DA COSTA, Valérie. Germaine Richier. Un art entre deux mondes. París: Norma Editions, 2006, p. 86.


(3) MCLAIN, Paula. Mrs. Hemingway en París. Madrid: Alianza Editorial, 2011, p. 125.


(4) DA COSTA, Valérie, 2006, p. 102.


(5) «Para el crepúsculo de Michelangelo» [Florencia, 1980]. En GAYA, Ramón. Obra completa. Madrid: Pre-Textos, 2010, p. 638.


(6) DA COSTA, Valérie, 2006, p. 96.